Kitabı oku: «Historia contemporánea de América», sayfa 7
Nuestros verdaderos intereses son que la España europea se refuerce con población, cultivo, artes y comercio, porque la del otro lado del charco océano la hemos de mirar como precaria a años de diferencia. Y así, mientras la tengamos, hagamos uso de lo que nos pueda ayudar, para que tomemos sustancia, pues, en llegándola a perder, nos faltaría ese pedazo de tocino para el caldo gordo.
Es necesario entender esta concepción para no equivocarse. El conde de Revillagigedo, virrey de México, escribía en 1794:
No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de su matriz, la España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades por los beneficios que recibe de su protección. Y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga mutuo y recíproco el interés, lo cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí las manufacturas europeas y sus frutos. (Fontana, 1986)
Quizás parezca una simpleza pero no lo es. En el análisis del proceso es necesario partir de la base de que España tenía unas colonias en América y que su interés no era otro que explotarlas en su beneficio. Las colonias –la clase dirigente de éstas– debían aceptar este estado de cosas a cambio de la protección: ¿protección de qué y ante quién? Lógicamente, de sus intereses particulares y de raza ante la mayoría de la población, sujetos activos de la explotación colonial, especialmente ante las mayorías étnicas de indios, negros y mestizos. A nuestro parecer, cualquier planteamiento que olvide este punto de partida resultará estéril.
Desde los tiempos de la conquista, la intervención del Estado tenía que garantizar que se cumplieran tres directrices básicas: traer la plata (pero no en exceso, para evitar su depreciación), exportar mercancías y dar ocupación a la marina española. La clave del éxito del sistema comercial radicaba en el acierto o la equivocación en la combinación de estos factores y en asegurar la dependencia entre las dos partes del imperio. Aun así, hacia finales del siglo xvii, empieza lo que Burkolder y Chandler (1975) han denominado la «etapa de impotencia» de la administración colonial española. Los esfuerzos desplegados durante los reinados de Felipe V y Fernando VI para la adecuación de España a las pautas del mercantilismo contribuyeron a agravar los problemas de liquidez del Tesoro. Lo que los franceses llamaban el exclusivo –la obligación de las colonias a comprar sus necesidades y vender sus frutos a la metrópoli– era más teórico que real, en buena medida por la incapacidad española para cubrir los pedidos de aquéllas.
Esta incapacidad se agudizará desde 1713, puesto que, después de la firma del Tratado de Utrecht, España había hecho unas concesiones a Inglaterra que habían abierto una brecha legal: el derecho de asiento (que daba a los británicos el monopolio del tráfico) y el navío de permiso. Además, el contrabando británico desde Jamaica, el holandés desde Curaçao y el francés desde el Caribe eran cada vez más importantes.
Durante el siglo xvi y buena parte del siglo xvii, el sistema de monopolio impuesto por España había sido superado ilegalmente por las propias colonias. Un importante comercio intercolonial surgió con rapidez y este cambio económico dará pie a un cambio social: una élite criolla de terratenientes y comerciantes entrará con fuerza en la estructura social de las colonias. Ya desde el principio, los intereses de esta élite y los de la metrópoli no siempre eran coincidentes, especialmente respecto a las demandas de propiedad y de mano de obra que continuamente exigían los criollos. El nuevo equilibrio de poder, determinado por la presencia de esta nueva élite junto con una burocracia formada por peninsulares, corrupta porque era de su agrado o por obligación, pronto tuvo repercusiones económicas para España, puesto que el tesoro remitido desde las colonias registrará una bajada muy sensible (Van Bath, 1989).
Las colonias desarrollaron su propia industria de astilleros y disfrutaron de una autonomía global en materia defensiva. Las defensas navales de México y Perú eran pagadas por la tesorería propia, exactamente igual que los astilleros, los talleres de armas y toda la industria subsidiaria. Y es que la pérdida de relevancia de la minería en el contexto económico americano y en las relaciones comerciales entre la metrópoli y las colonias no marcó necesariamente un signo de recesión económica, sino que pudo significar un cambio, una transición de una economía de base estrecha a otra de base más amplia.
