Kitabı oku: «Historia contemporánea de América», sayfa 9
Tras superar rebeliones internas contra su poder en Lima, Bolívar emprendería la campaña definitiva en el Alto Perú en mayo de 1824, hasta que la derrota realista en Ayacucho (9 de diciembre de 1824), a manos de José de Sucre, puso prácticamente punto y final a la resistencia realista. Desmembrado este territorio, separado de los dos virreinatos a los que había estado unido, se constituyó como la nueva República de Bolivia.
Si hemos señalado anteriormente que la convulsa situación política en España había agravado la tensión en América y había obstaculizado la solución de los conflictos, un ejemplo claro de este impacto lo encontramos en Nueva España. Allí la independencia se origina como una revolución conservadora contra las disposiciones liberales que llegaban de Madrid desde 1821. Las medidas contra la Iglesia y la anulación de los fueros militares, entre otros, enemistaron a la élite criolla con la metrópoli liberal, contraria a cualquier cambio que modificara el estricto orden social impuesto (Domínguez, 1985). Un antiguo general realista, Agustín de Iturbide, concluyó en febrero de 1821 un acuerdo con el guerrillero indígena Vicente Guerrero, conocido como el Plan de Iguala, por el cual se garantizaban todos los privilegios de la Iglesia católica, se proclamaba la independencia (en su segundo punto) y se adoptaba la monarquía. El compromiso de defender las tres garantías –religión, independencia y unidad entre españoles y criollos– se convirtió en el nexo de unión de grupos enfrentados por otras causas, con tanta fuerza que el virrey O’Donojú reconoció en septiembre de aquel año la independencia de México.
El rechazo de este acuerdo por las Cortes de Madrid, en febrero de 1822, impidió que se optara por un príncipe español para encabezar la nueva monarquía, y Agustín de Iturbide ocupó el trono imperial como Agustín I. El fin de este breve imperio también supondría, ya en 1823, la separación de México de las Provincias Unidas de América Central, mediante una declaración del Congreso, reunido en Guatemala, comparable a la que había decretado la anexión previa en 1821.
1.3 Haití: la independencia desde abajo
La segunda colonia que consiguió emanciparse tras Estados Unidos fue Haití, pero las causas y los protagonistas de la independencia de esta colonia francesa fueron muy diferentes, como señala Luis Alberto Sánchez (1975). Esta colonia estaba situada en la mitad occidental de la antigua isla Hispaniola. Los franceses se instalaron allí tras el Tratado de Ryswick, de 1697, por el cual los españoles les cedieron esta parte de la isla; la frontera entre la parte española –Santo Domingo– y la francesa fue trazada definitivamente en 1776 (Moya, 1974). Los franceses desarrollaron una explotación cafetera con esclavos negros y unos pocos blancos que controlaban las haciendas. Por cada blanco había más de veinte esclavos negros y un mulato o negro con carta de libre. Los blancos, a pesar de ser una minoría, no estaban bien avenidos porque los hacendados criollos no podían ver a los administradores llegados de la metrópoli. En 1787 se crearon las asambleas coloniales y, desde éstas, los hacendados criollos pidieron a la metrópoli el derecho a ocupar también los cargos coloniales, igual que los blancos llegados de la metrópoli (Sevilla, 1981).
La isla envió representantes a los Estados Generales que protagonizaron el estallido de la Revolución francesa. En París vieron la proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el reconocimiento de los derechos políticos de los mulatos y de los negros y, más tarde, durante la etapa de la Convención, la abolición de la esclavitud. Atemorizados por las repercusiones que estas medidas podían tener en la isla, los criollos de Haití rechazaron las disposiciones revolucionarias de la metrópoli, proclamaron su fidelidad a Luis XVI e incluso pensaron en la emancipación. Los jacobinos enviaron a un joven mulato educado en París, Vicente Ogné, que cuando llegó a la isla dejó de lado las reclamaciones y se incorporó a los levantamientos violentos de mulatos que pedían sus derechos legales. Vicente Ogné fue ejecutado en 1791, pero la isla caminó hacia la anarquía con constantes enfrentamientos muy violentos y sanguinarios entre blancos, negros y mulatos, y numerosas plantaciones fueron destruidas. Los blancos que sobrevivieron emigraron a las islas próximas y hacia Estados Unidos.
