Kitabı oku: «Historia contemporánea de América», sayfa 6
1.1.3 Evaluación del proceso
La razón de la independencia fue clara y explícita: el hecho de pertenecer al Imperio británico era un obstáculo para el crecimiento de las propias colonias. La pregunta, pues, es inmediata: ¿significó la independencia un gran desarrollo?
Con respecto a la población, el crecimiento fue extensivo:
1710 = 0,33 millones de habitantes.
1775 = 2,5
1815 = 8,5
Económicamente, Inglaterra subvencionaba algunos productos que le resultaban interesantes: madera, construcción naval, añil..., y permitía el transporte de mercancías en barcos de las colonias en sintonía con las actas de navegación. Después de la independencia, lo que pasó fue que pesó más el crecimiento basado en: a) la producción campesina de cereales, puesto que antes Inglaterra había prohibido el tráfico y había grabado su consumo; b) las manufacturas autóctonas, que Inglaterra no necesitaba y que, por tanto, no compraba; y c) las grandes plantaciones (arroz, tabaco), con una expansión antes controlada por la metrópoli mediante el monopolio comercial. Es necesario hacer énfasis en que los intereses agrarios fueron decisivos, puesto que, en 1775, un 90 % de la población eran campesinos (G. Washington y T. Jefferson también eran campesinos, un concepto amplio que no debemos conectar a la extensión de la propiedad).
En conclusión, lo que sucedió fue que, a la hora de la verdad, pesó más aquel sector de la economía colonial que no se beneficiaba de la articulación con la metrópoli y que deseaba desarrollarse autónomamente. En esto consistió la independencia.
Que la constitución del nuevo Estado abriera el camino de este crecimiento no quiere decir que éste surgiera inmediatamente. Lo que sí quedó claro fue que, hasta 1793, las relaciones con Inglaterra experimentaron una importante reducción.
Valor de las exportaciones a Inglaterra:
1772-1775 100,7
1784-1787 83,7
1788-1791 90,6
En 1793 se invertirá la tendencia, gracias a la introducción masiva del algodón (la desmontadora) y a la guerra en Europa.
¿Qué pasó con el otro sector de la economía? Estados Unidos habría podido incrementar sus exportaciones en otros países, pero era un mal momento, por el proteccionismo generalizado y por la supremacía inglesa, tal y como evidencia un informe de T. Jefferson de 1793 (Douglas-North, 1969). Esto no quiere decir que la independencia fue un fracaso, puesto que permitió un desarrollo propio, a largo plazo; un desarrollo que empezará a partir de 1793, especialmente, como ya hemos dicho, por la introducción masiva del algodón y su exportación a los países beligerantes europeos. Y fue posible aprovechar esta coyuntura porque Estados Unidos ya no era una colonia inglesa. En este sentido fue una revolución burguesa, en la medida que sentó las bases del desarrollo del capitalismo en el ámbito político, mediante la representación política, al crear un Estado propio. Por lo que respecta a las estructuras internas, los cambios fueron menos importantes. Se procedió a la expropiación de los lealistas y se cambiaron algunas leyes del pasado que no eran más que reliquias, pero la propiedad no sufrió grandes modificaciones. Paralelamente, las estructuras sociales que habían surgido dentro del sistema colonial (estructura de la propiedad, esclavitud, etc.) no fueron alteradas (Zinn, 1997).
En este contexto, con estas modificaciones y estas permanencias, Estados Unidos se convirtió en una nación. Para la historiadora francesa M. Elise Marientras (1977), la revolución de las Trece Colonias es la creación artificial de una nación, puesto que sólo existe en común la voluntad de crecer y de desarrollarse, obviando la exposición de la forma en la cual se realizará este propósito. Esta realidad tendrá grandes repercusiones a lo largo de toda la historia de Estados Unidos hasta la actualidad. El historiador radical R. Hofstadter (1984) opina que el nuevo país estará caracterizado por un sentido paranoico de manía persecutoria; esto es, una obsesión porque se ponen obstáculos a su crecimiento, lo cual condicionará extraordinariamente su comportamiento político.
