Kitabı oku: «En el principio... la palabra», sayfa 2
Hijos por su gracia
A continuación oiremos los testimonios de Juan y también de Pedro. Vamos al de Juan:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! [...] Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,1-2).
Por su parte, Pablo testifica que los creyentes hemos sido bendecidos por Dios, elegidos para ser sus hijos, a causa de Jesucristo, conforme a la riqueza de su gracia:
[...] por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo (Ef 1,4-5).
Santo Tomás de Aquino, inspirándose en este y otros textos semejantes neotestamentarios, nos dice que «la gracia de Jesucristo nos diviniza».
El hecho es que Jesús confiere a sus discípulos la cercanía y aproximación que tiene con su Padre. Se acercó, llamó a unos hombres concretos «para que –como puntualiza Marcos– estuvieran con él« (Mc 3,13-14a). «Y la Palabra estaba con Dios», y los discípulos de la Palabra hecha carne también por el hecho de estar con el Hijo. Justamente por llegarse junto al Hijo de Dios, utilizando la expresión de Jeremías, y desde la confianza, la sabiduría y la fuerza recibida por el Señor y Maestro, revestidos del Espíritu Santo, pudieron jugarse la vida por él y por su Evangelio. Como vemos, el cumplimiento de la profecía de Jeremías alcanza no solo al Señor Jesús sino también a los suyos.
Por supuesto que, como todo judío, los apóstoles conocían las profecías de Jeremías, pero, como ocurre normalmente en estos casos, nunca les dio por pensar que les alcanzara a ellos. El Señor se lo había recordado como parte esencial de su llamada-misión:
[...] quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? (Mc 8,35-36).
Nos imaginamos a estos hombres asombrándose de la sabiduría y buen hablar de su Maestro pero sin moverse un milímetro de su tesis: no hay duda de que estas palabras de Jesús no van con nosotros. Efectivamente, una cosa era seguir a Jesús, y otra hacerle caso en todas y cada una de sus palabras. No sabían estos pobres discípulos que su Señor les estaba ofreciendo una promesa que se haría efectiva en su entrega de la vida por ellos.
Lo entendieron cuando su impotencia ató sus corazones a la realidad: en su arresto, juicio y condena a muerte no fueron ni mejores ni más generosos que el resto de Israel. Solo a la luz del Espíritu Santo recibido fueron entendiendo gradualmente que el seguimiento era la forma de estar con el Hijo de Dios, y que podían seguir sus pasos porque estaba con ellos en su andadura.
Fue entonces cuando comprendieron que eran hijos de la Palabra y que, por medio de la misma, se cumplía en cada uno de ellos la revelación que el Espíritu Santo había hecho a Juan: «[...] y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Se sabían en Dios por medio de su Señor y Maestro porque su Palabra acogida se había adueñado de ellos hasta el punto de «recibir el poder de llegar a ser hijos de Dios» ( Jn 1,12). De ello hablaremos en profundidad y con detenimiento cuando, si Dios quiere, interpretemos catequéticamente este versículo del Prólogo. A estas alturas solo me queda añadir la felicísima definición que hace Pablo del Evangelio de Jesús, lo llama «el Evangelio de la gracia» (He 20,24).
Solo así, entendido como gracia y promesa, puede el hombre, todo hombre, por supuesto también nosotros, pasar del primer escepticismo de los apóstoles –recordemos: «estas palabras de Jesús no van con nosotros»a abrazarnos a ellas con el gozo del Espíritu Santo como los creyentes de Tesalónica, los que acogieron la predicación de Pablo:
Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones (1Tes 1,6).
2
Vosotros estáis conmigo
Ella estaba en el principio con Dios ( Jn 1,2).
Pasamos ahora a enlazar catequéticamente el hecho de que la Palabra está en el principio, es decir, antes de los siglos en Dios, con la nueva creación del hombre en Jesucristo de la que nos habla el apóstol Pablo:
El que está en Cristo, es una nueva creación (2Cor 5,17a).
