Kitabı oku: «Historia contemporánea de América», sayfa 11

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El fraccionamiento iberoamericano todavía se incrementó más a raíz de las tardías independencias de la República Oriental del Uruguay (1828) y de la República Dominicana (1844). En ambos casos, no se separaron directamente de España, puesto que aprovechando las guerras de independencia habían caído bajo control de Portugal –y después del Brasil independiente– y de Haití, respectivamente.

El número de repúblicas todavía se habría podido incrementar más. Entre las que tuvieron vida efímera podemos mencionar el Yucatán, donde en 1846-1847 fracasó un intento de los colonos blancos de crear un nuevo Estado debido a la rebelión de los indios mayas; y Texas, donde los colonos de origen norteamericano dirigieron una república independiente segregada de México entre 1836 y 1845 (Olives, 1984). Panamá también intentó proclamar su independencia en 1830 y, de hecho, permaneció independiente entre 1840 y 1842, aprovechando los problemas internos de Nueva Granada.

En cambio, Brasil se mantuvo unido pese a la existencia de importantes diferencias regionales y de fuertes tendencias disgregadoras. El centralismo de la carta constitucional de 1824 fue rechazado por las provincias del norte, algunas de las cuales (Paraiba, Río Grande do Norte y Ceará) intentaron infructuosamente crear una Confederación del Ecuador completamente independiente.

Por lo demás, y excepto el caso de la separación de Uruguay, durante el siglo xix, Brasil se extendió hacia el oeste a expensas de las repúblicas hispanoamericanas. Entre otros episodios, podemos mencionar la incorporación de los territorios más occidentales de Paraguay, en 1872, y la compra de la extensa provincia boliviana de Acre (1903). Por cierto, esta región había vivido un intento independentista, la frustrada República de Acre (1899-1900).

2.1.2 La primera formación de los estados nacionales latinoamericanos

El desmantelamiento de una de las estructuras políticas más importantes del momento, el Imperio español, con la apertura de un proceso de fragmentación de límites ya vistos y tendiendo a organizar nuevos estados, estuvo profundamente marcado por una evidencia: no existía un imaginario nacional que hiciera posible construir una nueva identidad colectiva sobre un sujeto único, abstracto y depositario de la soberanía que podríamos definir como la nación moderna.

Ante el problema de sustituir la legitimidad previa de la monarquía castellana se mostraron con fuerza varios proyectos de organización estatal, enfrentados a un desafío inédito, definido por la existencia de varias concepciones de la soberanía en franca lucha. La principal cuestión a resolver tras la derrota de los realistas españoles sería, para las élites dirigentes de la independencia, la organización de un Estado que conciliara los intereses de las distintas partes participantes en el proceso. Para estas élites, como ha señalado claramente J. C. Chiaramonte, la cuestión de la nacionalidad, en términos actuales, era irrelevante porque entendían como sinónimos los términos de nación y Estado, por lo cual la construcción de una nación-Estado se entendía con rasgos todavía contractualistas y racionalistas, de clara raíz ilustrada, y no del tipo de la de los románticos posteriores. Una nación se fundaría entonces cuando apareciera un Estado o comunidad política que se rigiera por la misma ley (Chiaramonte, 1997). De aquí la importancia de conseguir un acuerdo, un consenso inicial que respetara los atributos reconocidos a cada participante por el derecho de gentes, entre los cuales se encontraba en un lugar destacado el derecho a no participar en ninguna asociación sin su consentimiento.

Esta necesidad de acuerdo y de consenso se enfrentó a algunas dificultades añadidas, vinculadas a la tradición institucional colonial, que no incluía la existencia de instituciones representativas de los distintos reinos o provincias (al modo de las asambleas coloniales de las Trece Colonias inglesas), que habrían podido hacer más fácil la sustitución de la legitimidad real y el acuerdo en la definición de los nuevos sujetos de la soberanía (Annino, 1994).

