Kitabı oku: «Ideología y maldad», sayfa 6
2. Otras definiciones
No son pocos los autores que, de un modo u otro, se aproximan o coinciden con Armengol en su definición del mal. En un compendio de diferentes tesis publicadas, Quiles y sus colaboradores escriben:
[…] el término maldad se emplea para referirse a acciones prototípicas de daño que implican un perpetrador y una víctima. De forma genérica se describe como el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a personas inocentes13.
Como se ve, esta definición se acerca a lo dicho hasta aquí, pero contiene un idea que conviene matizar. No siempre el mal se ejerce de modo planificado. La impulsividad, al estilo Mr. Hyde, de la que hablamos en el capítulo anterior, puede tener, en algunos casos, un papel relevante en la expresión de la violencia y la maldad. Cuando los hooligans de dos equipos deportivos conciertan cita a través de las redes sociales para pelearse, la violencia y el mal que de ella deriva sí están planificados. Pero también se dan altercados entre hooligans, a veces con resultados gravísimos, —u otro tipo de peleas entre varones, en discotecas, por ejemplo— que no están planificados ni previstos de antemano y que se precipitan por nimiedades, en un contexto de mayor o menor tensión emocional. El lector de Stevenson recordará, por ejemplo, que Mr. Hyde no asesina al noble anciano de modo premeditado.
Para Garrido el mal es equivalente «a la violencia injustificada hacia el otro para lograr algo que yo quiero14». El término «injustificada» nos parece esencial en esta definición. ¿Existe una violencia justificada y otra injustificada? ¿Cuándo se da una violencia justificada? Inmediatamente pensaremos en aquello que se conoce como legítima defensa. En un lenguaje cotidiano diríamos que en una acción defensiva puede emplearse la violencia si las circunstancias lo requieren, por ejemplo, si no se puede huir. Recordará el lector que en al capítulo anterior acordamos explícitamente que la violencia no es defensiva, sino intencional, atacante y dañina. Por ello, en una acción defensiva empleamos la agresividad o la agresión, no la violencia.
La distinción puede parecer un tanto forzada o excesivamente académica, pero permite precisar con más claridad la idea del mal. El atacante emplea la violencia y lo hace en busca de algo, por algún motivo, como veremos en el capítulo siguiente. El que se defiende emplea su agresividad para no resultar dañado y su intención, al menos originalmente15, no es la de dañar al otro sino la de evitarse lo males que de aquel provienen. Por eso el término «violento» se suele aplicar a los agresores y no a los agredidos, aunque estos se hayan defendido con uñas y dientes, como se suele decir popularmente.
No existe por tanto la violencia justificada o justa (Sanmartín, 2008), si bien entendemos perfectamente el sentido con el que se usa este concepto. Aunque autores de renombre como Sorel (1908), Benjamin (1921), Fanon (1961) o Sartre (Santoni, 2004), han reflexionado sobre la violencia legítima y la han justificado, empleando el término violencia, nosotros preferimos hablar de agresión justificada. La violencia se da cuando la agresión se podría evitar, no cuando esta resulta insoslayable. De hecho, hay ocasiones en que es así, por ejemplo, en el caso de las revoluciones en los países colonizados.
Por ello, no comulgamos con las versiones más ingenuas del pacifismo a ultranza. Por más pacifista que se sea, es inevitable reconocer que las estrategias no violentas no siempre resultan efectivas. Arendt (2005)16 comenta que de nada hubiese servido la actitud de Gandhi contra Hitler o Stalin. Como se recordará, ya dijimos que la violencia es la antítesis de la agresión. Es evidente que de la agresión justificada se pueden derivar males para el que la recibe, pero si realmente esta agresión es legítima y defensiva, estos serán inevitables.
De todo lo anterior resulta la siguiente conclusión: toda violencia es mala, pero no todo mal —daño y dolor— deriva de la violencia. Nos explicaremos: sin duda, toda violencia genera un mal —daño y dolor—, pero este puede aparecer en función de otros actos, no necesariamente violentos. Por ejemplo, se dan males que derivan de una errónea praxis profesional —médica, jurídica, psicológica, empresarial, política, etc.— , pero en ellos la violencia no juega ningún papel. Villegas (2018) señala que «hacer las cosas mal» remite al concepto de mal como adverbio. La calificación como tal es formal, sin tener en cuenta sus intenciones ni consecuencias. Se trata del fallo, del error, que suele comportar, habitualmente, más el sentimiento de vergüenza que el de culpa. Hay males que derivan de la ignorancia o el desamor y estas no son condiciones a las que se pueda aplicar, con propiedad, el término violencia17. Hechas estas matizaciones cabe reconocer, no obstante, que la mayoría de los males sí están vinculados con la violencia, en una u otra de sus formas.
