Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 11
–…Es un consuelo, sí, es un consuelo que Dios me haya dejado ver a mi hija casada con un pundonoroso militar… Bien que decir militar en España es decir pundonoroso… Porque el ejército es la escuela del honor, como dijo cierto filósofo… Levantar el ejército, honrar el ejército, es levantar, es honrar el honor de la nación… Levantar el ejército es levantar el poderío y la prosperidad del país… Levantar el ejército es colocarnos al nivel de las naciones más grandes de Europa… Levantar el ejército es vivir respetados por todo el mundo… Levantar el ejército es levantarnos nosotros mismos… Levantar el ejército…
–Que se levante el ejército, pero que se siente don Cristóbal—gritó uno.
El Jubilado quedó parado en firme, echó una mirada de triste reconvención hacia el sitio de donde había partido la voz, se llevó el pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas, bebió con calma lo que restaba de vino en la copa y se sentó gravemente entre el aplauso y la risa de los comensales.
Fernanda no había despegado los labios durante la comida. Todos los esfuerzos de Granate, a quien la amabilidad de Emilita había colocado cerca de su apetecido dueño, resultaron infructuosos. Ni por hablarle de la zafra y describirle cómo se recoge el tabaco y hacer cálculos exactos de lo que se gana en cada caja de azúcar y lo que se ganaría si se rebajasen los derechos, ni por contar los cien pormenores interesantes sobre la importación de las carnes saladas de la República Argentina y del bacalao de Terranova, logró Romeo que su Julieta emitiese más que secos monosílabos. Lo único que hacía era alargarle de vez en cuando la copa, diciendo con imperio:
–Eche usted vino.
El indiano se apresuraba a cumplimentar la orden. La joven la apuraba de un trago, la ponía sobre la mesa y paseaba sus ojos altivos por los comensales, deteniéndose con insistencia en Amalia. Poco a poco aquellos ojos iban adquiriendo expresión más sombría, los párpados se le caían, se ponían encendidos y se movían a un lado y a otro con más dificultad. D. Santos, a quien sorprendía aquella manera de beber, se atrevió a decir:
–Fernandita, bebe usted como un sumidero. ¡Porra! Tengo miedo que le dé a usted un torozón.
–Eche usted vino—respondió Fernanda lanzándole al mismo tiempo una mirada torva que le desconcertó.
Ya que se hubo brindado, voceado y disparatado bien, el alegre concurso volvió a diseminarse. Sólo permanecieron en sus puestos el Jubilado y los oficiales refractarios al amor. Quedaron discutiendo la forma más adecuada de aumentar, sin gravar mucho al Tesoro, ocho duros mensuales a los capitanes, cinco a los tenientes y tres a los alféreces. Sin esta reforma declaraban explícitamente los interesados que se operaría muy pronto una completa disolución en el ejército, y por lo tanto, dejando de ser la escuela del honor, ni lo habría en el país, ni nos levantaríamos jamás a la altura de otras naciones, ni habría prosperidad ni poderío ni pundonor en toda la vida. Jaime Moro volvió a trincar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa y los arrastró hasta la mesa del tresillo. D. Juan había perdido y se mostraba reacio, pero el simpático mancebo logró convencerle con astucia de que, si no le había dado el naipe por la mañana, era porque él, Moro, nunca había perdido a esa hora. Cuando le venía la mala era por la tarde. Capaz sería de dejarse ganar con tal de retenerlos.
Manín, sentado a un extremo de la mesa, sin intervenir en la conversación de los oficiales, cortaba con su navaja rebanadas de pan y las comía cachazudamente formando bulto en el carrillo, remojándolas con largos tragos del Burdeos que había quedado en las botellas. No estaba conforme con la comida que les sirvió Marañón, el dueño del café de Altavilla. Después de haberse hartado como un salvaje, decía que todos aquellos platos eran perfumerías, y que donde estaba una fuente de judías con morcilla, longaniza y huesos de marrano deben callarse los macarrones. Hay que advertir que para Manín se llamaban macarrones todos los manjares que no conocía, lo cual caía muy en gracia al maestrante.