Como dice Moya (1991), lo que empezó como una revuelta de esclavos se convirtió en una guerra civil y en una guerra internacional, con la participación de España, Inglaterra y Francia. Durante esta coyuntura, y con motivo de la declaración de guerra en Europa contra la Francia revolucionaria en 1793, los españoles y los ingleses intentaron conquistar el territorio haitiano pero, finalmente, desistieron. Los españoles lo hicieron en 1795 porque firmaron el Tratado de Basilea con los franceses, a quienes cedieron la parte oriental de la isla. Los ingleses, en 1798, abandonaron la isla ante los problemas que tenían en Jamaica.
En 1796, el Gobierno de la República Francesa nombró lugarteniente del gobernador a un antiguo esclavo negro para luchar contra los ingleses: Toussaint-Louverture. Cuando los ingleses abandonaron la isla, éste se quedó en ella como principal hombre fuerte e inició una nueva guerra racial muy dura junto a sus soldados negros, que en 1800 mataron a los mestizos de Riagud. En 1801 ocupó la parte española e intentó crear un Estado nuevo donde él sería gobernador vitalicio. La tierra se trabajaría con un sistema de remuneración por el cual los trabajadores de la plantación recibirían una cuarta parte de la cosecha; los propietarios que no habían abandonado la isla o habían vuelto, otra cuarta; y el tesoro público, la mitad que quedaba. Las tierras abandonadas por sus propietarios serían expropiadas. Napoleón no aceptó el gobierno de Toussaint-Louverture y envió al general Leclerc en 1802, quien encarceló y deportó a Francia al antiguo esclavo negro, el cual murió en 1803.
Jean Jacques Dessalines, un antiguo esclavo, lugarteniente de Toussaint-Louverture que el general Leclerc dejó como jefe militar del sur de Haití, inició de nuevo una guerra racial contra la esclavitud con ayuda de otro antiguo esclavo lugarteniente de Toussaint-Louverture, Henry Christophe. En 1804 declararon la independencia de Haití y en 1805 fue proclamado emperador constitucional con el nombre de Jacques I. Desde el Gobierno intentó conquistar la parte de Santo Domingo donde resistían los franceses, e hizo una reforma agraria con el reparto de las tierras expropiadas. Las tensiones raciales entre mulatos y negros continuaron y Jacques I fue asesinado en 1806. Henry Christophe encabezó el nuevo Gobierno, que dominó sólo el norte de Haití, donde instauró una tiranía personal como emperador con el nombre de Henry I. Éste se suicidó en 1820 cuando vio que sus soldados le habían abandonado. El sur de Haití estuvo bajo el gobierno de un mulato libre educado en Francia, Alexandre Pétion, quien fue elegido presidente de la república implantada en el sur en 1807. En 1816 promulgó una Constitución que le concedió la presidencia vitalicia. Aplicó una reforma agraria con la división de la tierra en pequeñas parcelas que repartió entre los funcionarios y los soldados retirados. Murió en 1818 y le sucedió en la presidencia otro mulato libre, Jean Pierre Boyer, quien había luchado contra los negros en 1800. Tras el suicidio de Henry I, éste se convirtió en presidente de todo Haití y, en 1822, ocupó militarmente Santo Domingo, que acababa de independizarse en 1821 bajo la protección teórica de Bolívar. De este modo, toda la isla quedaba bajo la presidencia de Boyer. Francia reconoció la independencia de Haití durante un proceso iniciado en 1825 y culminado en 1838, a cambio de una considerable cantidad de francos (Bitter, 1970).
En Haití se había producido una revolución social mediante la cual los esclavos negros y los mulatos libres asumieron el poder y proclamaron la independencia; incluso se hizo una reforma agraria que permitió la pequeña propiedad, un caso único entre las independencias americanas. Los mulatos comandados por Boyer acabaron dominando el poder y marginaron a los negros. Precisamente, un hecho es la importancia del color de la piel y la raza en el movimiento nacional independentista haitiano. A pesar de la independencia, los problemas raciales no estaban resueltos y se agravaron con la incorporación de Santo Domingo, donde quedaban los grandes hacendados blancos y mestizos. En la coyuntura independentista de las colonias iberoamericanas de 1808-1825, la isla de Haití fue, para los blancos nacidos en América, un ejemplo de dónde podía llegar una independencia promovida por una guerra racial. En 1833, la mayoría de la población blanca había emigrado. También es muy significativo que Estados Unidos no reconociera la independencia de Haití hasta 1862, cuando se separaron los estados esclavistas del sur.
