Kitabı oku: «Riverita», sayfa 17

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Nadie puede representarse lo que entonces pasó: un delirio, un inmenso ataque de nervios; diez o doce mil energúmenos gritando con toda la fuerza de sus pulmones; una nube de cigarros, petacas y sombreros volando por el aire y tapizando al instante de negro la blanca arena. Veinte años hacía que no se había visto en la plaza de Madrid la suerte de recibir, de este modo consumada.

El Cigarrero dirigió una mirada vaga a los tendidos; se pasó otra vez la mano por la frente, y dejando caer al suelo la muleta, se echó a correr como un gamo sin atender a los gritos de entusiasmo, a los llamamientos que de todos lados le hacían; brincó la barrera y desapareció de la vista del público.

Cuando llegó a la enfermería estaban ya allí Enrique y Miguel con el médico y algunos amigos. El cura acababa de confesar y se disponía a poner la unción al desdichado Baldomero, que presentaba en el rostro las señales indefectibles de la muerte. Al entrar su hermano volvió los ojos hacia él y sonrió con cariño.

–¿No habrá sío náa, eh?—le preguntó éste con voz alterada y ronca, queriendo persuadirse de que no era caso de muerte.

–Poca cosa, Pepe… que me voy ar otro barrio…

El cura avanzó en aquel instante con los sagrados óleos. Todos los circunstantes doblaron la rodilla. Reinó silencio aterrador, que sólo interrumpía el murmullo del clérigo y el estertor del moribundo. Cuando aquél concluyó, Baldomero dirigió otra sonrisa a su hermano y le tendió la mano diciendo con trabajo:

–Mis chiquitine…

–Pierde cuidiao, Baldomero—repuso el anciano con la voz anudada y llevándose la mano al corazón.—Tus hijo serán lo mío.

En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, que saludaba la entrada del quinto toro.

El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel.

–¡Qué tristesa, D. Miguelito del arma, qué tristesa!

X

No pocas idas y venidas costó la aparición de La Independencia, «diario liberal de la mañana.» Nuestro amigo Mendoza por poco pierde la razón a puro correr por las calles. Desde la imprenta al almacén de papel, de aquí a la redacción, de la redacción a casa de Ríos, y así todo el día y parte de la noche. La mayoría de los redactores fue nombrada por el conde; algunos eran hijos de sus tertulianos asiduos, otros periodistas famélicos a quienes debía algún suelto laudatorio.

Por fin apareció el primer número. Grande fue la sorpresa de Miguel al leer debajo del título otro rengloncito corto que decía: «Director: don Pedro Mendoza y Pimentel.» No pudo reprimir un sentimiento de indignación.

–¿Pero este majadero, qué se habrá llegado a figurar?—murmuró estrujando el periódico. Y al poco rato, viendo entrar jadeante, corriéndole el sudor por la frente a Brutandor, se encaró con él diciéndole:

–Oyes, Perico, ¿te sientes con fuerzas para dirigirme en las arduas tareas del periodismo?

Mendoza se puso colorado y comenzó a balbucir:

–¡Yo no he sido!… ¡Demasiado sé yo!… El conde se ha empeñado… Decía que era necesaria una persona… No nos atrevimos a ponerte a ti por si no querías… De todos modos ya sabes…

–Bueno, bueno; ya lo sé todo—repuso Miguel con acritud.—Pero estas cosas, querido Perico, se dicen por si no convienen.

Así quedó el asunto. En cuanto se le fue el enojo, Miguel se rió de la gansada de su amigo y no volvió a pensar más en ella. No obstante, se la hizo pagar con algunas bromas; era la menor venganza que podía tomar.

–Te participo, amado Mánchester, que si no me das un fósforo, divulgo el secreto que hace años te tengo guardado—decía sin levantar la cabeza de las cuartillas que estaba escribiendo.

Mendoza le daba el fósforo gravemente y se salía evitando en cuanto le era posible las burlas de su amigo.

–¿Qué secreto es ese?—le preguntaban riendo los demás redactores.