Mientras terminaba tan dignamente aquella comida indecorosa no cesaba de murmurar pestes contra ella, haciendo responsable en parte a D. Cristóbal, a quien dirigía de vez en cuando desde un rincón largas miradas de rencor.
De pronto se abren con estrépito las puertas del salón y penetran en él cuatro muchachas en un estado de agitación que impresionó vivamente a los circunstantes. Sin hacer caso de los otros se dirigen todas al mayordomo de Quiñones:
–¡Manín, un oso! ¡Manín, un oso!
–¿Dónde?—pregunta aquél sin inmutarse.
–En el bosque.
–¿Quién lo ha traído?
Ante esta pregunta extravagante quedan las cuatro estupefactas y suspensas. Una de ellas se atrevió al fin a apuntar tímidamente:
–Ha venido él solo.
–¡Bah, bah, bah!—exclamó rudamente el mayordomo.
Y vuelve a las tajadas de pan con más ardor que antes, dando quizá con esto la razón a los envidiosos de la aldea, que no querían oír hablar de los osos que había matado y se emperraban en llamarle zampatortas.
–Vamos, niña, di cómo lo has visto—manifiesta la simpática Consuelo, que venía en la diputación.
Una, que estaba más pálida que las otras, avanzó y exclamó con trabajo:
–¡Qué miedo! ¡Madre mía, qué miedo! Creí que me moría… porque mire usted, el oso… ¡el oso era horrible!
En tal estado de sobresalto se hallaba, que no pudo articular más que palabras incoherentes. Entonces la resuelta Consuelo avanzó a su vez y dijo con voz firme:
–Verá usted, Manín. Esta niña se encontraba con nosotras en la parte más espesa del bosque, allá muy lejos. Oyó cantar un pájaro, un malvís, según creo. ¿No era un malvís?… Bueno, pues oyó cantar un tordo y se dirigió al sitio donde sonaba. Se alejó bastante y no pudo dar con él. Cuando se volvía, sale de unas matas el oso, la acomete, la tira al suelo y sin hacerla daño, no sabemos por qué, huye y desaparece.
El famoso cazador de osos se levanta pausadamente y dice con el acento firme y sosegado de los héroes:
–Vamos a ver qué es eso.
Pidió una escopeta arriba, y seguido de lejos por las pálidas doncellas, dio una batida al bosque. Lo único que halló fue un cerdo alemán de la pareja que el conde había traído para encastar. La hembra había muerto y el macho vagaba triste y solitario por la espesura mientras se efectuaba su metamorfosis en morcillas y chuletas. Hubo sospechas vehementes de que el autor de la agresión fuese este cerdo viudo, pero la joven de la aventura juraba y perjuraba que había sido un oso quien la había acometido, y que no le dijeran cómo era este animal, porque lo había visto muchas veces disecado en el gabinete de zoología de la universidad.
Fernanda se había marchado mucho antes seguida de Granate. Estuvieron en el jardín. Allí la joven se le colgó del brazo y dieron algunas vueltas por la misma calle en que había visto pasear al conde con Amalia.
–Usted está muy enamorado de mí, ¿verdad?—le preguntó bruscamente.
El indiano, sorprendido, murmuró:
–¡Oh, sí! Dicen que estoy como un burro, y es verdad.
–¿Y qué siente usted, vamos a ver; qué siente usted? Explíquese.
–¿Yo?… ¿Cómo?—exclamó sorprendido.
–Sí. ¿Qué siente usted cuando me ve? ¿Qué siente cuando otro hombre se acerca a mí, el conde, pongo por caso? ¿Qué siente usted en este momento en que va oprimiendo mi brazo? Descríbame usted sus sensaciones, lo que le pasa por dentro…
–Yo, señorita… no sé qué decirla… La tengo tanta ley como si fuese de la familia… Y a don Juan, su padre, aunque sea un poco cascarrabias, lo mismo… Que sea cascarrabias o no, ¿a mí qué me importa?… Si me casara con usted, tengo casa, gracias a Dios… Y no es porque yo lo diga, pero mi casa vale más que la suya, eso bien lo sabe usted… Pero antes nos iríamos a viajear por Francia, por Italia, por Ingalaterra, por donde usted quisiera… Y si echábamos abajo cinco mil duros, ¡que los echáramos!
