Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 10

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Pero cuando más desesperanzados estaban, he aquí que Consuelo, aquella niña aturdida y resuelta que hacía poco se había encaramado en un árbol, habla al oído a una compañera y luego se adelanta y dice, con espanto de sus compañeras:

–Yo me subo. Ayúdenme ustedes.

Un grito de entusiasmo acogió estas sencillas palabras. Por algunos instantes no se oyó más que ¡viva Consuelo! ¡viva Consuelo! entre la muchedumbre frenética. No hay quien no quiera ayudarla y quien no la colme de flores y agasajos. El alférez atlético, con ademán caballeresco, pone una rodilla en tierra y la invita a que afiance el pie sobre su muslo. La intrépida joven no se hace de rogar y lo ejecuta, sentándose de un salto en la tabla. Lo mismo militares que paisanos se las prometen muy felices y cambian entre sí miradas de inteligencia, decididos a faltar a su palabra y a pagar la confianza de la niña con la más negra traición. Mas cuando ya se disponían a dar comienzo a su obra maléfica empujando el aparato, Consuelo hace seña a su compañera. Se adelanta ésta con un puñado de alfileres y en un instante le prende las enaguas por debajo, de tal manera que no hay forma de que se le vea ni la punta del pie aunque echen a vuelo el columpio. El sexo femenino aplaude con entusiasmo loco.

–¡Bien, Consuelo! ¡bien!

El masculino, enfadado y mohíno, no se atreve, sin embargo, a protestar ruidosamente, pero murmura de aquella falta de confianza, mientras la interesada, orgullosa de su ocurrencia, los contempla con sonrisa burlona. La desgracia fue completa. Los alfileritos obtuvieron un éxito tan lisonjero que no hubo niña que se subiese al aparato que no se hiciese coser la ropa previamente con ellos.

Mientras tales memorables escenas se efectuaban en el bosque, Jaime Moro, desdeñando los placeres campestres, había logrado catequizar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa para echar un tresillito. Se aburría en la iglesia, se aburría en el bosque, en la ciudad y en la campiña. Tan sólo recobraba la serenidad de espíritu y renacía en él la calma y la alegría cuando tomaba las cartas en la mano. La suerte quiso serle aciaga. No había naipes en la casa. Pero no se arredra por eso. Baja a la cocina, llama aparte a un criado, al que le pareció más ligero y musculoso, y dándole una propina le encarga que a todo correr vaya a la ciudad y traiga un par de barajitas. Mientras tanto, para que no se le escapen, hace esfuerzos portentosos por entretener a sus compañeros, hablándoles de lo que más puede interesarles, sobre todo a don Juan, que manifestaba tendencias muy señaladas a desertar, seducido por la idea absurda de dar un paseo por la quinta y hacer una visita al molino como otros de los invitados. Moro sudaba de congoja temiendo no poder resistir hasta la vuelta del criado. Felizmente éste llegó a tiempo. En cuanto tuvo en su poder las anheladas barajas ya fue otro hombre. Seguro de la victoria los arrastra a una de las salas retiradas del caserón, se hace traer una mesa adecuada, bujías, cerveza, cigarros y ¡vamos allá!… Después de haber estado a dos dedos de perderla, Jaime Moro gozaba de aquella felicidad con una ruidosa alegría que causaba envidia.

Un buen golpe de gente ridícula, sin imaginación bastante para comprender ni gustar las dulzuras del tresillo, se había ido, con el Jubilado a la cabeza, a recorrer la posesión y visitar después el molino de nuevo sistema que el conde había montado hacía poco tiempo. Formaban la comitiva, entre otros, el novio, el propio capitán Núñez, con aquellos de sus compañeros menos propicios al sexo femenino, Granate, D. Enrique Valero, Saleta, Manín y otros pocos. Al conde no se le pudo arrastrar porque no se le halló. Se dijo que estaba dando órdenes a los criados y vigilando algunas obras allá lejos, pero no se le halló tampoco en ellas. Uno que hacía allí de capataz o medio mayordomo se brindó a servirles de guía.