Claro que, entonces, una pregunta que puede surgir espontáneamente es: ¿por qué las colonias no aprovecharon la crisis metropolitana de la guerra de Sucesión para conseguir la independencia? La respuesta es concreta: ni el ambiente ideológico y político de principios del siglo xviii favorecían esta demanda, ni los territorios americanos necesitaban declarar la independencia formal, puesto que disfrutaban de un buen nivel de independencia de facto. Cuando el nuevo colonialismo de la administración borbónica les afecte tan decisivamente como lo hará, las cosas cambiarán de verdad. La reacción se producirá cuando la metrópoli entre en actividad, no mientras estaba mortecina.
Por eso es por lo que la primera intención del reinado de Carlos III con respecto al problema colonial fue detener la primera emancipación americana. A partir de la derrota de la guerra de los Siete Años, España empieza a hacer un enorme esfuerzo por reequilibrar su situación, no sólo en Europa, sino también en América. La España de Carlos III pretendía controlar el comercio de las colonias, limitando drásticamente el papel que –de forma ilegal– había llegado a lograr buena parte de los criollos, así como el que desempeñaban determinadas potencias extranjeras en relación con el comercio americano. España estaba, efectivamente, muy preocupada por controlar mejor a los extranjeros y sus actividades comerciales. No obstante, el principal objetivo no era expulsarlos, sino controlar a los criollos. Ésta era, pues, la base de la «segunda conquista de América» (Brading, 1975; Lynch, 1990).
Durante el reinado de Carlos III (1759-1788), la necesidad de nuevos ingresos fiscales se hizo urgente, teniendo en cuenta que los envíos de Indias con destino a la Real Hacienda tendían claramente a la baja en una primera etapa, hasta 1777, tal y como ha demostrado García-Baquero (1976). En una segunda fase, después de las reformas, veremos cómo la situación cambia radicalmente (Delgado, 1990).
La urgencia de incrementar los recursos fiscales se hizo todavía más necesaria después de la guerra de los Siete Años (1756-1763), al demostrarse que los sistemas de defensa de las plazas coloniales habían quedado obsoletos frente a la nueva capacidad militar británica (como puso en evidencia la toma de La Habana y Manila), por lo cual resultó imprescindible proceder a la renovación de las fortificaciones de los principales puertos de las Indias. Lógicamente esto tenía que hacerse a costa de los contribuyentes americanos, sin que implicara una reducción de las ya escasas remesas de capitales que llegaban a la metrópoli (Delgado, 1990).
Es en este contexto donde debemos entender el reformismo de los ilustrados de Carlos III. En opinión de Brading, el primer paso dado por éstos fue organizar una fuerza militar adecuada que preservara a las colonias tanto de los ataques de otras potencias europeas como de los posibles alzamientos internos. Se crearon regimientos coloniales, que eran más numerosos cuanto más elevados eran los recursos locales. Estos contingentes militares se formaron mayoritariamente con alistados nativos y con unos mandos que, de capitán para abajo, eran criollos, realidad ésta que tendrá enormes consecuencias a la hora del enfrentamiento militar posterior (Domínguez, 1985). Más adelante vendría la decidida acción sobre los jesuitas, que ejercían una gran influencia sobre las élites criollas mediante la enseñanza, pero lo más relevante de la nueva política americana fueron las reformas administrativas.
Tras crear un nuevo virreinato con capital en Buenos Aires, éstas se centrarán en la entrada en funcionamiento –especialmente desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– de una burocracia asalariada.
Se estableció el monopolio del tabaco y se reorganizó la recaudación de la alcabala, se incrementó la producción de plata mediante las exenciones de impuestos y la consiguiente reducción en los gastos de productos como la pólvora y el mercurio. Además, como los Borbones entendían que las colonias interesaban en la medida que ofrecían productos que no se encontraban en Europa, al deseo del control sobre el oro y la plata se añadieron el del cacao, el azúcar, el café y el tabaco. Esto permitió a la monarquía incrementar sustancialmente las recaudaciones fiscales como consecuencia de la expansión de la actividad económica provocada por las reformas en el comercio y el fomento de las exportaciones coloniales.