Las dificultades para consensuar esta definición llegaban de la mano del origen de la nueva legitimidad defendida en los territorios americanos ante los acontecimientos de 1808: el principio de la retroversión de la soberanía. De acuerdo con la escolástica y la neoescolástica, se suponía que el poder era delegado por Dios al pueblo y que éste lo trasladaba y lo depositaba en el rey. Sólo en su ausencia, el poder lo reasumía el pueblo. Siguiendo estos principios, en las colonias españolas se producen las primeras peticiones de autonomía y, posteriormente, de independencia, entendiendo que las abdicaciones de Bayona y la invasión francesa implicaban la retroversión de la soberanía a los pueblos, y no al pueblo, porque no existía ni un único pueblo español ni un único pueblo americano, sino múltiples unidades político-administrativas que estaban constituidas por ciudades con cabildo (la unidad político-administrativa básica en la monarquía hispánica en América).

A partir de aquí, cada pueblo, cada ciudad con cabildo, entendió que conservaba parte de la soberanía recuperada ante la ausencia del rey legítimo y, aunque existían concepciones individualistas, predominaban las que se basaban en las ideas según las cuales la sociedad estaba formada por cuerpos políticos y que era posible la divisibilidad de la soberanía entre ellos. Estos pueblos, con parte de la legitimidad reasumida, se mostrarán muy dispuestos a integrarse mutuamente, para crear una nueva forma de asociación política o de Estado, sin que esto supusiera la renuncia a su naturaleza soberana. Frente a la mayoría de estas ciudades y pueblos, las principales capitales de los virreinatos y las capitanías generales irán destacando su primacía sobre el resto del territorio, derivada de su situación privilegiada bajo la colonia, postulando su hegemonía y la dirección en el proceso de construcción del nuevo Estado y defendiendo con creciente fuerza el dogma de la indivisibilidad de la soberanía. La reacción de las ciudades provinciales, defensoras de su soberanía, está en la base de los conflictos y enfrentamientos que marcan las primeras décadas de vida independiente, alargándose en el tiempo en una lucha más doctrinaria entre centralistas y federalistas.

Así, frente a las propuestas centralistas encabezadas por las antiguas capitales coloniales, en casi toda Hispanoamérica los primeros proyectos de institucionalización del nuevo poder político tienden a adoptar la forma de confederación, guardando celosamente la soberanía y la independencia absoluta de las provincias o los estados incluidos en el proyecto de asociación, como se propuso en México, Chile, Nueva Granada o el Río de la Plata. Junto con este concepto confederal de la soberanía se presentan otros dos alternativos, con más rasgos en común entre sí que los señalados habitualmente en la historiografía: el centralista y el federal. Para ambos, el objetivo central era el de construir un Estado nacional con plena e indisoluble soberanía, aunque en el segundo modelo, a imitación de la Constitución norteamericana de 1786, se respetaban algunas facultades soberanas de los estados miembros.

Hasta que aparece, alrededor de 1830, la influencia en América Latina del principio de las nacionalidades y empiezan a proponerse marcos de organización estatal en términos de nacionalidad, la tendencia presente en los años inmediatos a la independencia fue la de la superación progresiva, y en ocasiones violenta, del principio de independencia de los pueblos soberanos ante la necesidad de crear nuevas y mayores asociaciones para garantizar la supervivencia de todos. Así, las primeras décadas de las nuevas repúblicas son, no sólo las de las guerras civiles y del caudillismo, sino sobre todo las de la expresión de varias prácticas políticas autónomas en un proceso de institucionalización complejo, que fue derivando hacia enfrentamientos facciosos, pero no ya por la definición del modelo de Estado, sino por el poder.

En ninguna parte las luchas entre unitarios y federales fueron tan acérrimas como en la actual Argentina. Durante décadas, este problema pone en peligro el surgimiento de una nación única en este territorio. El conflicto entre Buenos Aires y las regiones del interior ya venía de la época colonial, pero con la independencia adquirió una nueva dimensión (Chiaramonte, 1993). Desde los inicios de la lucha independentista, Buenos Aires logró un papel de liderazgo. Inicialmente, sus grupos dirigentes oscilaron entre el unitarismo y el reconocimiento del federalismo. Al mismo tiempo, las ciudades más importantes del interior se iban organizando en provincias, una especie de estados. Un congreso reunido en 1812, al mismo tiempo que declaraba la soberanía de las Provincias Unidas del Río de la Plata respecto a España, reconocía el autogobierno de las provincias del interior.