–Hice juramento de no revelarlo. Acaso algún día él mismo lo descubra. Tengan VV. paciencia.

Y, en efecto, al cabo de algunos meses, habiendo escrito Miguel un artículo de polémica personal, Mendoza se autorizó el enmendarlo añadiéndole algunas palabras que produjeron un serio conflicto al periódico.

–¿Lo ven VV.?—gritaba encolerizado en medio de la redacción arrojando el sombrero contra el suelo.—¡Hace tantos años que yo le guardo fielmente el secreto de que es un animal, y él mismo acaba de revelarlo ahora!

–Ya lo sabíamos—apuntó un redactor sonriendo y mirando con recelo a la puerta.

–¡Ah! ¿Lo sabía V.?

–Lo sabíamos todos—dijo otro mirando también a la puerta.—Todos menos el conde de Ríos.

–Eso tiene una explicación muy sencilla: consiste en que el conde de Ríos es más animal que él.

Los redactores se miraron consternados, y sin decir otra palabra, bajaron la cabeza y continuaron escribiendo.

–Oyes, Perico—le decía otra vez,—me parece que esa levita es muy corta.

Los compañeros se rieron porque estaba muy lejos de ser cierto.

–Es bastante larga—contestó Mendoza un poco amostazado.

–Para cualquier otro mortal no lo dudo, ¡pero para un director!… Observa, Perico, que tienes contraídos con el público ciertos compromisos ineludibles.

La redacción se componía de una sala y gabinete en un cuarto entresuelo de la calle del Baño. En un principio todo era redacción, mas paulatinamente y a la sordina, Mendoza se fue quedando solo en el gabinete. Cierto día apareció sobre la puerta de éste un letrero que decía: Dirección. Perico se creyó en el caso de dar una explicación a su amigo.

–No extrañes lo del letrero, Miguel. Ya comprenderás que tú nada tienes que ver con eso… Pero los demás… El general me dijo que debía haber un cuarto reservado… Porque ya sabes… Vienen visitas…

–Bien, hombre, bien; no te apures, Majagranzas…

Mendoza, que no había leído el Quijote, no entendió la cruel intención del mote y quedó muy satisfecho.

El periódico estaba inspirado, o como empezaba a decirse entonces, era órgano del general conde de Ríos; pero éste no se dignaba pasar casi nunca por la redacción: cuando de uvas a brevas lo hacía, nunca dejaba el conserje de entrar a anunciarlo a los redactores, quienes se apresuraban a sentarse y a quedarse absortos en su tarea. El único que seguía como estaba, paseando o fumando, con las manos en los bolsillos, era Miguel. El general se descubría al entrar, y con afectada amabilidad, daba las buenas noches.

–¿Cómo siguen VV., señores?

Al ver a Miguel en actitud un poco displicente, fruncía levemente las cejas; pero dominándose en seguida, se apresuraba a saludarle; Miguel le estrechaba la mano sin ceremonia. Después solía pasar al gabinete con Mendoza, quien le seguía, embargado por el susto y el respeto. Al poco rato se oía la voz cascada del general dictando alguna orden o «echándole una chillería,» como se decía en la redacción.

–¡Caramba, Mendoza, no me llamen VV. tantas veces ilustre a Serrano! Ya me tienen VV. de ilustración hasta el cogote.—Dígale V. al encargado de los teatros que es un adoquín; ayer da un palo al drama de Chamorro, que es correligionario, y hace unos cuantos días ponía por las nubes una piececita muy mala de un sobrino de González Bravo… ¡Ah! y que me tenga cuidado con la Ferni: ya sabe V. que ha cantado en mi casa.—Vamos a ver, Mendoza, ¿cómo consiente V. que ese Sr. Darwin diga en la sección de Variedades que el hombre desciende del mono? (Pausa mientras contesta Mendoza, al cual no se oye.) ¿Traducido, eh? Pues que no traduzcan tales badajadas… ¡Buen mono estará ese traductor!