En 1765 se puso fin al monopolio de Cádiz. En 1774 se autorizó el comercio entre las regiones americanas de Perú, Nueva Granada, México y Guatemala; y, dos años después, se incorporaron Buenos Aires y Chile. En 1775 se autorizó el comercio libre entre quince puertos españoles y veinticuatro americanos. Como dice Josep Maria Delgado, las reformas del comercio libre no pretenderían romper el marco proteccionista en el cual se desarrollaban los intercambios con América, sino hacerlo más eficiente, aumentando la participación del comercio español mediante la concesión de facilidades a las regiones de la periferia mejor dotadas económicamente para ello. El estímulo de esta participación fue fiscal y burocrático: simplificación del sistema impositivo, reducción de los derechos arancelarios, de los estorbos burocráticos, etc. (Delgado et al., 1986).
El resultado fue espectacular: entre 1778 y 1788 el tráfico se multiplicó por siete y, a finales de siglo, el comercio monopolístico crecía más que el ilícito. La Real Hacienda fue la gran beneficiada, puesto que aumentaron los ingresos fiscales en concepto de comercio exterior, se consiguió que las regiones no productoras de plata generaran los recursos que necesitaban y también incrementar los envíos de mineral a España pese a la subida de los gastos públicos en las Indias. Los efectos del comercio libre sobre América han sido estudiados por John Fisher, quien ha demostrado un notable incremento de las exportaciones americanas hacia los puertos peninsulares, procedentes, especialmente, de Nueva España, el Caribe y el Río de la Plata. Entre los productos exportados, el oro y la plata superan con claridad al conjunto global del resto de productos. Como dice Fisher, refiriéndose al llamativo caso de Nueva España, la explicación fundamental del papel dominante de este virreinato en el comercio hispánico durante este período no deriva de sus actividades agrícolas, sino del crecimiento dramático de su minería. Josep Fontana ha escrito que, en líneas generales, el comercio libre rompió las articulaciones de la vieja economía colonial, sin reemplazarlas por otras nuevas, lo cual ayuda a entender, además, el difícil arranque de estos países una vez conseguida la independencia (Fontana, 1982).
La situación económica de la América hispana durante la segunda mitad del siglo xviii es una cuestión polémica:
a) La tesis clásica puede quedar representada por C. F. S. Cardoso y H. Pérez Brignoli (1984), para quienes este período es, exceptuando la década final, una época económica muy positiva: crece la población, la producción y el comercio, y los centros mineros dan paso a una serie de actividades subsidiarias de cierta complejidad (ganadería, agricultura, artesanía). Las economías coloniales se diversificarán con respecto a los puntos de origen y de destino, al abrir un abanico, antes insospechado, de posibles rutas comerciales. Además, según estos historiadores, entre el contrabando y el comercio legal todavía habrá espacio para que respiren ciertas actividades manufactureras, aunque escasamente desarrolladas.
b) La tesis más actual, producto de las últimas investigaciones, está en la línea del trabajo de Josep Maria Delgado (1990) –tesis que sintoniza con la defendida por Fisher–: las consecuencias del ímpetu reformista variaron según las características de las diferentes regiones americanas, puesto que la nueva política favoreció el desarrollo de las economías portuarias (La Habana, Buenos Aires o Caracas) ligadas al comercio con España, como resultado de la expansión del gasto público en ellas y de las nuevas oportunidades de beneficio mercantil, posibilitado por el comercio libre con la península Ibérica. Aun así, en las antiguas regiones neurálgicas del imperio (México central, Nueva Granada y Perú),en las cuales incidiría con fuerza la inflación provocada por el incremento de la producción de plata, el impacto fue negativo.