Por su parte, Zimbardo, desde la psicología social, define la maldad como sigue:
La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre18.
Como vemos es una definición bastante cercana a la de Armengol, si bien contiene en su seno un aspecto que no podemos dejar de comentar. Se dice que se trata de un obrar dañando de forma deliberada a personas inocentes. ¿Acaso no podría, entonces, calificarse de maldad el maltrato, la humillación, deshumanización o destrucción de un culpable? Por fortuna no es así y las leyes de los países que respetan los Derechos Humanos no tratan a los culpables de delitos con castigos degradantes o humillantes.
La ética del deber ante otro igual, condición que no se pierde sean cuales sean los actos de ese otro, obliga a tratar al infractor con respeto y a no aplicar la ley del talión o la venganza sin más. Otra cosa es considerar que el culpable deba ser castigado o reprendido por sus actos. Pero el castigo o la sanción deben ejecutarse dentro del marco de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de acuerdo con los principios allí establecidos, que excluyen todo tipo de daño y dolor arbitrarios. Claro que una pena de prisión supone un dolor para el reo, un dolor que este no desea y, por tanto, un mal para el mismo. Pero se trata de un mal inevitable, puesto que la sociedad en su conjunto debe protegerse frente aquellos que violan las normas de convivencia, especialmente aquellas que protegen la vida y la integridad de las personas. En los sistemas democráticos, hoy por hoy, no se ha encontrado un sistema alternativo a la privación de la libertad19 y en todo caso esta pena debe ser proporcional al acto cometido.
3. La maldad es humana
Como es sabido, en el jardín del Edén había dos árboles, el de la vida y el del conocimiento. Este último, según parece, no contenía toda la sabiduría, sino específicamente el conocimiento del bien y del mal.
El Génesis relata que ni Eva ni Adán pudieron resistirse a probar su fruto y así, aun bajo la amenaza de muerte, sucumbieron a la tentación de la serpiente. No murieron de inmediato sino que perdieron la condición de inmortalidad y a partir de ese momento fundacional conocieron la vergüenza, el destierro, el dolor, el sufrimiento y también la maldad, puesto que, pasado un tiempo, uno de sus hijos asesinaría a su hermano.
Más allá de las múltiples interpretaciones20 que puedan hacerse de este mito, un detalle destaca con claridad: la maldad aparece al poco de ser concebido el ser humano. Lo acompaña, prácticamente, desde sus inicios. No porque vengamos a este mundo con un pecado original, sino porque nuestra inteligencia buscadora de conocimiento, tiene elección y nos da la opción de hacer el bien o el mal, o, como sucede muy a menudo, por no decir siempre, ambas cosas. La serpiente, en el fondo, no representa al diablo o a los otros, sino a un aspecto de nosotros mismos.
O acaso, dada la naturaleza de Eva, ¿tenía esta alguna otra opción, frente a la oferta de la serpiente? ¿Podían obviar Eva y Adán la sed de conocimiento que provenía de su capacidad intelectual? ¿Les hubiese sido posible conformarse con una existencia animalesca, desnuda y uniforme, alimentándose únicamente de los frutos del huerto? ¿Les hubiese parecido suficiente el paraíso, que Hegel (1807) describió como «jardín para animales»?
Creemos que no. De modo que, por lo que a respecta a nuestro tema, consideramos que el mito nos señala el estrecho vínculo que se da entre maldad y humanidad. El humano desea conocer, elevarse por encima de sus limitaciones, como le sucede al Dr. Jekyll, quien lleva sus experimentos y su sed de saber a un punto de no retorno, poseído por aquello que Zweig denominó, curiosamente, lo demoníaco21. Se paga, entonces, el precio que implica conocer el bien y el mal, sabiendo que se puede hacer lo uno y lo otro.
La condición humana se puede definir de muchas maneras, pero si hay algo esencial a lo humano, no cabe duda de que es nuestra capacidad intelectiva y su mayor fruto: el lenguaje. Ello nos convierte en buscadores, en seres curiosos que no se contentan tan solo con cubrir sus necesidades biológicas. Deseamos saber, no podemos evitarlo, se halla inscrito en nuestra naturaleza, probablemente en nuestros genes.
