Kitabı oku: «El Acontecer: Metafísica», sayfa 14

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4. Existente en el mundo

Puede observarse el mundo desde otra perspectiva, y organizar una nueva terminología que permita acercarnos al ser particular en el mundo y buscar su significado. El ser particular recibe su existencia en el mundo. El mundo aparece aquí como la región de seres, donde la apertura hacia las cosas se hace efectiva. Consecuentemente, el término mundo deberá cobrar sentido desde mi presente: desde el instante debe descubrirse el «ser en el mundo». Mundo no es únicamente un conjunto de cosas particulares que se ofrecen en la experiencia al yo existente. Ser en el mundo implica nuestra relación con las cosas, las cosas no se nos dan como indiferentes o meramente allí en el mundo. Al asumir el instante se nos compromete con el ser, con el mero existir de las cosas, en la aventura de la acción de ser. Ser en el mundo para nosotros es estar pegado a las cosas y, en consecuencia, seguir la suerte y las mutaciones de su ser.

4.1 Deseo del existente

En De Dios que viene a la idea, Levinas (1995), nota que hay una transformación: ya no es el ser como verbo, en su devenir, sino un sustantivo que reemplaza al verbo. Sustantivos caracterizados por adjetivos, seres dotados no solo de cualidades cognoscibles, sino de valores que atraen o repelen. No hay cosas indiferentes en el mundo, porque las cosas se ofrecen a nuestras intenciones. Los atractivos de las cosas rigen el ser del mundo. A esta relación que integra nuestro ser en el mundo se le denomina la «intención», la cual puede ser consciente o inconsciente, y en cada caso determina nuestra relación con el valor de las cosas, y se expresa como «deseo». Estar ahí entre las cosas suscita el deseo y la pasión, lo cual es diferente de la simple «cura» del existir del recuerdo heideggeriano, porque el deseo está vinculado con los «deseable»: el valor de la cosa se da como deseable, se establece como un objetivo, lo cual encuentra su expresión en el «acto» como término final. La fuerza del deseo caracteriza nuestro ser entre las cosas: «Y no solamente el deseo nos transporta hacia las cosas, sino que a menudo va más allá de las cosas, de una a otra sin límites: el objeto deseable entonces es superado y trascendido» (p. 76).

Este es otro modo de entender el ser, y no el puro ser seco y esquelético pegado a la existencia de los objetos, la pura conciencia de que estos objetos existen; hay algo más que esta conciencia y que el mero objeto consciente. Es notorio el enfoque que los psicólogos han dado al inconsciente. Ya que este descubrimiento ha sido realizado y admitido, es necesario que el filósofo reflexione sobre esta realidad. No se trata de un tipo de conciencia, una conciencia, además, paralela a lo consciente, que se denomina «inconsciente». Desde la fenomenología, la función del inconsciente debe situarse en su relación con la iluminación consciente del ser. Son dos formas de iluminación del ser, ambas se encuentran en el mundo y le dan sentido. En los dos casos, el mundo se da como intención, lo cual se desarrolla como historia del ser humano y como cultura de sus formas de vida. Entonces, de cara a la actuación en el mundo, el inconsciente posee su propia dimensión y un nuevo rol.

De esta forma, el mundo se configura como el campo de actividad de una conciencia que posee su propia estructura. En la amplitud de su campo, da lugar a la penetración del inconsciente. En este proceso de penetración se va desde el deseo como un bien que debe ser alcanzado, que responde a la intención de las cosas y que establece un fin. Para alcanzar lo «último», el proceso avanza desde las cosas hasta su límite, y deja de estar presente en lo consciente para confiarse al «inconsciente», en forma análoga a lo que Marcel llama «el misterio». El deseo de existir se expande en esto con plena libertad, con una sinceridad esencial de intención, lo que Levinas llama «buena voluntad» (ibid., p. 57).

4.2 La carrera hacia un fin

Esta es la voluntad del bien, de alcanzar un fin. En la historia de la filosofía y la cultura, lo deseable se presenta como ser y como fin. De hecho, no hay inconciliabilidad entre el ser y el valor. Hasta el amor es concebido como lo deseable. En Aristóteles, el ser sustantivo se convierte en bien absoluto que mueve todas las cosas: el fin último. De este modo, todas las cosas del mundo se colocan como fin de alguna «intención»; la realidad de las cosas incluye esta finalidad, como objetivos del deseo, algo que descansa en sí, que posee su límite. Así surge como ser particular, un ser que posee su «en sí». Este existir en el mundo florece sobre la intencionalidad de las cosas, un movimiento que va hacia su límite. Al recordar un esquema anterior (ibid., p. 29), este ser viene a nosotros cargado de todas las dimensiones existenciales, y no solo es visto, sino sentido, deseado, evaluado, encontrado y querido como un objetivo, como una conquista que dirige la actividad del acto.