Sirviéndonos de la analogía, podemos decir que Dios crea a sus hijos por medio de la Palabra ( Jn 1,12) en una dimensión atemporal; por eso, creados por la Palabra eterna, sus hijos llevan en sí el sello eterno. Nos atrevemos a afirmar entonces que en este sentido Jesús les dice a sus discípulos que están con él desde el principio ( Jn 15,26-27). Se trata de la nueva creación, de la nueva dimensión del tiempo proyectada por el Eterno a lo eterno. Así son los hijos de Dios desde el principio por su nueva creación.
Sin embargo, a todo corazón y mente moralista, como son los nuestros, les asalta una duda ante lo que Jesús les dice a sus discípulos. Recordemos que está hablando en el contexto de la Última Cena, con lo que ello supone de incertidumbres y temores que ya conocemos. Jesús les dice también:
Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo ( Jn 16,32a).
Repito, es nuestra inclinación moralista la que hace aflorar la duda, el interrogante. ¿Cómo puede Jesús decir a estos hombres «estáis conmigo», expresión que indica adhesión y fidelidad, para añadir más adelante «os dispersaréis y me dejaréis solo, me abandonaréis a mi suerte»? ¿Estamos ante una contradicción de Jesús o será que su forma de pensar y juzgar, así como la de su Padre, está a años luz de la nuestra? (Is 55,8-9).
Nos encontramos, pues, ante una contradicción que se agudiza si nos hacemos eco de estas otras palabras dichas por el Hijo de Dios a sus discípulos, también a lo largo de la Última Cena y recogidas por Lucas:
Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22,28).
Si anteriormente nos asaltó la duda, ahora nos quedamos realmente perplejos. En el mismo ambiente tenso dada la inminencia de su huida y abandono al que siempre han llamado Maestro y Señor, este les elogia por haber perseverado-permanecido con él en sus pruebas.
Es evidente que el juicio y alcance de la mirada de Jesús es bastante diferente al de los nuestros. Él, que les ha llamado, sabe perfectamente hasta dónde podían llegar haciendo acopio de amores, adhesiones y generosidades; y hasta ahí llegaron, hasta las líneas rojas que daban paso a su pasión. Líneas rojas que solamente les será posible traspasar por la fuerza del Espíritu Santo enviado por el Hijo de Dios, una vez vencido el estigma y el abismo infranqueable de la muerte.
El caso es que hasta darse de bruces con el dique de las líneas rojas, los apóstoles hicieron suyas, al menos en parte, las afrentas con las que afrentaron a Jesucristo como había sido profetizado (Sal 69,10). Es cierto, le amaban y le eran fieles hasta donde llegaban sus fuerzas, y Jesús no les pedía más. Dieron pruebas de su amor no solo cuando fueron testigos de sus milagros, sino también cuando ante sus ojos fue rechazado, insultado, despreciado, etc. Recordemos que fue tachado de ignorante, loco, embaucador, blasfemo, y aun así seguían con él. Por eso les dijo «habéis estado conmigo en mis pruebas».
Fidelidad que abre puertas
Jesús entró solo con su Padre en la muerte. Resucitado, absorbió las líneas rojas que impedían a sus discípulos perseverar en su seguimiento. Fue entonces cuando cobraron actualidad, la actualidad de lo que es eterno, su testificación: «vosotros estáis conmigo desde el principio». No hay duda, estos hombres son eternos porque su nueva creación pertenece –hablando en términos científicos– a un nuevo eón que trasciende por completo la cosmología narrada por el Génesis.
Al absorber las líneas rojas que configuran nuestras limitaciones ético-morales, el Hijo de Dios mostró a la humanidad entera –estamos hablando de manifestación universal– la nueva y definitiva dimensión del amor, y la estamos manifestando justamente desde su fuente: Dios que es amor (1Jn 4,16).
