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CAPÍTULO 4

O NTOLOGÍA EN PLENO SOL

CAPÍTULO 4

ONTOLOGÍA EN PLENO SOL

Los filósofos que han desarrollado temas de ontología, encuentran en un ser sensible las dos clásicas dimensiones: una extensión en el tiempo y una en el espacio. Basta con recordar las formas a priori de la sensibilidad en Kant, Crítica de la razón pura (2010, p. 23), y de allí hasta nuestros días. Llamaremos a este tipo de filósofos, ontólogos «en pleno sol». Esto significa que: o se olvidan de la necesaria conexión con el ser individual de la experiencia o ni siquiera se refieren a una experiencia concreta y hablan del ser material (recuerda a Descartes y la «res extensa») en general como de un concepto universal con las dos dimensiones también generalizadas. Esto significa colocarse como Zaratustra (fundador del mazdeísmo), en pleno mediodía, al estar todo en completa visibilidad, las sombras son más transparentes y cualquier ser particular aparece rodeado de una luz esplendorosa, en el centro del espacio que se prolonga en todas las direcciones; y es netamente alcanzable hasta muy lejos, hasta el horizonte. También se coloca en el centro del tiempo, no solo de la jornada, entre mañana y tarde, sino también en el centro de su prolongación hacia el pasado y el futuro, aunque estos sean menos visibles. En estas condiciones, es corriente crear una teoría del tiempo y del espacio, como si los dos elementos fueran únicos y suficientes para decir lo que el ser es.

Pero el verdadero fenomenólogo no se contenta con estas generalizaciones. El mediodía, es decir, la plena luz, no es sino una condición transitoria y muy limitada de un ser, cualquiera que este sea: un libro para leer, un paisaje para contemplar, un árbol frutal, un niño que juega, un campesino en la milpa, una casa sobre la colina. Cualquiera de estos objetos, o seres particulares, está como por encantamiento en el centro de un espacio y un tiempo que pueden ampliarse en todas las direcciones, casi hasta el infinito. Pero, entonces, sin hablar de este espacio ni de este tiempo, y mucho menos de este ser particular con todas sus particularidades. Nosotros sugerimos cambiar el reconocimiento del ser a otras horas y momentos. ¿Podríamos observar estas mismas cosas al amanecer?, ¿o bien en la puesta del sol, o en el crepúsculo o bien en la noche? No hace falta notar que este nuevo enfoque es tan válido como el del mediodía, y si se detectan otras dimensiones y condiciones, este ‘ser’ no acabará por verse más limitadamente que en la perspectiva anterior.

1. Aurora del ser

Haremos entonces una ontología auroral, con este ser que amanece, entre noche y día, mientras las sombras todavía sumergen los valles, y no hay separación entre oscuridad y luz, ni hay formas definidas en el espacio; este ser ya nos cuestiona y nos penetra, pero suavemente, no es exterior ni interno, pero es nuestro y es compartido, y nos despierta en el alma una esperanza, nos abre caminos para andar, aún en la incertidumbre del alba. Entonces, este ser es emoción, deseo de vida, proyección hacia el futuro, suscitador de sueños, frescura y respiro. No hace falta preguntarle al ser por sus propiedades, porque todas están allí, no como objetos definidos, sino como virtualidades que flotan como en un mar. En este, el tiempo no ha nacido todavía ni el espacio posee extensión; Marcel, en El misterio del ser (1964, p. 56), los llama «intersubjetivos» y Levinas, en De la existencia a lo existente (2006, p. 79), «un perpetuo nacimiento». No son visibles ni invisibles. En este instante, nuestros huesos son como las piedras de la montaña, y nuestra carne es como la pulpa de la fruta, y nuestra sangre fluye como la corriente escondida entre las colinas. Solo más tarde, en un acto tras otro, habrá una posibilidad de conceptualización para separar una idea de otra, para recortar las imágenes en figuras artificiales. Por ahora estamos en el mismo ser, luz de sombras, conciencia sumergida en la niebla anónima, sensaciones que colindan y se funden con el sentimiento.