La tesis de Delgado sintoniza con la de Slicher Van Bath (1989), quien insiste en la idea de los tiempos de bonanza vividos por la Real Hacienda, apoyándose en su pormenorizado estudio cuantitativo, donde demuestra que, después de 1760, los ingresos fiscales del gobierno español alcanzaron cifras antes desconocidas. Esto, advierte Slicher Van Bath, no es por definición una señal positiva de la situación económica de las colonias, puesto que, aunque el aumento de los ingresos gubernamentales puede ser un signo de bienestar económico, en este caso se había alcanzado tal punto de presión impositiva que estaba provocándo se una asfixia lenta de la vida económica. Este historiador utiliza el trabajo de Van Oss sobre la construcción de edificios –con la convicción de que éste es un indicador fiable de la situación económica– y advierte la escasa actividad del sector en México, en Perú y en Quito, lo cual le permite afirmar que la región sufría una severa crisis económica que puede conectarse a la inflación provocada por la plata, origen de un sensible incremento de los precios de los principales artículos de consumo, como por ejemplo el maíz y el trigo (Van Bath, 1989).
Este proceso se hará particularmente evidente desde la última década del siglo, cuando empieza lo que Halperín Donghi (1986) llama la «crisis colonial»: el inicio de una etapa depresiva, caracterizada por la ruptura de los mecanismos reproductores que habían dotado de dinamismo a la economía interna y por una profunda crisis social, provocada por el aumento de la detracción fiscal sobre un campesinado y unos trabajadores urbanos atrapados por el descenso de sus ingresos y el incremento del precio de las subsistencias. Esta crisis económica, también advertida por Cardoso y Pérez Brignoli, se caracterizó por un triple proceso de desindustrialización, desmonetarización y desurbanización. A juicio de estos dos últimos historiadores, hacia 1790, no sólo parece evidente que los sueños de poder imperial se han desvanecido, sino también que los reajustes administrativos y fiscales obstaculizaron notablemente la prosperidad económica y liberaron odios y resentimientos que los grupos sociales afectados no olvidaron. El intendente de Venezuela, José de Ábalos, ya en 1781, escribía al rey:
Todos los americanos tienen o nace con ellos una aversión u ojeriza grande a los españoles en común, pero más particularmente a los que vienen con empleos principales, por parecerles que les corresponden a ellos de justicia y que los que los tienen se los usurpan. (Pérez, 1977)
No obstante, el impacto –positivo o negativo– del reformismo borbónico no puede generalizarse. Trabajos más recientes (Pérez Herrero, 1991) evidencian como en Nueva España la reforma fiscal no implicó un aumento simple de la presión impositiva, sino que supuso también un claro mecanismo de redistribución del ingreso entre las élites, comprometidas en el mantenimiento del statu quo colonial hasta mediados de la segunda década del siglo xix.
En un plano más general, conviene añadir que las reformas puestas en marcha por la metrópoli producirán una serie de transformaciones sociales. Llegarán a América nutridos grupos de administradores peninsulares con el fin de poner en funcionamiento las reformas –especialmente, como ya hemos dicho, desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– y se incrementará la inmigración peninsular. Los españoles continuarán, lógicamente, siendo minoritarios; pero su peso político y económico será mayor y más evidente, puesto que la Corona se decantaba ostensiblemente por los peninsulares a la hora de cooptar al personal que tenía que velar por los intereses de la metrópoli. Tanto la oposición contra los peninsulares –favorecidos en la carrera administrativa, en la militar y en la eclesiástica– como la oposición contra el cada vez más evidente centralismo eran tan sólo un aspecto de las reacciones provocadas en las colonias durante el siglo xviii.
