Kitabı oku: «Riverita», sayfa 8

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Una noche al levantarse la sesión, Miguel sintió que le tocaban en el hombro; era Valle, el marido de su prima Eulalia, uno de los oradores más importantes a la sazón, no sólo del Ateneo, sino también del Congreso. Los años habían arrancado a su rostro aquel tinte afeminado y poético de que hemos hecho mención y se lo habían dado más varonil, trasformándolo en un hombre hermoso y distinguido; gastaba largos bigotes, donde brillaba ya tal cual hebra de plata; vestía con refinada elegancia y continuaba sonriendo con dulzura a cuanto le decían. Por lo demás, hacía ya tiempo que era moderado, y de los más intransigentes; había sido gobernador en varias provincias y diputado en dos legislaturas. Desde algunos años antes, los niños a cuya protección había dedicado tantos desvelos yacían abandonados a sus propias fuerzas, lo mismo que los negritos. De aquella fervorosa manifestación de entusiasmo democrático y tierna sensibilidad, sólo quedaban en las librerías de viejo algunos residuos acusadores. En varias de ellas solía verse todavía algún folleto abolicionista de Valle con su correspondiente negrito aherrojado en la cubierta, las manos levantadas al cielo en demanda de justicia. Ningún transeúnte le hacía caso, y era más que probable que así se estuviese de rodillas hasta que fuese a parar más tarde o más temprano al montón del papel inútil; el mismo Valle, al cruzar por delante de él, solía apartar los ojos con desprecio, no exento de rencor. El negrito auténtico, esto es, el de carne y hueso que asistía a los banquetes abolicionistas, hacía ya tiempo que había desaparecido de Madrid sin que nadie supiese dónde había ido a parar: tal vez cansado y ahíto de las comidas sentimentales, se hubiera marchado al África a reponer el estómago con los platos más nutritivos de la cocina antropófaga.

–Oyes, Miguel, ¿tienes noticia de tu familia?—le dijo con amable entonación, pero rápidamente, como si le llamasen en otra parte y tuviese muy poco tiempo que perder.

–No señor; hace una porción de días que no tengo carta de papá; hoy le he escrito otra vez…

–Pues sé que está un poco enfermo.

A Miguel le dio un brinco el corazón.

–¿Ha habido carta?

–Sí, ha habido carta.

–¿Y cómo no me han escrito a mí?

–No lo sé; lo que hay de cierto es que tu padre no está bueno, que es un hombre, aunque no viejo, muy gastado por los achaques, y que debéis estar prevenidos para cualquier suceso desagradable.

Nuestro estudiante se sintió profundamente conmovido; guardó silencio un instante y no queriendo preguntar más porque adivinaba vagamente que algo terrible le querían comunicar, dijo únicamente:

–Bien, mañana por la mañana tomaré el tren mixto.

–Es inútil—repuso Valle, después de vacilar un poco.—Puesto que has de saberlo, más vale que sea cuanto antes… Tu padre ya ha fallecido… Vaya, resignación… y queda con Dios. Te ha mejorado en tercio y quinto. Adiós.

De este modo dulce y consolador recibió Miguel la noticia de la muerte de su padre. Quedose algunos minutos clavado en el suelo lleno de estupor, y por último, haciendo un esfuerzo, se dirigió con paso vacilante a un departamento solitario y se dejó caer en un diván; metió la cabeza entre las manos y sollozó largo rato, sin que nadie viniese a acompañarle: solo el conserje, al dar una vuelta de inspección por la sala, hallándole de aquella suerte, le preguntó con solicitud:

–¿Qué es eso, D. Miguel? ¿llora V.?

Cuando supo la causa se sentó a su lado y le prodigó los consuelos que pudo. En el pasillo se discutía con gritos horrísonos la cuestión del Syllabus.

IX

Pasados algunos días supo que, en efecto, su padre le había mejorado en tercio y quinto, lo que constituía a su favor, teniendo presente que en los últimos años el capital del brigadier se había mermado, una renta de siete mil duros; supo también que su madrastra, en el frenesí de la cólera intentaba ponerle pleito. Entonces se explicó perfectamente aquella sonrisa triunfal del brigadier cuando al abrazarle en el colegio de la Merced le decía: «¡Ya sabrás lo que te quiere tu padre… ya lo sabrás!» El pleito, como era lógico, no pudo prosperar; la soberbia madrastra se vio precisada a desistir, aunque guardando odio profundo, no sólo a Miguel, sino a la memoria de su marido; éste se había vengado cumplidamente de trece años de suplicio.