1.1.4 La construcción del Estado independiente
El proceso de independencia había sido lento. La configuración de una nueva sociedad y una nueva economía fue, igualmente, un proceso pausado. Por eso es por lo que las fórmulas políticas para la formación de un nuevo Estado fueron definiéndose poco a poco. Sus formas definitivas se adaptaron a las nuevas necesidades originadas por la independencia.
a) Durante la guerra
Los congresos de Filadelfia eran reuniones eventuales con objetivos casi exclusivamente defensivos. En 1776, R. Lee, el mismo que había propuesto la aprobación de la independencia, sugirió la constitución de una confederación: una organización estatal en la cual las partes integrantes no renuncien a su soberanía, y que se diferencia de lo que es un Estado federal. Las antiguas colonias se erigen en soberanas, aun cuando voluntariamente se integran dentro de una unidad superior: la confederación. Hasta tal punto no implica pérdida de soberanía particular, que cualquiera de ellas podría separarse en el momento que lo considerara oportuno.
La soberanía reside en los Estados, no en los ciudadanos. No hay ciudadanos de la confederación, sino de los distintos estados, lo cual consagraba la autonomía de las antiguas colonias para decidir sobre sus problemas internos. No es necesario insistir en la importancia de este hecho, teniendo en cuenta que la estructura social y política de los estados iba a ser decisiva. A pesar de todo, sólo dos estados se dotarán de nuevas cartas: Massachusetts y New Hampshire. Como el resto se limitó a reformar las viejas cartas coloniales (tan sólo eliminando las alusiones al Parlamento y al rey inglés), éstos dos se ganaron la fama de revolucionarios.
La dirección estatal de la confederación tendrá asignados varios papeles (cuyo cumplimiento se concede a un débil Congreso): el arbitraje entre los estados, el Ejército, las relaciones exteriores y el cobro de los impuestos en relación directa con los habitantes de cada Estado. Un problema importante, como es el de las tierras existentes al oeste de cada Estado, que cada uno reclamaba como propias, se resolvió acordando que estas tierras fueran patrimonio de la confederación (Adams, 1980).
La aprobación de los artículos de la confederación fue una tarea larga y pesada, puesto que, inevitablemente, chocaban los distintos intereses de los diferentes estados. Y es que a los problemas mencionados, es necesario añadir los directamente ligados a la depresión económica sobrevenida después de la independencia. Con posterioridad al Tratado de Versalles, la confederación empieza a tener problemas económicos por la financiación de los gastos originados por el conflicto. Algunas colonias habían emitido deuda pública, que había sido colocada incluso en Europa de forma incontrolada. Unos estados habían hecho más que otros y, en caso de no pagar, la credibilidad internacional del nuevo Estado sería nula. Además, también los inversores internos querían cobrar.
b) Después de la guerra
Entran en un período crítico con motivo del profundo bache por el que atraviesa la economía. Podemos concretar los problemas subsiguientes a la constitución de la confederación en los siguientes:
– Financiación de la guerra y del comercio posterior. Pago de las emisiones de deuda federal, limitadas por las aportaciones de los estados (la confederación propondrá cobrar una tasa del 5 % del comercio de cada Estado); pago por la disolución del Ejército, que hará necesario un préstamo de los Países Bajos para pagar los salarios atrasados.
– Disturbios por el cobro de los impuestos. Hubo desórdenes públicos que hicieron entender a las élites dirigentes que era necesario pactar entre ellas para no perder el poder. En Massachusetts hay una revuelta dirigida por Shays en contra de unos impuestos; es una rebelión de los Hijos de la Libertad, que muestra que esta corriente, desaparecida durante años, podía reaparecer. La rebelión será reprimida por las tropas, pero el aviso será efectivo. No fue una rebelión contra el Gobierno, sino una protesta violenta en contra de condiciones de existencia que se habían vuelto intolerables (Nevins et al., 1994).