Ante esta nueva concepción vital del amor todo cambia en la relación del hombre con Dios. Me estoy refiriendo al amor en cuanto que vivifica al ser amado, vivifica lo que está muerto. Nada hay que mate más el amor que la infidelidad. El amor de Dios rompe los moldes de nuestra fragilidad, de nuestra querencia a ser infieles no solo con Él, sino con todos los que nos relacionamos. Pablo, sin duda que pensando en sí mismo y también en la historia de los demás apóstoles, nos dejó esta nota magistral acerca del amor desconocido, el de Dios, manifestado por medio de su Hijo:
Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (2Tim 2,13).
Si somos infieles, Él mantiene su fidelidad. Fiel se mantuvo Jesús a su elección, a sus promesas aun cuando ellos fueron infieles. Cuando se les apareció repetidamente tras su resurrección y reafirmó su llamada, fue como si les dijera: Ya no hay líneas rojas, podéis ser fieles al seguimiento hasta la muerte. Ya nada os podrá separar de mí; os llamé desde un principio eterno para que estuvieseis conmigo, y lo seguiréis estando cuando la muerte venga a cobrar su tributo en vuestra carne: «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» ( Jn 14,3).
A estas alturas consideramos importantísimo sacar a la luz la conciencia diáfana que tenían las primeas generaciones de discípulos de que Dios estaba con ellos y ellos con Dios de una forma análoga a la que Jesús, palabra de Vida, estaba con el Padre y viceversa. Los primeros cristianos eran conscientes de que estaban con Dios. Multitud de testimonios lo confirman. Nos quedamos con uno de Juan que es además como el broche de oro con el que culmina su primera carta:
Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado sabiduría para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su hijo Jesucristo (1Jn 5,20).
Conocemos al Verdadero porque somos sus ovejas, parece decirnos el apóstol recordando las palabras de Jesús: «Yo soy el Buen Pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí» ( Jn 10,14). Es un conocer de pertenencia. Juan sabe que ha llegado a ser un solo corazón con su Señor; por eso no hace distinción entre conocer, pertenecer y estar. Sin duda, toda esta riqueza de la Palabra, manantial de vida eterna, corrían por las venas de su alma y le movieron a escribir «y la Palabra estaba desde el principio con Dios» con la certeza de que también él, desde su principio, experimentó en su llamada la fidelidad y misericordia del Hijo de Dios.
Un emperador se tambalea
He afirmado que las primeras generaciones de cristianos tenían conciencia, sabían desde su alma, que estaban con Dios. Era un estar dinámico hasta el punto de que se reconocían como teofóros, que significa «portadores de Dios». Este era, por ejemplo, el sobrenombre con que era conocido san Ignacio de Antioquía, discípulo de san Juan. Hasta tal punto apreciaba su sobrenombre que solía introducir las cartas que escribió a sus comunidades de esta forma: «Ignacio, de sobrenombre Teóforo, es decir, portador de Dios, a la Iglesia de Dios Padre». Su estar en Jesucristo, y por medio de él en el Padre, era para Ignacio algo tan real que, ante la perspectiva de su ya próxima muerte –había sido condenado por el emperador Trajano– y sabiendo que alcanzaba la plenitud de su creación, nos dejó el testimonio indeleble de su integración en Dios por medio de la Palabra, digamos mejor que en su libertad dio amplios poderes a la Palabra para hacerse en él hasta el punto de que en su carta a los romanos llegó a decir: «yo me convertiré en Palabra».
Nos podríamos preguntar qué pasó por la mente del venerable mártir, pletórico de vida y dignidad, al encontrarse ante un hombre como Trajano, tan poca cosa él a pesar de estar encumbrado en lo más alto del poder de este mundo. Me da por pensar que vio en el emperador una marioneta de la diosa Vanidad. Sin duda, al emperador se le podían aplicar las palabras que el salmista, movido por el Espíritu Santo, escribió acerca de estos pobres hombres: «[...] el orgullo es su collar, la violencia el vestido que les cubre; la malicia les cunde de la grasa; su corazón desborda de artimañas. Se sonríen, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia» (Sal 73,6-8).
