Kitabı oku: «Un trienio en la sombra», sayfa 3
Le sostuve la mirada, desafiante.
–Usted dirá.
Y dijo, vaya si dijo. Si hubiese sabido lo que venía detrás, jamás habría pronunciado esas dos palabras que cambiaron mi vida para siempre.
–Como usted mismo ha señalado, el fallo fue homicidio en primer grado, aunque nunca se identificó al autor del crimen. El padre del difunto, Vicente Robledo Castilla, había hecho testamento hacía poco y había dividido sus propiedades entre sus dos hijos varones: sus tierras fueron a parar a Antonio y su fábrica de paños, a Vicente, que es escribano del Ayuntamiento de aquella ciudad. Como el señorito Antonio era bastante abusivo con sus jornaleros, todos en la época creyeron que el asesino habría sido alguno de ellos. Para redondear la coartada del verdadero asesino, días después un trabajador de una de sus fincas, conocido como Pepín el de Dolores, desapareció sin dejar rastro, y en Nochevieja lo encontraron muerto en una loma cercana: con un tiro en la sien, que él mismo se habría propinado con la pistola que tenía en la mano. Los lugareños asumieron que el suicida había sido el asesino, que asediado por la Policía, se había quitado la vida. ¿Qué le parece?
Todo parecía encajar a la perfección.
–Más que plausible, señor –respondí.
–Por desgracia, en Madrid son bastante más “quisquillosos” que nosotros –me respondió él, con un tono fatídico que me descompuso el cuerpo–. Alguien en Gobernación está empeñado en que el asesinato obedeció a un móvil político, licenciado. Al parecer, los Robledo siempre han sido conservadores. De hecho, el patriarca de la saga perteneció al Ayuntamiento del gabinete de Martínez de la Rosa.****5 Después, cuando salió del cabildo, siguió operando desde la sombra: atacó a liberales inocentes, los denunció sin pruebas, los intimidó y los extorsionó. Por eso, muchos progresistas ansiaban alzarse con el poder en la ciudad: para vengarse de ellos. Y la muerte de Antonio, mano derecha de su padre, podría haber respondido a ese deseo.
Mal estábamos si la reapertura del caso, cristalino tal y como estaba, obedecía al capricho de Madrid. Y si encima andaba detrás el general Narváez****6, como todo parecía indicar, solo restaba resignarse. Intenté ganar tiempo:
–¿A usted qué le parece, señor presidente?
Segunda osadía por mi parte. Si la primera fue bien, ¿por qué no iba a funcionar esta? Mi interlocutor se relajó, porque intuía que podía franquearse conmigo:
–Me parece, como a usted, que los muertos no dan votos. Pero ahora el general Narváez, el Espadón de Loja, quiere vengarse de los tres años de gobierno progresista, y necesita excusas para cortar cabezas. El caso del señorito putero es una de sus principales bazas, así que hay que obedecer...
Dejó la última palabra colgada en el aire, hasta que llegó su sentencia para mí:
–Licenciado, usted irá a Antequera. Le comisiono como nuevo abogado defensor de la familia Robledo, aunque le advierto de que jamás debe molestarlos en exceso; bastante han sufrido ya. Su cometido es desenmarañar el asunto para callar bocas en Madrid, y la ocasión es propicia: en unos días se inaugura el monumento funerario a Antonio Robledo, en el atrio de la misma iglesia donde le asesinaron. Espartero en persona vetó la colocación del monolito durante su gobierno... otro motivo para sospechar de los progresistas.
Adiós a Granada, pensé, y por una temporada larga.
