Kitabı oku: «Ideología y maldad», sayfa 7

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3. Los engranajes de la maldad

Me (veo) como ángel (…) reflexionando y meditando, soy bueno. Soy un hombre que no tengo odio en el corazón. Tengo bondad, hago algo por cualquiera. ¿Pedir perdón, de que voy a tener que pedir perdón?

Augusto Pinochet, 20031

¿Por qué hacemos el mal? ¿Por qué perjudicamos a nuestros congéneres, a los animales y al entorno cuando podríamos no hacerlo? Desde luego, hacemos el mal en gran cantidad y eso ha estado presente a lo largo de la toda historia de la humanidad. Sin embargo, hay que reconocer que, por fortuna o quizás por un mecanismo adaptativo de origen filogenético, el ser humano construye más que destruye, ama más que odia, comercia más que pelea. La violencia, la crueldad, la maldad en cualquiera de sus formas, no es lo que más abunda en nuestros anales. No podemos definirnos como una especie destructora sin más. De entre todos los habitantes del planeta son una minoría los que ejecutan actos de maldad o, al menos, actos de extrema maldad.

Lo dicho nos invita a preguntarnos con Baumeister (1997) ¿por qué no hay más mal que el que hay? La respuesta no parece sencilla y el autor se decanta por la hipótesis de que la mayoría de las personas puede refrenar y contener sus impulsos violentos y evitar así la provocación del mal. Pfaff (2015) sostiene que nacemos más preparados para la bondad que para la maldad, debido a nuestra estructuración cerebral derivada de la herencia filogenética. A estas ideas creemos que se pueden añadir varios factores2:

1) Esta contención se basa en diferentes mecanismos: la propia conciencia moral; las normas y leyes que sancionan la violencia; los valores de las sociedades democráticas; el temor a las represalias legales y/o de los perjudicados; la mala imagen que tiene la violencia real en la sociedad; los preceptos religiosos que proscriben el mal al prójimo, entre otros.

2) A pesar de la innegable atracción que ejerce sobre todos la violencia y la maldad, tan explotada por el arte, la ficción y los mass media, son mayoría los humanos que experimentan repulsión hacia los actos reales de maldad.

3) Casi todas las personas tienden a cuidar a los seres más próximos con los que conviven, evitándose así el mal que proviene de la negligencia, el maltrato y el abuso.

4) La mayoría de las personas no padece un trastorno mental severo que pueda posibilitar, como sucede tan solo en algunos casos, la agresión gratuita o la comisión de otros actos perjudiciales para sí mismos o los demás, en función de sus delirios, pasiones irrefrenables, impulsividad, falta de empatía o adicciones, por poner algunos ejemplos3.

5) Las condiciones socioeconómicas que facilitan el desarrollo y mantenimiento de cierto bienestar —a nivel social, educativo, sanitario, etc.—, suelen actuar de relativo freno para las ideologías tóxicas que propician el fanatismo y la radicalidad, evitando, en alguna medida, el empleo de la violencia, los actos delictivos, la intolerancia religiosa o el racismo extremo, entre otros. Aunque hay actos de maldad en todas las zonas del mundo, resulta obvio que, en la actualidad, las zonas más deprimidas del planeta son aquellas que registran mayores índices de violencia4.

6) La sublimación y desplazamiento del componente agresivo —o violento— del ser humano que se efectúa por medio de las actividades deportivas, empresariales, científicas, artísticas, etc., pueden tener un papel en la contención y limitación de la violencia y la maldad.

7) En las actuales sociedades de masas, de perfil bajo en lo cultural y notablemente uniformadas en lo emocional —búsqueda de la felicidad, valor del individualismo, atractivo de lo novedoso, ideal del más y mejor, etc.— la sensación de falta de poder y fragilidad ante las estructuras del Estado inhibe, en gran medida, las respuestas violentas frente al sistema, las injusticias y los agravios. En terminología contemporánea podríamos decir que no nos sentimos empoderados. O, en otros términos, que padecemos «indefensión aprendida».

Podríamos reflexionar mucho sobre los puntos anteriores. Cada uno de ellos daría para un ensayo detallado, pero no es este nuestro objetivo. Nos interesa el mal, no aquello que lo contiene o refrena. Dicho esto, prosigamos con nuestro propósito de describir los mecanismos por los cuales se activa el mal.

Esta descripción será, por ahora, necesariamente sumaria. Consideramos que existen muchas formas diferentes de ejecutar el mal, las cuales resultarán más comprensibles si se explican en el contexto en el que se verifican. Por ejemplo, si afirmamos que, para que aparezca el mal, a veces es necesaria una deshumanización de la víctima, este concepto se entenderá de forma más cabal en el contexto del totalitarismo y su actividad propagandística. O, si señalamos que clasificar a las personas es un mecanismo muy peligroso, ello se comprenderá mejor al hablar de los genocidios. Sea como sea, en este punto citaremos algunos mecanismos generales y dejaremos para más adelante los más particulares o asociados con condiciones especificas.

Empezaremos por despejar una cuestión muy importante: nadie nace malvado.