En cada caso, este es el centro al que converge la actividad: la existencia posee un centro, que determina y polariza una intención. No hay que tomarla como una ley de gravitación universal: el ser no solo dirige nuestra intención, o satisface un deseo, sino que también se da como algo que está a nuestra disposición, que es deseable en sí y que nos deja nuestra libertad. Esta es la dimensión de diálogo de las cosas: estar en el mundo es estar en este diálogo, que es muy diferente de una «necesidad»: es una oferta gratuita de las cosas, dadas con extrema abundancia; es el gran mundo de los deseos y de los sueños, de las creaciones artísticas y de las formas de vida... es el mundo de las intenciones.

4.3 Cercanía del ser y la distancia

La «intención» no es una cualidad suplementaria añadida a este ser, sino que el mismo ser lleva en sí una destinación inscrita en su revelación de ser. Es el mero ser de las cosas que establece esta cercanía, pero al mismo tiempo el «deseo» en cuanto tal expresa una «distancia», establece un proceso de acercamiento que viene del «antes» y que va hacia el «después». Implica que algo sea conocido ya, pero no poseído en su totalidad: «Una posesión anterior al deseo» (loc. cit., p. 59). El mundo se construye con estos deseos que están en mí antes y después de ser deseados y por el hecho de que sean deseados. Este proceso acontece, es el acontecer de este ser. Este diálogo construye los grandes capítulos de la historia humana y de su cultura englobados, totalizados y fragmentados en el proceso. Es el encuentro de unos con otros, precisamente como otros y son dados por la fuerza del deseo.

4.4 También los otros son dados

En este proceso, son dados también los otros como nosotros. Son dados entre las cosas en el proceso y el diálogo. Cualquier otro nos es dado, no solo a través de la mediación social de nuestra situación, sino por muchas otras mediaciones: el amor, la cortesía, el respeto, el deber, el parentesco, el grupo, los intereses comunes, las diferencias, el trabajo, el culto sacro y el culto profano. Todas son formas que la civilización asume: la propiedad, las obligaciones, el estilo, el vestido, el género, la forma viste. Tenemos que tratar con gentes vestidas, con costumbres, con lo exterior de los otros, con lo superficial. Hay que mirarse al espejo para saber lo que gusta, qué clase de vestido usar, qué actitud tomar en cierta circunstancia. Hay que asumir determinadas «formas» sociales, y quien las rechace, será eliminado del mundo. No debe enseñarse lo que produce escándalo, sino que se esconde en las familias, dentro de las casas, en el hogar; podría romper las formas. Las apariencias dan la impresión de sinceridad.

4.5 Las formas protectoras del yo

Lo contrario de las formas es la desnudez del cuerpo: esta se puede encontrar, pero no quita la universalidad del vestido. Toda la gente es tratada como un «material humano», algo que es usable, revestido de formas. La belleza es la forma por excelencia: se busca la belleza para tener una cara. Por la forma, uno entra al esplendor, tiene una cara, esconde la desnudez. En este esconderse, es como si el «ser» desnudo se retirara del mundo: «Como si su existencia estuviera en otra parte» (loc. cit., p. 61). Por esto, la experiencia de verdad es una relación con el ser desnudo, como de algo que va más allá del mundo, más allá de la otredad del «otro». La vida social en el mundo trata de eliminar la pura otredad, la que produce escándalo e inquietud. En la sociabilidad no hay pena, no hay sorpresa por el ser del otro. Un ser delante del ser del otro implica inseguridad, a veces cólera, indignación, odio, amores que se insertan en la sustancia del otro. La alteridad del otro es desconocida, eliminada del mundo. La timidez e inseguridad frente al otro es eliminada por el interés social, así como por las formas de comunicación.

El eclipsarse y escurrirse detrás de las formas es como confesar que no tenemos nada en común. El contacto se establece mediante un acto social, una conversación, una invitación. Y el prójimo es cómplice de la convención. Entonces, mi propio yo no pierde nada de sí, conserva intacta su ipseidad. La civilización, como una relación entre los hombres, es la presentación de formas convenientes y decentes: no alcanza al mero individuo, aquel permanece fuera, es plenamente «ego». Cada persona mantiene su contacto con los demás hombres a través de un punto común de referencia: las formas de conducta, los signos de la cultura; una estructura de actos superficiales, puramente convencionales, falsos. Al contrario, si nos referimos a un hombre como de verdad, de carácter, alguien muy especial, apelamos a un criterio más profundo, algo sólido, una sanidad esencial. Apuntamos a una autenticidad de relación entre él y lo que se propone, a ese movimiento sincero hacia lo deseable, a la buena voluntad, que es «la medida de lo real y de lo concreto del ser humano» (ibid., p. 62).