El que se oía llamar de esta suerte, o majadero, o adoquín, se hacía el desentendido y bajaba aún más la cabeza fingiéndose enteramente embebecido en su trabajo. Pero alguno de los compañeros tosía maliciosamente y los demás se echaban a reír. A Mendoza en estos casos no se le oía el metal de la voz; por manera que desde la sala, parecía que el general hablaba solo. Pero esto, como ya hemos dicho, sucedía muy pocas veces: ordinariamente el director iba a tomar órdenes a casa de aquél dos a tres veces cada día. El General mostraba en la dirección del periódico la misma saludable energía que siempre le había caracterizado dentro de los cuarteles. Pero allí, como en éstos, su espíritu esencialmente analítico se detenía mucho más en los pormenores que en el conjunto. Un remiendo mal pegado, una correa mal puesta, sacaba de quicio y encendía la cólera en el pecho del héroe de Torrelodones (así le llamaba La Independencia un día sí y otro no). Asimismo una noticia fiambre, un anuncio torcido llevaba a su noble espíritu una turbación extraña que no era poderoso a reprimir. Mendoza tenía buen cuidado de no turbarle a menudo. Los artículos, los sueltos no conseguían excitar el interés del valeroso caudillo, y dejaba a la redacción bastante libertad en esta materia. En cambio, por nada en el mundo consentiría que se variase el título de una sección sin consultarle. Algunas veces, por espontánea y libérrima inspiración, él mismo llegó a cambiarlos. Un día, después de venir de su casa recibió Mendoza un volante ordenándole, en términos que no daban lugar a torcidas interpretaciones, que la sección del periódico titulada Noticias generales llevase por nombre, de allí en adelante, el de Noticias universales. Apesar de la utilidad innegable de esta reforma, pues el adjetivo universal es, sin duda, más comprensivo que general, algún redactor se empeñaba en sostener que los suscritores, no sólo no la agradecerían, sino que ni siquiera se harían cargo de ella. El único asunto vedado para los redactores era el sistema colonial inglés, y todo lo que de él se derivase; el general se reservaba enteramente esta materia, en la cual era indudablemente peritísimo; como que había tocado dos veces en la India al ir a Filipinas. Su punto de vista, en consonancia con la energía de su carácter, era que para colonizar un país, se hacía indispensable extirpar a los indígenas; sin extirpación, imposible la colonización. Este fue el principio que sostuvo en una serie de artículos escritos «con más bizarría que gramática,» al decir de un colega ministerial. Por cierto que Ríos se empeñaba en que Mendoza fuese a desafiar al director; pero no pudo conseguirlo.

Lo único que se leía con agrado en el periódico, hay que decirlo a riesgo de herir la susceptibilidad exquisita de algunos redactores, era la sección de sueltos políticos, que estaba a cargo de Miguel, o Riverita, como allí se le llamaba. Sin embargo, el general daba infinitamente más importancia a los artículos de fondo. Los fondos estaban a cargo de un anciano silencioso, taciturno, viudo, con siete hijas que se alimentaban y vestían con los cincuenta duros mensuales que le producían estos fondos a su padre. Iba a la redacción el primero y salía el último; sus artículos, llenos de cordura, de sensatez, de prudencia, daban vuelta siempre a los asuntos sin entrar en ellos; el general encontraba esto más conforme con las reglas de la estrategia, que el apoderarse del asunto «descubriendo el cuerpo.» Además, tenían la incalculable ventaja de que comenzaban y terminaban constantemente del mismo modo, con ligerísimas variantes.

He aquí el modelo de su estilo:

«Al estudiar concretamente los importantes problemas que se relacionan con el fomento de los intereses generales, base de la prosperidad individual y colectiva, no puede desconocerse, en manera alguna, lo mucho que en su resolución influye una acción sistemática y continua, en lo que toca a la administración pública, tan poderosa para remover los múltiples obstáculos que estorban la marcha próspera de un determinado país. No es que nosotros desconozcamos que en su esfera respectiva se precisa el concurso inteligente de todas aquellas otras entidades, capaces de descubrir las fuentes de riqueza, que son otros tantos factores del bienestar social, siempre que el trabajo empleado para obtener el fin propuesto, responda a las exigencias de una razón ilustrada por las lecciones de la práctica, etc., etc.»