1.4 Brasil: la independencia desde arriba
Las razones últimas que condujeron a la independencia de Brasil fueron muy diferentes a las de Estados Unidos y a las de Haití. Así como las independencias de las colonias españolas las hemos conectado a la guerra contra los franceses en la península Ibérica, también la independencia de Brasil fue precipitada por los acontecimientos producidos en Portugal entre 1820 y 1821 (Bethell, 1991a). La metrópoli portuguesa también había hecho reformas administrativas durante el siglo xviii para controlar más y mejor a las colonias (Sarabia, 1991); es necesario mencionar las del ministro Pombal (las reformas pombalinas) y las de la reina María I, pero la sociedad colonial no respondió tan articuladamente como la norteamericana contra el reformismo metropolitano. Hubo algunos jóvenes estudiantes, como Tiradentes, que intentaron imitar a Estados Unidos y pidieron ayuda a la gran república del norte, pero fracasaron (Oliveira, 1907). También hubo movimientos republicanos de mulatos y mestizos fácilmente sofocados, como fue la conjuración de los alfaiates de 1798, que pretendían una república en Bahía (Boxer, 1992).
Para explicar los orígenes de la independencia de Brasil es necesario tener presente la coyuntura europea de las guerras napoleónicas y las medidas tomadas por la monarquía portuguesa. En 1807, en Fontainebleau, los franceses y los españoles firmaron un tratado con el fin de invadir militarmente Portugal y encarcelar a la familia real de los Braganza. Esta familia negoció con los británicos la protección necesaria para trasladarse a Brasil a cambio de la ocupación temporal de Madeira por parte de las tropas británicas. El 29 de noviembre de 1807, el príncipe regente João –hijo de la reina María I–, con más de diez mil cortesanos, salió hacia Brasil con la mayoría de sus bienes bajo la protección de los barcos británicos.
La principal consecuencia de la llegada del príncipe regente João a Brasil fue que la colonia –sobre todo Río de Janeiro, donde se instaló la corte– triplicó su población, se convirtió en el centro del Imperio portugués y sus funciones se asemejaban a las de una metrópoli. Fue suprimido el sistema del monopolio colonial, y los puertos de Brasil se abrieron al comercio internacional para todos los estados amigos. Los principales beneficiados fueron los británicos, quienes se vieron favorecidos por el tratado de 1810, el cual estableció una buena reducción de las tasas de aduanas para los productos ingleses. Así, los comerciantes británicos introdujeron sus manufacturas a precios más bajos que el resto, incluidas las de los portugueses y las fabricadas en el propio Brasil, que eran más caras. Para mejorar la articulación de la colonia se desarrollaron las infraestructuras –construcción de caminos, puertos, barcos...–, el cobro de impuestos, la administración de Justicia, e incluso se creó el Banco Nacional de Brasil. También se creó una Academia de Marina, la Real Academia Militar, los colegios de Cirugía y Medicina, la Escuela de Comercio, y una Biblioteca Pública con el mobiliario y los sesenta mil volúmenes de la Biblioteca Real que João había traído de Portugal (Armitage, 1981).