–Hablará con los padres del difunto, con los amigos, con los conocidos y los desconocidos, y trabajará con la Policía. Revisará todos los papeles, los interrogatorios, espiará a los progresistas, acudirá a las reuniones del cabildo... y, sobre todo, se mezclará con la población. Conviértase en uno más, gánese su confianza y descubra al culpable. Mientras Narváez siga en Madrid, no hay prisa. Tómese su tiempo, pero tráigame un resultado satisfactorio. Si yo asciendo, usted cruzará Despeñaperros conmigo, con dirección a las Cortes Generales. E incluso le daré la satisfacción de decidir el destino de quien le ha “recomendado” ante mí. Si fracasa y yo me quedo en Granada... envejecerá en el registro del archivo, cosiendo legajos, también conmigo. A partir de ahora, nuestros destinos están ligados, y la duración de la alianza depende de su habilidad para independizarse y romperla, no lo olvide.
Tenía que matar al viejo vallisoletano, al carcamal devorado por la envidia que había preferido alejarme para que no le dejase en evidencia, en lugar de prestarse a que colaborásemos para aliviar el trabajo de nuestra sala. Lo primero que haría cuando dejase aquel despacho sería patearle la cabeza. Pero jamás debía dejar que la ira se manifestase en mi cara:
–¿Cuándo debo partir, señor? Hágase cargo de que necesitaré tiempo para organizar la mudanza y despedirme de mis familiares.
Levantó los ojos de su mesa por última vez. Los puros se habían consumido, y con ellos la mínima tregua de confianza que aquel insensible me había brindado.
–Su familia es su padre, licenciado... si olvidamos algún que otro flirteo... –dijo, con toda la malicia que cabía en su ancha tripa–. A las ocho de la mañana tendrá un carruaje aguardando a la puerta de su casa. Buena suerte. Puede retirarse.
Me levanté silencioso, abrí la puerta y, justo antes de cruzar el umbral, la voz del presidente me llegó desde muy lejos:
–Solo una cosa, licenciado. Con una memoria tan brillante, y una pasión tan marcada por los libros, por la historia... ¿por qué quiso dedicarse a la carrera de Derecho? ¿No habría sido mucho mejor buscar trabajo de bibliotecario?
Ya estaba todo dicho y poco podía perder, así que, sin volverme, respondí:
–Porque cuando ingresé en el cuerpo aún creía en la justicia. Hasta pronto, señor –quizá debí añadir “mi fe acaba de quedar sentada en el sillón que hay frente a usted”, pero preferí callar y asumir mi destino.
El viejo Peláez pensaba que jamás había debido salir de Valladolid, mientras se revolcaba entre orines, en el suelo del baño, tratando de recuperar algunos dientes que aparecían esparcidos por el suelo. Cuando salí del despacho del presidente fui directo a su sitio, pero no estaba. Uno de sus compañeros me había dicho que había ido a evacuar el vientre, y por su mirada intuí que conocía lo que acababa de ocurrir, y que simpatizaba conmigo. Mientras recorría el tramo que me separaba del retrete, todos callaban a mi paso. Algunos sonreían maliciosamente, pero la mayoría miraba al suelo y sacudía la cabeza, como queriendo decir “menuda faena te han hecho”.
Por suerte, en el baño había dos amigos, Cano y Pascual, que siempre se habían comportado como mis hermanos. Luego supe que habían seguido a Peláez hasta allí para tomarse la venganza en mi nombre, pero yo me había adelantado. Cuando el interfecto salió del cubil y nos vio aguardándole, nos miró perplejo. La sangre abandonó su rostro, su mentón comenzó a temblar... y ahí comenzó mi lluvia de golpes. Sin darle tiempo a reaccionar, me abalancé sobre él, agarré su nuca contra mi mano derecha y le estrellé la cara contra la pared. El “crack” que siguió al impacto era el de su tabique nasal, roto en mil pedazos. Además, el golpe le reventó varios dientes incisivos. Mientras lloraba con las manos sobre la cara, que era un amasijo de carne y sangre, le agarré por el pelo, levanté su cabeza en el aire y la dejé caer, pateándola antes de que la gravedad la reclamase de nuevo en el suelo. Entonces perdió el conocimiento.