Cuando vinieron a contar a Miguel que el general decía que los escritos de Ramos (así se llamaba el viejo de los fondos), tenían más peso que los suyos, exclamó:

–¡Claro, por eso no pueden digerirlos más que los avestruces!

XI

Llegó el mes de julio. La generala Bembo se fue huyendo del calor a Biarritz. Miguel no la siguió al instante, porque tenía que llevar a su madrastra y hermana a Santander; pero convino con ella en ir a pasar el mes de agosto a Pasajes, donde D. Pablo había tenido el capricho en otro tiempo de edificar una magnífica casa de campo. En este retiro suave y campestre contaba la generala imitar la deliciosa égloga de Pablo y Virginia, y un poquito también, si posible fuera, la pasión libre y salvaje de Chactas y Atala.

Después que dejó instalada a su familia y supo que Lucía estaba ya en Pasajes, se trasladó a este punto en un vapor. Salió de Santander al rayar el alba: el cielo diáfano, como pocas veces suele verse en aquella costa; la mar azul y rizada. Corría un viento fresco y ligero, que ensanchaba el pecho y abofeteaba las mejillas. Subió al puente con el capitán, que se reía de verle tambalearse y cogerse fuertemente a la barandilla, y desde allí contempló el espectáculo sublime de levantarse el sol en el mar. Se levantó como siempre, magnífico, sereno, sin mostrar temor alguno a los touristes, que le describen en sus cartas a los periódicos, ni menos a los poetas cursis, que le traen y le llevan y algunas veces hasta le mandan pararse para que escuche sus simplezas. El capitán se paseaba con las manos en los bolsillos, sin hacerle maldito el caso (al sol, no a Miguel), y cuando éste, sin poder contenerse, soltaba alguna exclamación de entusiasmo, se detenía y le preguntaba con amabilidad:

–¿Le gusta a V. el sol?

–¡Muchísimo!

El marino sonreía con semblante compasivo, como diciendo: ¡Qué sería el mundo, si los gustos fuesen iguales! Y en voz alta contestaba:

–No está mal, no; no está mal el sol…

Después de transigir de este modo con las flaquezas del prójimo, emprendía de nuevo su paseo. Y para dar señales más claras aún de su benevolencia, se detenía de nuevo, sonriente.

–Ahora por el verano da gusto viajar, ¿verdad? No hace frío ninguno… Luego se va viendo toda la costa: la mar está como una seda… Cuando se levante el piloto, le pediremos que toque la guitarra… ¡Ya verá V., ya verá qué bien la maneja!

Pero en medio de su discurso se detenía, mirando a la proa, fruncía las cejas, se inclinaba sobre la barandilla, siempre con las manos en los bolsillos, y gritaba:

–¡Babor!

–Babor—contestaba el timonel desde abajo, como un eco.

Seguía el capitán un rato con las cejas fruncidas y mirando a la proa; al cabo volvía a inclinarse y decía:

–A la vía.

–Vía—respondía el timonel.

Entonces se extendían de nuevo los resortes que tenían contraído su rostro atezado, y volvía a dibujarse en sus labios una sonrisa cándida y afable.

–Da gusto oírle tocar las sevillanas; ya verá usted.

Cuando la tarde declinó pasaron por delante de San Sebastián. Miguel se esforzaba por ver la boca de la bahía de Pasajes, sin conseguirlo. El capitán se desesperaba porque no aparecía la lancha del práctico. Al fin se distinguió como un punto negro allá entre las olas: se acercó al costado del buque, trepó un hombre con boina prontamente a la obra muerta, y en seguida al puente, y dijo con acento vizcaíno:

–Buenas tardes, D. Isidoro y la compañía.