Y esto no es todo. Encontramos este ser, en el atardecer, entretanto la vida sigue el curso del sol, y parece irse con él, en la profundidad. El crepúsculo vuelve a disolver aquello que habíamos arbitrariamente congelado en cubitos de cristal, la línea del horizonte ha sido borrada, el cielo ha recuperado la consistencia del suelo, y el aire denso nos rodea y estrecha como una muralla que obstruye la expansión de nuestros deseos. ¿Es esto un ser de la muerte? Es la angustia de una separación: las personas se hacen diáfanas como los caminos, la voz se pierde en el vacío. No hay resonancias ni respuestas. Son las nuevas «propiedades» de este ser individual y fugaz. Es un ser heraclíteo. El espacio se cerró, el tiempo se ha desvanecido, ni siquiera permanece en el recuerdo: solo queda este presente sin dirección, sin futuro, sin ubicación en un lugar estable. Aquí fallan las diez categorías aristotélicas. Este ser nos devora poco a poco, calmadamente, dulcemente, dejándonos el sabor amargo de las despedidas. ¿Deberíamos afirmar que este es menos ser que el del mediodía a pleno sol? Quizá lo podríamos olvidar, si fuera un caso único. Pero está presente cada día, igualmente como la aurora, como la media mañana, como la media tarde. Entonces, si pretendemos analizar el ser limitado que se nos da en la experiencia, debemos dar lugar a cada uno de estos seres para comprenderlos.

Y nos queda todavía este ser en la noche. La noche posee vida propia: a veces natural y a veces artificial. Es la tierra de ensueños y pesadillas. Aún en la noche este ser refleja alguna luz parcial. A pesar de todas nuestras luces artificiales, no se logra espantar la oscuridad. Los faros apenas logran señalar la pista de la calle y sus colores deben ser exagerados para que sean visibles. Aun así se pierden en el trasfondo negro común. Las sombras proyectadas en la noche son más densas y esconden el peligro. Es el ser de la noche, no es la nada. Quienes aprovechan la noche para dormir, la niegan como ser: solo desean liberarse del peso de este ser diurno que los agobia con sus trabajos, emociones y preocupaciones. Todas estas son realidades nocturnas, muy claras, que la tiniebla periódica es incapaz de desvanecer. Hay que invocar el sueño, la píldora, como una defensa frente a este ser, demasiado concreto que se nos da y se nos impone. Y quienes desean convertir la noche en día, solo se agarran a un archipiélago de islotes flotantes entre la materia líquida sin iluminación. Es un ser engañoso, un ser ilusión que ni siquiera pretende ser verdad. Tales son las propiedades de este ser, tan repetitivas y generales como el llamado tiempo o espacio, sustancia y accidente, materia y forma, especies y géneros. Y también más verdaderas, porque propician la generación y la corrupción. Los niños nacen generalmente de noche, los viejos mueren en su mayoría de noche. Gritos de alegría y llantos desesperados, son como los frutos contradictorios de esta clase de seres.

Aún no hemos agotado las miles de situaciones en las que este ser particular fragmenta la existencia. No existen solo los extremos del día y de la noche, de la aurora y del crepúsculo. Cada día es diferente y cada sentimiento nos asalta con nuevos ímpetus, y cada persona nos desafía con su insondable profundidad. Veamos la casa sobre la colina: parece sólida, inmóvil, con sus paredes como espejos de marfil; nada hay más real. Pero con tal de que se acerque un día de viento, y haga temblar los vidrios, que se condense un temporal y una descarga de lluvia la esconda detrás de una cortina, toda su realidad se precipita hacia una distancia inalcanzable o será que recupera su verdadero ser de inexistencia. Y ojalá no se le arrime un temblor fuerte. La colina zozobra, se infla y vibra como un vientre enfermo, las paredes se bandean y caen, y se llevan en su ruina y entre los escombros toda una historia. La casa ya no protege, la familia está desamparada, y se desespera al buscar un cabo al que atar la existencia en el vacío de sus recuerdos. ¿No es el horror más duradero que el tiempo?, ¿no es la herida más extendida que el espacio?, ¿no es la pena compartida con la bondad, más fuerte que el pensamiento?, ¿no es el cariño más sólido que una caricia? Si algo es, este ser particular suma todas estas propiedades, que no son cualidades, no son adjetivos, solo son sustantivos.

