Kitabı oku: «Ideología y maldad», sayfa 3

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Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento (el conocimiento que la pócima alteraba su personalidad y su físico) con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina….

Jekyll, de un modo plenamente consciente, es sabedor de que ha realizado, ante las posibilidades que le abre su descubrimiento, una elección. Una elección que se basa en su vida, en cómo la siente dadas sus circunstancias12 y en su carácter:

En aquellos días aún no había logrado dominar la aversión que sentía hacia la aridez de la vida del estudio. Seguía teniendo una disposición alegre y desenfadada y, dado que mis placeres eran (en el mejor de los casos) muy poco dignos y a mí se me conocía y respetaba en grado sumo, esta contradicción se me hacía de día en día menos llevadera. La agravaba, por otra parte, el hecho de que me fuera aproximando a mi madurez. Por ahí me tentó, pues, mi nuevo poder hasta que me convirtió en su esclavo.

Así se llega al punto final y trágico de la historia. Mr. Hyde acaba por vencer los atormentados esfuerzos del Dr. Jekyll para no sucumbir a la tentación del mal:

Todo parecía apuntar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a poco el control sobre mi personalidad primera y original, la mejor, para incorporarme lentamente a la segunda, la peor.

Cuando el Dr. Jekyll quiere retomar el control ya no puede:

[…] quizás eligiera con reservas inconscientes porque ni prescindí de la casa del Soho (refugio de Mr. Hyde), ni destruí las ropas de Edward Hyde, que continuaron colgadas en el interior de su armario.

Esas ropas en el armario, que podríamos tomar como símbolo de sus reservas, no tan inconscientes, son las ropas con las que Jekyll —y Hyde— finalmente morirán y pondrán fin a su suplicio, y al de los demás, aquellos que tenían la mala suerte de tropezarse con Mr. Hyde.

En definitiva, Stevenson nos muestra que lo fáustico puede habitar en nosotros, al lado de nuestras virtudes, y no parece conveniente despertarlo o recurrir al mismo en exceso. Una vez invocado, su avance puede ser más o menos lento, más o menos circunstancial, pero puede llegar a dominarnos y a perjudicarnos, a nosotros mismos y a los demás. Por eso el Dr. Jekyll escribe en su postrer misiva que morirá como un desventurado. No fue la pócima la que le trajo la desventura, sino que esta llegó de la mano de sus afanes y contradicciones. A lo largo de este texto veremos cómo las ideologías pueden, según en qué circunstancias, despertar lo más mortífero de cada cual.

Desventuradas son, también, las víctimas de la maldad humana, que sufren en sus vidas aquello que no merecen y desventurados, cómo no, aquellos que las provocan, quienes se han dejado arrastrar, hasta perder la conciencia moral, por su Mr. Hyde particular.

Frente a tanto dolor es necesario aprender, aprender y aprender, y poder pensar sobre la violencia y la maldad, sin que ni el horror, ni la espontánea empatía con las víctimas nos impidan hacerlo (Zizek, 2008). Aprender y pensar, para sacar a relucir, o intentarlo al menos, las condiciones determinantes de esta faceta de la humanidad escondida —Hyde— y, a la vez, tan cotidiana.

Referencias bibliográficas

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Primera parte Las bases conceptuales

Solo un ermitaño perdido en una jungla lejana podría ignorar la cantidad diaria de titulares de periódico, de noticias de radio y televisión o de informaciones en la red relacionadas con fenómenos como el terrorismo, la guerra, los genocidios, la corrupción. la brutalidad policial, la indiferencia ante los refugiados, el auge de la extrema derecha y otras formas de trato humano establecidos en base a la violencia.

Sin embargo, aunque parezca imposible, los estudiosos de la psicología, la sociología, la filosofía y otras disciplinas asociadas, aún están por establecer de un modo unánime y fehaciente muchos de los términos implicados en este tipo de conductas y relaciones. No cabe duda, entonces, de que los conceptos de agresión, violencia, maldad, crueldad y otros, en los que basaremos el presente texto, corresponden a la categoría de lo que la filosofía llama «conceptos esencialmente controvertidos» (Gallie, 1956). Es decir, se trata de nociones que conllevan interminables debates sobre su uso adecuado. Debates que no pueden ser resueltos por la evidencia empírica, el uso del lenguaje o los cánones de la lógica por sí solos. A estos conceptos básicos necesarios para nuestro estudio nos dedicaremos en el primer capítulo de esta parte, una sección con un marcado carácter introductorio y un tanto académico. Imprescindible, no obstante, para seguir adelante y orientarnos en el camino a seguir.