Llegaron a la boca, que era estrechísima. El práctico, sin perder de vista la proa del vapor, hablaba alegremente de la romería que acababa de dejar allá, sobre los altos del pueblo. Entraron por una ría angosta, entre dos sierras elevadas, y no tardaron en desembocar en la bahía, que, en realidad, no merecía tal nombre: era una especie de lago, no muy extenso, rodeado por todas partes de altas montañas y cuya comunicación con el mar pasaba inadvertida, a no fijarse mucho. La hora en que entraron era la del crepúsculo. En la bahía, por efecto del abrupto cordón que la circundaba, había ya poca luz; el sol se había hundido tiempo hacía por detrás de los montes, y allá en el cielo veíase el semicírculo de la luna, fino, azulado y puntiagudo: el Héspero hacía guiños a su lado antes de ocultarse.

El pueblo se extendía por entrambos lados adosado a la montaña, y sus casas estaban bañadas por el mar, al cual podían los vecinos salir por escaleras de piedra. En muchas había también un pequeño terrado o jardín donde merendaban o departían sosegadamente tomando el fresco, o bailaban y reían, según el humor y la ocasión. Miguel se enteró por el práctico de que el pueblo estaba dividido en dos parroquias; la parte de la derecha se llamaba San Pedro, la de la izquierda San Juan. Enfrente, bastante más lejos, había un grupo de casas y almacenes nuevamente edificado, conocido con el nombre de Pasajes ancho, o Ancho solamente.

El vapor ancló en medio de la bahía hasta el día siguiente. Miguel estaba sorprendido y enamorado de aquel retiro silencioso y melancólico que entre las sombras crepusculares tomaba apariencias aún más tristes y fantásticas. La imaginación comenzó a hablarle un lenguaje suave y misterioso. Miraba a las casas donde todavía no se percibía luz ninguna, y se preguntaba:—¿Los que habitan allí, lejos del ruido, encerrados por esta muralla natural, serán más felices que los que vivimos en la agitación estruendosa de la corte? ¡Quién sabe! Fijose en una pareja de jóvenes asomados a la barandilla de un terrado, y no pudo menos de envidiarlos. Allá en Madrid no se ama, de seguro, como aquí: estamos solicitados por tantos deseos a la vez, que el corazón no puede recogerse y vivir en la contemplación feliz del ser que se adora. En aquel momento no se acordaba para nada de Lucía. Su espíritu, impresionado primero por la sublime presencia del océano, y ahora por la dulce poesía de aquel lago, se despegaba con tedio de la vida torcida y artificiosa que acababa de dejar, de sus placeres mentidos y pecaminosos, y se unía con cariño al sentimiento de dicha tranquila que aquel pueblecillo retirado y pintoresco inspiraba.

Vino a sacarle de su meditación el capitán, que le invitaba a tomar una copita de ginebra en la cámara: Miguel le manifestó que deseaba saltar a tierra y buscar posada.

–Pierda V. cuidado, ahora va a llegar Úrsula.

–¿Quién es Úrsula?

–La batelera: ella le llevará a tierra y se la buscará.

Y, en efecto, al poco rato se acercó al costado del vapor un bote, y dentro de él una joven que manejaba los remos con singular maestría. En Pasajes, el servicio de los esquifes que trasportan la gente de un punto a otro de la bahía está a cargo de mujeres.

–Buenas tardes, D. Isidoro y la compañía.

–Ahí te entrego ese señorito, Úrsula. Cuidado lo que haces con él.

(Aquí el capitán dijo una gran barbaridad, que no es posible repetir.)

Úrsula sonrió sin escandalizarse.

–¡Allá él, D. Isidoro, allá él!