Granate siguió desbarrando un buen rato en esta forma. Fernanda no le oía. Al fin le enfadó aquel ruido molesto y dijo con acento colérico:
–¿Se quiere usted callar, hombre? ¿Qué sarta de estupideces está usted ahí soltando?
El pobre D. Santos quedó anonadado. Pasearon en silencio algún tiempo.
–¡Qué feo es todo esto!—exclamó al cabo la joven.
–¿Cuálo?
–¡Todo! La casa, el bosque, los prados, el jardín… Mire usted qué horrible es esta magnolia.
–La casa muy fea y muy antigua, siempre lo he dicho… Si la dieran tan siquiera un revoque y me pintaran los balcones, todavía… El bosque no vale para nada, no trae utilidad, está ocupando un sitio precioso para hortaliza o espalera de fruta o lo que le manden.
Fernanda soltó una carcajada.
–Usted padeció alguna vez de melancolía, D. Santos.
–¿De tristeza? Nunca. Yo siempre de buen humor. Tan sólo hace un año, que me comió un bribón ocho mil y pico de duros, tomé un berrenchín que me duró dos días.
–¡Qué feo está el sol ahora, visto por entre las ramas de los árboles!
–¿Quiere usted que nos volvamos a casa?
–No, lléveme usted hacia el río. Tengo la cara ardiendo y quiero refrescarla un poco con agua.
Bajaron por los prados, llegaron al río, y allí la heredera de Estrada-Rosa, contra las prescripciones de D. Santos, se echó agua al rostro por largo rato. Después que se hubo secado ascendieron de nuevo lentamente hacia la casa.
–¿Cómo estoy ahora? Bien, ¿eh?… ¡Si viera usted cómo me aburro aquí! No puedo más; todo esto me fatiga. Yo no nací para andar por los prados como las vacas. A mí me gustan las ciudades, los salones, el lujo. Quisiera viajear, como usted dice, por París, por Londres, por Viena. Qué aburrido es Lancia, ¿verdad? ¡Aquellos eternos paseos del Bombé! ¡Aquel campo de San Francisco! ¡Aquella torre de la catedral tan negra y tan triste! Luego siempre las mismas caras. La única persona divertida de Lancia es usted… En cuanto le veo se me suelta la risa sin poderlo remediar. ¿Por qué le llaman a usted Granate? Yo creo que el color de usted más se parece al lapislázuli… ¿Usted habrá tenido esclavos allá en América?… ¡Oh, cómo me gustaría a mí tener esclavos! ¡Es tan fastidioso eso de pedir las cosas por favor! Pero no, en América, no; hay fiebre amarilla… Preferiría ir a China.
A medida que hablaba se iba exaltando, se emborrachaba con sus propias palabras. Los pensamientos salían cada vez más incoherentes. D. Santos trató de decir algo, pero se lo impidió ella tapándole la boca con la mano.
–Déjame hablar, hombre. ¿Te lo quieres decir todo tú?
El indiano empezó a inquietarse. La exaltación de la joven iba en aumento. Hablaba por los codos y le tuteaba rudamente.
–Dame un cigarro.
–¡Fernandita!… ¡Un cigarro!… Se va a usted a marear.
–¡Silencio! ¿Qué dices ahí, tonto? ¡Marearme! Tú no sabes ya qué inventar para fastidiarme. Dame un cigarro o te dejo ahí plantado.
El indiano sacó la petaca: la gentil heredera tomó de ella una breva, le arrancó con sus dientes etiópicos la punta y pidió por señas un fósforo. Granate se lo ofreció encendido, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en señal de disgusto.
Cuando hubo dado dos o tres chupadas, puso un gesto avinagrado y exclamó:
–¡Qué cigarros tan infames! Mira, fúmatelo tú.
Y se lo puso en la boca.
No fue, no, avinagrado el gesto de Granate al chuparlo.
–¡Ya lo creo que me lo fumaré!—exclamó sonriendo beatamente.—Me salen a doscientos pesos el millar… Pero ahora, después de chuparlo usted, vale un millón…
–Vamos, no empieces a decir brutalidades. Llévame a casa… Esta luz me marea.