El curador que en el testamento le dejaba era su tío Bernardo, elección que le mortificó un poco, porque jamás había logrado simpatizar con él. El temperamento inquieto y el espíritu sarcástico del sobrino se compadecían muy mal con la gravedad y el sosiego y el perfecto equilibrio intelectual y moral del tío. D. Bernardo le trataba con afectado desdén, no concediendo importancia alguna a sus triunfos universitarios; parecía decirle con el gesto, ya que no con la palabra: «Apesar de esas notas y esos estudios filosóficos, nunca serás un hombre respetable.» Sin embargo, en este desdén mezclábase un poquito de miedo, el miedo que profesan generalmente los hombres sin ingenio a los que lo tienen: estaba siempre en guardia, temiendo que Miguel le hiriese con alguna de sus salidas habituales, y para evitarlo se mostraba con él más serio y más reservado que con los demás.

Por otra parte, se habían pasado ya bastantes días desde el fallecimiento del brigadier, y el tío Bernardo sólo había ido a hacerle una visita, y en ella no le habló de intereses, ni se dio por entendido del cargo que la voluntad del finado le imponía. Miguel sospechó que no tenía ganas de ser su tutor: lejos de disgustarle esta sospecha, le causó verdadera alegría y se propuso verificarla pronto, y aun poner todos los medios por convertirla en realidad. Una mañana salió de su casa en dirección a la de su tío, dispuesto a tener con él una conferencia y resolver de una vez el problema de la gestión de sus intereses. D. Bernardo seguía viviendo en la casa de la calle del Prado, de su propiedad. El criado, en vez de dejarle pasar buenamente, por tratarse de un pariente tan cercano de los señores, le introdujo, como siempre, ceremoniosamente en el salón, y le mandó esperar.—«Empieza la comedia»—dijo Miguel para sí sonriendo. Y sin hacer caso del ruego del lacayo, luego que éste se fue, salió del salón, y subiendo la escalera interior, se fue derecho al cuarto de su primo Enrique. Era la única persona con quien simpatizaba en la casa, si se exceptúa también su tía Martina, a quien siempre había profesado sincero cariño. Enrique se había preparado para tres o cuatro carreras especiales, y en ninguna había logrado ingresar. Por último, y para tener siquiera alguna, se decidió a entrar en la Academia de Infantería: a la hora presente era alférez de este cuerpo, de reemplazo, sin vestir jamás el uniforme, que le parecía ridículo, viviendo en la corte como un señorito rico, gozando de todos los placeres y singularmente de los toros, que era su afición predilecta, casi una manía. Los papás habían pasado muchos disgustos por su causa: era la única nota que desafinaba en el concierto casero. Cada vez que le traían a D. Bernardo la noticia de una nueva calaverada, de un nuevo suspenso, se ponía a las puertas de la muerte, dejaba de comer, de hablar, de fumar, y se pasaba dos o tres días dando paseos por el corredor y lanzando de vez en cuando unos ayes sofocados, que traspasaban el corazón de su fiel esposa doña Martina.—«Distráete, hombre; no pienses más en ello: vas a enfermar, y primero eres tú que él… Además, no todos los chicos han de ser modelos como Carlitos y Vicente…» D. Bernardo no hacía caso de estas justas observaciones, y sólo salía de su voluntario ostracismo cuando algún grave que hacer venía dichosamente a embargar su atención. Por lo demás, Enrique continuaba siendo el favorito de su madre, la cual, aunque no lo confesaba ni a ella misma siquiera, porque lo consideraba como una injusticia de marca, no podía menos de sentirse atraída hacia aquel hijo que representaba en la casa, en aquella casa severa y reglamentada como un convento, la alegría, la espontaneidad, la bondad franca y campechana. Allá a la postre también D. Bernardo, sus hijos y su yerno comprendieron que hasta desde el punto de vista estético hacía falta en la familia quien representase la indisciplina, algo que formase contraste y rompiese la monotonía de aquella vida correcta. En secreto, cuando estaban en familia, murmuraban todos de él, le ponían como un trapo, según la expresión vulgar, y esto no dejaba de ser también un placer, o por lo menos, un pie socorrido de conversación: de vez en cuando D. Bernardo le llevaba a su cuarto y le pronunciaba un largo discurso para llamarle al orden y recordarle sus deberes naturales y sociales, la dignidad del caballero, el decoro de la familia, etc., etc. Pero si había alguna persona de fuera, al hablar de Enrique todos sonreían alegremente, como diciendo: «No nos pregunten VV. por ese calavera, ese aturdido. ¿Quién pone puertas al campo?» La tolerancia que mostraban les hacía simpáticos, y al mismo tiempo prestaba más realce a su conducta intachable.