1. La maldad no es innata

Ni la bondad ni la maldad son innatas o derivadas de la fisiología cerebral. Es obvio que ambas necesitan unos mecanismos cerebrales para poder ejecutarse. De hecho, hay autores que, en base a la teoría de la evolución y a la neurociencia, consideran que nuestro cerebro está preprogramado para acciones bondadosas como la solidaridad, la empatía o el altruismo. La teoría del «cerebro altruista» de Pfaff (2015) es un buen ejemplo de este tipo de posicionamientos.

Pero, aunque toda conducta humana precise una maquinaria material —cerebro, sistema nervioso, genes, músculos, etc.— para realizarse, parece claro que el ejercicio de la violencia y de la maldad no viene marcado y determinado por los genes, la herencia, el temperamento, las alteraciones cerebrales o la constitución antropomórfica. Lo que diferencia al Dr. Jekyll del Sr. Utterson no son los genes, ni tampoco su estructura anatómica cerebral. Desde luego, no han faltado, ni faltan en la actualidad, defensores de esta postura. Teorías caducas como las de Lombroso5 sobre el origen innato de la delincuencia, aún siguen teniendo cierto atractivo para algunos. Por ejemplo, hay quien sostiene que un análisis psicomorfológico del rostro (Álvarez, 2015) permite dilucidar cuestiones referidas al carácter, la imaginación, la predisposición al fanatismo o la planificación, la búsqueda de afecto y, cómo no, la tendencia a la maldad6. Otros llegan a afirmar, sin rubor, que hay quien nace malo, y que en algunas personas la maldad viene «de fábrica» (Tobeña, 2017).

Se trata de afirmaciones tan categóricas como insostenibles. Por más que sus defensores pretendan sustentarlas en evidencias científicas, en realidad, no son tales. Ni en lo anatómico, ni en lo genético, se han podido hallar marcadores específicos que determinen que una persona tenga que ejercer la violencia y/o la maldad de modo imperativo. Cientos de estudios sobre la anatomía cerebral han identificado diversas áreas del cerebro relacionadas con la conducta moral (Pfaff, 2015; Tovar y Ostrosky, 2013) tales como: las regiones orbitofrontales y ventromediales de la corteza prefrontal, la amígdala, la circunvalación temporal superior, la corteza cingulada posterior, la ínsula anterior, las circunvalaciones angulares, etc. Pero, de momento, tanto esfuerzo investigador solo alcanza a establecer ciertas hipótesis poco relevantes como la «conjetura neuromoral» para el origen de la psicopatía o las de tipo sociobiológico sobre el porqué del terrorismo (Tobeña, 2005).

Es que el cerebro humano, excepto aquel dañado por alguna enfermedad o malformación, no viene dado de antemano y fijado para siempre; la plasticidad cerebral hace imposible considerar al cerebro como un órgano sólido, aislado de su entorno y de las peripecias emocionales. Que se encuentren ciertas peculiaridades en las estructuras y engranajes neurales de algunas personas violentas, (Pardini et al, 2014) no demuestra que estas hayan nacido con las mismas, ya que también podrían ser consecuencia, y no causa, de las experiencias vividas. Muchos de estos estudios no valoran adecuadamente el peso de la biografía de los sujetos que analizan.

Por lo que respecta a la genética hay que ser contundente: nadie es violento porque sea portador de una forma particular de un gen (Frazzeto, 2013). Las conductas complejas tienen un origen poligénico, es decir, en ellas intervienen multitud de genes diferentes. Asimismo, como es sabido, un gen puede ser responsable de más de un comportamiento. En la actualidad se han hecho célebres el gen MAO-A y el ADRA2B, ambos relacionados con la gestión de la serotonina. También son muy comentadas las influencias del síndrome XYY, la mutación del gen MAOA, el CHRNA2 y el OPRM1. Estos estudios, muy llamativos y pregonados con intensidad por sus autores, no suelen citar, sin embargo, la idea de que el factor ambiental puede afectar a uno o varios genes con múltiples funciones. La epigénetica, disciplina encargada de estudiar la relación entre los genes y el ambiente, queda fuera de sus consideraciones. La causalidad debe verse pues, siempre y para todo fenómeno, como circular: lo genético influye sobre la conducta; el ambiente y la conducta —propia y ajena— influyen sobre lo genético. Dicho esto, coincidimos con Ansermet y Magistretti en que, si nuestro cerebro es moldeable y plástico, ello implica que «estamos genéticamente determinados para no estar genéticamente determinados»7.

¿Significan todas las objeciones anteriores que no pueda haber unas personas más propensas a la violencia que otras? No. Pero la propensión antisocial, que suele asociarse con el sexo masculino, la baja inteligencia, la impulsividad, la herencia, la fortaleza física y otras variables, no debe considerarse como mero producto de la naturaleza. Tampoco cabe confundir «propensión» con «determinación», como hacen ya los que aspiran a la prevención de la delincuencia en base a evaluaciones cerebrales y genéticas, y que consideran que en los juicios a los delincuentes se deberían tener en cuenta estos factores, dejando de lado la cuestión de la responsabilidad subjetiva (Seguí, 2012). Como escribe Peteiro:

A la luz de los datos obtenidos hasta el momento, no existe ninguna base para sugerir un cribado genético para detectar a hipotéticos criminales natos ni ningún test genético que permita establecer un carácter criminal8.