Llegaron hasta la corrada cogidos del brazo. Allí un pollastre les dijo desde lejos:
–¿Dónde van ustedes? La gente está en el bosque.
–Dígale usted a la gente que me río de ella—respondió Fernanda con gesto furioso que hizo sonreír al muchacho.
–¿Tú no conoces la casa?—añadió bajando la voz y dirigiéndose a D. Santos.—Pues voy a enseñártela toda. Verás.
Subieron la mohosa y estropeada escalera. Fernanda, sin cerrar boca, fue recorriendo todas las habitaciones del caserón y mostrándolas al indiano.
–¡Aquí está el célebre cuarto de la condesa!—exclamó con singular entonación al llegar a él.—Vamos a entrar. Estoy cansada.
Entraron y la joven cerró la puerta.
–¿Qué hermoso, eh?… Éste es el cuarto más hermoso y más pícaro de la casa. Si estos muebles se pusieran a contar secretos divertidos, no concluirían nunca… Mira, dime pronto algo que me haga reír, porque si no vas a ver cómo empiezo a llorar lo mismo que una colegiala… ¿Lo ves? Ya estoy llorando… Siéntate ahí, gaznápiro… ¡Qué bonito chaleco traes! ¡Qué bien dibuja la redondez de la panza!… Contempla esa cama. Es grande, ¿eh? es ancha, es hermosa, es artística. Pues mira, yo la quemaría… Por no sentarme en ella, voy a sentarme sobre tus rodillas…
Y así lo hizo. Granate al sentir aquella carga tan dulce quedó enajenado, y con increíble audacia le pasó un brazo por la cintura. La joven se alzó como si la hubiera pinchado.
–¿Qué haces, bruto? ¿Crees que estamos en la manigua y soy alguna negra cimarrona?
Después de contemplarle un rato con ojos coléricos, su fisonomía se fue serenando, sus labios se dilataron con sonrisa dulce.
–¿Me quieres mucho?
–¡Casi na!—dijo el indiano con acento picarón.
–Pues vas a ser feliz un momento. Mira, te voy a permitir que me des un beso… uno solo, ¿lo entiendes? Pero me has de jurar que no lo ha de saber nadie…
El indiano hizo un juramento espantoso.
–Bueno, basta. Ahora, dame el beso aquí en la sien. El primero y el último que me has de dar en tu vida… Espera un poco—añadió alzándose otra vez.—Por este beso yo te he de dar cincuenta bofetadas en esos carrillos azules… ¿Admites el trato?
Granate consintió inmediatamente. La niña volvió a sentarse sobre sus rodillas e inclinó la cabeza para recibir el beso.
–¡Bueno, ahora llega mi turno!—exclamó con infantil alegría.—Prepárate a recibir los bofetones… ¡Qué carrillos, Dios mío, tan magníficos! ¿Ves que son azules?… Pues te los voy a poner verdes… ¡Atención!… ¡Una!… La primera… ¡Dos!… La segunda… ¡Tres!… La tercera… ¡Cuatro!… ¡Cinco!
La mano breve y torneada de la hermosa chasqueaba ruidosamente en las carnosas mejillas del indiano. Los ojos de éste comenzaron a ponerse encendidos y encarnizados, como los de un lobo, su sangre llameó repentinamente y con brusco ademán la sujetó brutalmente por la cintura.
Fernanda dejó escapar un grito ahogado.
–¿Qué tienes?… ¿Por qué te enfadas?… ¡Déjame!… ¡Déjame, bruto!
Luchó, forcejeó con desesperación, pero no logró desasirse…
Al apartarse, la embriaguez había desaparecido por completo. Dirigió una mirada vaga, extraviada, al indiano. Pero esta mirada adquirió súbito expresión de espanto, se fijó en él como en un animal extraño que la viniese a acometer.
–¿Qué hace usted aquí?… ¡Ah, sí!—exclamó llevándose la mano a la frente.—¡Dios mío! ¿Qué me pasa? ¿Estoy soñando?…
Y volviendo a clavarle sus ojos irritados, amenazadores, le gritó con rabia:
–¿Qué hace usted ahí plantado? ¡Salga usted inmediatamente! ¡Salga usted! ¡salga usted!—repitió con grito cada vez más alto.