Albergando la esperanza de que aún conservase un poco de conciencia, me acerqué a su oído y susurré:
–Cuidado, que te vas a resbalar.
Cano y Pascual no habían movido ni un dedo para socorrerle, y este último había atrancado la puerta, para que nadie pudiese entrar mientras yo me ensañaba con Peláez. Cuando descargué toda mi rabia, les miré agitado, y marché hacia la puerta, dispuesto a recoger mi despacho cuanto antes. En el momento en que iba a cruzar el umbral, la mano de Pascual se posó sobre mi hombro derecho y me retuvo un instante:
–Por lo que a nosotros respecta, Pedro, este cabrón se ha resbalado y se ha destrozado la cara en el suelo.
Mis ojos encontraron los suyos, enrojecidos por las lágrimas que pugnaban por derramarse.
–Te vamos a extrañar, compañero –sentenció Cano.
Esa fue la última tarde en que Peláez pudo masticar algo.
La justicia poética no tiene nada de poética, pero es justicia, al fin y al cabo.
****5 Francisco Martínez de la Rosa, presidente del Consejo de ministros durante la Regencia de María Cristina, en 1834. Promulgó el Estatuto Real, en el que se fijaba un sistema parlamentario bicameral, integrado por dos estamentos: el de procuradores y el de próceres, antecedentes de los actuales Congreso de los Diputados y Senado, respectivamente. Conocido popularmente como “Rosita la pastelera”.
****6 Ramón María de Narváez, general afín al partido moderado, fue presidente del gobierno en varias ocasiones durante el reinado de Isabel II. Sucedió a Espartero en el poder tras la regencia de este, concluida en 1843.
Primera jornada
2. Llega tarde
Nunca fui partidario de llevarme el trabajo a casa, salvo en contadas excepciones; y aquella era una de esas excepciones. De todos es sabido que, en momentos críticos, solo la dedicación abnegada al trabajo puede ayudar al ser humano a olvidar sus pesares, que en mi caso eran de doble índole: por una parte, la figura de mi padre, anciano, desvalido y solo, con las manos enfundadas en su elegante batín de estar por casa, asumiendo resignado mi marcha repentina a Antequera; por otra parte, una breve nota con la que intenté despedirme, de la mejor forma posible si es que la había, de la mujer con la que había compartido mi tiempo en los últimos meses, y con quien por primera vez había experimentado la felicidad en común. Con un bagaje tan desagradable, que retumbaba en mis sienes al ritmo de las ruedas del carruaje sobre el camino pedregoso, elegí mi fonda sin pestañear: una posada en la calle de Mesones, en el centro de la ciudad, frente a la cárcel de la villa. Cansado por un viaje fatigoso, más por su coste emocional que por sus efectos sobre mi cuerpo, ni se me pasó por la cabeza empezar a trabajar en el caso aquella noche, en la que solo me proponía descansar para estar fresco a la mañana siguiente. Entonces, cuando la luz del nuevo día me permitiese discriminar los últimos acontecimientos de mi vida con claridad, empezaría a planear mis próximos movimientos cuidadosamente. De momento, solo tenía claro que mi primer paso consistiría en ir a la cárcel para conversar con los empleados e informarme de los trámites sobre la prisión y el juicio de Pepín el de Dolores, el pobre infeliz que había pagado con su cabeza las intrigas de los de arriba; siempre la misma paradoja.
Aún sonreía entre sueños, como un cándido infante, cuando el aporreo en la puerta de mi pulgosa habitación me arrancó de los brazos de Morfeo, con la sutileza del astado que enviste la muleta. Sin duda, estaba visto que los primeros compases de mi nueva vida estaban aún muy lejos del alcance de mi batuta, sospecha esta que quedó confirmada cuando comprobé mi reloj a la luz del candil, y pude ver que apenas pasaban unos minutos de las cinco de la mañana. Primero pensé, aplicando la lógica: “Será el posadero, que se ha confundido de hora. Si es que en estos pueblos...”. Malhumorado, entre otras cosas para ganar ventaja frente al dueño de la posada, si él era efectivamente el culpable de mi despertar, grité “¿quién va?”. Mientras aguardaba respuesta, mi cerebro ya trabajaba arduamente, buscando por orden alfabético un insulto apropiado para espantar a aquel ser. No obstante, la contestación que recibí me dejó totalmente desarmado; a mí, que creía que, después de haber dado su merecido a Peláez en los baños de la Audiencia de Granada, carecía de enemigo digno de mi talla, como el burlador de Sevilla.