Será necesario revisar cada una de nuestras palabras para ver si alguna se resiste a la irrupción del ser, del ser que acontece día tras día, movimiento por movimiento, en la secuencia de los actos de nuestra experiencia. Husserl insiste en el «horizonte», como la palabra que refleja tanto lo concreto como la apertura, sin establecer parámetros previos al acontecer. Es horizonte tanto lo más inmediato y nítido, como lo lejano e indeterminado. Jaspers encuentra que el «envolvente» abre mayores posibilidades porque llega hasta el espíritu. El problema de las palabras consiste en que estas siempre tienden a expresar una totalidad, mientras el ser particular ignora la «totalidad» en cambio de la «diferencia». Las cosas mismas establecen sus diferencias. No existe el ser indiferenciado; cada ser llama a su propia existencia, incluyendo el ser que soy yo mismo. Esto no impide que un ser particular, al mismo tiempo en que establece diferencias, continúe con otro ser particular. Su relación no es de contigüidad, sino de continuidad. Este ser no está cerca del otro, sino con el otro. Y de puente en puente se llega a los bordes del universo, a lo que llamamos «el mundo».

En De la existencia al existente (2006, p. 95), Emmanuel Levinas encuentra difícil reconocer la unidad en esta pluralidad de seres que constituyen el mundo. El problema deriva de la oposición entre los que son los aconteceres que comunican entre sí y el orden racional que más bien divide. Los espíritus son opacos y no comunican directamente. Todo «yo» se encuentra en la imposibilidad de encontrar un «tú». Esto nos hace dudar de la capacidad de la inteligencia para cumplir con su función unificadora. Más bien se descubre el «ser», allá donde esta termina, o se interrumpe el juego de nuestras relaciones con el mundo. Lo racional se da, entonces, como un límite del ser. En esta ruptura de lo racional no es que se encuentre la muerte o el puro yo, sino el ser sin nombre. Merleau-Ponty lo llamaría «el ser bruto» (ibid., p. 58), lo que está más allá de la racionalidad que relaciona con el mundo. Esta relación no es la «existencia» misma, porque la precede, porque la existencia es anterior al mundo. En donde se termina lo que significa la palabra mundo, allí nace la situación primera que nos vincula con el ser. No se puede negar el hecho de que «es», el hecho de que «hay» un ser. Allí es donde el ser se da como «evento» o acontecer.

Por esto, Levinas habla de un «nacimiento»: el acontecer es este nacimiento. El nacimiento contrapone la existencia al existente. Esta oposición parece paradójica: imposible sostenerla. Un ser no puede recibir existencia a menos que ya exista: «Este asume la existencia, existiendo ya» (ibid., p. 86). Sin embargo, en el proceso de nuestra experiencia se afirma esta dualidad. En mi existencia consciente hay «momentos» en los cuales esta «adhesión» o identidad, de la existencia al existente, se ve como una «separación»: «Es la “conquista” del ser que recomienza perpetuamente» (ibid., p. 87).

2. Este ser y la pereza

El planteamiento de Levinas (ibid., p. 80) consiste en tender hacia el ser existente, como una meta a descubrir, a partir de lo inmediato de la experiencia. La meta es el existente particular en relación con el existir. Para lograrlo se sitúa en algunos «momentos» originarios previos a la relación con el ser. Se contraponen dos elementos: la necesidad de ser, por una parte, y la pereza como dificultad, por otra.


Figura 29

Lo primero es la simple sensación o la intuición inmediata. Es la que establece la correlación natural entre nosotros y el mundo, porque en su interior se afianza el asombro, que es el resorte de nuestro entender: «El contacto de la luz, el acto de abrir los ojos, la iluminación de la simple sensación, están aparentemente fuera de la relación, no se articulan como respuestas a preguntas» (ibid., p. 85). Esto produce nuestra extrañeza de cara al ser. Lo que asombra es la posibilidad misma de lo inteligible: se da lo inteligible en su existencia. Frente al ser no hay preguntas: ¿qué es el ser?, es una pregunta sin respuesta. Sería como preguntar: ¿qué es lo inteligible del ser? Es uno de los problemas que, como se ha visto en Marcel, estalla por su propio poder, implica la respuesta en la pregunta: en el «es» ya está el ser... Deja de ser problema para volverse misterio.