2. La ineficacia de los mecanismos inhibidores de la agresividad ante la violencia humana

Como es bien sabido, entre los vertebrados superiores existen unos resortes innatos que impiden que las peleas entre los miembros de la misma especie —agresión intraespecífica— acaben con la muerte del contendiente más débil, lo cual resultaría poco útil para la supervivencia del grupo. Se trata de los mecanismos innatos de inhibición de la agresividad, propios de cada especie. Por ejemplo, la postura de sumisión de los lobos y perros —exponer el cuello, esconder la cola—; o en ciertos simios el mostrar las nalgas, desviar la mirada; o, en los chimpancés, ofrecer alimento o exhibir una cría9. Por lo general, en el reino animal estos mecanismos actúan adecuadamente y limitan el alcance y las consecuencias más graves de la agresión.

En el ser humano estos procesos también existen: arrodillarse, desviar la mirada, agrandar los ojos, suplicar clemencia, llorar, gemir, inclinar la cabeza, entregar las posesiones, etc., son acciones que buscan idéntico objetivo: aplacar al violento y evitar males mayores. El problema entre nosotros es que, por diversos motivos, estos no siempre funcionan con eficacia y la violencia se ejecuta sin freno alguno que la detenga. En parte es comprensible que así suceda, al ser mecanismos orientados a detener la agresión, no la violencia. Hay que lamentar, en este punto, que nuestra especie no se comporte más instintivamente. Los Mr. Hyde de turno, sobre todo los más impulsivos o sanguinarios, no se detienen ni ante los rostros de los niños, las crías humanas, como le ocurrió al personaje de Stevenson, incapaz de auxiliar a la niña que había arrollado. Es más, en algunos casos, como el relatado por Cáceres (1991), el rostro de una madre sufriente por la suerte de su bebé puede estimular aún más la crueldad del agresor, añadiéndole un plus de goce sádico al mismo.

Tres factores, estrictamente humanos, impiden la amortiguación de la violencia: las ideas, las emociones embriagadoras desatadas —que vimos en el capítulo anterior— y la tecnología.

Poco cabe dudar del poder destructor de las ideas y cómo estas inciden de manera considerable en los sustratos biológicos de las interrelaciones humanas. Frente a un sujeto embebido por una ideología cáustica de poco sirven los dispositivos que desactivan la violencia. Por eso, en base a las más diversas ideologías, se ha matado, torturado y masacrado a millones de personas, incluyendo niños, sin que las expresiones de miedo, terror y sumisión sean capaces de refrenar el poder demoledor de los fanáticos. Tanto es así que el terrorista que se autoinmola por unas ideas no solo ignora las señales inhibitorias de sus víctimas, sino que desactiva su propio instinto de supervivencia.

Por otra parte, hemos de tener en cuenta que el humano, si bien débil corporalmente, es muy poderoso cognitivamente. Este potencial le ha permitido crear numerosos artilugios que facilitan su existencia. La tecnología se ha empleado para suplir nuestra debilidad física y acomodarnos a un entorno en el que nos podría resultar difícil sobrevivir. Pero, por desgracia, o quizás para compensar la falta de arsenal físico de defensa y ataque —nuestras uñas, dientes y músculos son muy poca cosa en comparación con la mayoría de los vertebrados—, hemos desarrollado una tecnología armamentística capaz de matar y herir a distancia. La lejanía del otro no permite ver sus señales de apaciguamiento y, entonces, la violencia puede ejercerse sin cortapisa alguna. No es lo mismo contemplar el rostro de una persona a la que se hiere o asesina que lanzar un bomba que cae a kilómetros de distancia. Y aunque las denominadas armas cortas obligan a un mayor acercamiento a las víctimas, ello no es óbice para que se usen masivamente y con resultados fatales.

En este sentido, los etólogos (Lorenz, 1963) creen que nuestros instintos no han avanzado tan deprisa como nuestra tecnología y ello nos convierte en seres muy peligrosos, capaces, incluso, de destruir nuestro propio hábitat, y generar conductas claramente desadaptativas y perjudiciales para la supervivencia de la especie. La «euforia tecnocrática» (Roman, 2003) ha puesto en nuestras manos un poder que no estamos preparados para asumir de forma responsable, haciéndolo, así, altamente peligroso.

Personas cargadas de ideas, intereses y pasiones, en no pocas ocasiones emplearán las armas para satisfacer sus necesidades. Ante tal despliegue afectivo y tecnológico, los mecanismos innatos de inhibición de la agresividad tienen pocas posibilidades de ser eficaces. En realidad, la mayoría de los humanos, los que no estamos fanatizados ni poseídos por ideologías extremistas ni por pasiones incontroladas, no podemos contar con estos mecanismos protectores frente a la violencia de algunos de nuestros propios congéneres que sí lo están.

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