–¿Licenciado Pedro Carmona?
La voz que me había interpelado me era absolutamente desconocida, pero su dueño parecía bastante seguro de lo que hacía, o por lo menos aparentaba una dureza de carácter que superaba la mía. Vencido por esta percepción, solo acerté a responder:
–Sí, soy yo. ¿Quién se sirve buscarme a estas horas? Apenas pasan diez minutos de las cinco, buen hombre.
De pronto, una terrible sospecha inundó mi pensamiento: “ya está”, me dije, “Peláez le ha contado al presidente de la Audiencia mi venganza, y ahora alguien viene a detenerme y a llevarme de vuelta a Granada, para exigir mi responsabilidad por los hechos. De esta no te libras, muchacho: te llevan de vuelta a tu tierra, pero directo a los calabozos”. Asumiendo mi destino, que yo solito me había imaginado y me había creído, decidí vestir mis mejores ropas mientras rogaba a mi despertador personal que aguardase un momento. Decidido, abrí la puerta y salí al corredor, pero aparte del brillo de los pomos del resto de habitaciones en aquella penumbra tenebrosa, no había un alma. Usando el sentido común, intuí que quienquiera que me andase buscando habría decidido calentar su espera tomando un café en la cantina de la posada, mientras de paso tiraba de la lengua al posadero sobre los chismes del pueblo, o sobre los míos propios, por qué no.
Cuando llegué ante la puerta del habitáculo que hacía las veces de cantina, escruté en su interior, aunque no me hizo falta ser un lince para identificar a quien me buscaba: aparte de él y el posadero, cuya frente monoceja se había grabado al rojo en mi memoria, no había nadie allí. Precisamente el posadero fue el primero en advertir mi presencia a su espalda: demasiado maleante suelto por el mundo, y más en su profesión, como para no estar siempre alerta de lo que se cocía a la retaguardia de uno. Inmediatamente se giró, me miró, y se encogió de hombros, queriendo decir “¿Qué quiere que le haga?”.
La visión del individuo que había conversado con él hasta entonces me heló la sangre: delgado, de piel cerúlea, nariz aguileña y mirada penetrante, aquel tipo estaba vestido de negro de pies a cabeza. O alguien cercano había fallecido recientemente, o el sujeto en cuestión no parecía albergar aprecio alguno por los placeres de la vida con que el Señor le había obsequiado. La levita, el corbatín de terciopelo y el bombín conferían un aspecto aún más enjuto a su anatomía, triste como la figura de Don Quijote. Pero no quedaba la cosa ahí: antes de incorporarse hacia mí, apuró el resto del contenido de su taza de café, girando su cara levemente hasta permitirme ver, estoy convencido de que con toda la intención de mundo, una profunda cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, desde la sien hasta el mentón. Parecía conocer al posadero, con quien habría conversado animadamente hasta entonces, porque lo despidió con una risa familiar y un golpecito en el hombro, dándole a entender que no debía preocuparse por un posible ataque de ira por mi parte porque había perturbado mi sueño de forma nada fina.
Cuando estuvo a mi altura, solos los dos en la cantina, entornó los ojos en una expresión indescifrable, y lentamente accionó cada músculo de su brazo derecho para tenderlo hacia mí y decir:
–Don Pedro Carmona, supongo.