La presencia de la Corona en Brasil y el apoyo de la flota británica también permitieron un ensanchamiento del territorio brasileño. Por el nordeste, ocuparon la fortaleza francesa de Caiena, donde establecieron una administración portuguesa, pero tras el Congreso de Viena tuvieron que devolverla a los franceses. Por el sureste, atacaron las posesiones españolas. El príncipe regente João estaba casado con la hija del rey español Carlos IV, la princesa Carlota. Como su familia había sido capturada por Napoleón en 1808, la princesa entendía que le incumbía administrar los territorios de su familia en América, porque era el único miembro de la familia de los Borbones que residía en el continente. Se planteó la unión del virreinato del Río de la Plata con Brasil, pero los británicos se negaron y se tuvo que abandonar la idea. Después, los brasileños invadieron la parte oriental del río Uruguay, porque los rioplatenses les pidieron ayuda en 1814 para defenderse de Fernando VII, quien había recuperado la Corona española. El caudillo uruguayo Artigas fue el único en oponerse, y se resistió a la invasión brasileña, iniciada en septiembre de 1816 por Lecor. Aun así, no pudo evitar la ocupación de Montevideo en enero de 1817, porque el cabildo de la ciudad aceptó la presencia brasileña. Lecor fue nombrado capitán general y gobernador de la nueva provincia Cisplatina, creada en 1817 e incorporada a Portugal en 1821. La guerra contra Artigas continuó hasta que Lecor consiguió atraerse a los caudillos y prohombres conservadores locales. Artigas se exilió a Paraguay, que se había proclamado independiente en 1811 (Mello, 1963). Paralelamente, la corte portuguesa de Brasil tuvo que sofocar alguna rebelión interior, la más importante de las cuales fue la republicana de Pernambuco.
Los notables brasileños no aceptaron volver al sistema colonial y vieron en el príncipe Pedro la solución para impedirlo. El príncipe llegó cuando tenía nueve años, en 1807, y en 1821, cuando era príncipe regente, se consideraba más brasileño que portugués. Los diputados en el Parlamento liberal de Lisboa emigraron a Inglaterra, y ocho mil notables de las provincias brasileñas solicitaron por escrito al príncipe Pedro que se quedara en Brasil. El príncipe decidió quedarse el 9 de enero de 1822 –esta fecha en la historiografía brasileña se conoce como el Dia de Fico (Southey, 1981)– y cambiar su equipo de gobierno por otro pro brasileño. Por iniciativa de las logias masónicas brasileñas –las había que ya en el siglo xviii habían conspirado contra el reformismo metropolitano– le concedieron a Pedro, en mayo de 1822, el título de defensor perpetuo de Brasil.
La respuesta del Parlamento metropolitano fue contundente. El 7 de septiembre de 1822 Pedro recibió, cuando estaba en el río Ipiranga, una orden de Lisboa que le requería la disolución de su gobierno, que aceptara el nombrado por la metrópoli y que volviera inmediatamente a Lisboa. El príncipe proclamó allí mismo la independencia de Brasil –la historiografía brasileña denomina este hecho como el grito de Ipiranga (Southey, 1981): en este río sacó la espada y dijo «libertad o muerte». El 1 de diciembre fue coronado en Río de Janeiro emperador constitucional de Brasil, con el nombre de Pedro I.
A diferencia de las independencias de las Trece Colonias norteamericanas, de la de Haití y de las hispanoamericanas continentales, la independencia de la colonia portuguesa de Brasil se consiguió con poca violencia (Beyhaut y Beyhaut, 1986). Sólo se resistieron a aceptar el gobierno de Pedro I unos pocos reductos fieles a Portugal en Bahía, Maranhão, Pará y Pernambuco, pero en menos de un año el nuevo emperador los sometió y el resto de las tropas portuguesas fueron expulsadas. A fin de asegurarse la defensa naval, contrató los servicios de lord Cochrane, quien había combatido al servicio de San Martín durante la guerra de independencia de Chile. La emancipación brasileña fue principalmente un acto por el cual el príncipe regente, que ya tenía el poder, no aceptó las órdenes de la metrópoli y asumió sus poderes con el apoyo de los notables de la sociedad brasileña.
El principal problema que tuvo que superar Pedro I tras proclamar la independencia fue el de mantener y asegurar su gobierno imperial. Con esta finalidad, en mayo de 1823, reunió a una Asamblea Constituyente con diputados de todas las provincias de Brasil. Éstos redactaron un proyecto que no gustó al emperador porque limitaba sus poderes. Disolvió la asamblea y desterró a los diputados más extremistas. Un consejo nombrado por él redactó un nuevo texto constitucional que fue aprobado en marzo de 1824. Esta carta estableció una monarquía constitucional hereditaria con dos cámaras y un gran poder del monarca: el emperador tenía el poder moderador que lo facultaba para nombrar a los senadores de forma vitalicia y a los ministros, y para vetar los actos legislativos. El emperador también tenía la facultad de nombrar a los presidentes de las asambleas provinciales y municipales que las controlaban.