Además, el reformismo se interesó por las formas de propiedad de la tierra y por la situación de la mano de obra. Puede afirmarse que la Real Instrucción de 1754 fue una especie de reforma agraria, ya que fueron confirmadas las propiedades anteriores a 1700, pero se necesitó la presentación de títulos y el pago de los derechos de aquéllas que eran posteriores a esta fecha; igualmente, se dieron garantías a los resguardos, que eran continuamente asediados por los grandes propietarios. En lo que se refiere a la mano de obra, mientras que los esclavos negros continuaran siendo legales, los indios –sólo en la teoría protegidos por la legislación de los Austrias– fueron beneficiados al decretarse la desaparición de las encomiendas y pasar los indios encomenderos a indios de resguardo (los resguardos los hacían dueños de unas tierras por las cuales tenían que pagar tributos al rey). Lógicamente, esto fue entendido por la élite criolla como una intromisión intolerable en su control de la mano de obra. Es lo que Pierre Vilar (1976) denomina «la contradicción social fundamental», aquélla que se daba entre indios y criollos, entre trabajo y propiedad. Podía entenderse, y así se entendió, como una provocación de la metrópoli a la oligarquía criolla.
Las reformas no se centraron exclusivamente en la esfera administrativa y burocrática con intencionalidad económica. La Iglesia católica fue otro de los frentes de combate de la monarquía borbónica. Por un lado, mantuvo las cúpulas jerárquicas en manos de los peninsulares y, por otro, en 1767, fueron expulsados dos mil quinientos jesuitas, buena parte de los cuales eran criollos, puesto que un objetivo básico de los reformadores era –tanto en la metrópoli como en las colonias– reducir la capacidad de respuesta de la Orden de San Ignacio para, después, atacar su potencia económica, especialmente evidente en lo que concernía a la propiedad territorial.
Por lo general, la Iglesia reaccionó con excesiva dureza contra la nueva política, aunque no propició un enfrentamiento con la Corona sino, más bien, una no declarada resistencia para la cual contó con la ayuda y el apoyo de amplios sectores seglares. Mayor importancia tendrá, como veremos después, la actividad llevada a cabo por los jesuitas exiliados como teóricos del americanismo criollo. El bajo clero, por el contrario, se sintió atacado allá donde más daño le podían hacer, puesto que los fueros eclesiásticos eran el único patrimonio con el que contaban. Del bajo clero, golpeado por la desamortización de Godoy, surgirán buena parte de los oficiales insurgentes y de los dirigentes de las partidas guerrilleras durante las luchas por la independencia. Joseph Pérez (1977) ha explicado muy bien la influencia del bajo clero en los movimientos precursores de la emancipación.
Recapitulando, podemos decir que la reformulación de las relaciones coloniales, llevada a cabo por los ilustrados de Carlos III, hizo todavía más evidentes –como afirma Lynch– las obligaciones, la pesada carga que suponía la metrópoli al abrir nuevas posibilidades a la economía americana que España no estaba en condiciones de satisfacer. Una metrópoli con un papel que, en la realidad, no iba más allá del de simple intermediaria con la Europa que se estaba industrializando y, quizás más importante –y retomamos así las palabras ya citadas del conde de Revillagigedo–, una metrópoli que ya no parecía estar en condiciones de proteger a la oligarquía criolla de las posibles demandas de las razas no blancas. Por todo esto, la lucha por la independencia será también la lucha por el contacto directo entre la América hispana y la que era cada vez más la nueva potencia económica mundial: Gran Bretaña; y, a la vez, será una opción clara de las oligarquías criollas para controlar férreamente una realidad social que España no sólo no les podía asegurar, sino que cuestionaba con disposiciones que afectaban a las relaciones con la masa indígena.