Hacia 1786 parece necesario reformular el Estado, modificando los artículos de la confederación. A propuesta de Madison, Hamilton y otros se realizará un congreso en Filadelfia, en el que se pondrá en marcha la Constitución de 1787. Ésta fue un mal menor para todos, puesto que se trataba de un documento lleno de compromisos, de intentos de conciliar intereses contrapuestos. Los compromisos son evidentes a tres niveles: el Congreso, legislativo; el presidente, el ejecutivo; y los estados de la Unión, el aspecto federal. La inspiración ideológica se encuentra en Montesquieu, con la división de poderes como forma de evitar los peligros de la democracia. En cuanto a los conflictos estatales, se pronuncian por la república federal, pero basada en los derechos de los estados y en su igualdad, con un sistema de voto no regulado por la Constitución, sino por los respectivos estados. Con respecto a las tierras del oeste, se aprueba que podrán crearse nuevos estados al alcanzar la cifra de setenta mil habitantes.
La nueva Constitución viene a establecer un gobierno federal con capacidad para cobrar impuestos, reglamentar el comercio, acuñar monedas, mantener un Ejército y una Armada, firmar tratados, solicitar préstamos, resolver las disputas entre los estados federados y legislar. La forma de Estado y de régimen previstos fueron los de una república federal presidencialista con un Congreso de dos cámaras: el Senado y la Cámara de Representantes.
La aprobación de la nueva Constitución por los trece estados entre 1787 y 1790 provocó un debate entre sus partidarios, llamados federalistas, como Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, y quienes defendían la situación anterior, llamados antifederalistas, como Patrick Henry. Finalmente ganaron los partidarios de la nueva Constitución de 1787 y, en 1789, George Washington fue elegido primer presidente de la nueva república federal presidencialista, y John Adams vicepresidente.
Las primeras medidas del nuevo y fuerte gobierno federal fueron resolver los problemas que hacían peligrar el futuro de la independencia. El primer secretario del Tesoro de la Unión de Estados de América, Alexander Hamilton, convenció al Congreso de 1790 para que reconociera el pago de la deuda pública. En 1791 creó el Banco de los Estados Unidos –en 1809 los inversores europeos poseían el 72 % del capital social del banco–, e introdujo varios impuestos federales, y en 1798 empezaron a aplicarse incluso impuestos sobre la renta (Jones, 1996).
Las medidas de Hamilton tropezaron con la oposición de algunos sectores del Congreso, lo que provocó la formación de dos partidos políticos: los partidarios de la política federal fuerte –Federal Interest– y los contrarios –Republican Interest o Republican Party–. En 1796, al renunciar Washington a presentar de nuevo su candidatura a la Presidencia, hubo una campaña electoral donde se enfrentaron los dos partidos. Ganaron los federales de John Adams, quien reafirmó el poder federal con la Ley de Sedición, para castigar a quien conspirara contra las medidas del Congreso de Estados Unidos. Los republicanos de Jefferson ganaron las siguientes elecciones presidenciales en 1801, pero la política económica del nuevo Gobierno, como podía esperarse, no fue tan diferente de la de sus antecesores.
La solución de las disputas territoriales con los imperios europeos encontró una coyuntura favorable, gracias a las guerras generadas con motivo de la Revolución francesa en Europa desde 1793. La legación diplomática de John Jay consiguió un primer acuerdo con los británicos en 1794 para que abandonaran destacamentos militares del noroeste, a cambio de la neutralidad americana en la guerra europea. Los colonos británicos no cumplieron el acuerdo hasta la batalla de Fallen Timbers. En 1795 los españoles –por el Tratado de San Lorenzo– concedieron a Estados Unidos el derecho de navegar por el Mississippi, un depósito de mercancías en Nueva Orleans, y fijaron las fronteras de Louisiana y Florida. En 1800 los españoles cedieron Louisiana a los franceses, y los americanos volvieron a negociar el tema de las fronteras con éstos, los cuales finalmente les vendieron este territorio en 1803 por quince millones de dólares. De esta manera, la nueva frontera de Estados Unidos se situó en las Montañas Rocosas y empezó la colonización de las tierras del oeste. La frontera con Florida se mantuvo en el paralelo 31º hasta el Mississippi.
