Kitabı oku: «En el principio... la palabra», sayfa 3

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El Alfarero es fiable

El problema del hombre de todos los tiempos, culturas y religiones consiste en que establece con Dios, en quien dice creer, la suficiente distancia como para no dejarse hacer por Él. No le importa sujetarse a toda una serie de ritos, sacrificios, cultos y plegarias con su dios; sin embargo le cierra la entrada a su ser más profundo, allí donde Dios trabaja, realiza su nueva creación. Y no le deja entrar por una sola razón: no cree lo suficientemente en Él como para darle las riendas de su vida y prescinde de su criterio en lo que respecta a sus opciones y decisiones, e incluso no le da parte a la hora de establecer lo que es lícito o no; como estamos viendo, por ejemplo, respecto al aborto que, casi o sin casi, llega a ser considerado un derecho de la mujer.

La cuestión es que no hay una nueva creación sin una relación de libertad y sabiduría con nuestro Alfarero. Lo normal es que, cuando su obra está en ciernes, es tal la deformación que percibimos de ella que nos da por litigar con Él por la forma tan desastrosa que tiene de ejercer su oficio, como vimos en Isaías.

Llegados a este punto crucial, nos da por decir: ¡Dios no sabe, no existe, y si existiera es impasible respecto a lo que nos pase! Nos lo jugamos todo, pues, en nuestra libertad, tenemos la posibilidad de escoger o bien al pastor que abandera la muerte como punto final e irreversible de nuestra existencia, tal y como proclama el salmista (Sal 49,15), o bien al Pastor, al Modelador enviado por el Padre, que abre toda existencia humana a la vida eterna. La cuestión es que solo tú puedes hacer esta elección; nadie, ni siquiera Dios lo va a hacer por ti.

Es cuestión de recurrir a la sabiduría, de fijar nuestros ojos en la riqueza de vida que nos da Dios. Sin esta sabiduría nos vemos abocados a la pobreza existencial, cuya hija, la necedad, nos lleva a escoger la seducción del padre de la mentira ( Jn 8,44) antes que al Dios fiel cuya Palabra es verdad ( Jn 17,17). Cuando Jesús dice que la palabra del Padre es verdad, está proclamando que la cumple, sea como sea, por el honor de su nombre. Bien sabía el Hijo que su Padre tenía una palabra de Vida con él que se cumpliría en el sepulcro resucitándole.

Efectivamente, Jesús hace esta proclamación en la Última Cena, cuando todo el entramado inicuo que habría de llevarle a la muerte está en marcha. Aun así y teniendo en cuenta que la muerte no es plato de gusto para nadie y menos aún la suya –no es necesario ahondar en la iniquidad de su juicio y posterior crucifixión–, incluso así, repito, proclama que la palabra del Padre es verdad. Bien sabía que él habría de visitarle en la lóbrega cavidad del sepulcro de donde le levantaría glorioso.

Dejando a Dios actuar, a la Palabra hecha carne, se cumple la bellísima profecía de Isaías. Antes de leerla es conveniente saber que cuando los profetas utilizan la expresión «aquel día», normalmente es una referencia a la venida del Mesías. Ahora sí vamos al texto profético:

Aquel día se dirigirá el hombre a su Hacedor, y sus ojos hacia el Santo de Israel mirarán. No se fijará más en los altares, obra de sus manos, ni lo que hicieron sus dedos mirará: los cipos y las estelas solares (Is 17,7-8).

Esta es la buena noticia: que gracias a Jesucristo, con su fuerza podemos combatir hasta deshacer las artimañas del «deshacedor» y poner nuestros ojos –nuestra existencia– en el Hacedor. Es entonces cuando podemos decir con Pablo: «En Él –Dios– nos movemos, existimos y somos» (He 17,28). Expresión que nos resitúa nuevamente junto a Juan quien, en su Prólogo, testifica que por su Palabra fueron hechas todas las cosas; y en este su hacer está la nueva Creación de todos aquellos que se ponen en sus manos, en las de Dios. Creación eterna, es decir, por y para siempre.

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Superabundancia de Dios

En ella estaba la vida ( Jn 1,4a).