En 1816, en otro congreso reunido en Tucumán, el bonaerense Juan Martín de Pueyrredón, a pesar de los recelos de muchas provincias, consiguió imponer un federalismo moderado. Éste fue rechazado por José Artigas y su Liga Federal, de carácter confederal y que agrupaba entonces a las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba y Uruguay. Derrotado militarmente el progresista Artigas, el Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata redactó en 1819 una constitución de marcado carácter centralista. Esto, unido al cierre, por parte de las autoridades de Buenos Aires, del Paraná, principal vía del comercio, encolerizó a las provincias del interior. Por todas partes surgieron caudillos provinciales y ejércitos de gauchos. En 1820, los caudillos de Santa Fe, Entre Ríos y de Corrientes triunfaron militarmente sobre Buenos Aires e hicieron desvanecer cualquier pretensión de unitarismo.

En aquella época, sólo algún tratado recordaba la existencia de una débil federación. Las provincias, dominadas por caudillos, tenían su propia vida política y económica, así como ejércitos particulares. Algunos caudillos fueron extremadamente ignorantes y crueles, como Facundo Quiroga, que dominó La Rioja. Hubo guerras entre caudillos, como la que enfrentó a Estanislao López (Santa Fe) y Francisco Ramírez (Córdoba y Corrientes), con el triunfo del primero.

En 1826, Bernardino Rivadavia, quien había impulsado importantes reformas liberales en la provincia de Buenos Aires, promulgó una constitución de las Provincias Unidas de América del Sur, de carácter claramente unitario. Este intento de estructurar la región fue rechazado claramente por las provincias, que obtuvieron la disolución del gobierno central y la creación de la Confederación del Río de la Plata (1827). Buenos Aires pasó a ser gobernada por el federal Manuel Dorrego. En diciembre de 1828, las tropas que volvían de luchar contra los brasileños en Uruguay se apoderaron de Buenos Aires en nombre de los unitarios. Aun así, el éxito fue breve porque, en 1829, una milicia de ganaderos a las órdenes Juan Manuel de Rosas se apoderó de la ciudad.

Rosas gobernó de forma dictatorial la provincia de Buenos Aires hasta 1852. Aunque, cuando gobernó en nombre del federalismo y dejó en vilo a la organización constitucional, eliminó a los caudillos provinciales que le hicieron sombra y fue claramente hegemónico en el seno de la confederación.

En aquella época, y en buena parte como reacción a Rosas y su régimen de terror, se difundieron mucho las ideas liberales y unitarias. Muchos intelectuales acusaban a los federales del atraso y de la barbarie. Es un buen exponente Domingo Faustino Sarmiento, que hacia 1845 contraponía la barbarie del mundo rural, todavía influido por los indígenas, a la civilización del mundo urbano (de hecho, Buenos Aires). La ciudad, culta e influida por Europa, había luchado por la independencia y había triunfado, pero el campo se había opuesto a la ciudad y la había derrotado durante las guerras federales.

En 1855, el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, derrocó a Rosas. Urquiza, también federal, impulsó la Constitución de 1853, que estableció la Confederación Argentina. Este texto constitucional estableció un Estado federal dispuesto a imponer una soberanía de carácter nacional sobre todas las provincias (Tabanera, 1997). Buenos Aires se opuso a ceder los enormes ingresos de sus aduanas al nuevo gobierno federal. Rechazó esta constitución y se produjo la secesión de la provincia. Ésta, incluso, promulgó una constitución propia. Se inició entonces una lucha entre Buenos Aires, que controlaba buena parte del comercio, y la confederación, militarmente superior. Provisionalmente, la confederación instaló su capital en Paraná. En 1859, los de Buenos Aires fueron derrotados por la fuerza de las armas y la provincia rebelde se tuvo que integrar a la confederación.