Será en el segundo capítulo donde se entrará de lleno en el meollo del asunto que nos ocupa. Definiremos lo que entendemos por «mal» y por «maldad» y haremos algunas consideraciones que serán seminales para el resto del texto.

En el capítulo tercero reflexionaremos a propósito de la maldad y sus relaciones con la moral. Abordaremos las causas últimas de la maldad humana o, al menos, para no ser pretenciosos, una serie de factores causales de orden general que nos puedan resultar explicativos, claros y concisos. Describiremos, también, las estrategias con las que las maldades suelen justificarse o excusarse.

Tal y como decíamos en la introducción, el cuarto capítulo estará destinado a permitir una aproximación a las ideas fundamentales sobre la maldad que nos han legado la filosofía, la etología y la psicología. La mirada será forzosamente introductoria, puesto que resultaría imposible revisar con detalle todas las ideas de cada una de estas disciplinas con respecto a nuestro tema.

Sin embargo, aun tras este esfuerzo de delimitación conceptual, no cabe esperar la recompensa de una claridad meridiana que permita, ni de lejos, idear una teoría paradigmática de la violencia y el mal. Ni las definiciones serán precisas del todo, ni ha habido, ni probablemente la habrá nunca, una única teoría capaz de entender la violencia de modo total. Su extensa historia, sus variadas formas, manifestaciones, motivaciones y consecuencias dificultan la elaboración de un modelo teórico heurístico y concluyente. De ahí que las publicaciones de todo tipo sobre estos temas sean innumerables, desde, prácticamente, el inicio de la actividad intelectual humana escrita.

Sin duda este será un texto más entre otros muchos, pero si el lector lo encuentra útil y ordenado, ya nos daremos por satisfechos.

Referencias bibliográficas

 Gallie, W. B. (1956). “Essentially contested concepts.” Proceedings of the Aristotelian Society, 56, 167-198.

1. Términos y categorías esenciales

Pero ¿cómo puede uno repudiar por completo la violencia cuando la lucha y la agresión son parte de la vida? La solución sencilla es una distinción terminológica entre la «agresión», que pertenece efectivamente a la «fuerza vital», y la «violencia» que es una «fuerza mortal»: «violencia» no es aquí la agresión como tal, sino su exceso que perturba el curso normal de las cosas deseando siempre más y más. La tarea se convierte en librarse de este exceso.

Zizek, Sobre la violencia

Definir conceptos como los que se detallan en este capítulo no es lo mismo que distinguir una molécula de otra o describir fenómenos meteorológicos. Aceptar las limitaciones intrínsecas a las ciencias sociales hace necesario, para los propósitos de este libro, una revisión holgada pero no exhaustiva —tarea del todo imposible—, sobre la terminología que configura la base de cualquier estudio sobre el mal.

1. Diccionario elemental

Pretendemos tan solo presentar algunos conceptos con mayor concreción y, en algunos casos, proponer definiciones estipulativas1 que nos ayuden a evitar malentendidos o solapamientos innecesarios.

A. Agresividad y agresión

La agresividad y la agresión son conceptos emparentados pero no idénticos. La mayoría de las definiciones consideran que la agresividad es una posibilidad del conjunto de conductas disponibles para un organismo. Simplificando, podríamos decir que los animales y los seres humanos tenemos a nuestra disposición una potencialidad innata que se puede activar en determinadas circunstancias. Cuando la agresividad se pone en marcha, aparece entonces la agresión. La agresión sería, pues, la puesta en acción de la agresividad.

Etólogos como Lorenz (1963) consideran la agresividad un instinto presente en gran parte del reino animal que consiste en una predisposición básica o tendencia a comportarse de modo hostil en determinadas situaciones precipitantes. Esta pulsión primaria descansaría en una base neurofisiológica, derivada de las adaptaciones filogenéticas (Eibl-Eibesfeld, 1984).

Aquí entraría en juego el estudio detallado del sistema nervioso —estructuras implicadas, niveles hormonales, lesiones, genética, etc.—, tema del que no nos ocuparemos, tal y como señalamos antes. Bastará, para nuestros intereses, retener que el instinto agresivo se da en la mayoría de animales y que, en el humano, posee una entidad propia que puede alejarlo, en muchas ocasiones, de lo puramente irreflexivo.

Desde la psicología de la personalidad se define la agresividad como «una disposición temperamental que forma parte de la personalidad de un sujeto».Se considera, para nosotros de forma injustificada, que se mantiene estable a lo largo de toda la vida y que es independiente del contexto donde se encuentra el sujeto (Andrés-Pueyo, 1997).