La finca estaba situada en la pendiente de la misma suave colina donde está asentada Lancia. A espaldas de la casa se encuentra el bosque, que le priva de la vista de la ciudad. Así que con hallarse tan próxima parece que se está a cien leguas de ella, en la amable soledad del campo. Al mismo tiempo la protege contra los vientos del Norte y del Oeste, dejándola solamente abierta a las templadas y benéficas corrientes que vienen del Mediodía y del Este. No llegan hasta allí los ruidos de la población. Tan sólo las campanas de la catedral suenan a ciertas horas del día dulcemente amortiguadas por la distancia. La carretera general va por detrás del bosque. Otra pequeñita, que arranca de ella, la pone en comunicación con la quinta. No hay en ésta, como ya sabemos, ningún parque a la inglesa o a la francesa, ni jardincitos, ni cascadas, ni grutas artificiales. Es una finca mitad de recreo, mitad de labor. Primero el bosque, luego la casa con su corrada; después un jardín vasto y abandonado; enseguida praderas inmensas que se extienden por la falda de la colina y llegan hasta el río y aun lo salvan y se dilatan por la opuesta orilla. Por estas praderas se ve pastando el ganado, se oyen sus esquilas y los ladridos de los perros. Es fácil forjarse la ilusión de que se está en el seno de la naturaleza solitaria. La paz es profunda y sólo la interrumpe el canto de un pájaro o el mugido de una vaca.

Los excursionistas recorrieron las cuadras, que estaban bien cuidadas, pues el conde tenía afición a la ganadería. Sin embargo, Saleta afirmó que las había visto en Holanda mucho mejores.

–Figúrense ustedes, señores—manifestó con su característico acento gallego,—que allí a las vacas les atan el rabo con una cuerda, ¿saben? y lo tienen suspendido para que cuando les da la gana de proveerse lo puedan hacer sin ensuciárselo.

Esta noticia, rigorosamente exacta, hace soltar la carcajada a los presentes.

–¡Pero este D. Ramón cuándo se cansará de inventar patrañas!—se decían los unos a los otros por lo bajo, todo por causa de aquella maldita reputación de embustero que había adquirido.

–Pue eztán bien atrazaiyo en Holanda, amigo Zaleta—manifestó Valero, que no le dejaba pasar una.—En Málaga, cuando a alguna vaca le da la gana de ezo, ze le zienta en un inodoro y ze la limpia depué con papel higiénico.

Saleta no se dio por ofendido. Estaba tan avezado a la incredulidad de sus oyentes, que aunque ahora reventase con la verdad no le impacientaba que no se le creyese.

Cuando hubieron recorrido las cuadras tomaron el camino de los prados a campo traviesa, y descendieron hasta el río guarnecido, por entrambas orillas, de alisos, álamos y mimbreras, los cuales formaban a trechos una mata espesa por debajo de la cual corría oscuro y tétrico. El río Lora es uno de los menos caudalosos y al mismo tiempo de los más originales de España. Antes de llegar al mar, «que es el morir,» como dijo el poeta, se arregla para dar infinidad de vueltas como un viejo marrullero que pretende burlarse de la ley común a los seres creados. Imposible imaginarse un cauce más extravagante. Sale de cualquier población muy resuelto y boyante; parece que va a tragarse las leguas y marchar impávido hasta el océano. Pero al cuarto de legua se arrepiente, da la vuelta y retorna lento y cabizbajo cerca del punto de partida, lo cual hace pensar a algunos, no sin fundamento, que camina cuesta arriba. Sale de nuevo, no por voluntad, sino apretado por las circunstancias; esta vez se pierde de vista; todo el mundo cree que se va de veras para no volver. No es así, sin embargo. El gran zorro, cuando entiende que ya no le ven desde el pueblo, revuelve muy solapadamente y trata de meterse otra vez por él, pero le da vergüenza, y antes de llegar se aparta un poco y va a parar a alguna aldea próxima del mismo concejo. Jamás siguió una carrera franca y abierta. Como todos los caracteres rebajados, repugna la luz, aprovecha cualquier coyuntura para deslizarse debajo de alguna peña o una mata y ocultarse a las miradas de los hombres y permanecer allí estancado, corrompiéndose en degradante ociosidad. Nadie se fíe de él. Con sus apariencias de viejo inválido y reumático, incapaz de dar un paso, ha engañado a muchos zagales. Los invita a bañarse haciéndoles pensar que no tiene media vara de fondo, y luego los estrangula miserablemente entre sus aguas verdes. No se hallarán dentro náyades de celestial hermosura quebrando al nadar con sus brazos de alabastro los frágiles cristales, ni saldrán de noche a jugar sobre su linfa las graciosas ondinas, de cabellera blonda. El río Lora es taciturno, enemigo de toda idealidad poética. Nada de seres fantásticos. Lo único que alimenta con verdadero cariño es un enjambre de ranas, tan grande que causa vértigo el pensar qué número de ellas vivirá bajo su amparo. Ellas son las que se encargan de alegrar con su voz armoniosa los parajes que recorre.

Ellas fueron también las que impidieron con ruido atronador que Saleta pudiese afirmar, como afirmó después que se vieron lejos, que estando a orillas del Yumurí cierta tarde, había tenido la suerte de matar de una pedrada un cocodrilo. Verdad que bajo la mirada insistente de su colega Valero se apresuró a rectificar haciendo constar que el cocodrilo era todavía cachorro y no tenía más que una carrera de dientes.

Siguieron buen trecho la margen sombría del Lora y lo atravesaron por un puente rústico en el sitio donde el conde lo había desangrado, por medio de una acequia, para dar movimiento a su molino. Mas en aquel punto, a los amigos del novio, representantes genuinos del elemento más vigoroso y masculino del batallón, se les despierta repentinamente el sentimiento de su fuerza y del poder muscular de sus piernas. Un teniente salta la acequia. Un capitán, por no ser menos que el subalterno, también lo hace, pero se moja los pies. Excitado el amor propio, se despoja de la levita y vuelve a saltar con felicidad. Los demás le imitan. Al instante toma aquello el aspecto de los juegos olímpicos y todavía más de la gran batuda americana. Pero Núñez es un eminente saltarín. Así estaba de antiguo reconocido en todo el ejército y más particularmente en el arma de infantería. Saltó tres o cuatro veces con gran facilidad; mas, queriendo, como es lógico, sobreponerse a sus compañeros y dar prueba gallarda de su destreza, afirma en tono desdeñoso que «aquello no vale nada» y que él es capaz de saltar la acequia volviéndose de espalda. Estas palabras fueron acogidas con respeto por sus colegas, pero también con un silencio que al capitán se le antojó dubitativo. Y sin aguardar más resuelve confundirlos. No se despoja de una sola prenda del uniforme, que esto queda para los neófitos; toma vuelo, y al llegar al borde del agua se vuelve y da el salto, pero con tan mala fortuna que los pies se le enredan en unos juncos y cae de espaldas tan largo como era enmedio del arroyo. Se oculta a las miradas de sus amigos por un momento, y sale al fin bufando y chapoteando como un verdadero tritón, diciendo que no es nada y que va a saltar otra vez para que se vea. Pero su padre político no lo consiente. Le pasea las manos por el cuerpo para cerciorarse de que está calado (¡cómo había de estar!) y, presa de insana agitación, él, que hacía poco tiempo hubiera exterminado en pleno a toda la milicia, comienza a gritar:

–¡Es necesario mudarse!… ¡Ahora mismo!… ¡Una pulmonía!… ¡Mudarse!… ¡Fricciones!… ¡Una fiebre reumática!

Y otras exclamaciones más o menos coherentes, que daban testimonio del profundo interés que la salud del oficial le inspiraba.

Núñez, aunque guerrero, cede a sus instancias y vuelve hacia la casa con semblante fiero y ceñudo, enteramente resuelto a quitarse hasta los calcetines y a meterse en la cama mientras se manda propio a Lancia por una muda. Todos sus amigos le rodean, y así llegan hasta la casa. Emilita, que está al balcón, al verlos de aquella guisa, pregunta con sorpresa:

–¿Qué es eso?

–Nada—le grita su papá,—que Núñez se ha caído a la acequia.

Naturalmente al oír esto Emilita lanza un grito desgarrador y cae desmayada en brazos de varias damas. Núñez, hecho un héroe, despreciando su propia salud, corre a socorrerla. En pocos momentos se llena la habitación de vasos de agua y salen a relucir también dos o tres frascos de antiespasmódico. Cuando empieza a recobrar el conocimiento y llega el momento crítico de las lágrimas, su hermana Micaela no puede contenerse; increpa violentamente a su papá.

–¡Esto ha sido una verdadera barbarie! ¿Se ha figurado usted que su hija tiene el corazón de bronce?… ¡Bien poca delicadeza se necesita para herir de este modo a una pobre criatura!…

La pobre criatura le paga aquella defensa con una mirada cariñosa de sus ojos húmedos, apretándole al mismo tiempo la mano. El Jubilado se encuentra en el último grado del abatimiento y apenas se atreve a murmurar «que viendo a Núñez vivo a su lado no había razón para tanto susto.» Las señoras juzgan que Micaela ha estado irrespetuosa con su padre, pero al mismo tiempo no pueden menos de convenir en que aquello ha sido un escopetazo, y manifiestan a la desgraciada esposa una ardiente simpatía.

VIII
El vino de Fernanda

Fernanda no había presenciado nada de esto. Estuvo a primera hora en el bosque, haciendo de ninfa pudorosa como sus compañeras; pero cansada pronto del papel, se apartó de ellas y comenzó a discurrir por los lugares más solitarios. Su cabeza, tan erguida siempre, se doblaba bajo el peso del tedio o la preocupación; su talle flexible, ondulante, se movía sin compás girando a un lado y a otro como el cuerpo de un beodo; arrastraba los ojos por el suelo, aquellos hermosos ojos africanos que eran el más preciado ornamento de la noble ciudad de Lancia, y por su frente pálida cruzaba una arruga bien profunda, signo de pensamiento fijo y doloroso. ¡Cuánto le había atormentado desde hacía dos meses! La impresión que los amores del conde habían dejado en su alma, sofocada al principio por el orgullo, por la esperanza de volver a ellos, se había dilatado de pronto al conocer el secreto de su desvío, había hecho irrupción en ella, la había llenado toda y la abrasaba de amor y de celos. Eran tanto más ásperos éstos cuanto que vio claramente que Luis la había estado engañando mucho tiempo, le había fingido cariño cuando amaba ya a otra. La miserable traición de Amalia la sublevaba, le inspiraba horror y repugnancia; pero la del conde, tenía que confesárselo, la traspasaba de dolor y acrecía su pasión desmesuradamente.

Supo, no obstante, mantener su dignidad a flote. Siguió frecuentando el trato de Amalia y mantuvo con ella en apariencia las mismas relaciones amistosas, mas a despecho suyo, sin darse ella misma cuenta, había unas veces en su actitud, otras en sus ojos, otras en su acento, un leve dejo amargo y desdeñoso que no pasó inadvertido para la penetrante valenciana. Con su ex-novio se mostró circunspecta, dejó aquel tono agresivo que con él acostumbraba a emplear y se hizo más suave y formal; pero también, con gran disgusto suyo, la emoción que sentía al hablarle se le traslucía no pocas veces en una leve alteración de la voz y en palideces o rubores enfadosos. Su vida interna, durante aquellos seis meses, había sido devorada por una actividad febril, ansiosa, mareante, disimulada con esfuerzo bajo actitud tranquila y altiva. A veces la sorda irritación que la minaba no podía resistir tanta presión, y estallaba en un flujo de palabras candentes, injuriosas, que pronunciaba en voz baja, al advertir algún signo de inteligencia entre los traidores. Su naturaleza ardiente, orgullosa, lisonjeada por un padre que llegaría hasta el crimen por darle gusto, y por un enjambre de adoradores postrados a sus pies, botaba ante aquel obstáculo, el primero con que había tropezado en su vida, como un potro salvaje.

En estos frenesíes de cólera ideaba vengarse. Escribió varios anónimos a D. Pedro, pero ninguno llegó a su destino. Antes de echarlos al correo los rompía. El gran fondo de dignidad que había en su carácter se sublevaba ante un proceder tan bajo; los rompía vertiendo lágrimas de despecho. Después de hacer trizas el último que escribió, tuvo ocasión de alegrarse, pues supo casualmente aquella noche que ninguna carta llegaba a poder de Quiñones sin pasar por las manos de su esposa. Otras veces no podía más; se rendía a la pesadumbre de su pena y se dejaba caer en una butaca, y pasaba largo rato con los ojos extáticos en meditación intensa y dolorosa. Acometíanle, en estos momentos, súbitos arranques de ternura; se confesaba sin rubor, con gozo voluptuoso, el amor que sentía; perdonaba a Luis de todo corazón y se prometía amarle toda la vida en silencio, no ser jamás de ningún otro hombre. Según trascurrían los días este sentimiento se irritaba, se trasformaba en deseo enfermizo, irracional. La excitación de los sentidos, que al fin despertaban en ella de un modo violento, juntábase al cosquilleo del amor propio herido, para mantener vivo este deseo. Poco le faltaba, cuando veía a Luis a su lado, para abrirle su pecho y confesarle la abrasadora pasión que sentía.

Sin conciencia clara de lo que hacía, Fernanda buscaba a su ex-novio por la finca. Todo lo que allí había le interesaba profundamente, el bosque, la casa, los criados, hasta los animales que pastaban en la pradera; sobre todo esparcía una mirada simpática, brillante de emoción. ¡Cuan amable le parecía aquel caserón estropeado, roído por la humedad y los ratones! Después de vagar por las regiones más solitarias del bosque largo rato, entró distraídamente por los prados; descendió lentamente hasta cierto sitio donde había algunos obreros abriendo una zanja profunda para desecar el terreno. Allí supo, sin preguntarlo, que el conde, después de estar un rato mirando la obra, se había marchado. Esperó algún tiempo para disimular, y al cabo se apartó con lento paso, arrastrando la sombrilla, como quien no sabe adónde enderezarse.

En efecto, no lo sabía. Pero no por falta de objetivo, sino porque ignoraba dónde estuviera éste. Una idea cruel flotaba en su cerebro sin determinarse con claridad; la de que Luis pudiera hallarse a solas en aquel momento con Amalia. Poco a poco, a medida que marchaba por el campo, esta idea fue adquiriendo relieve. Y según se precisaba, le roía el corazón, se lo llenaba de despecho y de cólera. ¿Por qué? ¿No conocía perfectamente sus relaciones adúlteras? Pues, con todo, le causaba viva irritación, le parecía que no debía sufrirlo, que tenía derecho a impedir que se juntasen. Sin darse cuenta de lo que hacía apretó el paso. Sus nervios se iban alterando. Cuando llegó a la corrada estaba enteramente persuadida que los adúlteros se hallaban juntos y solos. Entró en la casa y, como quien la visita por curiosidad, la recorrió toda, escudriñó hasta las más apartadas estancias. No logró verlos; pero la circunstancia de no hallar a Amalia por ningún sitio la confirmó aún más en su sospecha. Fatigada de tanto buscar, inflamada de anhelo, nerviosa, salió de nuevo al aire libre. Evitó el encuentro de las personas que pudieran detenerla y se dirigió al jardín. En cuanto puso el pie en él despertó vigorosamente en su espíritu la esperanza de encontrarlos. Aquel rincón de verdura donde los arbustos, creciendo a su antojo, se entrelazaban hasta formar una masa impenetrable, era a propósito para las confidencias amorosas. Avanzó con precaución, sin hacer ruido, por sus senderos casi desaparecidos, tapizados de hierba, invadidos en muchos parajes por las ramas de los arbustos y la maleza. A veces, un montoncito de lirios le cortaba el paso, y se veía precisada a saltar sobre ellos; otras, un rododendro extendía sus ramas para abrazar a la camelia de enfrente y formaba bóveda tan baja que necesitaba doblarse mucho para pasar. Antes de llegar creyó sentir leve rumor de voces. Quedó inmóvil y esperó algunos instantes. Volvió a percibirlo y se dirigió hacia el sitio de donde partía.

¡Eran ellos! Sí, eran ellos. Mucho antes de oír su voz claramente los había adivinado. Se paseaban por una calle más ancha y despejada que las otras, resguardada de un lado por el muro, del otro por alto seto de boj. Amalia se colgaba del brazo del conde con imperio y negligencia y hablaba mirando al suelo, mientras él se inclinaba hacia ella risueño, sumiso, metiéndole las palabras por el oído. Los contempló desde lejos al través del follaje. La emoción la dejó clavada al suelo algunos instantes. Por encima del sentimiento de dolor y de ira que la embargaba asomó su cabeza el orgullo de mujer. Después de examinar con ojos ansiosos la figura de Amalia no pudo menos de murmurar con amargura:

–¿De qué se habrá enamorado ese hombre? ¡Si es una gata disecada!

Después pensó:

–¿Qué se dirán?

Acometiole un deseo vivo de escuchar su plática, y sin reflexionar sobre el peligro que corría, fuese acercando poco a poco al seto, doblando el cuerpo para no ser vista. Buscó el paraje más sombrío y seguro, y escuchó. Sólo se les oía cuando cruzaban cerca. En cuanto se alejaban unos cuantos pasos no se percibía palabra alguna. No pudo recoger más que retazos de conversación, que resultaban incoherentes.

–Se le rozan mucho los muslos. ¡Si vieras cómo va engordando! Ni con polvos de almidón ni con los de rosa se consigue suavizar la irritación de la piel—decía la dama.

–Hablan de la niña—pensó Fernanda.

–No la he visto nunca en el baño. ¡Cuánto daría por asistir a él un día!

–Es porque no quieres.

–No, no quiero, exponiéndote a tí a un peligro y a que concluya de ese modo…

No oyó más. Tuvo que aguardar a que llegasen al final de la calle y diesen la vuelta.

–Di que has estado en casa de esas viejas chochas y no mientas—oyó decir a Amalia, al acercarse de nuevo.

–Te aseguro que estuve en el Casino. Nos hemos reunido los individuos de la junta para ver si se ha de decorar nuevamente el salón. Creí que podría salir a las diez, pero hasta las doce no nos separamos. ¿No conoces el carácter disputón y minucioso de D. Juan? A casa de las de Meré hace un siglo que no voy. Tanto, que algunos empiezan a…

Otra vez se perdieron las palabras. ¿Aquel D. Juan sería su padre? Procuraría enterarse. Cuando volvieron, el conde acariciaba tiernamente la mano de su querida y sonreía, al hablar, con arrobada expresión de felicidad.

–Muchas veces me he propuesto dejar de verte. Por la noche, estando a solas en la cama, me entran terribles remordimientos. Entonces me digo: «Es necesario que esto concluya. Los dos nos condenamos irremisiblemente.» Y resuelvo marcharme de Lancia y hasta compongo todo un plan de vida; viajo con la imaginación por toda Europa; me olvido de tí; vuelvo al cabo de algunos años, y en vez del amor antiguo se renueva en mi corazón una amistad tierna y honesta, en la cual podemos descansar tranquilos sin temor al castigo del Cielo… Pero así que amanece, estas resoluciones se disipan, sucumbo a la tentación, voy a tu casa, y en cuanto te veo, en cuanto oigo tu voz adorada…

Fernanda se agarró con mano crispada al tronco de una magnolia.

A la vuelta era Amalia quien hablaba.

–No es verdad eso. Ya te he dicho que para mí siempre hay un punto negro. Por más que pretendo forjarme la ilusión de ser la primera…

–¡La primera y la última! Yo no amaré a otra mujer más que a ti.

–No sabes los celos que tengo del pasado. Cada día más. Di la verdad: ¿la has querido o no?

–No.

–Entonces, ¿cómo eras capaz de…

No oyó más. Fue bastante para hacer brotar de sus ojos una lágrima. Trató de huir. Cuando iba a hacerlo observó que los traidores se habían detenido al extremo de la calle.

Amalia echa los brazos al cuello a su amante, le pone los labios en la boca y le da un beso que se prolonga, se prolonga una eternidad. Fernanda cierra los ojos. Cuando los abre de nuevo ve que se alejan cogidos de la mano.

Los deja salir del jardín. Los sigue inmediatamente. ¿Adónde irán? Una vez en la corrada, observa que se sueltan y se dirigen a la casa. Entra en su seguimiento, pero ya habían desaparecido y no sabe en qué habitación hallarlos. Las recorre todas imprudentemente, cegada por emoción extraña que no acierta a reprimir, acometida de un deseo vivo, anhelante, de espiarlos.

–¿Adónde va usted, Fernanda?—le pregunta un joven.

–Ando en busca de la novia.

–Pues va usted mal. Está en el otro extremo de la casa, en una de las salas que miran al Norte.

Se vuelve para disimular; pero inmediatamente emprende de nuevo la batida. Llega, por fin, a cierto gabinete cerrado, que no es otro que el célebre cuarto de la condesa. Va a levantar el pestillo, como ha hecho en otros, pero se queda inmóvil al escuchar un rumor levísimo. Aplica el oído. ¡Son ellos!

Se aparta de allí, corre como si la persiguieran, se mete por el bosque y, cuando se encuentra en paraje solitario, se sienta al pie de un árbol y apoya en su tronco la cabeza. El rostro triste y demudado, los ojos extáticos, las manos cruzadas sosteniendo una rodilla, expresa su actitud una agonía desesperada y muda.

Llegó la hora de comer. Se habían colocado en el gran salón de la planta baja de la casa dos mesas paralelas. Aquella sociedad diseminada se reunió instantáneamente a la palabra santa de «a comer» lanzada a los cuatro vientos de la finca por la ruda voz de Manín y por la argentina de Manuel Antonio. Los sentimientos poéticos, cuando se desenvuelven al aire libre y enmedio de los bosques, son excelentes para facilitar la secreción del jugo gástrico. Por eso tanto ninfas como faunos asaltan con bríos, antes de sentarse a la mesa, las aceitunas, los pepinos, las rajas de salchichón. Por voto unánime de la milicia y del clero, representado dignamente por Fray Diego, se cometió a la novia el encargo de designar sitio a cada cual. La festiva y revoltosa Emilita, trasformada súbito en severísima matrona, llenó su cometido con tacto y amabilidad que le valieron el aplauso del concurso. A cada niña iba dando por compañero y servidor aquel mancebito que era más de su agrado, y a cada persona mayor aquella otra con quien más congeniaba por su humor y aficiones. Pero cuando llegó al delirio el palmoteo fue cuando colocó al teniente Rubio entre las dos señoritas de Meré. Había dejado para lo último este donaire, que no le hizo maldita la gracia al interesado. Viéndose oprimido por tales vejestorios, el injusto forzador quedó amoscado y estuvo a punto de protestar contra la designación de Emilita y faltar a todas las reglas de la galantería, pero se contuvo. Al tiempo de sentarse se le ocurrió exclamar mirando a entrambos lados y parodiando a Napoleón:

–Desde lo alto de estas dos sillas, cuarenta siglos me contemplan.

La ocurrencia se celebró mucho y esto volvió el humor a aquel dañino animal. Supo contestar tan bien a la vaya que le daban sus amiguitas, que aquella tarde ganó fama imperecedera de cazurro y de pícaro.

Moro se sentó al lado del conde, y mientras comían no cesó de inculcar en su alma la ventaja de traer al palacio de Granja una mesa de billar. Conocía todas las fábricas, pero la mejor sin disputa era la de Tutau, de Barcelona. Elogió el artículo como si fuese, un viajante de la casa. A Luis se le conocía en la cara el hastío y el pesar de no hallarse sentado al lado de Amalia. Pero Emilita no se atrevió a colocarlo en esta forma, ni tampoco junto a Fernanda. Lo primero sería un escándalo. Lo segundo, una molestia para ambos.

Se comió como en un banquete de la Iliada. Pero el Aquiles de esta formidable pelea fue Manín, el bárbaro Manín, que, al decir de los que estaban a su lado, se comió once calabacines rellenos. Verdaderamente Manín era digno de ser llamado, si no suevo, ya que esto ofendía al señor Saleta, por lo menos longobardo. Se habló y se gritó como en una plazuela. Las tres hadas del Jubilado, que tanto habían ganado desde que Fray Diego echó la bendición a su hermana en inocencia y gracia infantil, tiraban bolitas de pan a los oficiales. Éstos echaban miradas a la novia, haciendo después guiños a su compañero Núñez, y murmuraban palabras espantosas que les hacían prorrumpir en carcajadas más espantosas aún. Paco Gómez se peleaba con María Josefa. No se sabe cuál de los dos era peor intencionado, de quién partían las flechas más agudas y envenenadas. Saleta, que tenía a su compañero y censor D. Enrique Valero lejos, se despachaba a su gusto, contando a D. Juan Estrada-Rosa y a otros dos caballeros cómo se había arreglado para seducir a cierta inglesa, esposa de un cónsul que había conocido en Oncón, yendo desterrado a Filipinas. El barco no se detenía allí más que veinticuatro horas. En este breve espacio la enamoró y logró que se escapase con él. Pero tuvo que separarse de ella al instante, porque aquel lance fue objeto de una reclamación diplomática por parte de la Gran Bretaña. Manuel Antonio, atacado súbitamente de viva simpatía por un alférez rubio que tenía a su lado, le abrumaba a cuidados y delicadas atenciones.

–Federico… una aceitunita… No tome tanta mostaza, criatura, que le puede hacer daño. Resérvese para las perdices. Me consta que están riquísimas. ¿Quiere Burdeos?… Aguarde, yo me encargo de traerlo…

Y se levantaba solícito, daba la vuelta a la mesa y traía un par de botellas que colocaba delante del mancebo.

–Se ha puesto usted muy bueno en Lancia. Cuando vino usted hace seis meses era usted delgadito y pálido. Yo decía: ¡qué lástima de joven, tan guapo y tan simpático! Porque creía que se iba usted a dañar del pecho. Se conoce que llevaba usted mala vida allá en Barcelona… ¿No? Pues mire usted, cualquiera lo pensaría. Me acuerdo que cuando usted llegó traía una gabardina de color de ala de mosca muy bien hecha y chalina azul celeste muy linda… Reconozco que le sienta a usted bien el traje de paisano, pero a mí me gusta usted más de uniforme. Será un capricho, pero no lo puedo remediar. ¡Vamos, que de uniforme y con esos bigotes a la borgoñona está usted del todo simpático!

Algunas toses significativas de los oficiales, que se sentaban enfrente, le paralizaron de pronto. Pero no se corrió ni mucho menos. Era incapaz de avergonzarse por nada. El que quedó amoscado y se puso muy serio y ceñudo fue el alférez.

Cuando el banquete daba a su fin, algunos caballeros, favorecidos de las musas, se levantaron a brindar en verso o cosa parecida. Y los que no lo hicieron en verso felicitaron en prosa a los desposados, resultando que lo mismo unos que otros coincidieron en desearles «una eterna luna de miel.» Y lo mismo el periódico local que al día siguiente dio la noticia. De todos aquellos brindis el más original e interesante fue el del padre de la novia, D. Cristóbal Mateo. ¿No había de ser original oír a este sañudo enemigo de la fuerza armada cantar sus glorias y declararse partidario frenético del aumento del contingente y del sueldo a los oficiales? A las pocas palabras que pronunció se mostró tan enternecido, que algunas lágrimas rodaron precipitadamente por sus mejillas. No faltó quien dijo que lloraba el vino que había bebido; pero estamos lejos de dar crédito a esta insinuación malévola, primeramente porque es un absurdo que se llore vino, y después porque su acento era tan sincero, su ademán tan patético, que nadie podía dudar de que sus palabras salían del fondo del corazón.

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Litres'teki yayın tarihi:
27 temmuz 2019
Hacim:
330 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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