Aprovechamos el mito para señalar, entonces, una primera idea sobre la maldad: la maldad es algo estrictamente humano, consustancial a nuestra capacidad intelectual, a la razón22, a la posesión de voluntad propia, en definitiva, a la mente humana. Aquello que nos permite conocer el mundo, hacer ciencia, tener conciencia de nosotros mismos, generar las más bellas obras de arte, crear miles de idiomas y costumbres, es lo mismo que nos puede invitar a ejercer la violencia y la maldad contra nosotros mismos, contra los demás y contra el entorno en el que vivimos. El humano es Jekyll y es Hyde. La maldad, así como la bondad, derivan de nuestra capacidad mental, de la posibilidad de razonar, poseer conciencia de nosotros mismos, aprender y transmitir lo aprendido, imaginar, desear más allá de lo estrictamente necesario para sobrevivir en cuanto organismo, etc. Volveremos sobre este punto al final de nuestro texto.
En este sentido, cabe resaltar que la complejidad del psiquismo humano, además de su poderío cognitivo, se acompaña de otra característica fundamental: su marcado carácter relacional y, por tanto, su interdependencia con los demás. Ello implica que, por una parte, somos capaces de infringir el mal de modos muy sofisticados —con el lenguaje, los símbolos o las dinámicas sociales— y, por la otra, que somos muy vulnerables a la acción de los demás, no solo en lo material, sino también en lo simbólico y social. Sentirse despreciado, humillado, discriminado o estigmatizado es una de las peores cosas que le pueden ocurrir a una persona o colectivo.
Dicho esto, estimamos que ciertas teorías sobre el germen del mal y sus tipos no resultan aplicables a nuestra tesis. Por ejemplo, Echevarría (2007) propone una tipología de doce bienes y males diferentes —básicos, epistémicos, tecnológicos, etc.—. Aun siendo ideas muy sugerentes, no nos entretendremos en estas conjeturas puesto que, como hemos acordado, la maldad solo tiene un origen: el ser humano. No es la ausencia o presencia de un dios benevolente o un diablo lacerante; tampoco el producto inevitable del azar y lo natural lo que decreta la constancia del mal en nuestro devenir. Es la propia humanidad y nada más aquella que determina y dirige su destino y sus acciones.
La maldad es, pues, algo intrínsecamente humano. Solo existe en el dominio de la cultura humana. Los animales no la ejecutan, ni tampoco las fuerzas físicas naturales, aunque en ocasiones puedan causarnos grandes males. Los animales pueden ser muy agresivos y se han descrito hostilidades entre clanes de chimpancés, con relatos de homicidios, infanticidios y endocanibalismo (Martínez, 2010; Wrangham y Peterson, 1996). Pero suelen ser excepciones, provocadas por conflictos territoriales, y no la regla. A los animales no les es dado humillar, abusar, robar, ultrajar o torturar. Tampoco creemos que sea del todo correcto, como hacen estos autores, hablar de guerra entre animales. Aunque, como después veremos, los animales pueden tener su propia conciencia moral (Bekoff y Pierce, 2009) ello no equivale a considerar que sean conocedores de lo que implica el concepto del mal y mucho menos de su evitabilidad, característica de la máxima importancia. Tampoco, cómo ya dijimos, sería correcto atribuirle maldad, esto es, intencionalidad, a una inundación, un huracán o un seísmo.
Otra cosa será considerar por qué el ser humano, colectiva y/o individualmente, ejecuta el mal, por qué razones o sinrazones acciona la violencia u otros mecanismos generadores del mal. La cuna de la maldad está en el ser humano, en su enorme potencial y en su libertad de acción, así como en su debilidad en forma de ignorancia o de pasiones (Arteta, 2010). Del mismo modo que este potencial se concreta en sabiduría, creatividad y bondad para elevarse por encima de sus limitaciones e intrascendencia, también dispone de muchos medios para poner en marcha el daño y el dolor, esto es, el mal.
Terminaremos este apartado con unas frases de Kekes que consideramos muy ilustrativas y que nos servirán de antesala para el capítulo siguiente:
Hay monstruos morales, pero son tan excepcionales como los santos morales. La mayoría de los hacedores del mal no son monstruos, son personas con inclinaciones comunes, como el egoísmo, la codicia, la agresión, la crueldad y otras parecidas. Sostienen una mezcla de creencias acerca de sí mismos y sus acciones, generalmente influidas por el autoengaño, por falsedades simples o ingeniosas, por circunstancias apremiantes y apasionados miedos, esperanzas y resentimientos, por las normas y expectativas de su sociedad, y por su historia personal23.