Como decíamos, la agresión sería, entonces, la expresión de la agresividad. Consiste en una acción comportamental —atacar o acometer para herir, dañar o alterar el equilibrio o la integridad de otro— de carácter puntual, normalmente de tipo reactivo, en base a ciertas necesidades —alimentarse, por ejemplo— o frente a situaciones concretas de interacción social que son sentidas por el individuo como peligrosas, dañinas o frustrantes. Así, para Eibl-Eibesfeldt:

Agresivo es todo comportamiento por el que se impone a otro a la fuerza una relación de dominio (sometimiento), casi siempre en contra de su resistencia2.

Esta definición permitiría incluir la conducta agresiva física, con o sin intención de causar lesiones, y otro tipo de conductas agresivas que no buscan el daño o la lesión; por ejemplo, en el caso de los humanos, aquella agresión verbal, en base a argumentos y contraargumentos, que se podría dar en una discusión acalorada.

No siempre los términos agresión y violencia se distinguen con claridad. Andrés-Pueyo y Redondo (2007) señalan que la agresión es una de las tácticas que la violencia puede emplear para obtener sus fines. Otras tácticas podrían ser la negligencia, el desprecio, la manipulación y las coacciones (Krug, et al., 2002).

Obviamente, agresión y violencia pueden ir —y de hecho así sucede en numerosas ocasiones—, de la mano, si bien no siempre es así. Imaginemos una empresa o un comerciante particular que desean imponerse a su competidor. Para ello pueden implementar una agresiva campaña publicitaria, por ejemplo, pero en tal liza por la posición dominante en el mercado no entraran en juego la fuerza física o la destrucción del contrario. Por eso, en el lenguaje cotidiano, hablamos de una publicidad agresiva pero no de una publicidad violenta. En resumen: no toda agresión es violencia, pero toda violencia es agresión.

B. Violencia

Definir la violencia tampoco es fácil. Freund (1965) la considera «potencia corrompida, convulsiva, informe, irregular» y, por tanto, rebelde al análisis. Girard (1972) cree que la violencia es contagiosa, imprevisible, una negación de lo social e inaccesible a las categorías de análisis. Michaud (1978) nos hace caer en la cuenta de que cada grupo o institución tilda de violento todo aquello que considera inadmisible según sus propias normas. Así, lo violento no se encontraría en el acto en sí, sino que vendría determinado por las circunstancias. Dowse y Hughes remachan esta idea:

[…] si alguien mata a otra persona en determinadas circunstancias, esa persona será acusada de asesinato y castigada. Pero si el mismo acto se comete en condiciones diferentes, el homicida será tratado como un héroe3.

Como puede observarse el campo de trabajo no es sencillo. De hecho, hay tantos estudios, publicaciones y tesis sobre este tema que hay quien estima que podría generarse una nueva subdisciplina de las ciencias humanas llamada «violentología» (González, 2017).

La OMS la define como:

[…] el uso intencional de la fuerza física o el poder, tanto si es real como una amenaza, contra uno mismo, otro individuo o contra un grupo o comunidad, que resulta o tiene una alta probabilidad de acabar en lesiones, muerte, daño psicológico, alteraciones en el desarrollo, o deprivación (Krug, et al.).

Como puede observarse en esta definición, la violencia implica, en todos los casos, el empleo de la fuerza. Lo que no equivale a identificar siempre fuerza con fuerza física, como hacen muchos autores (Riches, 1986; Sotelo, 1990).

Como señala González (2006) violencia y fuerza se vinculan si entendemos por fuerza «el uso actual o potencial de la violencia para forzar a otro a hacer lo que de otro modo no haría». El mismo autor señala que se suele entender por «actos de violencia» aquellos en los que se mata, hiere o provocan daños, y por «actos de fuerza» aquellos en los que se previene la acción libre y normal de otras personas o la inhiben mediante la amenaza de la violencia. Fuerza y violencia serían, entonces, hechos subsidiarios: una es potencia, la otra es el acto implícito en la potencia (González, 2017).

El acto violento incluiría tres componentes operativos fundamentales:

1) Aplicación o la amenaza de aplicación, de una fuerza física, o de otro tipo, intensa.

2) Intencionalidad, ya que se aplica de forma deliberada. En el acto violento hay un instigador o ejecutor.

3) Efectividad, se busca causar efectos sobre el receptor de la misma.