Saltó en el bote nuestro joven, y fue conducido prontamente a la orilla. Úrsula era una zagala fornida, pobremente trajeada y con unos colores tan vivos en el rostro, que sorprendieron a Miguel: más adelante averiguó que bebía mucho aguardiente. Amarró el bote y condujo a su pasajero por unas toscas escaleras de piedra hasta la calle. Era ésta bastante angosta y torcida: como domingo, no dejaba de haber alguna animación en ella; los vecinos estaban sentados a las puertas hablando, o jugando en las tiendas a la lotería. Al sentir los pasos del forastero, levantaban el rostro y le examinaban con curiosidad; el que pregonaba los números también suspendía su canto un instante para mirarle. En las tabernas, que no eran pocas, se oía mucha algazara. Era ya casi noche. Úrsula le fue guiando al través de aquella calle larga y tortuosa, que era la única de la parroquia de San Pedro, hasta una plazoleta en cuyo centro bailaba un grupo de muchachas. La batelera se detuvo delante de una casa vieja con escudo sobre la puerta, y se arrimó a la ventana de la tienda donde había estanquillo. Dijo algunas palabras en vascuence, y una mujer que había dentro se inclinó para ver a Miguel.

–No hay inconveniente—contestó en castellano.—¿Viene por mucho tiempo ese caballero?

–No sé decir a V., señora—dijo aquél terciando.—Probablemente todo el mes.

–Le puedo ofrecer a V. la sala por ahora; pero si viene una familia, que espero dentro de algunos días, tendrá V. que trasladarse a la habitación de arriba, que es más chica.

–No me importa: teniendo un cuarto decente, me basta.

La mujer con quien hablaba tendría unos cuarenta años de edad; era alta, corpulenta, y aunque bastante descaecida, todavía conservaba en su rostro señales de una belleza superior. Vestía un traje modesto de merino negro, como la mayoría de las que pasan por señoras en los pueblos chicos. Levantose al oír esto, salió al portal e invitó al joven a subir con ella. Miguel, antes de hacerlo, despidió a la batelera, encargándole que le mandasen el equipaje. La sala donde entró era espaciosa: los muebles, aunque no ricos, parecían decentes.

–Esta es su habitación, por ahora—dijo doña Rosalía (que así se llamaba la huéspeda).—Esta es la alcoba. ¿Quiere V. que le traigan luz?

–Hasta que venga el equipaje no la necesito.

–Bien, pues dispénseme V.; tengo el estanquillo abandonado.

Y la matrona salió de la estancia dejándole solo. Después que hubo dado algunas vueltas por ella y enterádose de su disposición a la escasa luz que allí había, encendió un cigarro, saliose al corredor y se echó de bruces sobre la baranda de hierro, poniéndose a contemplar, con ojos distraídos, el baile de la plazoleta. El grupo de jóvenes bailaba cada vez con más entusiasmo y cantaba cada vez más alto. La mayor parte de ellas eran frescas y robustas más que hermosas, pero algunas merecían el nombre de tales. Los movimientos eran vivos, sueltos, graciosos: el que más le agradó a Miguel fue uno que consistía en pegar los brazos al cuerpo y dar vueltas a la danza, saltando a pie juntillas. En torno de ellas había bastantes mirones, hombres y mujeres. Del grupo de éstas observó que se destacó una niña y vino a sentarse sola debajo del corredor donde él se hallaba: la miró un instante, mas no pudiendo verle la cara, entornó de nuevo los ojos hacia la danza. Al cabo de un rato percibió vagamente una voz detrás de sí:

–Oiga—decía la voz. Pero no imaginando que se dirigían a él, siguió en su cómoda postura.

–Oiga—repitió la voz un poco más fuerte.

–¿Eh, quién va?—dijo entonces, volviéndose.

Entre las sombras de la sala distinguió la figura de la niña que estaba antes sentada debajo del corredor. Podría contar quince años de edad, y a lo que logró percibir, tenía una carita redonda y morena, bastante insignificante, y gastaba el cabello en trenza todavía.

–Dice mi tía que si quiere V. cenar—manifestó la chica, con voz temblorosa.

–Si posible fuera… Tengo algún apetito.—Y como ya deseaba hablar, añadió, sonriendo con amabilidad:

–¿No baila V. con las otras jóvenes? La he visto a V. muy solita ahí debajo del corredor.

–Nunca bailo—respondió toda confusa la niña, como si le imputasen alguna falta grave.

–¿No sabe V.?

–Sí, señor, sé, pero…

–Vamos, no le gusta.