La guerra europea también facilitó a Estados Unidos el aumento de sus exportaciones, pero la Corona británica declaró contrabando el comercio de alimentos norteamericanos y no les permitió negociar con las islas inglesas del Caribe. El comercio exterior de Estados Unidos progresivamente se vio afectado de forma negativa por las medidas económicas de las guerras británicas y francesas y, lo que fue más grave, por la política británica de reemplazo forzoso de marineros –entre 1793 y 1811 los ingleses reclutaron por la fuerza a diez mil marineros norteamericanos–. Tras varios incidentes, Madison declaró la guerra a Gran Bretaña en 1812 –aquel año Louisiana fue admitido como uno más de los Estados Unidos–. La guerra acabó en 1814 con la paz de Gante, sin que hubiera una victoria clara de nadie (Adams, 1980).
Esta segunda guerra contra Gran Bretaña sirvió para que los estados del norte impulsaran la producción de manufacturas que sustituyeran a las importaciones que necesitaban los estados agrícolas del sur, y también puso en evidencia la debilidad militar y naval de la nueva nación. Después de la guerra se firmó un nuevo tratado comercial con los ingleses, pero continuaron cerradas al comercio norteamericano las islas británicas del Caribe.
La consecuencia más importante de la guerra fue la apertura de una nueva era de armonía nacional entre republicanos y federalistas. Los republicanos se convencieron de la necesidad para el desarrollo del país de unas atribuciones federales fuertes. Desde el Gobierno prepararon un ejército y una marina de guerra federal; dictaron aranceles proteccionistas; crearon un segundo banco de los Estados Unidos después del cierre el primero en 1811; e intervinieron en la construcción de carreteras interestatales. El senador de Kentucky, Henry Clay, dijo de esta política que era el «sistema americano», el cual estaba por encima de cualquier rivalidad entre los partidos (Jones, 1996).
La creación de nuevos estados continuó: en 1816 Indiana, en 1817 Mississippi, en 1818 Illinois y en 1819 Alabama. Precisamente, la creación de nuevos estados hizo peligrar el futuro y la armonía del país. En 1820 los habitantes de Missouri partidarios de la esclavitud pidieron la constitución de un nuevo estado esclavista. Los estados no esclavistas de la Cámara de Representantes, que tenían la mayoría, se negaron, mientras que en el Senado las votaciones estuvieron igualadas. La cuestión se resolvió con un compromiso que permitió crear el Estado no esclavista de Maine (1820) para mantener la igualdad en el Senado entre unos y otros; acto seguido se aceptó el Estado esclavista de Missouri (1821). También acordaron que quedaba prohibida la esclavitud al norte del paralelo 36º 30' (Nevins et al., 1994).
En 1821, aquellas Trece Colonias costeras que se independizaron de Gran Bretaña se habían convertido en una gran república federal presidencialista, compuesta por veinticuatro estados y por un territorio por colonizar de iguales dimensiones a las de todos los estados juntos. En 1818 Gran Bretaña les había cedido la región de la frontera canadiense del oeste de los Grandes Lagos, al norte de Louisiana. En el sur, después de que Andrew Jackson castigara a los indios semínola de Florida ante la impotencia española, que bastante tenía con las guerras de independencia, los norteamericanos compraron esta región a los españoles por cinco millones de dólares en 1819. La nueva frontera con las colonias españolas era ahora Texas.
A modo de conclusión, se puede decir que los dos aspectos centrales de la independencia son la búsqueda de un desarrollo propio, independiente del área de acumulación británica, y por otro lado, una clara identificación de este desarrollo nacional con los intereses de las estructuras vigentes. La Constitución consagraba políticamente la independencia real, que se puede resumir en el liberalismo de Adam Smith, es decir, que el desarrollo económico es algo espontáneo, fruto de la naturaleza propia de las cosas, que la ampliación del mercado y la incorporación de tecnología son las raíces de la prosperidad, y que el bien común es la suma de los bienes individuales.
Es decir, lo que Thomas Paine había visto en el movimiento independentista, el derecho del hombre a la felicidad y a la propiedad de los frutos de su trabajo y el ataque contra los privilegios que van contra la libertad. Esto era la independencia. No obstante, cuando el nuevo sistema no proporcionaba prosperidad para todos, emergía el sustrato social que le servía de base: las estructuras sociales de los más afortunados, que tenían que defenderse. Así, se producirá una relación entre liberalismo y mantenimiento del orden social, que quedará establecida en la Constitución.