En 1860, el nuevo presidente confederal, Santiago Derqui, no aceptó a los diputados elegidos en Buenos Aires y volvió a estallar la guerra. Esta vez, las tropas de Buenos Aires, dirigidas por Bartolomé Mitre, consiguieron triunfar (batalla de Pavón, 1861). Esto consagró el predominio de Buenos Aires en los países del Río de la Plata. Derqui dimitió y Mitre se hizo cargo del poder. Éste aceptó la Constitución de 1853 y, en octubre de 1862, fue elegido presidente. Está considerado el primer presidente de la República Argentina, el primer presidente de la nación. Durante su administración (1862-1868), Argentina realizó grandes avances por convertirse en un Estado-nación único con un régimen federal cada vez más limitado. Este proceso se vio favorecido por un auge económico que necesitaba la colaboración entre las tierras del interior y su gran puerta al exterior, Buenos Aires.

Con Bartolomé Mitre se creó un sistema jurídico de carácter nacional, un sistema fiscal único, un nuevo ejército nacional y un banco de crédito también nacional. Además, se amplió la red ferroviaria y se fomentó la exportación de lana. La guerra contra Paraguay también contribuyó a fomentar el proceso unificador. La resistencia contra la unificación fue encabezada por algunos caudillos de las provincias del interior. El último gran caudillo fue López Jordán, de Entre Ríos, derrotado en 1874.

Mitre fue sucedido por el antes mencionado Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y por Nicolás Avellaneda (1874-1880). En líneas generales, estos presidentes culminaron la obra iniciada en 1862 y consolidaron el Estado argentino. Redondearon y profundizaron una interpretación centralista del federalismo argentino. En 1874 y en 1880 fracasaron sendos levantamientos militares de Buenos Aires, que consideraban que su preeminencia en el seno de la república te nía que ser mayor. En 1880 se solucionó el difícil problema de encajar a Buenos Aires. La ciudad fue separada de la provincia y elegida capital federal y se fundó La Plata como capital provincial de Buenos Aires. Además, fueron suprimidas las milicias de las provincias. Finalizó así el período denominado de Organización Nacional (1852-1880).

Las luchas entre unitarios y federales también adquirieron gran importancia en México. Conviene recordar que este imperio, y pronto república, era el Estado más extenso de Iberoamérica después de Brasil. En 1824 se dotó de una constitución federal. El sistema federal fue derogado cuando triunfaron los centralistas, entre 1835 y 1841, y nuevamente entre 1844 y 1846. Pero los centralistas no resolvieron ninguno de los grandes problemas del país y, además, provocaron el crecimiento del separatismo en algunas regiones, por ejemplo en Texas. La Constitución de 1857 consagró de forma definitiva el federalismo de los Estados Unidos Mexicanos.

En el inmenso Brasil, inicialmente se optó por una forma unitaria con la Constitución centralista de 1824. Esto provocó revueltas federalistas en los años veinte en el norte del país. Los levantamientos y las insurrecciones se multiplicaron en los años treinta: Pará, Minas Gerais, Mato Grosso, Maranhão, Bahía y Río Grande do Sul. En 1834 se tuvo que modificar la Constitución para otorgar un cierto autogobierno a las provincias. Sólo en 1891, con la caída del imperio, Brasil optó por un sistema federal, la República Federativa de Brasil. Aun así, se trataba de un federalismo moderado, con sentido unitario, donde los estados no tenían legislación propia (Iglésias, 1994).

La configuración de Venezuela también favorecía el surgimiento de tendencias federalistas. Ya en 1811 se había dotado de una efímera constitución federal. A partir de 1830, el federalismo fue propugnado por los liberales. Entre 1859 y 1863, el país padeció la llamada Guerra Federal, una terrible guerra civil que provocó grandes destrucciones y acabó con el triunfo de los liberales federales (Morón, 1994). En 1864, una nueva constitución estableció un régimen federal para los Estados Unidos de Venezuela, denominación que se mantuvo hasta 1953.

La República de Nueva Granada acusaba importantes diferencias regionales y tenía ciudades que podían competir con la capital. En 1811 ya se había promulgado una efímera constitución federal. Posteriormente, las luchas entre unitarios y federales adquirieron gran relevancia. En 1853, la primera Constitución liberal tuvo un carácter federal. La Constitución conservadora de 1858 mantuvo este sistema bajo la denominación Confederación Granadina. También fue federal la Constitución de los Estados Unidos de Colombia (1863), que estuvo en vigor hasta que, en 1886, fue sustituida por una constitución unitaria. Igualmente dispusieron de constituciones federales las Provincias Unidas de América Central (1824) y la Confederación Peruanoboliviana (1837).