Hay una polémica entre aquellos que entienden que el proceso emancipador arranca del siglo xix y aquellos que opinan que es necesario descender a mediados del siglo xviii. Halperín Donghi se encuentra entre quienes afirman que no conviene exagerar estas cuestiones puesto que, al menos durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo, no eran más que alarmas sobre el futuro del lazo colonial. Unas alarmas que en ningún caso hacían pensar en un desenlace tan acelerado. Todavía más: según este historiador, en los primeros momentos, con las alarmas ya encendidas, pese a la crítica de carácter económico, pese a la crítica a ciertos aspectos del marco institucional y jurídico, la Corona y la unidad imperial son escrupulosamente respetadas. En nuestra opinión cabe matizar esta idea puesto que, aun siendo cierto que sólo tardíamente la Corona será cuestionada explícitamente, contemporáneos de la época mantenían serias preocupaciones respecto a cuál podía ser el final del imperio colonial español ya en las décadas finales del siglo xviii. Y entre aquellos que la cuestionan se encuentran los casos más conocidos de Francisco de Miranda (el revolucionario y precursor venezolano), Manuel Gual, José María España (partidarios decididos de instaurar un régimen republicano ya en 1797), Antonio Nariño (colombiano que sufrirá prisión y exilio también por su republicanismo) o Juan Pablo Viscardo (autor, en 1792, de la famosa Carta dirigida a los españoles americanos, donde hace una agria denuncia de la explotación española) (Alcàzar, 1995).
Entre los peninsulares, el intendente de Venezuela comunica, en 1781, a Carlos III que «las Américas han salido de su niñez», lo cual –a su parecer– resulta evidente por la reciente rebelión encabezada por Túpac Amaru; un proceso que:
Si hubiese tenido un jefe de alta esfera en la clase de los blancos me persuado que hubiera sido muy difícil o imposible el desempeño de reducirlo o vencerlo, y no se sabe si el mal se ha extinguido o si cuando menos se piensa volverá a descubrirse con violencia inexpugnable. (Pérez, 1977)
Y es que el intendente es consciente de los acontecimientos internacionales recientes, lo cual hace que se plantee una pregunta concreta:
Si no ha sido posible a la Gran Bretaña reducir a su yugo esta parte del Norte, hallándose cercana bastantemente a la metrópoli, ¿qué prudencia humana podrá dejar de temer muy arriesgada igual tragedia en los asombrosos y extensos dominios de España en estas Indias? (Pérez, 1977)
El conde de Aranda, en una línea similar, afirma en 1783 que «el dominio español en América no puede ser muy duradero», y esto no sólo por la dificultad de defenderlo teniendo en cuenta la distancia y por los abusos de los funcionarios peninsulares, sino porque la excolonia británica «a corto plazo se convertirá en un gigante que pronto amenazará las posesiones españolas» (Pérez, 1977).
Así pues, parece evidente que, más allá de algunas formulaciones ya aludidas, podemos decir que fundamentalmente serán los problemas originados en la segunda mitad del siglo xviii los que conducirán a las independencias. Éstas suponen, en última instancia, el desenlace de la degradación del poder español, producido a una velocidad vertiginosa, que se hará patente de forma inequívoca alrededor del año 1795 y siguientes.
La guerra con Gran Bretaña, señora del Atlántico, separa a España de las colonias. El monopolio comercial, devaluado desde hace años, se hace entonces imposible de mantener en su concepción anterior. La Corona propicia las reformas mercantiles, y toda una serie de medidas de emergencia liberalizan buena parte del comercio de las colonias americanas. Esta nueva política será celebrada desde las Antillas al mar del Plata, y toda la costa atlántica se propone aprovechar la nueva coyuntura reforzando los cambios producidos. Aun así, de forma temprana, desde algunos centros comerciales –Buenos Aires puede ser el mejor ejemplo–, se constata la existencia de una discrepancia de intereses con España, hecho que surge en paralelo a la confianza en las propias fuerzas de las diversas zonas americanas para navegar en solitario por el sistema económico occidental.
La derrota española en Trafalgar, en 1805, será el golpe de gracia que marcará la evidente inferioridad de España en materia marítima. Las buenas perspectivas comerciales de pocos años atrás se rompen, y comerciantes y productores son conscientes de que las ataduras con la metrópoli sólo les ocasionan problemas y ninguna ventaja, ni siquiera la de la protección.