Esta Constitución tendrá toda una serie de insuficiencias: a) la no existencia de un desarrollo de los mecanismos electorales en la propia Constitución –las leyes particulares de cada Estado se hacen en función de la correlación de fuerzas internas de cada uno de ellos; en los estados del sur se tomó la medida de considerar a los negros como 3/5 de blanco, y sólo en la elección de compromisarios, lo cual no les daba derecho al voto–; b) se puede decir que el poder federal surgía como compromiso, como una prevención contra la participación popular –se crea así un poder político que no se adaptará bien a la pluralidad de la sociedad cuando ésta se haga más compleja–; y c) quizás una de las más importantes insuficiencias de la Constitución americana sea la inexistencia de una declaración de los derechos de los ciudadanos. Normalmente las constituciones tienen una parte teórica y otra normativa; Estados Unidos carece de la programática, que ha sido suplida parcialmente después mediante enmiendas. Una de las primeras fue la del derecho a la propiedad; después, la de tener y comprar armas y la de intervenir en problemas de orden público cuando así lo pida el gobernador del Estado (Hernández Alonso, 1996).
1.2 La independencia de las colonias hispanoamericanas
Es posible afirmar que, si bien la desaparición real del dominio colonial español sobre las tierras americanas se inicia a partir de la invasión de la península Ibérica por las tropas de Napoleón, las causas remotas de este proceso, sin embargo, tenemos que buscarlas en la segunda mitad del siglo xviii, cuando la monarquía de Carlos III introdujo una serie de reformas en la política colonial con el objetivo de recuperar un timón que las anteriores administraciones metropolitanas habían perdido. Las contradicciones generadas por aquellas mismas reformas en la sociedad colonial y entre las colonias y la metrópoli, en un contexto internacional determinado, estallarán en el momento en que en España se produzca la doble abdicación de Carlos IV y Fernando VII.
En 1808, la formación de las juntas, en sintonía con las que habían sido creadas en la península Ibérica, abrirá la puerta a la formación de dos bandos: los autonomistas criollos y los realistas adictos. Si bien el primer juntismo tiene que ser considerado como un fenómeno totalmente controlado por España, cuando en la metrópoli las juntas sean vaciadas de contenido –sobre todo por la instalación de la Junta Central en 1808 y, en 1810, por la delegación que se hace sobre el Consejo de Regencia–, en América se encontrarán cada vez más enfrentadas, incluso militarmente. Con la derrota de los franceses en 1815, Gran Bretaña dará un apoyo más efectivo a los rebeldes criollos sin que España sepa o pueda hacer nada por contrarrestar la actividad de éstos. Fue esta polarización en facciones, cada vez más radicalizadas, lo que favoreció realmente la continuidad de las acciones bélicas.
Pero no debemos creer que durante las luchas por la independencia se produjo, de forma homogénea en el territorio, una fragmentación política nítida entre la población blanca americana: por un lado, los blancos criollos partidarios de la secesión y, por el otro, los peninsulares decantados por el mantenimiento de la autoridad de la monarquía española. Ni tampoco debemos pensar que las ansias emancipadoras alentaron por igual a los criollos de las diversas regiones. Las guerras dividieron familias, ciudades y territorios, y como muestra podemos aludir a la decisión tomada en 1810 por el cabildo abierto de Córdoba que –pese a la postura de Buenos Aires– juró fidelidad a la regencia metropolitana, o –tal y como recuerda Miquel Izard (1990)– la «pública alegría de Caracas por la instalación de la Suprema Junta Central». En otras zonas, que en un principio se sumaron a la insurgencia, dieron marcha atrás al ver que el radicalismo de algunos revolucionarios proclamaba la igualdad entre indios y blancos, principio fácil de asumir cuando éstos representaban una minoría, pero no cuando constituían las dos terceras partes de la población. Razones de este tipo explican que Perú fuera un bastión realista durante muchos años. En México, el 95 % de las tropas que se enfrentaron al levantamiento del cura Hidalgo eran mexicanas; el propio Agustín de Iturbide fue un general realista hasta 1820.