Se cuestiona Levinas (ibid., p. 92): ¿qué hay detrás de esta pregunta? Y responde: ya no hay verdad, solo hay bien. Por esto es posible analizar nuestra «adhesión» al ser, ahí donde se ve su separación. Un hombre se propone conquistar la existencia, porque esta va a satisfacer su necesidad: es la lucha por la conquista de la vida. La vida es la que establece la relación con el ser, pero no es solamente la lucha por la vida la que explica la existencia. Hay algo más: en la economía de la situación donde aparece la vida, se descubre como una lucha por el porvenir «como la cura que el ser toma de su duración y conservación» (loc. cit., p. 30). El fenómeno de este nacimiento precede la vida misma: lo que ya existe, pretende prolongar su existencia.

Esto conduce a Levinas (ibid., p. 102) a considerar la pereza y la fatiga como elementos ontológicos previos a toda reflexión, aunque solamente la reflexión es la que da forma a los acontecimientos de nuestra historia. Sin embargo, la pereza y la fatiga cumplen con una tarea: rechazar la negatividad y la impotencia. Psíquicamente, por así decirlo, dan la impresión de una actitud negativa, pero ontológicamente no son un retroceso frente a la existencia, sino su arranque. Hay una debilidad, una flojedad frente al ser, pero es una debilidad de sí, un abandonar el yo para que exista el ser. Es necesario realizar algo, es preciso iniciar, aspirar a algo nuevo, superar el yo: la existencia se hace esencial. Es como el recuerdo de un compromiso: es la obligación de un contrato, es inevitable; el rechazo se vuelve imposible. No es posible una evasión, sería sin sentido y sin dirección. Esta flojedad no se determina como un juicio, es solo una debilidad; es el «mal de ser»: es la percepción, no de una verdad, sino de un bien atractivo, pero pesado, y abandonarse sería «abdicar a la existencia».

El análisis de la pereza pone en luz el comienzo de este nacimiento: es el comienzo antes del comienzo. La pereza no es un rechazo a la existencia, no es ocio ni reposo, más se parece al cansancio. La pereza no discute la necesidad de la acción, solo la hace más lenta, crea un instante de espera. El rechazo es interno a la debilidad: «La flojedad, por todo su ser, lleva a cabo este rechazo de existir» (ibid., p. 132). Se coloca después de la intención, como un instante entre la necesidad y la acción; posee un carácter propio y específico. La pereza está esencialmente atada al comienzo del acto: «Se refiere al comenzar como si la existencia no le permitiera el acceso, sino que la “previviese” en una inhibición» (ibid., p. 133). Más bien parece que la inhibición de la pereza ilumina cada instante en la revelación del comienzo, lo que cada instante es en virtud de ser instante, porque es inherente al acto de comenzar. Con ella, claro está, la ejecución se hace más difícil, como correr sobre un pavimento mal empedrado, sacudida por los instantes de los que cada uno es un recomenzar.

Por esto se remonta a la idea de juego, el juego de una representación. La realidad del juego es inferior, es esencialmente hecho de irrealidad. La representación escénica ha sido siempre interpretada como un juego. Es una realidad pasajera que no deja rastro. El juego no tiene historia, no deja nada después de haberse apagado, puede terminar espléndidamente, porque nunca ha empezado realmente. Esto se realiza en el instante de la pereza. El comienzo del acto no es libre, simplemente se da; el impulso está presente de una vez: es como un incendio donde el fuego arde y consume su propio ser.

«En el comienzo ya hay algo de pérdida, y algo que es ya poseído» (loc. cit., p. 135). En el comienzo no hay solo partida, de una vez hay regreso sobre sí mismo, hay una necesidad de curarse de sí mismo. De acuerdo con Heidegger, la cura no es como un acto al borde de la nada: «Es impuesta por la solidez del ser que comienza y que desde ya es preñado por el exceso de plenitud de sí mismo» (loc. cit., p. 36). Esta posesión es inalienable, no hay marcha atrás. La pereza no hace más que poner de relieve la plenitud del acto. Aunque se quiera detener el acto y se frustre, solo sería un fracaso en la aventura de la existencia. El acto ya es, por sí mismo, una inscripción en el ser: «La pereza en cuanto pereza si retrocede delante del acto, demuestra una hesitación de cara a la existencia: es una pereza de existir» (loc. cit., p. 137).