«En ti está la fuente de la vida» (Sal 36,10), canta pletórico de júbilo el salmista. No es para menos. En un mundo en el que su Príncipe raciona la vida de los suyos hasta la extenuación, descubrir que Dios es manantial de vida llena de esperanza a los que en Él confían. «Hacia las aguas de reposo me conduce mi buen Pastor», canta este otro hombre orante del pueblo santo (Sal 23,2b). Y nos quedamos suspendidos entre la fe y la fantasía, pues no nos acabamos de creer que haya unas aguas vivas que den al hombre la serenidad del alma, agitada un día sí y otro también por su adversario ( Job 1,6 y ss.). Sobre esa serenidad del alma puede el hombre palpar el rostro de Dios que lleva en ella dibujado.

La Palabra es fuente de la vida. Todas las experiencias destructivas por las que pasa Israel tienen una sola causa: haber abandonado el manantial de aguas vivas. En esta tesitura no le queda otra que beber de aguas estancadas, almacenadas en aljibes agrietados, como dice Jeremías:

Doble mal ha hecho mi pueblo: A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua ( Jer 2,13).

Es a causa de esta penuria, escogida insensatamente por Israel, por la que queda a merced de otra fuerza, no de la de Dios, sino de la de sus enemigos que terminan por reducirlo y someterlo en el destierro. Baruc les dirá a estos hombres, desposeídos de la tierra que Dios les había no solo dado, sino también confiado, que acabaron en tierra extraña:

Escucha, Israel, los mandamientos de vida, tiende tu oído para conocer la prudencia. ¿Por qué, Israel, por qué estás en país de enemigos, has envejecido en un país extraño? [...] Es que abandonaste la fuente de la sabiduría (Bar 3,9-10.12).

Cuando Juan, lleno del Espíritu Santo, nos dice que en la Palabra estaba la vida, por supuesto que está pensando en la creación del mundo por obra y gracia de la Palabra salida de la boca de Dios. Recordemos: «Y dijo Dios: Hagamos». Mas el espíritu del evangelista vuela mucho más alto, digamos que a la par del hombre redimido y rescatado por el Señor Jesús. Este hombre nuevo está lleno de vida, de la fuente de la sabiduría, de la misericordia y del amor que fluyen de la Palabra sembrada en la buena tierra de su alma (Mt 13,23).

Cuando hablo de la buena tierra de su alma no me refiero a una especie de predilección elitista por parte de Dios, sino a la resolución de quien, acogiendo y valorando la Palabra recibida más que a su propia vida (Mc 8,34-35), se afana desde su libertad en quitar de ella todo abrojo, zarza, piedra, etc. que hubieran abocado esa tierra, que es su alma, a la esterilidad (Mt 13,18-22).

En este hombre está y habita como gran señor la debilidad. La buena noticia es que los primeros discípulos de Jesús conocieron a fondo sus debilidades. Jesús, su Maestro y Señor, no usó una varita mágica para anularlas, sino que se enfrentó a ellas con sus palabras de vida. Las puso tan al alcance de estos pobres hombres que, como dice Juan en su primera carta, las pudieron ver, oír, tocar y palpar (1Jn 1).

El que la prueba, no vuelve atrás

Muy fuerte tuvo que ser el impacto de estos primeros discípulos de Jesús ante la Palabra que salía de sus labios, tanto que, en un cierto momento, cuando tienen que decidir si continuar a su lado o volverse junto a toda una multitud que, escandalizados por sus actos, le habían dado la espalda ( Jn 6,66), Pedro en nombre de todos, sacó a la luz lo más genuino que su alma había guardado del Evangelio de su Maestro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» ( Jn 6,68).

En la Palabra estaba la vida, la eterna. Si esto ya supone un salto cualitativo abismal en lo que respecta a la experiencia que, como seres humanos, podemos llegar a hacer, ¿qué podríamos decir si consideramos el hecho de que el Hijo de Dios pone sus palabras de vida eterna en la boca de los anunciadores del Evangelio? No estamos hablando de supuestos, sino de verdades manifiestas. Además, si no fuera así, ¿para qué perder el tiempo predicando un Evangelio que no aporta nada esencial al hombre? ¿Para qué ir por el mundo anunciando algo que en realidad no marca diferencia alguna con las demás religiones? No estoy hablando en términos de salvación, pues esto le toca solamente a Dios. Estoy hablando de que quien acoge el Evangelio tal y como el Señor Jesús lo entregó junto con su vida, ya ha pasado de la muerte a la vida:

En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida ( Jn 5,24).