Respecto a los peninsulares, conviene saber que también entre ellos se producen deserciones, como, por ejemplo, la evidenciada por la proclama del alzamiento de Buenos Aires, en 1810, avalada por importantes comerciantes peninsulares; o la del capitán general de Guatemala, que colaboró con los independentistas.
Con respecto al proceso emancipador en su conjunto, el caso más singular es, muy probablemente, el de Perú, en cuyo territorio tropas de procedencia argentina y chilena, comandadas por San Martín, fueron recibidas con indiferencia en 1820. Posteriormente, en la decisiva batalla de Ayacucho, que significó la desaparición española, las tropas de Sucre eran mayoritariamente colombianas. Las tropas realistas de Perú estaban formadas por oficiales peninsulares y criollos, pero el grueso de la fuerza militar eran indios y cholos. La presencia de Bolívar tendrá una buena acogida aunque, después de su marcha, su representante será expulsado en los prolegómenos de la declaración de guerra que Perú hará a la Colombia bolivariana. Asimismo, para entender el desarrollo del proceso americano después de la desaparición del poder español, será necesario tener en cuenta disputas territoriales internas y anteriores, como la pugna entre el Río de la Plata y Brasil por el control de la banda oriental uruguaya, o el enfrentamiento entre Buenos Aires y Paraguay que, después de la derrota de Belgrano, dio paso a la revolución de 1811, en la que éste último territorio proclamaba su independencia de Buenos Aires y de España.
Los argumentos en clave política no son, lógicamente, suficientes. No podemos olvidar que, durante más de tres siglos, España ejerció –con mayor o menor vigor– el control total sobre las colonias americanas. El objetivo no era otro que la explotación económica, por lo que el desarrollo autóctono de formas políticas, sociales y económicas dio lugar a una sociedad piramidal de amplia base, con una cúspide ocupada en exclusiva por blancos, criollos y peninsulares. La modalidad de relaciones económicas imperiales, junto con el proyecto político que las sustentaba, favoreció la aparición de grupos oligárquicos de poder económico que cumplían el papel de intermediarios. Paralelamente, con un peso cuantitativo mucho más reducido, fueron surgiendo ciertas capas medias entre la minoría criolla. El resto, excepción hecha de los blancos peninsulares, constituía la mayoría de la población, formada por indios, negros y mestizos, colectivos social y políticamente excluidos de toda actividad que no fuera la de sujetos activos de la explotación colonial.
Es necesario tener en cuenta que la composición social existente en la América hispana durante el siglo xviii viene determinada fundamentalmente por la división étnica, la cual presenta cuatro grupos, que son los indios, los mestizos, los negros y los blancos en sus variadas subdivisiones. Se trata de lo que Lucena Salmoral (1988) denomina la «sociedad tricolor». Como anécdota hay que recordar que el venezolano Miranda introdujo el color amarillo en la bandera independentista como símbolo de la población india y mestiza, ejemplo que más tarde sería seguido por varios países después de su independencia; nadie, sin embargo, incorporó en éstas el color negro.
La sociedad tricolor en 1810 (ámbito continental)
Grupos | Total | Porcentajes |
Blancos | 3.850.000 | 20,7 |
Mestizos | 4.400.000 | 23,6 |
Indios | 7.050.000 | 37,9 |
Negros | 3.300.000 | 17,7 |
TOTAL | 18.600.000 | 100 |
Desde esta óptica podemos decir que a la emancipación política se llegará por tres tipos de razones estrechamente interconectadas, que sólo a efectos explicativos exponemos de forma separada:
– Razones de carácter económico, por el callejón sin salida al cual condujo la política colonial de Madrid. Centrada fundamentalmente en una férrea política fiscal que, pese a haber producido una reactivación económica durante buena parte de la segunda mitad del siglo xviii, acabaría dando paso a una crisis que, paulatinamente, iría generalizándose a lo largo y ancho de todo el territorio, con la única excepción de Cuba, gracias a sus relaciones económicas con Estados Unidos, y de algunos puertos favorecidos por el incremento comercial. Es necesario incluir aquí las primeras repercusiones originadas por el proceso industrializador, que provocará transformaciones fundamentales no sólo en los ámbitos comerciales, sino también en el ámbito de las relaciones internacionales. Los mercados coloniales latinoamericanos jugarán un buen papel a la hora de la comercialización de una parte de la producción textil de los primeros años de la industrialización. Esta expansión de los intercambios hay que ponerla en relación con el predominio naval y la red financiera británica. Irán configurándose así los elementos de lo que será la nueva división internacional del trabajo, aunque la concreción total del modelo se producirá más tarde, cuando llegue a imponerse el free trade (1846) y la afluencia masiva de capitales para invertir en los países periféricos del sistema capitalista.