–Antes me gustaba mucho; ahora, no tanto.

Todo esto lo decía cada vez más acortada, sin dejar caer de los labios una sonrisa inocente y humilde, que agradó a Miguel. Era lo único que podía agradarle: el rostro, sin ser feo, nada tenía que pudiese llamar la atención; además, no lo veía claramente, a causa de la oscuridad en que la sala se hallaba.

Cuando dijo las últimas palabras, la niña se retiró precipitadamente. Miguel la preguntó al desaparecer:

–¿Cómo se llama V.?

–Maximina—contestó sin volver la cabeza.

Trajéronle poco después la cena: la criada era una vieja fea y avinagrada; limitose a encender una lámpara, poner la mesa, y sobre ella los manjares, sin pronunciar palabra. Pero al poco rato volvió doña Rosalía a darle conversación, y sin que él la tirase de la lengua, soltola tan bién aquella bendita señora, que antes de concluir de cenar ya sabía Miguel todo lo concerniente a su vida.

Doña Rosalía estaba casada con un ex-capitán de barco, retirado temprano del oficio porque el reuma no le permitía navegar. Había hecho algunos cuartos, pocos; con su rédito, con lo que daba el estanquillo y con lo que dejaban algunos huéspedes por el verano, vivían modestamente, pero sin trampas. Tenía seis hijos: el mayor, que contaba diez y nueve años, estaba empleado en un comercio de San Sebastián; el segundo estudiaba para piloto en Bilbao; el tercero, Adolfo, lo tenía en casa, un pedazo de madera que no servía más que para dar disgustos; venían después dos niñas de ocho y diez años, y por último, un niño de cinco que era, según todas las señas, el ídolo de sus ojos.

–¿Y esa chica que ha venido a preguntarme si quería cenar, quién es?

–Ah, Maximina, ¡pobrecilla! Es mi sobrina; hija de un hermano de Valentín, mi marido. No conoció a su madre; su padre era el capitán del Duero, un vapor que V. habrá visto acaso. Ese vapor, yendo hace tres años para Manila, embarrancó. Mi cuñado, sin considerar si el barco podía salir o no, se fue corriendo a su camarote, se encerró en él y se pegó un tiro.

–¡Qué atrocidad!

–Era un hombre tan delicado, que al pensar que pudieran echarle a él la culpa, se le amontonó el juicio y cometió esa locura. El barco en cuanto alijaron un poco salió, porque según dice Valentín, el bajo era de arena; el pobre Bonifacio fue el que se quedó allí debajo del agua. Maximina, por supuesto, no sabe lo del tiro; cree que su padre se murió en Manila de enfermedad. Como se quedó sola sin padre ni madre, nosotros la recogimos del colegio donde estaba, y la hemos traído para casa. ¿Qué íbamos a hacer? Tenemos muchos hijos, y es un sacrificio el que nos imponemos manteniéndola, vistiéndola y calzándola, pero algo se ha de hacer por Dios, ¿verdad, D. Miguel? No es mala, no señor, y sabe cuánto debe agradecer a sus tíos lo que hacen por ella… Pero la pobre sirve para poco. Es callada, sufrida, no da ninguna mala contestación…

–¿Qué edad tiene?

–Quince años; va para diez y seis.

–Pronto se casará entonces.

–¡Ay, Dios!—exclamó doña Rosalía con profunda lástima.—Me parece que están verdes; hoy no se casan las jóvenes hermosas si no tienen dinero, ¿cómo se ha de casar ella no siendo rica ni bonita?

–Yo no la encuentro fea.

–¡Ay, Dios! ¡Pobrecilla! Ya comprende que no debe pensar en esas cosas. Últimamente se ha metido mucho por la iglesia. Confiesa y comulga todas las semanas, y oye misa siempre que puede. Yo la dejo mientras no falte a las obligaciones de casa, que como V. sabe, son lo primero. Hace poco escribió a su tío (porque de palabra no se atrevería) diciéndole que quería ser monja. Pero para ser monja, D. Miguel, se necesita un dote, y nosotros no podemos dárselo. Valentín estaba empeñado en hacérselo de su bolsillo, pero yo me opongo. Cuando las cosas no se pueden, hay que resignarse. Lo mismo se gana el cielo dentro que fuera del convento. ¡La pobrecilla lo ha sentido mucho!