En cambio, las tendencias unitarias fueron claramente predominantes en Perú, Bolivia, Chile y en los estados de dimensiones medianas o pequeñas. Aun así, es necesario mencionar una efímera constitución federal en Ecuador (1861) y un breve período federal en Chile entre 1825 y 1829. En Uruguay, los blancos (conservadores) fueron más proclives al federalismo. Por lo demás, algunos estados adoptaron fórmulas a medio camino entre el federalismo y el unitarismo. Son ejemplos de ello la Constitución peruana de 1828, la venezolana de 1830 y la de El Salvador de 1841 (Levaggi, 1991).

Los enfrentamientos entre conservadores y liberales fueron una constante en los nuevos estados. Aunque nos encontramos en un contexto en el cual no se crean todavía auténticos partidos, se pueden establecer algunas diferencias importantes entre unos y otros. Los conservadores tenían a menudo el apoyo de los terratenientes, los clérigos y los militares. Defensores del orden a ultranza, eran más autoritarios y propugnaban un sufragio restringido, el proteccionismo económico y, sobre todo en un principio, la instauración de monarquías constitucionales.

Los liberales eran defensores encarnizados de las libertades individuales, del sufragio universal, del libre cambio y de la república como forma de Estado. A partir de mediados del siglo xix, la cuestión de qué actitud adoptar frente a la Iglesia católica profundizó las diferencias entre los liberales y los conservadores. Los primeros fueron partidarios de limitar el poder de la Iglesia y desamortizaron los bienes eclesiásticos y expulsaron a las órdenes religiosas, en especial a los jesuitas. Los conservadores defendieron los privilegios de la Iglesia porque consideraban que era un bastión de defensa del orden social vigente.

Con el tiempo, los ideales liberales se fueron imponiendo en todas partes. A menudo, pero no siempre, los liberales eran partidarios de un federalismo a imitación del de Estados Unidos. El liberalismo iberoamericano también se mezcló en varios grados con ideologías nacionalistas, positivistas y anticlericales, de modo que su desarrollo fue extraordinariamente plural (Borrego, 1991). Uno de los estados donde las luchas entre liberales y conservadores fueron especialmente significativas fue México. Inicialmente, el predominio conservador fue extraordinario en el México independiente (1821). Es una prueba evidente la adopción de la fórmula monárquica –el imperio– y el mantenimiento de casi todas las estructuras sociales y económicas de la época colonial. La monarquía cayó pronto, en 1823. Aun así, las luchas entre liberales y conservadores, entre unitarios y federalistas, las presiones extranjeras y las tendencias separatistas de algunas regiones desestabilizaron la vida política de México durante décadas sin que se produjeran cambios estructurales.

La caída de Antonio López de Santa Anna (1855) inauguró una nueva época política, convulsa como las anteriores pero que transformaría profundamende Pedro II (1841-1889)te a México. El nuevo gobierno, radicalmente liberal, inició una serie de importantes transformaciones, conocidas como La Reforma. En 1855, se promulgó la Ley Juárez, por el ministro Benito Juárez. Esta ley suprimía algunos tribunales especiales y limitaba los de la Iglesia y los del Ejército. Todavía más importante fue la Ley Lerdo, ideada por el ministro Miguel Lerdo de Tejada, que desamortizaba las fincas rústicas y urbanas propiedad de corporaciones civiles y religiosas. Se pretendía dividir y mejorar la productividad de unos bienes poco explotados. Hacía falta desarmar al poder teocrático y consolidar las instituciones democráticas (Delgado, 1991). La Constitución de 1857 reconoció numerosas libertades, como las de imprenta, opinión, enseñanza, comercio y conciencia. Ésta, como las leyes Lerdo y Juárez, provocó la oposición radical de la Iglesia. Poco después, en 1858, se produjo un pronunciamiento de carácter reaccionario. El presidente, Ignacio de Comonfort, dimitió y nombró para sucederlo a su ministro más brillante, Benito Juárez. Empezó entonces una larga guerra civil entre liberales y conservadores. Durante el conflicto, Juárez promulgó una serie de leyes que separaban a la Iglesia del Estado, secularizaban en parte a la sociedad mexicana y, en definitiva, suponían la emancipación de la república de la tutela a la cual había sido sometida hasta entonces por parte de la Iglesia católica. En 1861 triunfaron los liberales pero, poco después, se produjo la injerencia francesa, que disfrutó del apoyo de los sectores más reaccionarios. Aun así, en 1867, Juárez derrotó completamente a sus enemigos y empezó el período de la República restaurada. Una minoría liberal e ilustrada impulsó la reorganización del Estado y emprendió medidas positivas como el esfuerzo educativo, que hizo obligatorias las primeras letras (1867).