Pero cuando el indiano retrocedía ya hacia la puerta ella se lanza de pronto fuera, sale disparada por los pasillos y, al llegar cerca de la escalera, cae atacada de un síncope.
La levantaron, la prodigaron mil cuidados. Al recobrar el sentido brotó de sus ojos un raudal de lágrimas; no cesó de llorar en toda la tarde. Cuando la comitiva se puso de nuevo en marcha hacia la población aún seguía llorando.
–¿Han visto ustedes qué vino más llorón tiene esta niña de Estrada-Rosa?—decía riendo el capitán Núñez.
IX
La mascarada
Momentos antes de que la rosada aurora abriese de par en par las ventanas del Oriente, Satanás, que amaneció de humor campechano, envió a Lancia al más travieso y juguetón de los demonios con encargo de despertarla. Batió sus negras alas el ministro de Averno sobre la ciudad y lanzó una carcajada horrísona, estridente, que logró arrancar de las profundidades del sueño a todos sus habitantes. Despertaron con unas ganas atroces de reír, de alborotar, de burlarse de la autoridad gubernativa, improvisar coplas y decir barbaridades.
Uno de ellos, imaginamos que haya sido Jaime Moro, lo primero que hizo al saltar de la cama fue llamar al criado y preguntarle con semblante risueño si D. Nicanor, el bajo de la catedral, le había prestado al fin su figle. El criado, sin responder, saliose un momento del cuarto y no tardó en aparecer con un descomunal serpentón entre las manos. Y sin respeto alguno a su amo aplicó los labios a la boquilla y produjo un ruido temeroso semejante al rugido de un león. Moro, en calzoncillos como estaba, hizo una pirueta y tres o cuatro zapatetas en señal de íntimo regocijo, como si aquel ruido bárbaro hubiese tocado las fibras más delicadas de su corazón. Después de probar por sí mismo a producir idéntico rugido y cerciorarse de que era bien capaz, se vistió, se aliñó y, tomando apresuradamente el desayuno, se salió a la calle liado en su capa y debajo de ella el artefacto musical que tan gozoso le había puesto. A cuantos encontraba detenía con guiño misterioso, y metiéndose en el portal más próximo les mostraba, lleno de emoción, el contrabando que traía oculto. Ninguno preguntaba lo que iba a hacer con él. Sonreían, le apretaban la mano significativamente y solían preguntarle al oído:
–¿Para cuándo?
–Esto para la noche, pero a las doce sale la carroza.
–¿Se escaparán?
–¡Ca! Están bien tomadas las medidas.
Y seguía su camino, embozado hasta los ojos, porque hacía un frío de dos mil diablos.
Otros no se limitaban a sonreír y apretarle la mano, sino que en justa correspondencia a su confianza sacaban con mano temblorosa de los bolsillos del gabán o de lo interior de la gabardina algún instrumento resonante también de menor categoría, una trompeta, un cuerno de caza, una matraca. Moro aplaudía, alababa el instrumento sin hacer alarde de su superioridad. Y proseguía con marcha oblicua y trabajosa, no hacia la confitería de D.ª Romana, que era el término glorioso de sus expediciones matinales, sino hacia casa de Paco Gómez.
Resonaba ésta ya con los pasos agitados y el vocerío de una muchedumbre de jóvenes diligentes. Todos ellos trabajaban con verdadero afán, con ahínco que rara vez se ve en los talleres. Unos cortaban estandartes, otros moldeaban caretas de cartón; quiénes pegaban letras negras a los trasparentes de un farol; quiénes vestían primorosamente dos grandes muñecos; quiénes, en fin, se ocupaban en desatascar las boquillas de varios bombardinos y serpentones semejantes al que Moro llevaba. La estancia era una inmensa sala destartalada. Paco Gómez habitaba el palacio de un marqués que jamás había puesto los pies en Lancia, del cual su padre era mayordomo. El implacable bromista presidía vigilante y solícito los trabajos de sus compañeros, acudiendo a todas partes, saliendo a cada momento para dar órdenes a los criados o para recibir los mensajes que le enviaban. Nunca se le había visto tan afanoso. Generalmente era displicente, y hasta en las bromas más premeditadas mostraba cierta actitud desdeñosa, sincera o fingida, que le hacía más temible. Ahora echaba todo el cuerpo fuera. Es que se trataba de la farsa más estupenda y regocijada que había presenciado jamás la ciudad de Lancia desde que los monjes de San Vicente habían venido a fundarla. El motivo era que se casaba… (apenas si la pluma se atreve a estamparlo) Fernanda Estrada-Rosa… se casaba… (vamos, que cuesta trabajo decirlo) ¡se casaba con Granate!