Entonces, el yo es la sede de esta buena voluntad y sus actos no esconden un ser incapaz de mostrarse al desnudo, no necesitan camuflarse detrás de las formas comunes. Solo entonces se nos da un ser en el mundo, hecho de sinceridad y de intención. No podemos pensar el mundo como Aristóteles, un mundo hecho de formas que visten un contenido, como una superficie iluminada por una luz que pone de relieve sus perfiles y define sus contornos. Objetos demarcados por una forma estable y definida: lo finito que es también definido, y así se convierte en el contenido de una aprehensión. La filosofía contemporánea, en cambio, ve el acontecer debajo de la capa de formas superficiales, detrás de una expresión negativa como es el inconsciente; descubre lo esencial que rechaza la hipocresía y rescata la intención que revela simplemente el destino del mundo. En ese momento, el hombre se abandona a la aventura «ontológica». Y busca esta aventura en el interior del hombre mismo.

Con la epojé, Husserl ha separado netamente este destino del hombre en el mundo, en el cual siempre se encuentran objetos que se dan como seres y obras a realizar; de la posibilidad de superar esta actitud natural, con una reflexión donde esta actitud, en sí misma, es decir, el sentido de mundo, ha sido recuperada: «No se puede decir “mundo”, permaneciendo dentro del mundo» (ibid., p. 64). La noción profunda de «mundo» ha sido separada de la noción de un «conjunto de cosas». No obstante, la filosofía alemana ha puesto el acento en una «finalidad ontológica» del ser, a la cual los objetos del mundo están sometidos. Las cosas incorporadas a la «preocupación» por el existir son instrumentalizadas para el problema ontológico. Sin embargo, con esto se tergiversa el sentido del «ser en el mundo» y la sinceridad de la intención.

No todo lo que se da en el mundo es simplemente un ser útil; por ejemplo, un ladrillo, un martillo, un carro, una cocina, un puente. Hay cosas que no son utilizables, sino que simplemente son, como partes integrantes de este mundo; no se «usan» en vista de un fin, sino que son ellas mismas fines: el respirar, el alimento, el vestido, el movimiento, el crecimiento, el gesto y la voz no son medios útiles, son nuestro mundo, son lo que constituye el ser en el mundo. El comer por comer, el vestir por vestir y el estar en el hogar en cuanto hogar son nuestro estar en el mundo, son lo que establece la relación auténtica del deseo y la satisfacción. El deseo sabe exactamente lo que quiere: el deseo de comer tiene su satisfacción, al haber comido está satisfecho, al estar vestido ya está seguro, al estar en su casa se siente protegido... se ha realizado la intención.

4.6 La nada del amor

Hay analogía entre el comer y el amar. El segundo sobresale de la actividad económica. El amor es caracterizado por un hambre inextinguible, esencial. Dar un beso a una persona amada es hacer un acto incompleto, es decirle más de lo que se expresa, es decirle que el amor no es solo eso, va más allá: «La positividad del amor está en su negatividad» (ibid., p. 66). El amor no se consume en un acto de amor. Una rama que alimenta una llama, no se extingue en el fuego, no se consume: «La emoción en el amor no precede la posesión, está en ella» (ibid., p. 79). En la comparación con el deseo de comer, el alimento es el fin, el amor no es deseo de nada. El amor a otro es la dimensión sin objeto. La voluntad se tira a un porvenir ilimitado, vacío. Desear algo sin límites es un hambre que nace de todo el ser. Si se alcanza la satisfacción no es un ir más allá, sino un regreso sobre sí mismo; cae en el presente. No tiene nada que ver con la caída en la saciedad, como al colocar el amor en la categoría de lo económico, del apetito, de las necesidades. Al contrario, la estructura del objeto concuerda con el deseo, con esto caracteriza nuestro ser en el mundo. La nada del amor es ser en el mundo, es vivir con sinceridad. Y se opone a lo que no es mundo: a la forma, a la convención, a lo sobrepuesto.

El descubrimiento de lo que es vivir en el mundo reúne las formas más simples de cumplir con el deseo, con las actividades humanas e intelectuales... el mundo donde vivimos, nos movemos, nos expresamos, el de la vida diaria y de las grandes empresas. Vivir en el mundo es precisamente liberarse de las implicaciones del simple instinto de existir, de todos los instintos del yo, que nunca se quita su careta, y cuyas posturas son simples poses. Y solo puede ser liberado por el inconsciente que hace brotar la sinceridad. Vivir en el mundo es ir simplemente a lo deseable y tomarlo por sí mismo, en cuanto ofrece la posibilidad del deseo y de la sinceridad. Este regreso a las cosas del mundo nos abre a la totalidad de la existencia; en cuanto a los actos, hemos recorrido los estadios intermedios, que separan este «acto» de la simple preocupación del existir. Es el eterno retomo de lo mismo, donde puede haber satisfacción y también confesión: «Este círculo es “el mundo”» (ibid., p. 88).