Carlitos había terminado la carrera de ingeniero de caminos y se disponía a emprender la de ciencias. Fue constantemente el número uno de su clase, y había escrito ya algunos artículos sobre mineralogía en una revista científica. Continuaba siendo el sabio de la familia, con beneplácito de todos. Vicente había pasado algunos años en Inglaterra, estudiando no se sabía qué, probablemente los usos y costumbres de la Gran Bretaña, hacia los cuales se sintió desde un principio tan inclinado, que toda su vida vistió, comió, durmió, y hasta tosió a la inglesa. Trajo además de allá, entre otra infinidad de manías, la de las antigüedades, la cual fue muy del agrado de su padre, y contribuyó no poco en adelante al esplendor y respetabilidad siempre creciente de la familia. Compró en Inglaterra un número considerable de trastos viejos, platos, tapices, y adornó la casa con ellos: además, con permiso de su padre, todos los veranos daba una vueltecita por las provincias y regresaba abundantemente provisto de objetos antiguos. La casa de esta suerte llegó pronto a parecer un museo arqueológico: era cada vez más sombría y más triste. Vicente consiguió también ejercer poderosa influencia en ella, particularmente en lo que tocaba al orden y la etiqueta: los criados considerábanle como su jefe inmediato, y hacia él volvían los ojos siempre que iba a hacerse algo que no fuese la rutina de todos los días. Doña Martina a cada instante le preguntaba:—Vicente, ¿dónde colocamos a Romillo? Vicente, ¿debe templarse el Burdeos? ¿Dónde ponemos la estatua que han traído hoy? ¿A qué hora se sirve en Londres ese licor que hemos recibido?—El mismo D. Bernardo, apesar de su no discutida infalibilidad, no se desdeñaba alguna vez de consultarle en asuntos de ceremonia; v. gr.: si había de visitar a D. Fulano o dejarle simplemente una tarjeta; si debía aceptar la invitación a comer de D. Mengano, etc., etc. Valle vivía también en la casa y tenía ya dos niñas de tres y dos años respectivamente; se había adaptado tan admirablemente al modo de ser de aquella familia, que parecía nacido y criado con todos ellos; la misma pulcritud en el vestir, la misma afectada cortesía, el mismo cuidado extremoso en no decir ni hacer nada de particular, la misma gravedad y énfasis para expresar las cosas más triviales. Aún en esto les sacaba ventaja: el antiguo abolicionista no podía preguntar a un amigo la hora o lo que pensaba del tiempo, sin llamarle aparte con cierto aparato de misterio: los que le veían, siempre juzgaban que estaba tratando algún asunto muy serio y muy escabroso. Apesar de esta adaptación, no había perdido importancia alguna ni dentro ni fuera de la casa; al contrario, el matrimonio se la había dado grande, y había contribuido no poco a que saliese elegido diputado y a que gozase de respeto y consideración universales. Por otra parte, en el hogar tenía su puesto señalado, su esfera de acción, y de esta suerte no podía haber choques ni rivalidades: era el hombre público, el estadista; como Carlitos era el sabio; Vicente, el maestro de ceremonias; Enrique, el calavera, y D. Bernardo, el varón respetable y respetado que esparcía su sombra protectora sobre todos. Eulalia continuaba siendo la misma grave y árida persona que cuando hemos tenido el honor de conocerla, un poco más grave y un poco más árida. El labio inferior le colgaba con expresión más señalada aún de desprecio hacia todas las cosas terrestres. De este general desprecio se salvaba, no obstante, su marido, su padre y hermanos, exceptuando Enrique, y todos los usos y costumbres de la buena sociedad, de las cuales era, como su señor padre, fiel guardadora. La misma doña Martina, apesar de su gran corazón y su espontaneidad, y de aquel temperamento franco y campechano que Dios la diera, no había tenido más remedio que sucumbir y doblegarse a la férrea etiqueta de la familia, haciéndose más seria, más comedida, y perdiendo con ello mucho del atractivo que su carácter tenía para el sobrino Miguel.