Oigamos lo que dice Jesucristo a sus discípulos, teniendo presente que les confía el anuncio del Evangelio al mundo entero:

Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado (Lc 10,16).

Podemos apreciar el sentido más profundo de esta exhortación del Hijo de Dios a la luz de lo que su Padre proclamó en el Tabor ante Pedro, Santiago y Juan: «Y vino una voz desde la nube: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”» (Mc 9,7).

Sí, escuchadle, porque en él, que es mi Palabra, está la vida que busca todo hombre, esa vida abierta a la Vida. Escuchadle, pues de su boca fluyen palabras de salvación para todos los hombres tal y como lo profetizó mi siervo Isaías:

Él es mi Dios y Salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, Él es mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación (Is 12,2-3).

La exhortación que Dios Padre hace a estos tres discípulos en el Tabor instándoles a escuchar, a poner atento el oído (Sal 45,11) a las palabras de gracia que manan de sus labios (Is 45,3), la dirige el Hijo al mundo entero con respecto a los anunciadores de su Evangelio: ¡Escuchadles porque es a mí a quien me escucháis! ¡Sí, porque ellos son portadores de vida eterna... escuchadles!

Los apóstoles y todos los anunciadores de la Iglesia primitiva eran perfectamente conscientes de que su Señor y Maestro les había encomendado la vida eterna para que, desde el corazón y la boca, la ofreciesen gratuitamente a todos aquellos que quisieran libremente acogerla. Sí, tal y como oyeron del mismo Jesús, el que cree en Él –un creer que nace de la predicación del Evangelio (Rom 10,17)– ¡tiene ya la vida eterna!:

Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna ( Jn 10,27-28).

Y la tienen porque han llevado y guardado en sí mismos, en su corazón, en su alma y en sus entrañas, la Palabra que han escuchado del Hijo de Dios ( Jn 14,23).

Evangelio e inmortalidad

Es muy revelador, a este respecto, lo que Pablo y Bernabé les dijeron a los judíos de Antioquía, pues marcó un antes y un después en su misión evangelizadora. Dado que los judíos se oponían incansablemente a su predicación incluso con blasfemias (He 13,45), declararon solemnemente:

Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles (He 13,46).

Bien sabían Pablo y Bernabé que sus palabras llegaban hasta sus labios desde la fuente de la vida (Sal 36,10), y que por ello estaban colmadas de vida eterna. Os anunciamos la vida eterna, dirá Juan a los suyos (1Jn 1,2b). Y, volviendo a Pablo, no podemos dejar de estremecernos ante la plena convicción que tenía de que su Señor le había confiado su Evangelio en vistas a la predicación:

Nuestra exhortación no procede del error, ni de la impureza, ni del engaño, sino que así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones (1Tes 2,3-4).

Este Evangelio que irradia vida e inmortalidad, como proclama gozosamente Pablo:

[...] y que se ha manifestado ahora con la manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio para cuyo servicio he sido yo constituido heraldo, apóstol y maestro (2Tim 1,10-11).

«En ella estaba la vida», y la vida se abrazó a la muerte en la espantosa ignominia de la cruz. Clavado en ella el Maestro, expuesto al mayor y más grotesco de los espectáculos, se dejó perforar por una lanza ( Jn 19,34). Fue entonces cuando las infinitas riquezas del seno de Dios se derramaron sobre la humanidad, alcanzando a todo buscador de la verdad, como fue profetizado por el autor del libro del Sirácida:

Venid a mí los que me deseáis, y hartaos de mis productos. Que mi recuerdo es más dulce que la miel, mi heredad más dulce que panal de miel [...]. Todo esto es el libro de la alianza del Dios Altísimo, la Palabra que nos prescribió Moisés (Si 24,19-20.23).

En ella estaba la vida, y de palabras de vida se llena el mundo entero por medio de aquellos en quienes se cumple la profecía de Isaías, profecía que, por supuesto, alcanzó su plenitud en Jesucristo:

El Señor Yavé me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yavé me ha abierto el oído (Is 50,4-5).