4.7. La claridad del mundo

Es cierto que en épocas extremas de necesidad y de miseria, detrás del mundo, aparece la sombra de una finalidad ulterior que oscurece el mundo: la guerra, la violencia, los trabajos esclavizantes y las injusticias extremas condenan al hombre a una existencia en el mundo, dominada por la necesidad de no morir. Entonces, también el mundo se invierte, se va de cabeza abajo, absurdo... la historia sale de sus cuadros, y el ser va a su fin; en estos casos, el deseo ya no se basta a sí mismo. Puede acercarse al disgusto de la saciedad, o bien, a la mera necesidad, pero en la aventura ontológica, el mundo es un modo de ser que no puede definirse como caída. Posee su propio equilibrio, su armonía y su función ontológica positiva: la posibilidad de separarse de un «ser anónimo» y personalizarse. Todavía hay posibilidad de realizar gestos racionales, como ofrecer un manta en el terremoto, conservar una amistad en el desastre, asistir al que está desesperado, acompañar al emigrante desterrado, dar empleo al que sale de la cárcel. Tales gestos, en el lenguaje cotidiano, se juzgan inútiles o inauténticos, lo cual significaría ignorar la voz de las cosas.

Según Levinas, el éxito de las doctrinas marxistas se explica por evitar la hipocresía del discurso. Se sitúan, dice, en la sinceridad de la intención, en la buena voluntad, en el hambre y en la sed, el ideal de lucha y de sacrificio. La cultura, a la cual se llama, es solo la prolongación de estas «intenciones». Esta adhesión a la existencia respeta la esencial capacidad de estar en el mundo. No es que el mundo sea mera existencia: la vida en el mundo es también conciencia en la medida en que ofrece la posibilidad de «existir», al tomar uno su distancia en relación con la existencia.

CAPÍTULO 5

E L SER OCULTO

CAPÍTULO 5

EL SER OCULTO

Hemos emprendido el camino hacia el ser, como quien busca un tesoro. El tesoro está a la vista, como una montaña, como un bosque, pero esto no significa que hayamos descubierto sus verdaderos secretos. El bosque oculta su estructura y encierra su vida; la montaña despliega toda su fuerza y se resiste a ser dominada.

En los capítulos anteriores, se ha analizado la intersubjetividad de este ser particular al que nos referimos en cualquier ocasión, un ser que siempre remite a otros; desde la pereza, como hesitación en la acción que realiza el encuentro, se ha detectado su presencia en el instante y sus límites; desde el deseo, como fuerza natural, se ha acentuado la fuerza del ser, se ha descubierto lo que es vivir en el mundo. ¿Hasta qué punto hemos penetrado en la pregunta acerca del «es»?, ¿es este un ser fragmentado en pequeñas unidades cotidianas o es un ser general que alcanza los confines del universo?

Con Maurice Merleau-Ponty (1964, p. 137), en Lo visible y lo invisible, se replantea la pregunta desde un nuevo punto de partida, que es una nueva dimensión de la experiencia. Se quiera o no, el camino que conduce al ser vira y acaba por andar en redondo, porque no puede desprenderse de un punto, una especie de centro alrededor del cual gira la pregunta, y es nuestro mismo ser, el ser del yo. Se pregunta por el ser de otros, y la pregunta rebota sobre uno mismo. Preguntamos por el «es» y, al mismo tiempo, por mi propio «es». Tratamos de eliminar la duda, y estamos involucrados en algo de lo cual se duda y que se pretende aclarar. Como si el «es» se extendiera alrededor nuestro con sus múltiples experiencias, que ninguna duda puede eliminar, y ninguna categoría es suficiente para abarcar: «Al extenderse a todo, la pregunta común cambia de sentido» (ibid., p. 138).

No es suficiente con analizar las experiencias del mundo material, lo que se da a través de los sentidos, lo que proyectamos en nuestras representaciones, lo que se ve y se imagina con la fantasía, aquello que se abstrae en los niveles más especulativos de la razón, lo que se consigna al mundo ilimitado de la conciencia. Como si con ello se agotara la pregunta sobre este «es» que brilla delante de nosotros y al aproximarnos se desvanece: como las nubes que se atraviesan al subir las altas montañas. Uno se adentra en la nube y en este momento cesa de ser una nube por ser simplemente atmósfera húmeda que se le pega a uno y respira con uno mismo. No se podrá preguntar adecuadamente por el «es» a menos que se considere, al mismo tiempo, esta capacidad de extensión y de relación que transforma el ser en algo único de nuestra conciencia: «Este vínculo umbilical, que sigue uniéndola al ser, ese horizonte inalienable que la está asediando ya, esa inclinación previa, a la que trata en vano de volver» (ibid., p. 142).

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