El centralismo de esta facultad imperial tropezó con la oposición de los federalistas, que en el norte, entre Paraíba y Ceará, intentaron sin éxito independizarse con la creación de la Confederación del Ecuador, en 1824. Los federalistas de la provincia Cisplatina tuvieron más suerte gracias al apoyo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Los uruguayos de la provincia Cisplatina se alzaron en 1825 y, tras vencer en 1827 a las tropas brasileñas en Ituzaingó, consiguieron la independencia en 1828 y, más tarde, se incorporaron como república federada a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Pedro I tampoco pudo retener las regiones de Moixos y Chiquitos, que volvieron a la jurisdicción del Alto Perú como consecuencia de las presiones de Bolívar y Sucre (Mello, 1963).
Pedro I gobernó con poca participación del Parlamento y resolvió los problemas financieros de forma parecida a las primeras medidas del Congreso Continental Norteamericano. La situación de la hacienda pública era nefasta, puesto que João VI y su corte se habían llevado sus riquezas y los fondos depositados en el Banco Nacional de Brasil. Para solucionarlo, Pedro I emitió papel moneda sin control y provocó una inflación galopante.
En 1826 heredó la Corona portuguesa, pero no dejó el imperio, y abdicó para que fuera reina de Portugal su hija María. Contra el reinado de María II en Portugal se enfrentó Miguel, el hermano de Pedro I. El monarca brasileño apoyó a su hija en la guerra contra éste y como consecuencia de ello crecieron las desavenencias con los notables brasileños, sobre todo con los liberales.
Las pérdidas territoriales de anteriores conquistas en las fronteras, el malestar de los federalistas, la falta de comunicación con los diputados del Parlamento, la crisis económica y la costosa intervención en los inciertos asuntos dinásticos de Portugal llevaron a Pedro I a una situación muy difícil. Después de una crisis ministerial abdicó en su hijo Pedro, de cinco años y, el 7 de abril de 1831, abandonó Brasil camino de Portugal. Como dice Bethell (1991), hasta este momento la independencia de Brasil había sido incompleta, y sólo con la marcha de Pedro I puede afirmarse que el proceso de separación de Portugal concluyó.
Según el texto constitucional, tres miembros elegidos por las dos cámaras ejercerían el gobierno si el sucesor de la Corona era menor de edad. En 1834 se modificó esta disposición con un acta adicional, que estableció el gobierno de un regente solamente en un período máximo de cuatro años. El acta adicional también creó la Guardia Nacional, para sustituir a la abolida Milicia Colonial, y modificó el régimen de gobierno provincial: se permitió cierta autonomía en las cuestiones provinciales a las asambleas respectivas. Con esta reforma se pretendía evitar nuevas insurrecciones federalistas como las que se produjeron nada más empezar la regencia en Pará (1831), Minas Gerais (1833), Mato Grosso (1834) y Maranhão (1834); pero la descentralización de 1834 no evitó nuevas insurrecciones provinciales más violentas y difíciles de parar que las precedentes. El conflicto más grave fue el de los republicanos de Río Grande do Sul, iniciado en 1835 y que duraría hasta 1845.
Paralelamente a estos conflictos federalistas y republicanos, también se dieron enfrentamientos de palacio entre opciones de diversa ideología. La reforma constitucional de 1834 fue consecuencia del primero de estos conflictos. El emperador dejó como tutor de su hijo a José Bonifacio de Andrada, que había estado junto a Pedro I en los años de la independencia (Sousa, 1945). Andrada impulsó la corriente restauradora de Pedro I, que intentó un pronunciamiento en 1833, encontrando una fuerte respuesta del Parlamento, que modificó el texto constitucional en 1834, bajo la iniciativa de los sectores moderados. Éstos, que estaban cerca de posiciones liberales, gobernaron hasta 1837: su principal representante fue el regente, el padre Diego Antonio Feijó.