Entonces, la pereza acaba con la alegría de vivir. Por lo tanto, el hecho de existir implica establecer un nexo entre el ser y la existencia: es dualidad. La existencia abarca los términos integrantes de este nexo. Como se opone a un «mí», a un «sí», en la dualidad se integra la unidad como si la existencia llevara consigo su sombra. La degeneración de la pereza no puede liberarse de la sombra. La pena del acto por el cual el perezoso se abstiene, no es algo psicológico, sino un rechazo al actuar, al poseer, al intentar: el miedo de vivir. Pero lo esencial de la pereza «es» su «lugar originario» en el comienzo del acto, y en algún modo «es» su orientación hacia el porvenir. Pero si esta se desborda y se extrema, luego se «abstiene» del porvenir: es el cansancio del porvenir. El acto no la arrastra hasta el comienzo del renacer, o bien, solamente anuncia que para un «sujeto» solo, separado, sería imposible un porvenir, un momento nuevo.

3. Este ser y el esfuerzo

La pereza nos ha colocado frente a la «necesidad de ser» y la «necesidad de actuar». Y ha descubierto este ser en su perpetuo comienzo, porque el comienzo del acto revela el nacimiento del ser, como estructura fundamental de la existencia, con su doble aspecto de ser y de haber, agobiada bajo el peso de su plenitud de haber. Y esto es lo que produce la fatiga. Una fatiga que se da en el acontecer, en el instante en que se descubre el evento. Y realmente no hay fatiga más que en el esfuerzo y en el trabajo, si el actuante se encuentra en la imposibilidad de continuar. En esta rendición es donde acontece la fatiga: es esta rendición misma. Esta tiende a neutralizar el esfuerzo que produce la actividad, y realiza un trabajo. Ahora se apunta al conocimiento del ser existente desde un nuevo momento fenomenológico: el objetivo del trabajo. La situación del trabajo es fruto de un esfuerzo, pero implica también la fatiga.


Figura 30

La fatiga destaca el esfuerzo en su instante. Con el instante se hace «presente». Se descubre, entonces, la relación «esfuerzo-fatiga» en la acción. Por supuesto, la fatiga física produce cansancio, agotamiento, debilidad: una dualidad en el yo. En el esfuerzo y la producción del trabajo, se hace visible el yo, en el instante. El filósofo debe colocarse en el instante de la fatiga y detectar el acontecer: la dimensión ontológica del instante. La fatiga se encuentra en el esfuerzo del trabajo, en la imposibilidad de continuar. Es característico el entorpecimiento de la fatiga. Este decaimiento del ser, en relación con sí mismo, que se descubre en la fatiga, constituye el advenimiento de la conciencia: «Es decir de un poder neutralizador, que suspende el ser, con el sueño o con la inconciencia» (ibid., p. 143). Está en nuestro poder interrumpir, y de hecho se hace, y se vuelve un acto de la rutina diaria, pero no impide que los objetivos de nuestra voluntad impongan una obligación y una servidumbre al esfuerzo. Además, hay una dependencia más grande: el trabajo y el esfuerzo humano suponen un compromiso en el cual se les va su ser como tarea. Estamos atados a esta tarea: «Hay humildad y abandono en la entrega del hombre a su incumbencia» (ibid., p. 144). La fatiga no es solo un fenómeno concomitante, sino que el esfuerzo recae sobre la fatiga. Por su misma tensión, se combina el impulso del esfuerzo con la fatiga; para producir el esfuerzo, debe superar la fatiga. Para que la creación del trabajo humano sea efectiva, debe triunfar de la desesperación y de la fatiga. Tendremos así una oposición:


Figura 31

Una dualidad de dos vectores de sentido opuesto, pero inseparables: el esfuerzo que se aventura con su impulso, y la fatiga que lo frena con su peso. El esfuerzo no es un conocimiento, sino un acontecer: es acción que se realiza en el presente. Al contrario, la fatiga retrae el presente. El dinamismo del impulso se compone de estos dos elementos al mismo tiempo. El esfuerzo es un esfuerzo en el presente y el retraso es retraso sobre el presente. ¿Resulta, entonces, que la fatiga es una condena? Siempre que se considere que el esfuerzo es electivo, es una lucha en contra de la materia. La verdadera condena sería la desesperación, en la que un ser finito se encuentra impotente de cara a sus ambiciones. Pero el esfuerzo puede ser victorioso.