Cuando éste penetró en el cuarto de Enrique, le halló afeitándose frente a un espejo, tan preocupado y atento a su tarea, que no le vio ni oyó los pasos.

–Hola, Enriquillo, ¿cómo va?

Enrique volvió asustado la cabeza.

–Ah, ¿eres tú, Miguelito? Siéntate, hombre, me alegro mucho de verte aquí.

Miguel, en vez de obedecer, se puso a dar vueltas por el cuarto, observando con semblante risueño cuanto en él había. Estaba lleno de atributos taurómacos: sobre la puerta una cabeza disecada de toro; a los lados unas moñas lujosas, con los colores caídos ya por el tiempo; por las paredes algunos cromos, representando las distintas suertes del toreo; una espada y una muleta formando trofeo.

Miguel se detuvo frente a un par de banderillas simétricamente colocadas debajo de la espada y la muleta.

–La última vez que he estado aquí no tenías estas banderillas.

–Me las ha regalado, no hace más que ocho días, Marmita… ya sabes… Marmita—dijo, volviendo el rostro que rebosaba de orgullo y satisfacción.

–Sí, sí… ya sé… Marmita… cualquier bruto, vamos…

Enrique se quedó repentinamente serio y triste.

–Hombre, Marmita es un amigo… Además, hoy no hay quien ponga banderillas como él en ninguna plaza de España… ¿Le has visto el domingo?

–No fui a los toros.

–Pues chico te digo que en mi vida he visto colgarlas al quiebro de aquel modo… ¡Como si no se hubiera movido, chico… lo mismo! La plaza se vino abajo… ¡Era cosa de comérselo!… En el quinto toro puso otras al relance, cuando menos se pensaba, que dejó pasmado a todo el mundo… Sobre el mismo morrillo las dos… ¡Ni pintadas, chico!… La plaza se vino abajo…

–¿Pero no estaba en el suelo ya?

–¿Cómo?

–Sí, hombre, acabas de decirme que se vino abajo en el primer par.

–¡Bueno, bueno!… tú siempre de guasita.

Y dando la vuelta continuó afeitándose.

–Pues hacía ya tiempo—dijo Miguel, después de dar otras cuantas vueltas por la habitación—que echaba de menos aquí unas banderillas. Me extrañaba que teniendo tantas cosas de toros, no hubiera por lo menos un par.

–¿Querrás creer, chico—repuso Enrique, dejándose engañar como muchas veces por el tono serio que comunicaba Miguel a sus palabras,—que no se me había ocurrido?… Cuando Marmita me las mandó, tuve un verdadero alegrón…

–Sí, sí, comprendo que habrá sido una de las más puras satisfacciones de tu vida.

Enrique volvió a mirarle serio y amoscado, y continuó afeitándose. Ya no era su fisonomía enteramente la de un perro ratonero como de niño; había mejorado un poco; no mucho; la mejoría principalmente consistía en que andaba más limpio, sin mocos en las narices, ni repegones en las mejillas; aquel pelo indómito había conseguido, a fuerza de pomadas y cosméticos, domeñarlo, y lo llevaba aplastado sobre las sienes como los chulos. Gastaba la barba cerrada, pero en aquel momento la estaba modificando, dejándose unas patillas de picador muy cucas. Así que hubo acabado esta operación, se volvió hacia Miguel un poco avergonzado; mas como éste le dijese que estaba muy bien y que había ganado bastante con aquel cambio, se puso en seguida de un humor excelente, abrazó a su primo cordialmente, le dio un puñado de tabacos habanos, y comenzó a charlar de cosas alegres.

–¡Lástima, Miguelillo, que no tengas afición a los toros!—le dijo cortando repentinamente el hilo de la conversación y mirándole fijamente con ojos compasivos.—¡Si vieras qué buenos ratos se pasan!