Tras morir Pedro I en 1836, los restauracionistas estructuraron una corriente conservadora a la cual se añadirían algunos moderados. En 1837 la regencia pasó a Pedro Araujo Lima, quien se identificó con los conservadores. En 1840 impusieron una ley interpretativa del acta adicional de 1834, que dio mayores poderes al presidente de las asambleas provinciales y le concedió el derecho de vetar la legislación emanada de las mismas. Este hecho motivó nuevas insurrecciones republicanas en Bahía y Maranhão, que fueron sofocadas. Durante este gobierno conservador, los jefes del levantamiento de Río Grande do Sul consiguieron mayor fuerza y se proclamaron república independiente en 1838.
Los liberales (luzias) reunían a los hacendados más progresistas de Brasil y se articularon como oposición bajo la dirección de Antonio Carlos Andrada, el nuevo jefe de la poderosa familia Andrada tras la muerte de José Bonifacio. Para quitarle el poder al regente, propusieron que se adelantara la mayoría de edad de Pedro II y, en 1841, cuando tenía quince años, fue proclamado emperador.
En conclusión, se puede afirmar que la monarquía de Pedro I garantizó, durante la independencia y después de ésta, la integridad territorial de Brasil, que se constituyó en Estado independiente con el territorio de la vieja colonia. La regencia sirvió para que las corrientes de opinión pública acabaran configurándose como partidos políticos y el Parlamento asumiera su poder. Los problemas iniciales de la regencia, la descentralización moderada de 1834 y la muerte de Pedro I generaron una reacción conservadora que ocupó a la regencia desde 1837. El gobierno conservador y su ley, de nuevo centralizadora, convencieron a los liberales de pensar en la monarquía como un remedio al prolongado gobierno conservador de la regencia y no como un poder negativo. Conservadores y liberales aceptaron por primera vez sin reticencias el régimen imperial en 1840 como la mejor opción de futuro. El imperio garantizaba la integridad territorial del Estado hijo de la vieja colonia, pero continuaron existiendo problemas importantes.
1.5 Las colonias europeas del Caribe y las colonias británicas de Canadá
Durante los procesos de las diversas independencias, la América insular adquirió un papel estratégico y económico muy destacado para las potencias europeas, sobre todo las islas del Caribe. Esta circunstancia explica, seguramente, por qué las islas no se independizaron de las metrópolis europeas; con la única excepción de Haití, cuya independencia fue muy particular. Vayamos por partes.
Tradicionalmente, las islas de los españoles en el Caribe habían sido un terreno privilegiado para dirimir los conflictos entre el Imperio hispánico y las otras potencias europeas (Laviana, 1991). Como hechos más destacados de estos conflictos es necesario citar que la pérdida de las islas del Caribe por los españoles continuó y, tras la guerra de los Siete Años, cedieron su parte de la isla de Santo Domingo a los franceses en 1795 y perdieron la isla de Trinidad en 1797 en favor de los británicos, quienes también estaban muy interesados por Puerto Rico y ocuparon momentáneamente La Habana entre 1762 y 1763. La principal consecuencia de la ocupación británica de La Habana y del interés por Puerto Rico mostrado por los británicos durante la Guerra de los Siete Años fue que el monarca español Carlos III se esforzó por reequilibrar la situación de las colonias americanas (Alcàzar, 1995).
Las islas españolas del Caribe fueron los primeros territorios coloniales donde se desarrolló este proceso de reequilibrio iniciado por Carlos III. Allí se llevó adelante el proceso de liberalización del comercio colonial con nuevos puertos de la península Ibérica en 1765 y la introducción libre de esclavos en 1789. Estas medidas permitieron una prosperidad económica (basada en el azúcar y el comercio de esclavos) y también social muy destacada en las islas de Cuba y Puerto Rico, que estuvo acompañada de una reorganización militar y de la hacienda pública, las cuales permitieron que la isla de Cuba se convirtiera en el principal enclave militar y económico del Imperio hispánico en el Caribe. Desde esta isla se apoyaron las operaciones militares contra los británicos durante la guerra de Independencia norteamericana (1776-1783), que permitieron el control español de toda la costa del golfo de México en la paz firmada en París en 1783. En esta isla se refugiaron los hacendados blancos de Haití y de Santo Domingo, que huyeron de la revolución de los esclavos entre 1791 y 1804, porque Cuba era la isla más segura del Caribe. Y, tras la guerra de Independencia de las colonias hispanoamericanas (1810-1825), las islas de Cuba y Puerto Rico fueron las únicas posesiones coloniales que le quedaron al Imperio hispánico en América.