Son palabras de vida capaces de poner en pie a los abatidos como, por ejemplo: «Hijo, tus pecados son perdonados [...] levántate, toma tu camilla y anda» (Mc 2,5.9). Sí, levántate y endereza tus pasos hacia tu casa, la de nuestro Padre, el tuyo y el mío. ¿Se puede dar mejor noticia a nadie? Esta es la vida que reside en la Palabra. Y ¿qué decir del aliento, soplo de vida, que reciben todos aquellos que creen en esta Buena Noticia proclamada por los discípulos del Señor Jesús?:

Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas (Mt 11,28-29).

En definitiva, el Evangelio es la Palabra de vida que despierta y eleva las aspiraciones eternas que todo hombre lleva como preciosísimo bagaje en lo más profundo de su alma. Podríamos citar un texto evangélico detrás de otro para confirmar todo esto, mas no es el caso. Nos limitamos a aseverar que todo el Evangelio es una Palabra de vida que resuena en todo aquel que la escucha. Sí, resuena el ¡Vive! Que Dios mismo dirige al hombre caído, tal y como fue profetizado:

Yo pasé junto a ti y te vi agitándote en tu sangre. Y te dije, cuando estabas en tu sangre: ¡Vive! (Ez 16,6).

5
La luz dentro de ti

Y la vida era la luz de los hombres ( Jn 1,4b).

Después de que Juan nos dijera que en la Palabra estaba la vida, nos hace saber que esta, la vida, era la luz de los hombres. Ambas, vida y luz son intrínsecas al Hijo de Dios, están en él. El amor de Dios al hombre se manifiesta en que tanto la vida como la luz, rebosantes de plenitud, dejan de ser exclusividad suya. Gracias a la encarnación, el Emmanuel las hace propias de todo aquel que acoge su Evangelio. De vida eterna hemos hablado anteriormente, de vida eterna seguimos hablando.

Pablo nos dirá que la Palabra de vida se ha derramado en forma de luz en nuestros corazones, llevando así a cabo plenamente la primera creación de Dios ante el caos, la confusión y la oscuridad que imperaban sobre el abismo. Recordemos:

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Y dijo Dios: Hagamos la luz, y la luz fue hecha (Gén 1,3).

Fijemos nuestros ojos sobre la intuición catequética del apóstol Pablo acerca de estos primeros versículos del Génesis a la luz de la encarnación del Hijo de Dios:

Pues el mismo Dios, que dijo: «De las tinieblas brille la luz», ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo (2Cor 4,6).

Por supuesto, Adán y Eva ya fueron enriquecidos por la luz de Dios al crearlos a su imagen y semejanza; luz que se va expandiendo por toda la humanidad en la medida que va evolucionando. Si la encarnación marca un antes y un después (mas no una interrupción) en lo que se refiere a la revelación y manifestación de Dios, antes y después que conocemos bajo el nombre de Antiguo y Nuevo Testamento, podemos decir también que la elección de Israel establece asimismo un antes y un después en lo que respecta a la relación de la humanidad con Dios. Israel, al ser elegido, tiene conciencia de que desde su seno se habría de proyectar hacia el mundo entero la luz incorruptible de la Palabra (Sab 18,4b).

Vista la connaturalidad existente en la Palabra en cuanto vida y luz, dirigimos nuestra mirada hacia el Señor Jesús, Palabra de vida del Padre y luz radiante de su rostro, como leemos en tantas catequesis de la Iglesia primitiva. Él es la plenitud de la vida por ser uno con el Padre ( Jn 10,30), y también la plenitud de su luz; es la manifestación visible de Yavé a los hombres sin velo de ningún tipo, como diría Pablo (2Cor 3,16). En Jesús se cumple la profecía del salmista: «En tu luz vemos la luz» (Sal 36,10b).

Sí, en Jesucristo vemos el rostro radiante del Padre. Recordemos la profecía de Isaías:

El pueblo que caminaba a oscuras vio una gran luz. Una luz brilló sobre los que vivían en tierra de sombras (Is 9,1).

Jesús, en quien se cumplen todas las profecías, proclama desde lo más profundo de su alma:

Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida ( Jn 8,12).