Desde la memorable escena de la Granja, Fernanda vivió en estupor doloroso, en un abatimiento de alma y de cuerpo que alarmó a su padre. Hizo llamar al médico. Éste no halló más que un desequilibrio nervioso; se curaría con algún viajecito a la corte, con paseos y distracciones. La niña se negó en absoluto a curarse por estos medios. Ni paseos, ni teatro, ni tertulias, ni mucho menos pensar en hacer viaje alguno. Desde su gabinete al comedor, desde aquí al cuarto de su padre, donde solía permanecer breves instantes. No tenía fuerzas para subir al piso segundo ni humor para enterarse de los trabajos de los criados y dirigirlos. Cerrada en su habitación tampoco lo tenía para seguir labor alguna. Se dejaba caer en una silla y permanecía larguísimo rato inmóvil con las manos sobre las rodillas y los ojos extáticos. Algunas veces se ponía a leer y, observando que no se hacía cargo de lo que el libro decía, concluía por arrojarlo. Otras se asomaba al balcón y permanecía de bruces sobre la baranda horas enteras con la vista fija en el espacio o en un punto de la calle, sin ver a los transeúntes ni contestar al saludo que muchos le dirigían, ni advertir siquiera la curiosidad de que era blanco por parte de las vecinas.
Mas he aquí que repentinamente se le antoja marcharse a Madrid. Fue necesario preparar el viaje instantáneamente. Manifestó su deseo por la mañana. Por la noche montaban padre e hija en la diligencia: con tal ímpetu y palabras extremosas exigió la niña el viaje. Una vez en la corte, cambió radicalmente su humor. Entregose con rabia, con pasión desenfrenada a los placeres que brinda Madrid a una joven forastera, rica y hermosa. Vivió dos meses en la embriaguez de los teatros, de los paseos en coche, de los grandes saraos y conciertos. Acometida súbito de una alegría nerviosa, parecía feliz enmedio del ruido y el tumulto de la sociedad, donde empezó a conocérsela por el sobrenombre de la Africana.
Para que su vida fuese aún más alegre y aturdida le placía comer por los cafés y restaurants, como un mancebo disipado. D. Juan fluctuaba entre el gozo de verla contenta y la incomodidad aguda que le producía aquella vida desordenada, tan contraria a sus hábitos y edad.
Una tarde, regresando del paseo del Prado, Fernanda estalló repentinamente en sollozos. D. Juan quedó estupefacto, aterrado; en toda la tarde no había cesado de reír aquella locuela burlándose de cierto mancebito que seguía pertinazmente su coche.
–¿Qué te pasa?… ¡Fernanda! ¡Hija mía!
La niña no respondió. Con el pañuelo en los ojos, el cuerpo sacudido por fuertes estremecimientos, lloraba cada vez más perdidamente.
–¡Fernanda, por Dios, que la gente se está fijando!
El llanto se iba convirtiendo en ataque de nervios. D. Juan ordenó al cochero partir a escape a casa. Mas antes de llegar a ella, la joven cesó de llorar y, levantando la cabeza con resolución, exclamó:
–¡Papá, quiero marcharme a Lancia!
–Bien, hija; nos iremos mañana.
–No, no; quiero que nos vayamos ahora mismo.
–Considera que no falta más que una hora para salir el tren.
–Sobra tiempo.