Es cierto, estos pobres hombres están tan alienados y hasta subyugados por el pedestal en el que están elevados que son incapaces de tomar conciencia de que ese mismo pedestal les tiene aprisionados por los pies, impidiéndoles encaminarse hacia la libertad. Por eso y cautivos de la inercia, no se dan cuenta de que en un cierto momento, tal y como añade el salmista, «quedan hechos un horror, desaparecen sumidos en pavores. Como en un sueño al despertar, Señor, cuando tú te levantas, desprecias su imagen» (Sal 73,19-20).
Ahí tenemos a los dos, frente a frente, el emperador y el prisionero. Seguro que el que se cree fuerte arde en deseos de oír al débil pidiendo clemencia. No sabía Trajano a quién tenía delante, alguien que había vencido toda tiranía, incluida la del que necesita de la violencia para hacer valer su autoridad. Tenía ante sus ojos a un hombre entero, un hombre que tenía su propia autoridad conferida por Dios, pero era suya; sí, la autoridad para confesar, al igual que Pablo, «por este motivo estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2Tim 1,12).
No me resisto a transcribir la respuesta que dio al emperador cuando este, creyéndose importante y con toda la prepotencia que rebosa de estos pobres hombres, inició su interrogatorio con la insolencia propia de quien usa el poder cínicamente: «¿Eres tú, demonio miserable, que te empeñas en transgredir mis mandatos, después de persuadir a los demás a que hagan lo mismo?». Ignacio, con la dignidad de los que se saben eternamente vivos, se limitó a responderle: «Nadie puede llamar demonio miserable a quien es Portador de Dios».
Orgulloso estaba de su sobrenombre nuestro testigo. No hablamos de un orgullo gratuito o pernicioso, sino del que emerge glorioso de su entereza y su fidelidad al Señor Jesús. Su vida y obras testificaban que había sido, era y será por siempre Portador de Dios, con Él estaba y a Él llevaba allá donde su pasión por el Evangelio dirigía sus pasos. Sí, era su ministerio de la evangelización lo que confería autoridad a su sobrenombre: Portador de Dios.
3
El hacer de Dios
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe ( Jn 1,3).
Con estas palabras parece como si Juan estuviese cerrando con broche de oro el canto de la creación, canto que el pueblo de Israel repite una y otra vez a lo largo de tantos salmos, himnos y elegías en sus liturgias. Una especie de estribillo acompaña todas estas aclamaciones al Dios creador: «Todo es obra de sus manos».
Aun así, vemos necesario puntualizar, al menos en parte, el proceso creador de Dios. Al mismo tiempo que Israel admira las maravillas creadas por Dios, se va deslizando en su conciencia que esta es una primera creación a la espera de la plena y definitiva. Algo así como que Dios creó el mundo con un margen temporal pensando en una segunda y conclusiva creación. Esta conllevaría unos nuevos cielos y una nueva tierra que permanecerán por siempre en presencia del Creador:
Porque así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en mi presencia, dice Yavé, así permanecerá vuestra raza y vuestro nombre (Is 66,22).
Recordemos que Dios había puesto en sus bocas esta profecía:
He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria; antes habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear (Is 65, 17-18).
Conviene hacer una interpretación, desde la espiritualidad bíblica, respecto de esta y otras profecías acerca de este tema. No se trata de que Dios se haya arrepentido de su primera creación, algo así como si estuviera defraudado del hombre y que, despechado por tanta maldad imperante, decidiera darle carpetazo como si hubiera sido un mal ensayo, y se «pusiera a crear de nuevo».
No es esa, en absoluto, una interpretación que se pueda desprender de la Escritura. Hemos de ver el paso de la primera a la segunda creación en términos evolutivos. Digamos que la primera creación se expande –igual que el universo– hacia la segunda, en la que el hombre, recogido por la Palabra hecha carne, llega o alcanza a ser hijo de Dios:
Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de la carne, ni de la sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros ( Jn 1,12-14).