Se debe partir del instante del esfuerzo y de su dialéctica interna para captar filosóficamente la noción de actividad y su papel en la existencia. Aparecerá el sentido de condena que el esfuerzo lleva dentro de sí, al descubrirse su relación con el instante. No es un acto de magia que es indiferente al instante. El esfuerzo del trabajo humano es continuo hasta el cumplimiento de la obra. En una poesía, los instantes mueren en la continuidad del poema, como en un cuadro los rasgos particulares se funden en la expresión de la visión y del sentimiento; el arte está libre del instante, no está en el presente. En el juego, también los momentos se pierden en la representación del juego; pero el trabajo no es un juego. El esfuerzo excluye el juego, es fatiga. Aun la mística del trabajo y sus valores sociales se colocan en otro plano, por encima del esfuerzo. El valor del sacrificio, la alegría del deber cumplido y la libertad están fuera del instante.

Al contrario, la duración del esfuerzo se hace con interrupciones, a cada instante se sigue la obra, paso a paso, según se efectúa. En esta duración se asume el instante, este vive y rompe la continuidad del tiempo. La fatiga es comprometida con el presente. El esfuerzo está en lucha con el instante en cuanto presente. Se entrega al presente, una entrega inevitable, sin regreso. El devenir anónimo y continuo del tiempo es negado por el esfuerzo, se opera un corte, el ser toma posición: el esfuerzo es la realización del instante. Por este se sitúa la actividad en la existencia del hombre, se vuelve presente. Es el presente originario. Desde este evento presente se derivan las nociones del «acto», cortado por el instante, y de la resistencia de la materia. Es un momento de la aventura ontológica. Por lo tanto, «actuar» es asumir el presente. En el fluir anónimo de la existencia, el presente propicia la aparición del sujeto. El esfuerzo, que se efectúa en el acto, afirma al sujeto en la lucha con esta existencia. El acto es la asunción del presente, pero el acto como incorporado es esencialmente servidumbre, sujeción a un sujeto. No obstante, es también la primera constitución del existente, de cualquiera que sea.

Por la fatiga, la relación esfuerzo-trabajo se articula con el retraso del presente. El presente se constituye con el tomar a cargo su presente. También el esfuerzo es condena en tanto asume el instante, como un presente inevitable. Es condena en tanto asume plenamente el instante. Y porque se estrella en contra del instante, y choca con la eternidad, por ser evento indestructible. En el trabajo está el evento de un compromiso sin rescate. No es la pena que implica el esfuerzo la que determina la esclavitud. El esfuerzo implica esta pena porque es, en el instante, un evento de servidumbre. Es la maldición antigua del trabajo, que se encuentra entera en el «instante» del esfuerzo. La esclavitud no se encuentra en la relación del hombre con la materia. Este es el sentido del esfuerzo: viene del instante (instante del ser) en que el esfuerzo se realiza... y la fatiga pesa. La fatiga viene de esta condena al presente; la fatiga es condena «a ser». Es también un empobrecimiento, una lejanía de las fuentes, una ruptura con las fuerzas vivas. Cansarse es eso: «cansarse de ser» por la fatiga. La fatiga causa un retraso aportado para el existente; revela la existencia. Y este retraso constituye la «presencialidad» del presente, la servidumbre del presente.

No es que con el retraso se abandone el mundo, no es que se caiga en una soledad, pero se percibe la contrariedad del peso, la incomunicación, como una marcha trabada de un ser que no continúa, como desarticulado en sí mismo, que no se reconstituye en el instante, a pesar de estarle entregado irremisiblemente. Es una existencia, pero con hesitación. Este decaimiento de la fatiga crea la distancia donde se inserta el acontecer del presente. Es un evento que propicia el surgimiento de la existencia. Así, entonces, la existencia del existente se muestra como esencialmente «un acto». Aun, si se llega a un descanso, no es un abandono del ser: el descanso no es pura negación del presente, es todavía una tensión en la que se da cumplimiento al «aquí». Por tanto, también la esencia del descanso sigue relacionado al el ser. Se ve claramente que la presencia no significa temporalidad, sino fuerza, es presencia de ser. En el momento activo del acto, lo que constituye su actualidad, es la asunción del presente. Esta es la máxima presencia del acto, y el presente adquirido en esta asunción posee un destino: el mundo en la aventura ontológica, que expresa la función ontológica del acto. Lo que se asume es el mundo... es como personalizar el mundo.