4. Emociones, agresividad y maldad.
En el párrafo anterior se combinan dos motivaciones humanas diferenciables pero interconectadas: los intereses y las emociones o pasiones. Ambas juegan un papel fundamental en la explicación de la conducta humana, tanto individual como grupal.
El concepto de interés hace referencia a todo aquello que una persona o colectivo puede buscar por considerarlo beneficioso. Los intereses, cómo no, pueden estar desviados por la ignorancia, la ideología, las circunstancias o la emoción, pero suelen conceptualizarse como algo más racional y lógico que las pasiones. De la importantísima relación entre los intereses y la maldad nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Revisaremos aquí, por el momento, el papel de las pasiones en relación con la agresión, la violencia y la maldad.
De acuerdo con Kant (1798) las emociones se podrían catalogar como «pasiones ardientes». Emociones que, al igual que una borrachera, le arrebatan a quien las sufre su capacidad de raciocinio. Tal como lo experimenta Jekyll con su descontrolado Hyde. No son calculadoras, ni flemáticas, ni secas. Son ciegas y se viven en el presente. A ellas dedicaremos este apartado.
El mismo autor definió las «pasiones frías», procedentes de la cultura y adquiridas. Vendrían a ser lo que hemos llamado intereses. Estas anidan con fuerza en el alma, se orientan al futuro y son como un rio cuyo lecho cada vez es más profundo. Son calculadoras, previsoras y racionales. Aquí encontraríamos el afán por el poder, la riqueza o la grandeza. Sin duda, estos intereses se pueden vincular con el ejercicio de la maldad y a ellos nos referiremos más adelante. Los totalitarismos y dictaduras de diversos pelajes son los entornos en los que el deseo de poder se ejerce con más perversidad y maldad. El ansia de riquezas o la sensación de superioridad pueden convertirse en armas de destrucción masiva, verdaderos asesinos en masa, como veremos en los capítulos 11 y 15.
Pero si hablamos, por el momento, de emociones o pasiones, hay que señalar que son innumerables los que podrían mencionarse en su posible relación con la violencia. El orgullo mal entendido, el egoísmo, los celos, la envidia, la vergüenza24, la avaricia, el aburrimiento25, la búsqueda de sensaciones, la falta de empatía y demás constelaciones personales pueden jugar un papel relevante en la predisposición y la precipitación de la violencia. En uno u otro momento de nuestro texto nos ocuparemos de algunas de ellas. Para empezar, mencionaremos las más primarias.
De entrada, diremos que entendemos que las emociones son modificaciones del estado de ánimo, intensas, pasajeras, agradables o desagradables, que conllevan una cierta conmoción somática. A partir del célebre estudio de Darwin (1872) se suele afirmar que las emociones son universales, iguales para todos los seres humanos y que su base está determinada genéticamente, pero estas ideas deben matizarse.
En la actualidad, se distingue (Tracey, Robins y Tagney, 2007) entre las emociones básicas, prácticamente universales y fácilmente reconocibles en la expresión facial, como la ira, la alegría, la sorpresa, el miedo y la tristeza; y las emociones autoconscientes como la vergüenza, la culpa, el orgullo o la humillación. Estas aparecen más tardíamente en el desarrollo personal, no poseen una expresión facial universal y vienen, en gran medida, determinadas por el entorno cultural.
Por su parte, las emociones básicas como el miedo o la ira pueden modularse en función de los individuos y de la cultura en la que viven; por lo tanto, no es correcto decir que el miedo o la ira son iguales para todos los seres humanos. Como señala Tizón (2010), con respecto al miedo, una cosa es tener la capacidad para experimentarlo y otra, muy diferente, el sentirlo o no. La capacidad de tener miedo es sin duda algo heredado y biológicamente determinado. No así nuestras reacciones de miedo, que varían en función de la biografía, los aprendizajes, las condiciones ambientales, la cultura y otros muchos condicionantes.
Los sentimientos —próximos a las emociones autoconscientes— podrían definirse como emociones cognitivizadas, según un resultado de la experiencia y de procesar esa experiencia en la conciencia (Tizón, 2010). Se considera que los sentimientos son más duraderos y estables que las emociones.