Cuba y Puerto Rico no participaron en el proceso independentista porque había una organización militar fuertemente ligada a la metrópoli, una prosperidad económica conectada al azúcar y al comercio de esclavos, el miedo de los hacendados a una revolución de los esclavos negros como la de Haití, que los inmigrados no habían olvidado, y los intereses de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Estados Unidos en el Caribe, para los cuales la mejor solución era la que había, la pertenencia de Cuba y Puerto Rico al debilitado Imperio hispánico. Aun así, a partir de 1810 también se hablaba de la independencia en las islas. En los decenios de 1820 y 1830 hubo algunas conspiraciones independentistas fallidas, como las de las sociedades secretas Soles y Rayos de Bolívar, en 1823, o Águila Negra, en 1829, en Cuba, con el apoyo de Colombia y México, y algunas incursiones en Puerto Rico desde Venezuela, en 1816 y en 1825. Pero, entre 1790 y 1837, las oligarquías criollas de las islas adoptaron una actitud reformista y no dieron apoyo a los independentistas. En 1810, durante el trienio constitucional (1820-1823), y en 1836, Cuba y Puerto Rico enviaron diputados a las Cortes de la metrópoli, pero las Cortes de Madrid de 1837 decidieron que Cuba y Puerto Rico se tenían que regir por un estatuto de colonia (Marimon, 1998). En 1838 hubo una conspiración independentista en Puerto Rico. En Cuba, durante la década siguiente, una parte de la burguesía criolla hizo gestiones para incorporar Cuba a Estados Unidos como Estado esclavista. Éste fue el objetivo del desembarco de Narciso López en 1850, pero fue detenido en 1851 y ejecutado (Portell, 1958). La guerra de Secesión de Estados Unidos detuvo el proceso y la burguesía cubana volvió a adoptar la actitud reformista, que fracasó, y en 1867 optó por el independentismo con el inicio de la guerra de los Diez Años.
En las colonias francesas, británicas y neerlandesas del Caribe, la época de las independencias americanas continentales (1776-1825) se caracterizó por las repercusiones de numerosas guerras, donde predominaban los conflictos y las alianzas dinásticas de los imperios europeos y el interés por controlar el azúcar del Caribe. Según David Watts (1992), durante el siglo xviii, conforme se intensificaba la lucha por el control político de los territorios del Caribe, también lo hacía la competencia económica por el control del comercio del azúcar.
Las islas de los españoles en el Caribe, que tradicionalmente habían sido un terreno privilegiado para dirimir los conflictos entre España y las otras potencias europeas, perdieron este carácter, y el declive del Imperio hispánico provocó un vacío de poder, consumado tras la batalla de Trafalgar en 1805, la cual dejó como protagonistas principales de la rivalidad por el Caribe a Gran Bretaña y a Francia. Las dos se disputaron el comercio y los territorios y, finalmente, ganaron los británicos. Además, en las islas del Caribe se dejó sentir la influencia de la Revolución norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, y las rebeliones de los esclavos, como la revolución de Haití, que se independizó de la Francia napoleónica definitivamente en 1804.
Cuando acabaron las guerras napoleónicas y se firmó la paz en París en 1814, los británicos poseían la isla de Jamaica, las islas Caimán, las islas Bahamas, la mayoría de las Antillas Menores (excepción hecha de las islas Vírgenes danesas, San Martín, Guadalupe y Martinica), las islas de Trinidad y Tobago, además de la Guyana y los enclaves costeros de América Central. Los franceses sólo se quedaron, además de la Guyana francesa y de las islas de Saint-Pierre y Miquelon en las costas de Canadá, con las islas caribeñas de Guadalupe, Martinica y la mitad de la isla de San Martín. La otra mitad era neerlandesa; los neerlandeses también tenían unas pocas islas al norte de la costa venezolana y la Guyana neerlandesa. La única isla independiente del Caribe en 1814 era Haití. Desde este momento y durante el siglo xix se mantuvo esta situación de predominio británico (Gutiérrez, 1991).