El horizonte de la independencia se presenta como la única salida válida, al menos para una parte de la élite que, eso sí, irá ganando adeptos en sintonía con la evolución de la situación interna y externa. España ya no puede dirigir la economía de sus colonias, y las potencias europeas tampoco estarán dispuestas a que ésta cierre de nuevo el mercado americano, tal y como hizo en el siglo xvii, dejando a los demás exclusivamente la puerta del contrabando para conseguir una parte de los beneficios. En 1806 se producirá el primer aviso: en la capital del Río de la Plata la legalidad quedará hecha añicos cuando las milicias impongan su ley, porque ellas son las que han expulsado a los invasores británicos.
De esta manera, parece acertada aquella idea de Brading y Lynch según la cual España había intentado con las reformas borbónicas la segunda conquista de América, que acabaría en fracaso. En opinión de Lynch, hay una diferencia esencial entre la primera y esta segunda conquista: la primera era la conquista de los indios; la segunda se proponía el control de los criollos. Aun así, las cifras nos permiten entender que era una batalla perdida de antemano: a inicios del siglo xix, de los poco más de tres millones de blancos que habitaban el subcontinente, sólo ciento cincuenta mil eran peninsulares. Esta minoría, evidentemente, no podía aspirar a mantener indefinidamente el poder político.
Así, puede considerarse que, en este sentido, la independencia –una partida que en la práctica sólo jugaban los blancos, aunque la carne de cañón será en buena medida la de los negros, los indios y los mestizos– tenía una cierta inevitabilidad demográfica (Lynch, 1976); que la independencia no fue más que la victoria de la mayoría –minoritaria dentro del conjunto de los americanos– sobre la minoría.
Como primera conclusión puede decirse que la segunda conquista finalizó cuando los ejércitos de Napoleón invadieron la península Ibérica. No obstante, es necesario decir que la estrategia borbónica había sido subvertida desde dentro y había sido víctima de sus propias contradicciones. Las mismas reformas llevaban en su seno el virus de su autodestrucción. Muy probablemente, los reformistas españoles –excepto, como hemos visto, algunos altos cargos como el conde de Aranda, el intendente de Venezuela y otros– no habían llegado a imaginar las consecuencias de sus medidas, ni la respuesta de los americanos (Alcàzar, 1995).
Obviamente, el caso cubano presenta una singularidad que no puede ser ignorada. Antonio García-Baquero (1973) ya ofreció una hipótesis interesante: Cuba fue la única colonia española que no se planteó ni siquiera la posibilidad de su independencia cuando estalló el movimiento general en el continente. Si tenemos en cuenta que, a lo largo de todo este período, son los cubanos los que adoptan una postura de mayor oposición a la península Ibérica en defensa de sus intereses, el fenómeno parece incluso más contradictorio. Tal vez sea necesario pensar que los intereses económicos españoles en esta colonia eran superiores a los de las restantes. En el mismo volumen se recoge un debate en el que participaron varios historiadores, y resulta relevante recoger una parte de la intervención de Manuel Tuñón de Lara (1973) respecto a las razones de los cubanos para no acceder a la independencia. Estas razones no vienen principalmente de España, ni de la represión: vienen del hecho de que las clases dirigentes cubanas no aspiraban profundamente a la independencia. En la base de este rechazo a la independencia no se puede ignorar, en efecto, lo que han subrayado Vilar y Salomó: el problema de la esclavitud. Se daba el caso que llegaban esclavos por decenas de miles y que «burgueses» o «hacendados», es decir, las clases dirigentes criollas, experimentaban el miedo de no tener un aparato represivo suficiente, si conseguían la independencia, para mantener la esclavitud. También existía el problema que los negros que llegaban año tras año no estaban integrados en Cuba, es decir, existía un problema de nacionalidad en formación. Hay finalmente otro factor, como es el de la política norteamericana de aquella época, que consiste en el hecho de que Cuba siga con España, teniendo en cuenta además que en aquel entonces Estados Unidos era esclavista. Es necesario contemplar estos tres factores para entender el comportamiento diferenciado de la burguesía cubana respecto de otras burguesías criollas del continente.