Su voz sonaba poderosa. Algo me decía que debía llevarme bien con aquel ejemplar humano. Paralizado por la confusión de sentimientos en mi cabeza, miré su mano, tendida hacia mí. Él bajó la vista, la miró también, algo confundido, y la agitó levemente en mi dirección, significando que esperaba que la estrechase:
–Mi nombre es Antonio Castillo; soy el inspector jefe de Policía de Antequera.
Aliviado porque sabía que no había llegado desde Granada para detenerme por agresión a un funcionario público, así su mano con fuerza y la estreché, efusivo. Sin embargo, el alivio dio paso a la incertidumbre en mi mente: ¿quién diantre le había avisado de que yo estaba allí, y de que me alojaba precisamente en aquella fonda? El inspector pareció leerme el pensamiento y se anticipó a un montón de preguntas que yo ya formulaba en mi cabeza.
–Disculpe que me atreva a interrumpir sus horas de descanso, caballero. Anoche recibí un telegrama urgente de la Audiencia de Granada, cuyo presidente fue compañero mío de universidad hace ya muchos años, en el que me informaba de que su llegada a la ciudad era inminente.
Aguzó la mirada:
–Por lo demás, licenciado Carmona –prosiguió– debo confesarle que, si se hubiese alojado usted en cualquier otra fonda... quizá le habría dejado descansar, ¿sabe? Pero en un pueblo todo se acaba sabiendo. Además, soy muy dado a solidarizar mis vigilias, querido amigo, y han sido muy pocas las horas de sueño de que he disfrutado desde que Antoñito Robledo sacó a pasear su virilidad por los burdeles del barrio de San Pedro, hace ya casi tres años.
No me parecía justo seguir callado, impasible, ante la perorata del inspector, por lo que dije, lacónico:
–Soy todo oídos.
Media sonrisa, unos dientes teñidos por la cafeína y un colmillo canino, los tres a la vez, asomaron por la comisura de sus labios. Todo en él parecía decir “te tengo en mis manos”, pero en lugar de sublevarme contra aquel aura acaparadora, aturdido como aún estaba por las escasas horas de sueño, sucumbí a la robustez de su carácter.
–No sabe cuánto me alegra conocer su buena disposición, Carmona. Tenga a bien acompañarme a mi despacho, en el edificio de la cárcel: solo hay que cruzar la calle. Allí conversaremos pausadamente, mientras nos tomamos un chocolate caliente que mandaré traer expresamente de la cafetería del Casino. ¿Le hace?
“Pues no”, me dije, “no me hace, pero quien manda aquí eres tú, así que...”. Además, su pregunta era retórica porque la acompañó de un gesto de su brazo hacia la puerta, para indicarme la salida de la posada, mientras sonreía amablemente. Cuando salíamos, aún pude apuntar mis ojos hacia el posadero: reza por que hoy llegue tarde y cansado, compadre, porque yo no te voy a dispensar de responsabilidades con una palmadita en la espalda. Mis horas de sueño son sagradas.
En la oficina, inundada de legajos desparramados por la mesa, las estanterías y el suelo, el inspector Castillo se relajó y pareció hasta resultar agradable. Sin duda, el desorden era el reino de aquel desterrado de las criaturas de Dios. Durante media hora conversamos sobre futilidades, sobre el clima del pueblo, la vida en Granada, mi formación, mis pasatiempos... Entonces, cuando el joven camarero del Casino dejó los chocolates sobre nuestra mesa y recibió su generosa (muy generosa) propina, aquel hombre se recostó en su sillón, fijó la vista en un horizonte invisible, al parecer situado más allá de las manchas de humedad de la pared, y sin tocar el chocolate empezó a contarme, sin más preámbulos:
–Don Vicente Robledo, el padre del señorito Antonio, fue miembro del Ayuntamiento liberal de 1834, ya sabe, el del Estatuto Real de Rosita la Pastelera.