Unos y otros pueden ser consecuencia de la maldad, pero también pueden ser su causa, según en qué circunstancias aparezcan y se desarrollen. Haremos un repaso muy somero por algunas de las más importantes emociones que pueden contabilizarse en este sentido:
A. Miedo. El miedo puede definirse como la respuesta emocional ante la percepción de una amenaza. Suele decirse que tenemos miedo, pero Di Cesare (2017) señala que no es el sujeto el que tiene miedo sino que este se ve poseído, subyugado, doblegado por el miedo. El miedo, entonces, destruye la familiaridad del mundo y nuestra confianza en él, imponiendo la incertidumbre. El miedo invita a dos reacciones posibles, la huida o el ataque. Sin embargo, resulta que el ser humano en su distinguida, y tantas veces mal empleada, capacidad intelectual, puede reaccionar con miedo no solo a aquellas situaciones reales, que objetivamente lo provocan, sino también a muchas otras de carácter imaginario, inexistentes. Se producen, entonces, reacciones de ataque y defensa frente a supuestas amenazas; ya sean derivadas de una ideología que identifica a enemigos, —la caza de brujas del macartismo, por ejemplo—, o producto del psiquismo particular de un individuo como en el caso del paranoico que, sintiéndose acorralado, ataca a su imaginario perseguidor. En cualquier caso, el miedo suele ser una emoción más propia del atacado que del atacante. Cuando el ataque es real, el atacado puede desplegar una agresión defensiva justificada, como decíamos anteriormente. Cuando el ataque es imaginario, el supuestamente atacado puede convertirse en atacante y desplegar una violencia preventiva, por así decirlo, que el sujeto en realidad considera defensiva y justificada, que puede causar grandes males. En ambos casos, la ira, que analizaremos a continuación, puede estar presente.
B. Ira. La ira es un estado emocional intenso que surge frente a estímulos desagradables, frustraciones, humillaciones o abusos. Puede conllevar, además de activaciones fisiológicas, sentimientos de indignación y rabia26, así como deseos de venganza. En su relación con el odio, del que hablaremos un poco más adelante, señalaremos que este último puede derivarse de la ira, pero su vivencia, menos impulsiva y prolongada, lo acerca más al terreno de los sentimientos. La ira es una respuesta a la frustración percibida como injusticia, es pasional, se da en caliente, es reactiva y busca la venganza, una forma de justicia primitiva. En ocasiones, hay quien siente una ira descontextualizada y la misma la acaba fijando en colectivos a los que culpa de sus supuestas frustraciones o dificultades. La combinación de ira más odio da lugar a conductas e ideas homofóbicas, xenófobas, misóginas y demás (Villegas, 2018).
Aunque la mayoría de las personas han sentido ira en algún momento de su vida, no todas la pasan al acto en forma de violencia, quedando entonces un sentimiento de profunda indignación, acompañado de protesta; sin duda, actúa la contención en estos casos. En aquellos sujetos más impulsivos, en cambio, la ira sí se transforma o se descarga en violencia, cometiéndose entonces maldades que buscan el alivio de la tensión emocional y el disgusto que la acompañan.
La ira puede ser irracional, pero en los humillados es la expresión de una emoción legítima que se acompaña de resentimiento, no siempre patológico. No se puede abogar por la supresión de la ira sin más, puesto que esto implicaría deshumanizar a las víctimas. La ira, en sí misma, no es ni buena ni mala. Una ira justificada puede promover acciones reparadoras de injusticias evidentes, incluso de tipo agresivo, como se puede dar en ciertos grupos de resistencia armada de estilo partisano27.
C. Impulsividad. Acabamos de mencionar la impulsividad, concepto de gran tradición en la psicología (Eysenck y Eysenck, 1977) y la psicopatología28. La impulsividad no es propiamente ni un sentimiento ni una emoción pero, sin duda, se trata de una característica psicológica muy vinculada a la expresión emocional y sentimental.
La impulsividad, ya sea un rasgo de carácter o un estado pasajero, puede definirse como una acción de respuesta conductual inmediata frente a un estimulo, externo o interno. Se dispara, nunca mejor dicho, vinculada a una reacción emocional. Es irreflexiva y no tiene en cuenta experiencias previas, ni consecuencias futuras; no es planificada29. Implica dificultades de autocontrol, sensación de incapacidad para resistirse al impulso, alivio tras la actuación y posibles, aunque no siempre presentes, sentimientos de vergüenza y culpa a posteriori (Celma, 2015).