No hubo más remedio que meter apresuradamente la ropa en los baúles y salir disparados a la estación. Sólo cuando el silbido de la locomotora anunció la salida y comenzaron a correr por las llanuras áridas que rodean a Madrid se calmaron un poco los nervios de la excitada niña.
Al día siguiente de llegar a Lancia no fue a dar los buenos días a su padre ni a tomar chocolate con él, como tenía por costumbre. Cuando ya se disponía el viejo a llamarla, entra de repente en su habitación una doméstica pálida y agitada.
–¡La señorita se ha puesto muy mala!
Corrió D. Juan al gabinete y la halló desencajada; lívida, por los esfuerzos que unas violentísimas náuseas la obligaban a hacer.
–¡Pronto! ¡A buscar el médico!—gritó el pobre padre.
Fernanda hizo un gesto negativo y articuló débilmente:
–No, que llamen al penitenciario.
No hizo caso. Vino el médico y, después de examinarla detenidamente, llamó a D. Juan aparte y le dijo:
–Su hija de usted ha tomado una cantidad extraordinaria de láudano.
–¿Para qué?—preguntó sin comprender.
–Pues… para lo que se toman siempre esas cantidades… para envenenarse.
–¡Hija de mi alma! ¿qué has hecho?—gritó el desgraciado; y quiso lanzarse de nuevo a la habitación de la joven. El médico le detuvo.
–No corre peligro alguno. Ha devuelto todo el veneno, y con el medicamento que voy a recetar quedará completamente tranquila. Lo que importa ahora es que no repita.
–¡Oh, no! Yo me encargo.
Y corrió al cuarto de su hija. Pero no pudo arrancarle una palabra. La niña se obstinaba en que viniese su confesor. Al fin fue por sí mismo a llamarlo, y no tardó en aparecer con él.
Mientras duró la confesión, D. Juan paseaba agitadamente por el amplio corredor de la casa en espera, devorado por curiosidad ardiente, presa de vagos y tristísimos presentimientos. Salió al fin el penitenciario, quien sin responder a la muda interrogación que le dirigía con la vista, tomole gravemente de la mano y le llevó en silencio hasta su propia habitación, donde se encerraron. Cuando al cabo de una hora salieron, el anciano banquero tenía las mejillas inflamadas, los blancos cabellos en desorden y en los ojos señales de haber llorado. Despidió al canónigo en la escalera y tornó a encerrarse en su despacho. Allí permaneció todo el día y toda la noche, sin hacer caso de los recados que su hija le mandó para que se llegase a verla.
Fue el propio penitenciario quien se ofreció a hablar con Granate y seguir las negociaciones. El indiano relinchó de gozo al saber de lo que se trataba. Pero su naturaleza de aldeano astuto y la pasión de la avaricia, que era la que hasta entonces le había dominado, alzaron la cabeza. Cuando al otro día fue el canónigo a hablarle hallolo cambiado: cerdeaba, gruñía, sacudía la cabeza, hablaba con palabras entrecortadas del lujo con que habían criado a Fernanda, de los grandes gastos que el matrimonio trae consigo. En resumidas cuentas, pedía una dote. El penitenciario, que era hombre justificado y de genio vivo, no pudo contenerse ante tal vileza y le llenó de denuestos. Pero esto era lo que menos importaba a aquel rústico. Seguro de tener a D. Juan bajo sus tacones, reía como un bestia, se rascaba la cabeza y dejaba escapar algún dicharacho grosero que ponía aún más fuera de sí al canónigo.
Cuando, haciendo grandes rodeos, éste enteró a D. Juan de lo que ocurría, el desgraciado padre quiso volverse loco de desesperación e ira. Se arrancaba los cabellos, vomitaba injurias atroces y hablaba de dar un tiro a su hija y darse él otro enseguida. A duras penas logró calmarle un poco. Entró, al fin, en razón, siguieron las negociaciones y después de disputar como mercaderes el tanto y el cuanto de la dote, se fijó al fin lo que había de ser, y Granate consintió en dar su mano de sapo a la niña más preciosa que Lancia guardaba por aquella época.