Hacía nueve años... eran las seis de la mañana... Evidentemente, para mi desgracia, Castillo se había propuesto tomarse todo el tiempo de mundo hasta la inauguración del monumento a Antonio Robledo, prevista a las once de la mañana, antes de misa, para ponerme al día de la última década de historia de aquel pueblo.
–Si hay alguien que encarna a la perfección la revolución económica de los últimos años, licenciado, ese es Robledo el Viejo, como le llaman los amigos de la familia. El hombre jamás tuvo vínculo alguno con la nobleza; al contrario, la despreciaba, siempre se quejaba del parasitismo de los condes, los marqueses y los duques que habían quemado su fortuna durante siglos, y que ahora solo vivían de sus derechos, sin dar palo al agua. Quizá actuaba así porque él mismo, don Vicente, digo, procedía de una humilde familia hecha a sí misma, que desde muy pronto supo lo que era ganarse el pan con el sudor de su frente.
“Uy”, parecieron decir sus ojos cuando repararon en la taza de chocolate, como si no recordase el proceso que la había llevado hasta su mesa. Se inclinó, dio un pequeño sorbo al líquido humeante, volvió a recostarse y, juntando la punta de los dedos, continuó:
–Con apenas quince años, empezó a trabajar en un bajo comercial pequeñito de la calle de Rodaljarros, vendiendo algunos paños que compraba en los telares artesanales del Henchidero, por donde pasa el río.
Aquel hombre no solo contaba los hechos como si de un relato se tratase, enganchando al público (a mí, he de admitirlo, conforme transcurrían los minutos), sino que además parecía revivir cada episodio de aquella historia en sus propias carnes.
–Pronto, el joven Vicente dio muestras de una sagacidad simpar para los negocios, y con los cortos fondos reunidos tras dos años de trabajo abnegado y ahorro disciplinado, compró un telar deshecho del Henchidero. Todos se reían de él: “Pero Vicente, ¿no te das cuenta de que eso es para chatarra?”. Aún le decían Vicente y se atrevían a darle consejos. Pobres incrédulos. Al principio, él mismo producía los paños y los vendía, y luego empezó a emplear a algunos trabajadores. Pronto tuvo dinero suficiente para comprar la lana directamente a los ganaderos del camino de Córdoba, sin intermediarios; se hizo con otro telar, amplió sus instalaciones, adquirió un solar anexo en el Henchidero... Total, que en apenas cinco años era uno de los principales capitalistas del lugar, Carmona. Y no solo eso, sino que los mismos señoritos del Casino, que antes lo habían mirado por encima del hombro, ahora se daban bofetadas para invitarle a una copa, presentarle a su hija o contarlo entre sus contertulios.
–Poderoso caballero... –interrumpí.
–Pues sí, amigo, pues sí –dijo él–. Pero Robledo, que era como empezaron a llamarlo estos volátiles antequeranos, no estaba interesado en las niñas caprichosas de los señoritos, venidos a menos. Desde sus años en el cuartucho de la calle de Rodaljarros, había entablado relaciones con la hija de uno de sus colaboradores, Manuel Checa, también comercial de la ciudad, que le había proporcionado mercancía a precio de saldo. La niña, de nombre Remedios, era muy tímida, pero inteligente y de buena familia. Así que, cuando Robledo tuvo dinero suficiente, pidió a Manolo Checa la mano de la muchacha, y el padre aceptó, ante la perspectiva de unir su fortuna a la de su yerno. Pese a todo, los dos esposos estaban muy enamorados, todo hay que decirlo. No todo ha de ser dinero e interés en el teatro humano...
Dio otro sorbo al chocolate. Juraría que sus ojos brillaban con nostalgia, no sabía bien si por la historia, o por la memoria de una época en la que los nuevos tiempos comenzaban a abrirse camino en Antequera, y en la que él mismo había presenciado el desperezo de aquella villa a la era del capital.
–Como todo hijo de vecino, invirtió parte de su riqueza en tierras. Y con el liberalismo, le llegó la oportunidad soñada: la carrera política.