Juárez ocupó la Presidencia hasta su muerte en 1872. Le sucedió Lerdo de Tejada, que continuó su política constitucional y liberal. Aun así, pese a los esfuerzos de estos reformadores, México continuaba siendo un país poco desarrollado económica y culturalmente, y la vida política era considerada completamente ajena por los trabajadores.

En 1822, Brasil devino independiente bajo una fórmula monárquica –el imperio– y sin sufrir transformaciones sociales de importancia. La Constitución de 1824 estableció una monarquía constitucional donde sólo tenían derecho a voto las personas con ocupación y bienes de fortuna. Además, hay que recordar que buena parte de la población era esclava. En 1846 todavía se restringió más el derecho a voto, otorgado sólo a las personas con una notable renta (González Rodríguez, 1991). Aun así, bajo el reinado de Pedro II (1841-1889) se alternaron en el poder pacíficamente conservadores y liberales. La caída del imperio (1889) fue debida a una conjunción de intereses, principalmente entre los hacendados, molestos por la supresión de la esclavitud, y los militares, influidos por las ideas republicanas y federalistas. La Constitución republicana federal de 1891 ampliaba mucho el sufragio y separaba a la Iglesia del Estado.

Aunque en el resto de estados de Iberoamérica triunfó ya desde los inicios la forma republicana, esto no implicó que el conservadurismo no fuera a menudo predominante. Éste fue el caso de Guatemala, donde el régimen conservador del jefe mestizo Rafael Carrera dominó entre 1838 y 1865. Tuvo el apoyo de las oligarquías terrateniente y comercial e, incluso, de las masas indias (Mena, 1991). Carrera, además, intervino a menudo en otros estados de América Central para favorecer a regímenes de carácter conservador.

En los años setenta, las nuevas condiciones económicas y los inicios de la hegemonía de Estados Unidos favorecieron el triunfo del liberalismo político y económico en Guatemala, representado por el presidente Justo Rufino Barrios (1873-1885). En el resto de América Central, la hegemonía de los conservadores implicó la continuidad de las estructuras coloniales, especialmente en Honduras y Nicaragua. En El Salvador, el reformismo liberal iniciado por Rafael Zaldívar (1876-1885) perjudicó a los campesinos al eliminar las tierras comunales. La concentración de la tierra en manos de una minoría de terratenientes implicó una grave y prolongada inestabilidad social y política. En Costa Rica, el reformismo liberal fue más gradual y consensuado. En 1871, esta república oligárquica relativamente estable se dotó de una constitución de carácter liberal (Pérez Brignoli, 1997).

En Venezuela, en un contexto de predominio de los caudillos militares, inicialmente gobernó la nueva república el conservador José Antonio Páez. Los liberales tenían el apoyo de las élites intelectuales de Caracas, de los soldados de la guerra de emancipación frustrados por no haber recibido tierras y de los llaneros. En 1846-1848, los liberales apoyaron a los hermanos José Tadeo y José Gregorio Monagas, que ocuparon el poder, más que nada en beneficio personal, hasta 1858. A partir de entonces, liberales y conservadores, también conocidos como amarillos y azules respectivamente, lucharon encarnizadamente por el poder. Cada partido tenía el apoyo de sus caudillos militares. Los liberales defendían el federalismo, mientras que los conservadores eran unitarios. Entre las mejores realizaciones de los liberales en este violento período hay que mencionar la Constitución de 1864, en la cual se reconocen un gran número de libertades públicas y privadas y se prohíbe definitivamente la esclavitud (Pérez Mallaína, 1991). En 1870, el caudillo liberal Antonio Guzmán Blanco acabó con el gobierno conservador. Anticlerical y autoritario, en realidad defendió los intereses de los poderosos y favoreció el liberalismo económico.