Tenemos motivos serios y fundamentados para pensar que Juan tiene en mente –su experiencia del Señor Jesús lo avala– esta nueva creación por la Palabra hecha carne. Pensando sobre sí mismo, sabe que es hijo de la primera creación y que cruzó el umbral hacia la segunda el día en que dejó la barca y las redes al pie de playa, y siguió la llamada de Jesús (Mt 4,18-22).
Sin ella, sin la Palabra, no se hizo nada de cuanto existe, nos dice Juan; y nos parece un dato autobiográfico. Sabe lo que el Hijo de Dios ha hecho con él, y sabe también que la llamada recibida tiene consistencia eterna; se siente eterno por aquel que le llamó con palabras no humanas sino de las alturas, del Padre, que contienen espíritu y vida ( Jn 6,63b).
Nuestro barro en sus manos
Juan se intuye proyectado hacia una existencia eterna. Como todo judío, tiene en su corazón la enseñanza de los profetas que, de una forma u otra, dicen que el mundo actual tiene fecha de caducidad. Basta tener presente, por ejemplo, al profeta Daniel (7) el cual, con su lenguaje apocalíptico, anunció el fin de todo reino, que alegóricamente representa al mundo en general.
Lo sorprendente es que Daniel, al mismo tiempo que anuncia la destrucción del mundo con sus imperios y poderes, anuncia proféticamente al Mesías, cuyo reino será eterno e indestructible:
Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre [...]. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás (Dan 7,13-14).
Juan habla en términos de la nueva creación en Jesucristo. Es, a partir de su llamada, un nuevo nacimiento con semillas de inmortalidad, un hijo de Dios que no puede morir. Si Juan no creyera esto firmemente, nunca se hubiera atrevido a escribir:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! [...] Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, pues le veremos tal cual es (1Jn 3,1-2).
Encontramos superabundancia de nobleza, integridad y verdad en este hombre como para mentirse a sí mismo y a sus ovejas.
He dicho que la segunda creación no se opone a la primera, que no existe ruptura alguna entre ellas, de la misma forma que no la hay entre el Nuevo y el Antiguo Testamento. Cuando el evangelista dice que sin la Palabra no se hizo nada de cuanto existe, se está refiriendo a la plenitud de la Palabra no sujeta ya al velo del Antiguo Testamento, como dice Pablo (2Cor 3,14), lo que no quiere decir en absoluto que se prescinda de él.
En su dejarse hacer por el Hijo de Dios, alcanzan total plenitud las palabras del salmista: «Tus manos me hicieron y me formaron» (Sal 119,73). No hay duda, no podemos prescindir del Antiguo Testamento si queremos apreciar la explosión gloriosa del Nuevo. A la luz del testimonio del salmista, nuestra mente se eleva hacia Dios bajo la figura del gran Alfarero que con sus manos moldea sus obras buscando el acabado perfecto. Sus hijos son perfectos por eternos, y eternos por perfectos; y, como dice Pablo, todo es gracia –don suyo– para que nadie se engría; así pues, insiste el apóstol: «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1Cor 1,31).
Nos acercamos a Isaías quien nos presenta a Israel pleiteando contra su Hacedor, la arcilla contra su Alfarero:
¡Qué error el vuestro! ¿Es el alfarero como la arcilla, para que diga la obra a su hacedor: No me ha hecho, y la vasija diga de su alfarero: No entiende el oficio? (Is 29,16).
Este texto viene a decirnos que lo realmente cierto es que el hombre desconfía de Dios; me refiero a su forma de actuar con Él. Por eso prefiere escoger el plato de lentejas de su primera creación, al existir eterno de la nueva. La existencia eterna es la que lleva a cabo por Jesucristo, a quien podemos llamar el Modelador enviado por el Padre para reconstruir al hombre. «El que está en Cristo es una nueva creación», testifica Pablo (2Cor 5,17).