–Pero inspector –corté, de manera un poco abrupta–, ¿no es cierto que solo estuvo un año en el Ayuntamiento?
Creo que mi interrupción agradó poco a Castillo, que con una mirada relampagueante, sin palabras, me aconsejó que en adelante le dejase contar a su ritmo.
–Sí, solo estuvo un año –“sabelotodo”, pareció querer añadir–. Después de los problemas de aquel Ayuntamiento, de la presión de los apostólicos y de los avatares del gabinete de Martínez de la Rosa, decidió que la política no era para él: que él estaba más tranquilo sumergido en sus libros de cuentas y dedicado a sus negocios, que en el fondo eran los que le daban de comer. Aun así, nunca ocultó sus preferencias por los conservadores, y por los moderados después, como cualquier otro capitalista preocupado por la suerte de su fortuna y del país, por ese orden. En especial, la sargentada de La Granja en el verano del 36 le volvió muy hostil hacia el progresismo, empezando por Mendizábal y acabando por Olózaga o Calatrava.****7
Silencio de nuevo. Esta vez decidí aguardar a que él prosiguiese el relato motu proprio, aunque el incómodo silencio pudiese cortarse con una navaja de afeitar.
–Oye, ¿puedo tutearte?
¿Cómo? El chocolate debía estar demasiado cargado, o aquel hombre había perdido el norte de la conversación, y de la vida en general.
–Supongo que sí…, claro.
–Lo digo, más que nada, porque vamos a compartir muchas horas de trabajo en adelante, muchos días de tensión, y quizá sea mejor que dejemos los formalismos de lado, ¿no te parece?
Asentí.
–Bien, gracias. ¿Por dónde iba...? ¡Ah, sí! Lo de La Granja y el giro conservador de Robledo. A ver, Pedro, es importante que sepas que el hecho de que dejase la política activa en 1834 no implica, ni mucho menos, que el viejo zorro dejase de “hacer política”.
–Me lo figuro –advertí.
–¿Verdad? –parecía alegrarse de ver que compartía sus sospechas–. Pues aquí viene el quid de la historia, compañero. Lo que es al cabildo, Robledo nunca regresó. Ahora bien, sus dádivas salpicaron a todos los capitulares: desde la presidencia de la corporación al último de los ujieres. Estuvo en la sombra durante la vigencia del Ayuntamiento leal al conde de Toreno, en el verano del 35; “untó” al conde de la Camorra para que se dejase de reformas tras las elecciones de otoño de aquel mismo año... en las que, como sabrás, rigió el reglamento municipal del Trienio, demasiado avanzado para el coco de don Vicente...****8
La historia empezaba a ponerse interesante y aquel cuervo de inspector había conseguido entusiasmarme, definitivamente.
–Y lo más importante, Pedro: en el 36, cuando los sargentos de La Granja tomaron las armas por el bien del país, el hombre de los progresistas en Antequera era el marqués de Fuente Piedra. Todos sus correligionarios lo esperaban con los brazos abiertos, Pedro. Día tras día tendían la alfombra roja a la entrada del Ayuntamiento para recibirlo... y el marqués no llegaba. Todos creían que estaba en su feudo, en Fuente Piedra, pero de pronto se recibió una lacónica nota suya, en la que pretextaba hallarse indispuesto y decidido a tomar los baños de Carratraca, para justificar su ausencia del escenario político de aquellos días. Pero nadie lo creyó: ¿a Carratraca, con la que estaba cayendo? ¿A Carratraca, cuando se le ofreció el bastón de mando envuelto en seda? Entonces Agustín de Rojas, secretario del cabildo, confesó que había recibido una nota privada del marqués, íntimo amigo suyo.
El inspector me dio un pequeño pliego de papel en el que se leía:
Amigo Rojas, a nadie veo ni nadie me ve, así no sé nada; pero Muriel acaba de decirme que hay facciosos en Úbeda, y qué sé yo qué más. Dígame usted lo que sepa y haya de oficio, pues si amenaza algún peligro probable, estoy bueno, y pronto a todo, aunque al segundo día muera.