Sería necesario añadir a esta triada un cuarto factor: la resistencia. Esto es, la idea de que el destinatario de la violencia preferiría evitarla o no sufrirla y si pudiera se defendería frente a la misma. En este sentido, y si hablamos de seres humanos, la violencia representa la vulneración de los derechos de la persona, puesto que coarta la libertad de la misma y su autonomía moral (Hacker, 1971; Sanmartín, 2007).

Si volvemos a la mencionada triada, se puede ver como esta permite discernir un poco más la idea de fuerza de la de violencia. Por ejemplo, un terremoto posee fuerza destructiva pero no es, desde luego, un acto de violencia. En un terremoto, en una inundación o en la caída de un rayo no hay un instigador, un ejecutor cargado de intención alguna4.

Sanmartín propone una definición escueta pero muy atractiva:

[…] violencia es una agresividad alterada, principalmente por la acción de factores socioculturales que le quitan el carácter automático y la vuelven una conducta intencional y dañina. Violencia es cualquier conducta intencional que causa o puede causar daño5.

Esta conducta intencional puede darse por acción o por omisión. El mismo autor señala que la violencia se puede ejercer contra un ser vivo o no. Emplea el término «vandalismo» si la violencia se emplea para dañar cosas (Sanmartín, 2008).

La violencia puede poseer múltiples intenciones, pero, más allá de las mismas, acaba siempre dañando al otro. Si hablamos de las intenciones de la violencia se puede pensar en las funciones que esta ejerce y su correspondiente valoración ética. Cortina (1998) señala que tradicionalmente se le suelen asignar tres funciones, a saber:

1) Función expresiva: se da cuando una persona ejecuta acciones violentas por el placer que obtiene al realizarlas. Esta función sería del todo reprobable desde el punto de vista ético, si bien en algunos casos debería dilucidarse si el agente es una persona moralmente competente o no.

2) Función instrumental: se emplea la violencia como medio para alcanzar una meta. Solo sería justificable éticamente si se emplea como legítima defensa o para evitar males mayores6.

3) Función comunicativa: se recurre a la violencia para transmitir un mensaje. Esta acción podría ser éticamente legítima cuando el emisor, tras emplear todos los medios pacíficos a su alcance para ser escuchado, es ignorado sistemáticamente por el receptor. Quizá las acciones violentas provocadas por un sector del CNA (Congreso Nacional Africano, de Nelson Mandela) en los años más duros del apartheid podrían entrar en esta categoría, ya que fueron respuestas armadas frente a un terrorismo de estado omnipresente..

Con lo visto hasta aquí proponemos reservar el término «violencia» para algunas de las conductas agresivas exclusivamente humanas. Preferimos llamar simplemente «agresión» a las conductas agresivas u hostiles de los animales. Es obvio que en la vida salvaje se producen ataques con fuerza y daños, ataques violentos podríamos decir, pero su carácter predominantemente determinado por los parámetros biológicos y del ecosistema permitiría diferenciarlas de los ataques con fuerza y daños propios de los seres humanos.

Es por ello que estamos de acuerdo con Gómez y López (1999) cuando apuntan a que la violencia es la antítesis de la agresión. En primer lugar, porque los animales no pueden tener la intención de herir, humillar, abusar, robar, ultrajar, torturar a otro ser vivo. Podría considerarse que sí existe el deseo de matar, puesto que, pongamos por caso, la leona mata a la cebra para comérsela. Pero la leona no posee el concepto de vida o muerte, ni sabe de su significado e irreversibilidad. En segundo lugar, porque tales actos, en el ser humano, no poseen ningún valor adaptativo ni de supervivencia y, por tanto, son evitables. La leona no tiene opción, el ser humano sí7.

Nos aventuramos, por tanto, a concluir que la violencia es estrictamente humana, forma parte solo de la condición humana, no de la animal. La violencia natural, que se da en el reino animal, es agresión y se entiende mejor bajo el concepto general de agresividad.

Así pues, proponemos una definición estipulativa de violencia que reza así:

La violencia es una interacción relacional humana, basada en la agresividad alterada por factores socioculturales, que emplea algún tipo de fuerza, por acción u omisión, y que no es defensiva, sino intencional, atacante y dañina.

Aprovechamos este momento para comentar uno de los tópicos más extendidos con respecto a la violencia, aquel que reza que «la violencia es inútil» o que «con la violencia no se consigue nada». La realidad histórica y política desmiente este dicho y demuestra, como señala Arteta (2010) que la violencia, al infundir miedo, es un arma de lo más eficaz.

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