En Nueva Granada, Francisco de Paula Santander y los presidentes que lo sucedieron establecieron una república oligárquica de carácter conservador. En 1849, un fuerte malestar económico fue canalizado por los liberales que alcanzaron el poder en la figura del presidente José Hilario López (1849-1853). A partir de entonces y hasta 1884 se inició un período de luchas entre las oligarquías liberal y conservadora. No obstante, los liberales a menudo predominaron y consiguieron promulgar las constituciones de 1853 y de 1863. Ésta última fue la primera que llamó Colombia a la nueva república y está considerada una de las más liberales de Hispanoamérica.

En cambio, en Quito, denominada República del Ecuador desde 1835, el predominio conservador fue más duradero. Los liberales sólo tenían el apoyo de la oligarquía de hacendados, comerciantes y banqueros de la costa, mientras que los conservadores eran predominantes entre los latifundistas de la sierra, que controlaban a las masas indias. Los conservadores dominaron claramente el país, primero con el general Juan José Flores y después con Gabriel García Moreno, quien controló la vida política entre 1859 y 1875. García Moreno, autoritario y clerical a ultranza, reprimió con dureza a los liberales. Por lo demás, favoreció un cierto crecimiento económico y controló las tendencias militaristas (Lara, 1994). Hasta 1895 no triunfó una revolución liberal en Ecuador. En Perú y Bolivia, la inestabilidad política y el caudillismo militar eclipsaron completamente la dicotomía de liberales contra conservadores.

En Chile, quizás la república más estable, los conservadores predominaron entre 1830 y 1860. Una oligarquía de mercaderes y terratenientes, liderados por Diego Portales, organizó un Estado autoritario con un fuerte ejecutivo. Los liberales, que lucharon encarnizadamente contra los conservadores, a partir de 1856 se orientaron claramente hacia el anticlericalismo.

También fueron duras las luchas entre colorados (liberales) y blancos (conservadores) en la República Oriental del Uruguay. Los primeros tenían el apoyo de los sectores populares y de buena parte de los oficiales del Ejército. En 1870, los liberales consiguen ocupar el poder, que mantendrán hasta 1958.

Con respecto a Paraguay, tras el desastre de la guerra de 1864-1870, hay que destacar el predominio del Partido Colorado Republicano, claramente conservador, que gobernó el país hasta 1904.

2.1.3 El caudillismo

En el contexto político latinoamericano postindependente, marcado por las múltiples dificultades expuestas para generar nuevas formas de gobierno tras la desarticulación del imperio, emergió con fuerza una forma de ejercicio personalista del poder, conocida como caudillismo. Éste se ha presentado en múltiples ocasiones como la causa principal de la inestabilidad política de las décadas iniciales de vida republicana en América Latina, al convertirse en el mecanismo básico e innato de expresión de quienes pretendían reconstruir una autoridad patrimonial heredera de la tradición española, frente a los partidarios de un modelo importado de constitucionalismo liberal. Las debilidades de esta explicación, basada en supuestas inclinaciones culturales de los pueblos hispánicos al autoritarismo y a la anarquía, son ya conocidas (Safford, 1991). Por encima de otras consideraciones, el caudillismo aparece tras la independencia, tanto por la crisis de legitimidad abierta desde 1808, como por el proceso de desinstitucionalización y reinstitucionalización posterior, en un marco en que la disolución del orden civil provocada por la guerra fue amplia. El caudillismo, en definitiva, tiene que ser entendido como un efecto de la fractura institucional de la colonia y de la guerra, y tiene que ser considerado como una expresión del pluralismo político espontáneo y estructurado como un sistema de supraordinación y subordinación piramidal, sostenido a través de cadenas de lealtades personales (Soriano, 1996).

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