De usted afectísimo,
José María Casasola, marqués de Fuente de Piedra.****9
–No, Pedro, no –se adelantó el inspector a mis cavilaciones–. En esta profesión, cuando las cosas parecen ciertas son sospechosas; y cuando parecen sospechosas, son sospechosas. Yo mismo indagué la cuestión –mi inspector era progresista, sin duda alguna–, y supe por los amigos más íntimos del marqués que este había recibido una nota autógrafa, instándole a que se mantuviese al margen, si no quería que alguna bala perdida de la Guardia Nacional, de SU Guardia Nacional, le dejase fuera de juego –dejó que las palabras reposasen en mi mente un rato–. Yo he visto esa nota después... ¿Sabes qué siglas la rubricaban?
–Déjame adivinar, inspector... V.R.
–Casi, amigo –respondió, sonriendo–. R.V.: Robledo el Viejo.
–A ver, Antonio, me he vuelto a perder... Pese a todo, el marqués acabó siendo presidente de aquel Ayuntamiento revolucionario, ¿no?
–Hombre, claro –dijo, entre elemental e indignado–. El marqués era asustadizo por naturaleza; por eso se negó a venir a Antequera durante una semana. Pero también tenía sus influencias, ¿qué te crees? Así pues, respondió a la nota de R.V. mandando a sus sicarios para que vigilasen al viejo de cerca. Si no vino a Antequera hasta unos días después, fue porque prefirió asegurarse de que Robledo y sus secuaces estaban fuera de juego, antes de poner en peligro su propia persona.
“Valiente revolución liberal”, pensé. “Cambiar todo para que nada cambie. Valiente país”.
–Pasados aquellos tumultos, Robledo el Viejo acabó dándose cuenta de que las cosas no se solucionan así, a tiros, ni con amenazas, como en la campiña siciliana, ¿sabes? Por eso decidió ser más sutil y controlar el cabildo desde dentro. Para ello, colocó a su hijo mayor, que se llama como él, de secretario del Ayuntamiento. Así sabría qué se cocía en la casa capitular en cada momento, pudiendo mover sus hilos oportunamente para evitar que sus intereses, políticos o económicos, se viesen perjudicados. Cuatro años le duró el dulce, hasta la regencia del duque de la Victoria, en el cuarenta.
Acompañó el epíteto de Espartero con un conato de suspiro que daba más pena que ternura.
–Y con Espartero en el poder, los hilos de Robledo el Viejo se rompieron por completo, porque los tentáculos del de Luchana eran más largos y más fuertes.****10 En los primeros meses, don Vicente intentó desaparecer de la vida pública totalmente, para salvar su patrimonio, que era el de sus hijos. Por eso dividió sus negocios entre ellos: para que fuesen los nombres de estos últimos los que figurasen en las cuentas y en los documentos. Pero lo que importaba a Espartero, que conocía de sobra los manejos del personaje y lo contaba entre sus enemigos mortales, no era el de “Vicente”, sino el apellido “Robledo”, que quería extirpar de la sociedad antequerana, tan próxima a una Málaga que el Regente deseaba abrir al comercio con Inglaterra.
Cuando hablaba de las acciones de Espartero, el brillo de sus ojos era más que elocuente.
–Por eso, en apenas un mes, los negocios empezaron a hundirse: los comerciantes dejaron de comprar los paños de Robledo, los jornaleros empezaron a marcharse de sus tierras... Su hijo Vicente siempre ha sido más comedido, por eso es también más gordo. En tales circunstancias, prefirió esperar al ascenso de los moderados, porque sabía que el régimen de Espartero tenía pies de barro, y que el tiempo le brindaría en bandeja la carta de su venganza. Pero su otro hijo, Antonio, el señorito Antoñito Robledo, era mucho más impulsivo que su hermano.