Las personas impulsivas no han de ser necesariamente violentas; se puede ser impulsivo y pacifista, por ejemplo. Pero es obvio que impulsividad y violencia pueden estar vinculadas, apareciendo en forma de impulsividad autoagresiva —autolesiones, suicidio— o como heteroagresividad impulsiva, en la que la violencia se dirige al exterior tras una situación desencadenante, que en algunas ocasiones es nimia o poco significativa para la mayoría de las personas.
D. Odio. Si las acciones derivadas del miedo, la ira o la impulsividad suelen ser, en muchas ocasiones, reactivas y transitorias, desapareciendo una vez finalizado el estímulo que las despierta, el odio es más duradero y penetra más a fondo en el ánimo de su portador, clavando sus raíces, en forma de rencor y resentimiento, en el alma del que lo sufre (Ferrero, 2009). El odio, como «antipatía o aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea» —según la RAE—, aparece tras haber sufrido algún tipo de agresión, abuso o humillación, ya sea real o imaginario; matiz, este último, de la máxima importancia, como después veremos.
Stenberg y Stenberg (2008) proponen un modelo heurístico sobre el amor y el odio, sugiriendo que el odio posee tres componentes fundamentales:
1) búsqueda de distancia con respecto al objeto odiado,
2) miedo e ira intensos y,
3) devaluación de lo odiado mediante el desprecio.
El odio tortura a quien lo vive, puesto que, como si de un pensamiento obsesivo se tratase, es muy difícil de sacudir de la mente y suele alimentar el deseo de venganza. Sus derivados son, como decíamos, el rencor y el resentimiento, es decir, el sentir una y otra vez el dolor sufrido, real o imaginado, en la conciencia, con un sabor de perenne amargura. La venganza, como acción que, pretendidamente, calmará la perturbación del que odia, ha impulsado guerras, atrocidades, espirales encadenadas de violencia y maldades sinnúmero. El odio, a diferencia de la ira, actúa en frio, no siempre requiere de provocaciones y no está sujeto al dictado de las circunstancias (De la Corte, 2006).
No todo aquel que siente odio, naturalmente, se verá implicado en actos violentos, pero resulta indudable que este sentimiento puede facilitar la acción hostil en según qué circunstancias.
E. Humillación. La humillación es la emoción que surge cuando una persona o una colectividad se sienten injustamente devaluadas, rebajadas o estigmatizadas por los demás. Klein (1991) la define como la experiencia que incluye algún tipo de ridículo, desprecio, desdeño u otros tratos degradantes para con una persona a manos de los otros. Para Lindner (2006) la humillación es el sentimiento que invade a una persona o grupo cuando se perciben despreciados, denigrados o subyugados por otra persona u otro grupo, es decir, cuando perciben que se ataca su dignidad. Fernández (2014) sugiere que se trata de la devaluación forzosa de la identidad de la víctima, sea esta individual o grupal, que implica la pérdida del respeto hacia sí mismo.
Todos los estudios señalan que la humillación no predispone a la violencia sino más bien a la evitación y la pasividad, dado el sentimiento de indefensión que suele acompañarla. La humillación sería más bien una consecuencia del mal que una causa del mismo. Pero es patente que el humillado puede experimentar rabia, ira o furia por el trato recibido. El humillado, a menudo, siente que tiene poco que perder —una idea derivada de la pérdida de la dignidad—, con lo que puede dar rienda suelta a su furia de diversos modos:
1) como autoagresión, en forma de suicidio o conductas de alto riesgo;
2) como agresión defensiva contra el provocador de la humillación;
3) en violencia desplazada hacia otras personas, no necesariamente causantes de la humillación, como puede darse en algunos casos de adolescentes que disparan contra sus compañeros de instituto (Leary et al, 2003);
4) en círculos ascendentes de venganza y violencia retaliativa, como ha sucedido a lo largo de la historia (Hartling y Baker, 2005) y sigue sucediendo en la actualidad. Por ejemplo, en el conflicto entre palestinos e israelíes. Creemos que no se debe despreciar el papel que la humillación está jugando, y puede jugar, en muchos conflictos sociales e internacionales (Fernández, 2008).
En definitiva, y para terminar este apartado, no cabe duda de que las pasiones pueden jugar un papel muy relevante en las acciones malvadas de algunas personas. Pero para que esto sea así suele ser necesario, en la mayoría de los casos, que estas emociones se vivan en un terreno situacional y grupal que facilite la expresión de la violencia, mitigue o anule, la fuerza de la conciencia moral individual y ofrezca un sentido, más allá del individuo, a aquel que las siente. De todo ello hablaremos en el capítulo siguiente.