Pero faltaba la más negra. Faltaba decírselo a ella. Cuando le anunciaron que se preparase a unir su suerte en plazo breve a la de D. Santos, cayó presa de fuerte desmayo. Al salir de él declaró rotundamente que no lo haría aunque la desollaran viva. Ni las reflexiones de su confesor, ni la perspectiva de la deshonra, ni las lágrimas de su padre consiguieron ablandarla. Sólo cuando vio a éste frenético llevarse el cañón de un revólver a la sien para arrancarse la vida se arrojó a detenerlo prometiendo hacer cuanto le mandase. Y he aquí cómo quedó concertado en principio aquel matrimonio horrendo.
Al tener noticia los nobles hijos de Lancia de tal concierto, el mismo sentimiento de vergüenza se apoderó de todos ellos. Una ola inmensa de rubor invadió las mejillas de aquel generoso vecindario. Esta ola solía venir a Lancia y hacer los mismos estragos siempre que la suerte favorecía a algún laciense más de lo justo. Si a uno le tocaba la lotería, si a otro le daban un buen empleo, si el de más allá se casaba con una mujer rica o adquiría gran caudal con su industria, o se hacía famoso por su talento, la delicadeza exquisita de los habitantes de Lancia se sobresaltaba y procuraba, rebajando el dinero, el talento, la instrucción o la industria de su vecino, poner las cosas en su verdadero sitio. Tal sentimiento puede equivocarse fácilmente con el de la envidia. El verdadero observador comprendería, no obstante, al oírlos disertar en las tertulias de las tiendas y en los corrillos de la calle, que sólo el amor, acaso demasiado ardiente, a la justicia les obligaba a minorar los méritos de su convecino y renunciar de este modo generosamente a la parte de gloria que en ellos pudiera refluir por este concepto.
El matrimonio de Granate causó profundo estupor. Siguió al estupor un grito de indignación. Nunca se colorearon tan vivamente las mejillas de los lacienses como en aquel momento; ni siquiera cuando la prensa de Madrid vino elogiando cierta comedia escrita por un hijo de la población. ¡Qué de improperios, primero contra Granate, luego contra D. Juan, después contra Fernanda! Singularmente los pollos se agitaban convulsos, frenéticos; encontraban deficiente la legislación, que no contenía medios de prohibir semejantes monstruosidades. Resultado de todo fue que, para dar expansión a las fogosas emociones que la noticia había despertado en su alma y para dar claro testimonio al mundo entero del profundo disgusto que un matrimonio tan extravagante les causaba, la juventud laciense dispuso una soberana farsa a cuyos comienzos asistimos.
Los interesados tuvieron noticia de ella y quisieron evadir el golpe, primero ocultando el día en que se había de celebrar el matrimonio, después celebrándolo fuera de la población. Pero no les valieron de nada sus precauciones. Los pollos olfatearon que la ceremonia se celebraría en los primeros días de Febrero, en la posesión que Estrada-Rosa poseía a media legua de Lancia. Se colocaron espías en la calle de Altavilla y en las inmediaciones de casa de Granate a fin de que no se escaparan; sobornose a los criados; se trazaron por las cabezas más fecundas de la ciudad mil planes ingeniosos para vejar a los novios. Como coincidió con estos preparativos el Carnaval, resolvieron aprovecharlo para dar el primer golpe con una gran mascarada burlesca, que salió el domingo a las doce de casa de Paco Gómez recorriendo las calles. En una carroza tirada por cuatro bueyes vestidos con percalina roja, sus cuernos adornados con ramaje, venían tres máscaras, queriendo figurar una a Fernanda Estrada-Rosa, otra a su padre y otra a Granate. Este último traía un sombrero de cuernos. De vez en cuando se paraba la carroza y ejecutaban una farsa ridícula y grosera que hacía bramar de regocijo a los curiosos que en torno se reunían. Fernanda besaba con trasportes de entusiasmo a Granate; éste, como más pequeño, la abrazaba por más abajo de la cintura, y mientras tanto D. Juan hacía sonar riendo una bolsa de dinero. De vez en cuando, del fondo de la carroza salía rápidamente otro máscara que quería representar al conde de Onís, daba un beso a Fernanda, se lo devolvía ésta a espaldas de Granate, y tornaba a ocultarse con la misma celeridad.