Tanta compasión dio mala espina a Miguel. Cansado de escuchar a su huéspeda, se levantó, y con pretexto de arreglar el equipaje, se fue hacia la alcoba. Doña Rosalía al cabo le dejó solo.

Aquella noche no era fácil ver a la generala. Su casa se hallaba del otro lado de la bahía, y a tal hora costaría trabajo dar con ella. Por otra parte, Lucía deseaba que sus visitas fuesen siempre secretas: era necesario saber en qué forma quería que las hiciera. Determinó, pues, aguardar hasta el día siguiente.

Era muy temprano para irse a la cama. Cogió el sombrero y el bastón para dar una vuelta por el pueblo. Al salir, aún continuaba el baile en la plazoleta: Maximina se hallaba otra vez sentada en la silla contemplándolo.

–Buenas noches, Maximina—dijo nuestro joven acercándose a ella.

–¡Ay! buenas noches.

–¿Aún no se ha decidido V. a bailar?

–No señor.

–Pues yo sí.

La niña le miró sorprendida.

–Pero antes quiero descansar un poco al lado de V. ¿No hay por ahí una silla?

–Voy por ella ahora mismo—repuso muy azorada.

Y entrando en el estanquillo, salió con una que colocó bastante lejos de la suya. Miguel, con gran desembarazo, las puso juntitas. En cuanto se sentaron, las muchachas del baile comenzaron a dirigirles miradas de curiosidad. La noche estaba estrellada, ni clara ni oscura.

Entabló conversación, hablando del baile, del tiempo, de su viaje; agotó en un instante todos los lugares comunes. Maximina sonreía con amabilidad a cuanto decía; pero apenas contestaba más que con monosílabos, aunque se conocía que hacía esfuerzos por ser más explícita. Al fin se atrevió a decir:

–¿No baila V.?

–Si V. no me hubiese entretenido hasta ahora ya estaría dentro del corro—contestó poniéndose serio.

–¡Yo!—exclamó la niña inmutándose.

–Sí; usted.—Miguel soltó al decirlo una carcajada.—No haga V. caso: nunca he soñado en bailar; pero menos ahora que me encuentro en tan agradable compañía.

La chica estaba tan asustada todavía, que no supo dar las gracias. Adivinando su inquietud nuestro joven, prescindió de las bromas habituales en él y comenzó a tratarla con más respeto. Enterose con amabilidad de los pormenores de su vida y fue poco a poco ganando su confianza, haciéndola hablar con más desembarazo.

Pero el baile se había deshecho. Algunas jóvenes se fueron para sus casas; otras, y con ellas algunos galanes, vinieron a sentarse delante del estanquillo, para lo cual doña Rosalía les consintió sacar más sillas y un banco largo. Miguel permaneció sentado junto a Maximina.

–Saque V. la guitarra, doña Rosalía—dijo una de las muchachas.

–¿Va a cantar Juanito?

Juanito era el piloto del vapor donde nuestro joven había llegado. Era andaluz y muy conocido en Pasajes.

En cuanto vino la guitarra, comenzó a alegrar la tertulia con playeras, polos y sevillanas. Miguel, con gran sorpresa de las jóvenes hermosas que allí había, echándose hacia atrás en la silla, principió a hablar al oído a Maximina. ¿Qué le decía? Nada; tonterías: que lo estaba pasando muy agradablemente; que era una chica muy simpática; que se alegraba de haber venido a parar a su casa, etc. Maximina, más sorprendida que confusa, escuchaba sonriendo aquella música tan nueva para ella (la de Miguel, no la del piloto). Nuestro joven pasaba el rato del mejor modo que podía, esperando la hora de irse a la cama.

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Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
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370 s. 1 illüstrasyon
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