Esta promesa del Emmanuel supera toda expectativa. Así como «tiene la vida en sí mismo» ( Jn 5,26), también tiene la luz, y proclama solemnemente que todo aquel que siga sus pasos, es decir, que acoja su Evangelio vivificador, tendrá en sí mismo la luz de la vida. Tengamos en cuenta que hace esta gozosa proclamación después de iluminar los corazones de unos escribas y fariseos que pretendían apedrear a una mujer sorprendida en adulterio. Con sus palabras de vida iluminó sus corazones:

Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra ( Jn 8,7b).

Con la luz de la Palabra en sus entrañas, sorprendidos por la luz de su Palabra, se les cayeron las piedras de las manos.

Jesús camina en tinieblas

En esta misma dirección nos acercamos a la proclamación que antecede a la resurrección de Lázaro tal y como nos la refiere Juan. Jesús recibe la noticia de la gravedad de la enfermedad de su amigo y, después de un compás de espera demasiado larga dada la urgencia del caso, decide ponerse en camino hacia su casa situada en Betania a unos cinco kilómetros de Jerusalén.

No entramos en detalles del porqué de su demora, pero sí en la reticencia de sus discípulos a ponerse en camino. El hecho es que intentan disuadirlo, ya que la última vez que Jesús estuvo en Jerusalén los judíos intentaron apedrearle ( Jn 10,31.39). Esgrimidas sus razones, por cierto bastante convincentes, Jesús les dijo:

¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él ( Jn 11,9-10).

Durante la noche –recordemos que en aquel tiempo no existía la luz artificial– las actividades humanas generalmente se paralizaban. Conforme va anocheciendo, la sociedad se va replegando sobre sí misma en sus casas; al despuntar el día se reanudan los trabajos. Luz natural, actividad, emprendimientos dentro o fuera de las casas, en el campo, el comercio, etc. Este condicionamiento de la noche Jesús lo hace constar también con respecto a la fe. Lo hace constar pero dejando en el aire un interrogante, más bien un condicional: «Si un hombre camina de noche, tropieza porque no está la luz en él». A la luz del Evangelio, nos podríamos dar cuenta de que es un condicional tras el cual se vislumbra una puerta abierta. Si uno no puede caminar en tinieblas porque tropieza al no tener en sí la luz, sí es posible hacerlo poseyéndola en su interior. Y bien, resulta que él, el Hijo de Dios, no solo tiene en sí la luz sino que es «la luz del mundo».

Hablemos ahora del hombre, de nosotros. Hasta el más generoso, entusiasta, incluso el más entregado a Dios, conoce el desconcierto, la angustia de la noche. No me estoy refiriendo a la noche oscura de la fe por la cual pasan todos los buscadores de Dios como, por ejemplo, san Juan de la Cruz. Me refiero a la oscuridad de todos los hombres que, en un cierto momento, no saben ni por qué creen en Dios, ni siquiera si vale la pena creer en Él, buscarle. Es el desconcierto de quien se ve privado, como dice el salmista, de la luz de su rostro.

Nos acercamos a este fiel israelita que derrama su corazón y su alma ante Dios porque le ha colmado con su amor, protección y aliento:

Yo te ensalzo, Dios mío, porque me has levantado; y no dejaste reírse de mí a mis enemigos. Yavé, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado mi alma del abismo, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa (Sal 30,2-3).

Como hemos podido ver, todo en él es gratitud, alabanza; es tan evidente lo que podríamos llamar la presencia de Dios en él que podría casi hasta palparle. No alberga la menor duda, está apoyado en la roca y parece que nada ni nadie podrá hacer que se tambalee. Sí, eso es lo que parece... cuando, de pronto, su clamor de alabanza da paso a un grito lastimero, propio de quien está amedrentado:

Y yo en mi paz decía: Jamás vacilaré. Dios mío, tu favor me afianzaba sobre fuertes montañas; mas retiraste tu rostro y estoy desconcertado (Sal 30,7-8).

He aquí la cuestión, mientras este hombre estaba arropado por la luz del rostro de Dios, era capaz de reconocer su presencia y, con ella, tantos cuidados y obras a su favor. Estaba en definitiva arropado por su luz. En estas circunstancias no le costaba a nuestro amigo gran cosa mantener su amor y fidelidad a Él. Como decía Jesús, cualquiera puede caminar sin tropezar arropado por la luz del día. Sin embargo, llegada la noche no es conveniente continuar el camino.

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174 s. 8 illüstrasyon
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9788428561839
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