– Razones de carácter político y social. Respecto a las primeras, por el grado de madurez política que alcanzarán amplios sectores de las clases dirigentes criollas, que se habían visto favorecidas durante los años de bonanza mercantil sin que su creciente relevancia económica hubiera tenido una traducción política. Este malestar se agudizará a partir de la década de los noventa, al sentirse ahogados políticamente y perjudicados económicamente por España. Por otra parte, la crisis política abierta en la monarquía española por la invasión francesa de 1808 provocará en las colonias un debate sobre la soberanía y la representación en ausencia del rey, lo cual dará paso –a partir de 1810– a un proceso revolucionario con objetivos independentistas. En lo que se refiere a las razones sociales, estas clases dirigentes se sienten amenazadas por las mayorías no blancas (el proceso haitiano las horrorizará, especialmente después de haber vivido las insurrecciones indígenas de la década de los ochenta) y entienden que sólo cuentan con sus propias fuerzas para mantener el statu quo.
– Razones de carácter ideológico que vienen dadas, en primer lugar, por la influencia de la Ilustración, y que darán una cierta base teórica a las reivindicaciones criollas. Este es un punto polémico en la historiografía, puesto que se ha exagerado la supuesta influencia de las Luces, especialmente por aquellos que querían ver grandes paralelismos con la evolución estadounidense, lo cual últimamente se matiza mucho, hasta el punto que Lynch (1976) afirma que suponer que la Ilustración hizo revolucionarios a los americanos es confundir causa y efecto. En segundo lugar, dentro de las razones ideológicas, es necesario incluir las repercusiones que en América Latina tendrán tres hechos históricos sobre los cuales volveremos más tarde: la independencia de las Trece Colonias, la de Haití y la Revolución francesa.
En este marco podemos adelantar, como primera conclusión, que el acceso a la independencia será, como dice Pierre Vilar (1976), el resultado de la decisión de las minorías criollas, en un proceso que tendrá dos hitos señalizadores: el caso de Haití, donde los esclavos se hicieron con el poder; y el de las Antillas, donde la clase dominante criolla, en una situación de pleno desarrollo, decidió no romper sus lazos de unión con la metrópoli. Para comprender plenamente este proceso es preciso analizar la evolución de la situación política, social y económica de las colonias hispánicas durante la última parte del período colonial.
1.2.1 Las reformas borbónicas
Aceptando la definición clásica, un sistema colonial es un complejo de relaciones reguladas con la pretensión de crear un imperio colonial autosuficiente, de partes económicas mutuamente complementarias, cuyas características básicas se configuran a partir de un objetivo, la defensa imperial, mediante el ordenamiento fiscal como medio de captación de recursos. Desde esta perspectiva debemos acercarnos al análisis de la crisis colonial aceptando la contradicción entre lo que la monarquía española decía pretender en sus escritos políticos públicos y la cruda realidad imperial. Es en los textos elaborados para el consumo interno de la élite dominante donde los objetivos colonialistas aparecen con impúdica claridad, con lo cual no hay sitio para la confusión. Como dice Fontana (1991), en los escritos redactados para el consumo público siempre se habla de los «paternales desvelos» de la Corona por la felicidad de sus súbditos, mientras que en los segundos se utiliza el lenguaje crudo de las necesidades de Estado. En 1785, el conde de Aranda dirigía al secretario de despacho, el conde de Floridablanca, la siguiente carta: