Kitabı oku: «Riverita», sayfa 16

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VIII

Después de la aventura del armario, Miguel quiso persuadir a la generala a que comprase el silencio de la doncella, a fin de no pasar en adelante un susto parecido. Lucía se opuso resueltamente a ello; no podía ni quería fiar la llave de su honor a un criado, y hablaba a menudo de traiciones, anónimos dirigidos al general, cartas interceptadas y otros cuentos terroríficos que no dejaban de preocupar a Miguel por algunos momentos. Pero al mismo tiempo se asombraba de que siendo tan públicos los desvaneos de la dama, hubieran pasado inadvertidos para su marido. Lo que había de positivo en todo esto, y así lo entendió pronto, era que la naturaleza de Lucía necesitaba del aliciente del secreto y del temor. El ansia, la zozobra, los terrores súbitos, las esperas prolongadas, los momentos supremos de angustia, los esfuerzos de ingenio para buscar recursos, los rasgos de osadía, el drama, en fin, del amor perseguido con todo su aparato de misterio y disimulo, le placía sobremanera. Lo que no fuese temblar, colocar señales en los balcones, esconder a su amante y estar siempre a dos dedos de ser descubierta, lo hallaba monótono y fastidioso. ¡Cuántas veces, estando en el lecho a las altas horas de la noche, se estremecía al escuchar el rumor de un carruaje! Levantaba vivamente la cabeza, apretaba con las manos crispadas el brazo de su amante y escuchaba ansiosamente. ¿No podía venir en él su marido y sorprenderlos? ¡Qué miedo! ¡Qué angustia! Sólo cuando el coche seguía de largo por delante de la casa haciendo vibrar los cristales, se calmaba su congoja y volvía a la vida.

Una nueva aventura muy desagradable, semejante a la del armario, vino a concluir con la paciencia de Miguel y a darle ánimos para exigir seriamente de la generala que pusiera a su doncella al corriente de lo que pasaba.

Desde la aventura del armario, Miguel, siempre que la doncella venía, se ocultaba en la alcoba debajo de la cama. Una noche, como de costumbre, Lucía le mandó que se fuese al escondite para arreglar con Carmen las cuentas del día. Le parecía esto un excelente medio para disimular y evitar sospechas. Tiró en seguida de la campanilla, y habiendo acudido al instante Carmen, se puso con todo sosiego a tomarle la cuenta. Era la hora de las confidencias domésticas: la doncella, al paso que explicaba el empleo del dinero, se entretenía a narrar todos los incidentes insignificantes del día, las nonadas de la casa: hablaba largamente de las gracias de Chuchú, de sus oportunas contestaciones, comprendiendo que era el flaco de la señora; se quejaba de algunas groserías del jefe; contaba con risita burlona que miss Ana había comprado una nueva caja de polvos de arroz.—¡Bah! ¿para qué querrá esa buena mujer los polvos de arroz? ¡De todos modos ha de salir a la calle más fea que Picio!—Pasaba revista a la servidumbre y formulaba juicios y acusaciones. María no se llevaba bien con el lacayo. El cochero daba muy mala vida a su mujer, el miércoles la había pegado con la fusta hasta que se cansó.—¡Qué hombres tan perversos hay! ¿verdad, señorita? Para dar con uno así, más vale quedar soltera toda la vida.

La generala procuraba cortar secamente los asuntos y abreviar. Carmen acudió a la lisonja esta noche para prolongar la conversación.—¡Qué hermosa estaba la señora con el vestido azul que se había puesto ayer tarde! La doncella de los Ramírez había oído al señorito decírselo a su hermana. Todos los colores le venían bien a la señora: ¡pero particularmente el azul!… ¡Ah, el azul le sentaba como a nadie!

Lucía se enterneció un instante: preguntó con interés por los Ramírez.—¿Es verdad que el señorito se marchaba a París uno de estos días? Un chico feo, pero simpático: cierto día le había oído contar un sucedido con mucha gracia. Después habló de un vestido que proyectaba hacerse, en color claro con adornos de terciopelo carmesí; una idea que se le había ocurrido a ella sin consultar a la modista; estaba segura de que había de gustar mucho. Pero súbitamente volvió en sí y dijo con palabra rápida y seca:

–Vamos, adelante,… el pañuelo de la niña diez y seis, ¿no es eso?

–Sí, señorita.

–Son cuarenta y tres… ¿Ha comprado V. el jabón?

–Nada más que una pastilla… no me acordaba si la señora me había mandado comprar dos o una…

–Le había mandado comprar dos; pero no importa… ¿Dónde la ha puesto V.?

–En la alcoba, sobre la mesa de noche.

Al pronunciar estas palabras entró en la alcoba para buscar la pastilla. Cuando llegó cerca de la mesa, dio un grito de terror.

Miguel quedó yerto en el fondo de su escondite. La generala, con voz demudada, preguntó desde fuera:

–¿Qué es eso, Carmen?

–¡Señorita… un sombrero de hombre sobre su cama!

Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales el corazón de Miguel daba saltos terribles. La generala se repuso muy pronto.

–¿Y por eso se asusta V., tonta?… Revolviendo mi armario, he tropezado con ese sombrero del señor, que no sé cómo vino a dar a él… Me estorbaba y lo he sacado… Si V. lo quiere y puede sacar algo de él, lléveselo… no sirve para nada.

–Muchísimas gracias, señorita—dijo la doncella, saliendo con el sombrero en la mano.—Tengo un hermano a quien le servirá tal vez…

No se habló más del asunto. La generala siguió tomando la cuenta con calma, el semblante pálido, la voz un poquito alterada.

Miguel se vio necesitado a salir aquella noche sin sombrero. Esperó un rato en el portal vecino y se metió en el primer coche de alquiler que acertó a cruzar.

Al fin la generala cedió a los deseos, vehementemente expresados por su amante, y se confió a la doncella. Desde entonces sus entrevistas fueron fáciles y tranquilas. Carmen les evitaba con arte toda molestia, les suministraba completa seguridad y sosiego. Con este nuevo orden de cosas se acomodaba muy bien nuestro héroe; parecía que le habían quitado un gran peso de los hombros; en realidad compraba antes demasiado caros los placeres que su amiga le proporcionaba.

Pero la generala no se avenía tan bien con el sesgo tranquilo y prosaico que tomaban sus amores; la seguridad, la exactitud de cronómetro de las citas, el amable sosiego que en ellas disfrutaba, la descorazonaron, comenzaron a aburrirla, y en sus adentros le pesaba de que Carmen se hubiese prestado tan gustosa a servirles. Toda la vida había tenido el flaco de las aventuras; mas a última hora esta afición se había exacerbado de un modo notable; experimentaba un apetito voraz de lo extraordinario, como si se le escapase la juventud y no quisiera terminarla sin un buen golpe. Así que no pudiendo satisfacerlo con soñadas escenas trágicas, porque Miguel se reía de sus temores, diose a ejercitar su recalentada imaginación en otra clase de caprichos raros. Nada podía llevarse a cabo en sus relaciones de un modo normal; era forzoso adobarlo todo con alguna especia de misterio. En los teatros, para comunicarle cualquier noticia, pudiendo hablarle sin obstáculo alguno, prefería emplear un sin número de signos masónicos o señales misteriosas hechas con el abanico, los guantes, los gemelos o cualquier otro utensilio, de lo cual resultaba en ocasiones no poca confusión y perplejidad para Miguel. Las cartas que le escribía iban siempre firmadas con nombre de varón, Alfredo, como si fuesen de un amigo a otro; mas no por eso dejaban de venir salpicadas con toda clase de frases apasionadas: «Te adora con todo su corazón… Alfredo.» «Querido de mi alma, los minutos lejos de ti se convierten en siglos…» «Ayer contemplando la luna desde el balcón de mi cuarto me asaltó el recuerdo del paseo nocturno que hemos dado hace algunos días y sentí resbalar las lágrimas por mi rostro…» «Te manda un tierno abrazo apasionado tu Alfredo.» Si las tales cartas se extraviasen darían mucho que pensar y reír al curioso que con ellas topara.

Y en verdad que Lucía no las escaseaba: nada le placía tanto como disolver el ardor de su corazón gastado en renglones interminables. Había leído muchas novelas y copiaba descaradamente los conceptos amatorios de más bulto: particularmente Jorge Sand, su novelista predilecto, le suministraba un cargamento de pensamientos, unas veces delicados, otras extravagantes, con que sazonar sus inconmensurables epístolas. Su puntillo consistía en escribirlas muy espirituales, plagadas de signos de admiración y puntos suspensivos. No pocas veces, después de pasar con Miguel unas cuantas horas, le mandaba por la doncella cinco o seis pliegos de letra menuda.

La fantasía de la generala era todavía más fecunda en la invención de nuevos y peregrinos placeres. Cierta noche del mes de marzo, en que por rareza cayó una fuerte nevada sobre Madrid, mirando descender lentamente los copos por la atmósfera, le vino en apetito el hacer una escursión al Retiro con Miguel.—¡Qué hermoso debe de estar a estas horas! Veremos la nieve cuajarse en las calles de arena y formar alfombra. ¡Qué placer hundir los pies en ella!… ¡Y los árboles! ¿cómo estarán los árboles? ¡Qué lindos!… A mí me encanta la nieve… ¿Te atreves a ir?… ¿A que no?

Claro que Miguel no se atrevía y que deploraba en el alma aquel raro capricho; pero se avergonzaba de confesarlo. Opuso resistencia, aunque débil; manifestó algunas dudas acerca de si les consentirían la entrada; habló vagamente de pulmonías, fiebres catarrales, etc. La generala no le escuchaba; le parecía su proyecto tan original, que por nada dejaría de ponerlo en obra; era de lo más romancesco que nunca se le hubiera ocurrido. Miguel aceptó al fin, aunque de mala gana. No obstante, cuando salieron a la calle y vio que el cielo se iba despejando y que la luna asomaba ya su disco plateado por los bordes de una nube, no pudo menos de proferir una exclamación de entusiasmo.

El Retiro estaba espléndido, arrebujado en su jaique blanco. La amartelada pareja lo recorrió con extremado gozo, deteniéndose a menudo para comunicarse sus impresiones. Aquel paisaje, un poco teatral, debía enajenar de placer a la generala. Caminaba en perpetuo éxtasis, dejando escapar exclamaciones de asombro, hablando de las dulzuras de la muerte, del mundo invisible y de las regiones donde el amor es perdurable: nunca se creyó tan superior, tan por encima del nivel común de la humanidad como entonces: compadecía sinceramente a los seres vulgares que en aquellas horas estaban tranquilamente durmiendo y no gozaban como ellos del mágico efecto de la luna sobre la nieve. Miguel no los compadecía tanto, sobre todo desde que había estornudado cuatro o cinco veces seguidas.

Al ver un rinconcito en que la nieve había cuajado en más abundancia, circundado de alto seto de rosal donde los árboles dejaban pasar por entre sus brazos, delgados hilos de luz, la generala se detuvo sorprendida y cautiva; un pensamiento extravagante cruzó por su cabeza y una sonrisa entreabrió sus labios. Tomó la mano de Miguel y lo condujo suavemente hasta el centro de aquel fantástico recinto, y se dejó bañar un instante por el rayo de la luna. Mil pensamientos poéticos cruzaron entonces por la imaginación de la dama. ¡Qué desprecio y qué asco le inspiraba en aquel momento el mundo frívolo que se veía obligada a habitar! Desde aquel blanco nido inmaculado se debía ascender a las puras regiones de lo ideal, al país de los ensueños, a vivir y comerciar con los seres privilegiados, donde la pasión impera sin absurdas trabas sociales. Sentíase trasfigurada en semi-diosa, sublimada por la pálida luz que la inundaba y el blanco tapiz que se extendía a sus pies, divinizada por el enjambre de altas y hermosas ideas que revoloteaban por su cabeza. La acometió un rapto de apasionada locura, y se colgó súbitamente al cuello de su amante, cubriéndole de besos: después, como un pájaro herido de amor, se dejó caer sobre la nieve y obligó a Miguel a sentarse a su lado: y comenzó a recitar con voz enternecida el poema que más le había subyugado nunca, Le Lac, de Lamartine. Las manos enlazadas, juntas las sienes, la mirada húmeda y anhelante, fija en el disco de la luna, dejáronse arrastrar ambos dulcemente al mundo de las quimeras deliciosas y se repitieron con acento arrobador lo que mil veces se habían dicho ya. El blanco manto de armiño conservó su huella hasta que el sol vino a borrarla.

IX

Julita soltó una estrepitosa carcajada, cuyos ecos llegaron hasta el gabinete de Miguel. «¿De qué se reirá aquella loca?» se preguntó éste sonriendo también frente al espejo mientras se aderezaba para salir.

–¡Miguel! ¡Miguel!—gritó su hermana desde el pasillo.—Ven aquí, por Dios; ¡mira, por tu vida!

Acudió solícito, y al asomar la cara por el corredor, vio a su primo Enrique en traje de chulo; chaquetilla corta, faja de seda, camisola bordada sujeta al cuello por botones de oro, sombrero ancho de fieltro, pantalón ceñido y bota de charol: el complemento del traje era una vara en la mano, muy larga, como destinada a conducir pavos.

Julita se arrimaba a la pared, sujetándose la cintura con las manos para no desternillarse de risa. Enrique de pie, cerca de la puerta, sonreía un poco avergonzado. Miguel siguió al instante el ejemplo de su hermana.

–La cosa no merece tanta risa—concluyó por decir el primo, amostazado.

Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso. Cuando se hubieron sosegado un poco, vinieron hacia él y le examinaron curiosamente.

–¿Pero cómo diablo te ha dado la ocurrencia de ponerte así? ¿Te ha visto tu padre?

–No: me he ido a vestir a casa de un amigo: tengo allí el traje…

–Pues si te ve, de fijo le da un ataque. ¿Y a qué asunto te has vestido hoy de chulo?

–¡Toma! ¿no sabes que se abre la temporada?

–¡Ah! ¿hoy hay toros? ¿Mata el Cigarrero?

–¡Ya lo creo!: después de quince años que no pisa la plaza de Madrid. A eso venía, a ver si quieres ir conmigo.

–Hombre—dijo indeciso,—no soy muy aficionado a los toros; pero el Cigarrero me ha sido simpático… ¿Me traes localidad?

–Te traigo la contrabarrera de un amigo que está enfermo. A mi lado ya sabes que no puedes ponerte, porque todas las barreras están abonadas; pero estamos cerca.

–¡Ay, llévame, Miguel!—exclamó Julita saltándole al cuello.—Llévame a los toros.

–¿Tienes deseo?

–¡Muy grande! Los toros me encantan.

–¡Eso, eso!—gritó Enrique entusiasmado. Tú eres española de pura raza. ¡Pisa ese sombrero, chiquita!

Y lo arrojó al suelo.

Julita no se anduvo con melindres; tomó la galantería al pie de la letra y se puso a taconear sobre el infortunado sombrero de tal suerte, que si Enrique no acude a tiempo se lo hace pedazos.

–Está visto que contigo no se puede ser galante—dijo de mal humor mientras lo limpiaba con la manga de la chaqueta.

Miguel, previo el permiso de su madrastra, mandó al criado por una carretela a casa de Lázaro y por un palco a la de un revendedor conocido. Después que madre e hija se vistieron la clásica mantilla y Miguel cambió la levita y el sombrero de copa por la americana y el hongo, subieron los cuatro al carruaje.

Eran las dos y media de la tarde. El sol brillaba en el firmamento sin que una sola nube asomara por el horizonte a recibir su parternal caricia. Madrid gozaba del privilegio divino de su cielo sin dirigirle siquiera una mirada de gratitud, como una sultana a quien las caricias causan tedio. Al cruzar por la Puerta del Sol, vieron el chorro de su fuente, despidiendo fúlgidos destellos elevarse por encima del tejado del Principal. A la entrada de la calle de Alcalá había una larga fila de ómnibus que una muchedumbre asaltaba anhelante, furiosa, cual si se tratara de escapar a un grave e inmediato peligro. Pero muy contra lo que sucede en casos tales, en vez de oponerse los unos a que se encaramasen los otros, todos se ayudaban con solicitud, mostrando por anticipado lo que debe ser y lo que será con el tiempo la fraternidad universal.

–Eh, buen hombre, que se va V. a caer… Deme V. la mano.—Caballero, téngame V. por el bastón.—No ponga V. el pie sobre la rueda.—¿Quiere V. que nos apretemos más? Bueno, hombre, bueno, nos apretaremos.

Estos gritos se oían en todas partes, viéndose a algunos pobres viejos por el aire, elevados a la imperial de los ómnibus en brazos de los que ya estaban en ella. Las caras resplandecían de alegría, lo mismo que el cielo. La acera de la derecha, donde estaba el despacho de billetes, veíase cuajada de gente, que discurría por ella en espectativa de que las localidades bajasen y se pusiesen al alcance de su bolsillo. Un sinnúmero de coches particulares y de berlinas de punto cubrían más abajo la ancha carretera, galopando en dirección a la plaza; y al través de ellos, dejándolos atrás en seguida, corrían desbocados los ómnibus, mientras los que iban encima, sin miedo a estrellarse, embriagados por la carrera vertiginosa, saludaban con gritos de alegría a los que iban dejando en pos de sí. Algunos picadores con sus chaquetas de brocado y sombreros inmensos galopaban también sobre algún mal caballo, llevando a las ancas a un amigo, que le abrazaba cariñosamente para no caerse. Los peones bajaban por las aceras lentamente, en amable plática, formando apretados y numerosos grupos.

Una carretela abierta, donde iban toreros, se acercó un instante al costado de la de Miguel y siguió adelante. Era la del Cigarrero, que contestó al saludo de Enrique y Miguel con la gravedad afable que le caracterizaba. El Serranito y Merluza, que iban con él, saludaron con más expansión.

–Me brindarás un par, ¿no es verdad, Baldomero?—gritó Enrique.

–A uté no, que e mu feo: a esa señorita tan remonísima que yeva uté a la vera—contestó el Serranito.

Julita se echó a reír, ruborizada.

En torno de la plaza, donde llegaron en seguida, se agitaba la multitud, pugnando por entrar; los coches que allí se juntaban producían disturbios y motines, que los guardias no eran suficientes a reprimir. Después de dejar a su madrastra y hermana en el palco, Miguel se retiró con su primo, pretextando que deseaba ver de cerca matar el primer toro al Cigarrero, y que luego volvería; en realidad, era porque había visto a la generala Bembo en un palco con la señora del banquero Mendiburu. Bajó al redondel, y desde allí pudo hacerse notar de ella, y la saludó ceremoniosamente con el sombrero.

La arena estaba llena de aficionados; una muchedumbre abigarrada, compuesta de estudiantes, paletos, chulos, señoritos y soldados, elegantes unos, otros desarrapados, fraternizando todos y creyendo que por el mero hecho de hallarse allí, en el terreno del toro, como si dijéramos, participaban del arrojo y gallardía de los lidiadores. Los tendidos se iban poblando lentamente, y desde aquí al redondel mediaban saludos y gritos entre unos y otros, que convertían la plaza en un mercado. La voz de los vendedores de naranjas salía entre todas las demás; y las naranjas, cuando alguno las demandaba, volaban rápidas y certeras de las manos de aquéllos a las del comprador, por encima de las cabezas. En los tendidos de sombra, los jóvenes lechuguinos charlaban en voz alta, levantando la cabeza para mirar a las damas de los palcos. En los de sol, los honrados menestrales se acomodaban en sus asientos, resueltos a dejarse tostar toda la tarde, y hablaban entre sí de tauromaquia, muy pagados de ser los verdaderos inteligentes en la plaza. El júbilo, la alegría nerviosa que comunica la esperanza del placer, brillaba en todos los ojos.

Al fin los alguaciles salieron a despejar, y los aficionados del redondel se fueron retirando hasta dejarlo enteramente libre. Enrique y Miguel, que habían estado en los patios interiores hablando un momento con el Cigarrero y su cuadrilla, también fueron a ocupar los respectivos asientos. El ruido había disminuido bastante; gracias a esto se percibían los acordes de la charanga de hospicianos, que hasta entonces no había logrado hacerse escuchar. Los espectadores sacaban los relojes y dirigían miradas significativas a la presidencia. En esto la charanga entonó con energía la marcha real; todos los rostros se volvieron al mirador regio donde apareció la reina Isabel: algunos batieron palmas; otros dijeron «chis, chis,» porque la atmósfera política estaba entonces encapotada con ciertos nubarrones que descargaron no mucho tiempo después. Hecha la señal, al cabo, las cuadrillas entraron en la arena al son de la marcha de la zarzuela Pan y toros: salían, como de costumbre, formando tres filas, al frente de cada cual iba el respectivo espada. Al verlos estalló un prolongado aplauso. Cruzaron la plaza graves, firmes, acompasados, escuchando la gritería que su aparición había levantado, con la mayor indiferencia; brillaban sus ricos vestidos y capellares despidiendo vivos destellos que alegraban la vista.

–¡Miale, miale el viejo!… Ese es, el de la izquierda… Miale qué cara tiene… ¡Le zumba el alma a ese tío!.. En España no queda ya quien reciba toros más que él…

Toda la atención de la plaza estaba concentrada sobre el Cigarrero, apesar de que mataban también el Gordo y Lagartijo, que comenzaba entonces a ser el niño mimado del público. Mas para el aficionado madrileño, el ver recibir un toro es una de esas ilusiones que jamás se realizan aunque vivan constantemente en el corazón: aguantar lo hacen varios toreros; pero recibir, lo que se llama recibir de verdad, no lo han hecho más que los héroes antiguos del toreo.

Saludaron con ademán uniforme a la presidencia, y rompieron filas, tirando las capas de gala a los amigos de los tendidos, que se encargaron de su custodia con más orgullo que si se tratara del Arca de la Alianza. El presidente sacó el pañuelo; sonó el clarín; abriose la puerta del toril: apareció el primer toro. Era un Miura castaño, chorreao, listón, fino y de hermosa lámina, largo y levantado de cuerna. Mostrose voluntario y noble en las varas, aguantando seis puyazos de los picadores de tanda. Pero al llegar a los palos comenzó a defenderse. Sin embargo, el Serranito le clavó un soberbio par cuarteando con finura y limpieza, que sorprendió agradablemente al público: en Madrid no sabían, como en Sevilla, que Baldomero era un chico que daría mucho que hablar. Merluza se pasó una vez y luego colgó un palo cuarteando también. Volvió el Serranito a coger los palos, y después de intentar en vano colgárselos al sesgo, se los puso quebrando con limpieza y maestría. Hubo un delirio de palmas en la plaza; su figura esbelta y la singular corrección y delicadeza de sus facciones, cautivaron al público; las mujeres le clavaban codiciosamente los gemelos; se paseó triunfante en torno de la plaza recibiendo sonriente el aplauso de los tendidos.

Llegó su turno al Cigarrero: avanzó gravemente hacia la presidencia, se quitó la montera y dijo con voz ronca unas cuantas palabras que nadie pudo entender; después se fue derecho al toro, que tenía marcadas tendencias a huirse. Persiguiole infructuosamente algún tiempo en medio de la curiosidad expectante de la plaza. Por fin, gracias a los esfuerzos de la cuadrilla, pudo trastearle, y lo hizo bastante ceñido, dándole algunos pases buenos; el público aplaudió y se las prometió muy felices. Mas en medio de la faena, el diestro sufrió una colada y perdió enteramente el aplomo; dio otros tres o cuatro pases sin confianza y descompuesto; y deprisa y corriendo, sin estar bien cuadrado el animal, lió el trapo bastante lejos y se tiró a paso de banderillas. La estocada resultó un bajonazo de lo más malo que nunca se hubiera visto. Es indescriptible la cólera que se apoderó de los espectadores. Si hubiera sido otro torero, hubiera pasado con una silba, grande o pequeña; pero haber concebido la esperanza de ver a un antiguo maestro toreando por el sistema de Montes y venir a la plaza a presenciar aquella ignominia, esto ponía fuera de sí a los aficionados. ¡Qué gritería, cielo santo! ¡Qué injurias! ¡Qué lamentos! Parecía que a cada uno le acababan de robar el honor de su hija.

–¡Morral, ladrón, gran cochino! ¡Así te ahorquen por los pies! ¿Eres tú el que recibías los toros? ¡A la cárcel con ese pillo! Señor presidente, ¿para cuándo quiere V. la Guardia civil?

Y en medio del alboroto, las naranjas, las botellas vacías y hasta algunas piedras, volaban a la plaza, y por milagro no herían al diestro. Éste avanzaba, pálido, avergonzado, hacia la presidencia. Al llegar cerca del tendido donde estaban Enrique y Miguel, una naranja certera le dio en el rostro y le sacó sangre. Enrique, que ya estaba excitado y nervioso, no pudo reprimir la indignación, y levantándose gritó a los que estaban detrás:

–¿Quién ha sido ese valiente? ¿Ese valiente sin vergüenza?

–¡Fuera el chulo sietemesino! ¡Que baile!—contestaron desde arriba.

–¿Se dirige V. a mí?—dijo uno levantándose con arrogancia.

–Me dirijo al que haya sido.

–Pues nos veremos las caras al salir.

–Se la veré a usted para escupírsela—contestó Enrique encolerizado.

–¡Fuera, fuera! ¡Que se siente ese babieca!—gritaron desde arriba.

No tuvo más remedio que hacerlo. El Cigarrero sonreía limpiándose la sangre con el pañuelo. Era una sonrisa tan triste y tan humilde, que a Miguel se le apretó el corazón y estuvieron a punto de saltársele las lágrimas.

Sólo cuando apareció el segundo toro en el ruedo, concluyó del todo la bronca. Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobre Cigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdón del público. Cuantos esfuerzos hacía, cuantos capotes echaba (y la justicia obliga a declarar que los echaba con arte), servían de befa y de irrisión al enfurecido pueblo. El Gordo, en su toro, estuvo como casi siempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal. Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió por derecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado. Muchos aplausos.

Llegó el cuarto toro, que correspondía de nuevo al Cigarrero. Era un Veragua colorado listón, bragado, ojinegro, abierto de cuerna y de buena estampa, como casi todos los del Duque; un bravo y hermoso animal.

Merluza le colgó un buen par al cuarteo. El Serranito cogió después los palos, y en cuanto el público le vio en medio de la plaza, aplaudió.

–¡Ole tu mare, saleroso!

Quiso ponerlas cuarteando también, pero se pasó una vez porque el toro no arrancó. Volvió a cuartear y volvió a pasarse por la misma razón. De nuevo se fue hacia el toro, y otra vez se pasó. Entonces hubo cierto movimiento de impaciencia en el público; se oyó un silbido; esta fue la perdición del pobre mozo. Herido su amor propio, acometió ciego a la res y quiso clavarle las banderillas a todo trance; el toro, que no se había movido, le enganchó por debajo del brazo y lo echó al aire. Sonó un grito de horror en la plaza. Las cuadrillas enteras se arrojaron sobre el animal, tratando de llevárselo; pero inútilmente. Inútilmente el Cigarrero brincaba con heroísmo delante de los cuernos, metiéndole el trapo por los ojos; inútilmente Lagartijo y el Gordo le echaban también los capotes, exponiéndose a morir; el toro, como si tuviese algún agravio del infortunado Baldomero, no atendía a nada, y lo recogió otra vez y otra vez lo tiró al aire. Entonces el Cigarrero, por última inspiración, soltó la capa, se agarró fuertemente al rabo de la bestia y comenzó a colearla; dio tantas vueltas, que al fin cayó mareado; el Gordo la llevó con la capa lejos. En esto el Serranito se había puesto en pie, sonrió forzadamente al público, como el gladiador que quiere morir con gracia, se llevó la mano al pecho y cayó de nuevo, soltando chorros de sangre por las heridas. Dos monos sabios lo recogieron y lo llevaron a la enfermería; otros corrieron en seguida a tapar la sangre con arena.

El presidente, que debía de estar conmovido y alterado como todos los espectadores, dio la señal de muerte, sin considerar que al toro no se le habían puesto más que un par de banderillas, y que era peligroso para el espada que fuese tan entero a la muerte. ¡Aquí fue ella! El público, que gusta de mostrar buen corazón después que han sucedido las desgracias, se levantó en masa, volviéndose iracundo contra el presidente, como si él fuese quien hubiera pegado las cornadas al Serranito.

–¡Bárbaro, bárbaro, asesino!

Agitaban frenéticos los puños y los bastones frente al palco presidencial, los ojos llameantes, los rostros demudados por la ira. Nadie respetaba ni se acordaba siquiera de la majestad que estaba a su lado: se proferían los dicterios más soeces. Pero el presidente, aunque estuviese arrepentido, y debía de estarlo, a juzgar por la confusión que se reflejaba en su semblante, ya no podía revocar la orden; su dignidad se lo impedía. Entonces el público se volvió al Cigarrero, que ya había cogido los trastos, y le gritó:

–¡No lo mates, no lo mates! ¡Que lo mate ese asesino!

El Cigarrero encogió los hombros y se dispuso a ir en busca de la res. En aquel instante un torero que llegaba corriendo le dijo algo al oído, y el espada se puso terriblemente pálido. El público comprendió que había malas noticias del Serranito. Quitose el matador la montera, se pasó la mano por la frente con abatimiento, se la puso de nuevo y marchó hacia el toro. Los gritos se apagaron instantáneamente; reinó un silencio lúgubre en la plaza.

–¡Ha matado a su hermano! ¡ha matado a su hermano!—se decían los espectadores al oído.

Y todos sentían ansiedad inexplicable, una simpatía profunda por el desgraciado Cigarrero. Éste avanzaba con lentitud, el paso vacilante, hacia el toro. Pero no se detuvo hasta dejar caer el trapo sobre los mismos cuernos.

–¡¡Ole!!—rugió la plaza; volvió a reinar el silencio.

El toro brincó como si hubiera sentido un acicate, y se revolvió al instante, furioso. El espada le dio un pase de pecho, superior.

–¡¡Ole!!—rugió de nuevo la plaza.

Y otra vez se hizo el silencio.

Siguieron a éste otros pases naturales y en redondo, dados tan en corto y con tal maestría, que el público quiso volverse loco. Los pies del matador apenas se movían ni salían de un círculo estrechísimo; pero este círculo parecía sagrado e infranqueable; los cuernos del toro pasaban rozando la chaquetilla del anciano torero sin hacerle el más ligero daño. Al fin, la fiera, harta de tanto revolverse y acometer sin fruto, se detuvo jadeante. El toro y el torero se miraron; lió éste el trapo tranquilamente, se echó el estoque a la cara y citó con el pie para recibir. Acudió la bestia, furiosa, y se clavó ella misma la espada hasta la empuñadura. Hubo un grito reprimido de entusiasmo en la plaza. El toro se quedó un instante inmóvil frente al torero, lanzó un débil mugido y se dejó caer desplomado sobre los brazos.

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26 temmuz 2019
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