–Si suprimiesen la suerte de las picas, iría con gusto—dijo Miguel con deseo de complacer a su primo, soltando una bocanada de humo.

–¡No digas eso, Miguel, por Dios! ¿Tú no sabes que sin picas no puede haber toros?

–¿Pues?

–Porque irían enteritos a la muerte y quedaría todos los días algún diestro sobre la plaza.

–Debían defender los caballos, al menos, para que no anduvieran las tripas rodando por el suelo.

–¡Ese es otro error!—exclamó Enrique, a quien la discusión interesaba extremadamente.—Los caballos no pueden defenderse, porque si el toro no hallase donde cebarse y tirase siempre los derrotes al aire, concluiría por huirse, como es natural, y no se podría lidiar en las otras suertes. Los que no sois aficionados, siempre empleáis los mismos argumentos, ¡los caballos!… ¡las tripas!… Si atendieseis a la lidia, no repararíais en esas menudencias… pero, ¡claro está! no sabéis lo que está pasando, no os ocupáis de estudiar el toro, os aburrís, y vais a mirar allá al otro extremo de la plaza a ver si a algún caballo se le ha salido el mondongo… Y en último resultado, ¿qué? ¡No parece más que no habéis visto nunca las tripas de un animal! ¿No os coméis todos los días el chorizo en el cocido?

Miguel, que fumaba tranquilamente en una butaca sin atender a lo que su primo decía, preguntó en tono distraído:

–¿Pero no habría algún medio de sustituir esa suerte de picas?

–¡Ninguno!—gritó Enrique.—¡Absolutamente ninguno!

–Bien, hombre, bien; no te enfurezcas.

–¿Te figuras que los toros son una cosa de ayer mañana?… Todo lo que se refiere a los toros está muy pensado… ¡muy calculado!… Los que no entienden una palabra, ven correr al toro detrás de los toreros, y nada más; pero los que han estudiado algo, saben la razón de todos los movimientos que se ejecutan en la plaza…

–Pues entonces—dijo Miguel seria y pausadamente soltando otra bocanada de humo,—te anuncio que cuando sea ministro de la Gobernación, tendré el honor de suprimir las corridas de toros.

Enrique le echó una mirada torva.

–¡Ya se librará ningún ministro de la Gobernación de suprimir los toros!

–¿Y dónde está tu padre ahora?—dijo Miguel levantándose.

La fisonomía de Enrique volvió a adquirir repentinamente su habitual expresión de bondad e inocencia.

–Me parece que no ha salido esta mañana. ¿Quieres verle?

–Sí, tengo que hablar con él.

–Vamos allá.

Y poniéndose apresuradamente una chaqueta, sin haberse metido aún el chaleco, condujo a su primo por los corredores hasta cerca del cuarto de su padre. Allí vaciló un poco, porque seguía profesando a aquella habitación el mismo respeto que cuando niño.

–Raimundo—dijo, viendo a un criado pasar,—entra en el cuarto de papá y pregúntale si puede recibir al señorito Miguel, que desea hablarle.

El criado tardó un rato en salir con la respuesta afirmativa. Miguel entró solo.

Estaba el tío Bernardo sentado en su poltrona, leyendo los periódicos con la misma expresión de hostilidad con que siempre había acogido todas las ideas expresadas por escrito. Había envejecido bastante: la calva, ya dilatada, se la cubría un gorro de terciopelo morado; más flaco y más pálido; el bigote canoso había quedado reducido, merced al lento pero continuado trabajo de la navaja, por entrambos lados, a una motita debajo de la nariz.

–Buenos días, tío, ¿cómo sigue V.?

–Hola, Miguel: bien, ¿y tú?—respondió D. Bernardo sin apartar la vista del periódico.

–De salud, bien.

–¿Te vas resignando?—le preguntó, siempre con la vista fija en el periódico y con un tono ligero que hirió vivamente a Miguel.

–No, señor—contestó éste un poco picado.

D. Bernardo se dignó levantar la vista hacia él manifestando sorpresa; tornó a bajarla y dijo en voz baja y cavernosa:

–Pues no adelantarás nada con atormentarte; hay que someterse a la voluntad de Dios.

–Yo me someto a la fuerza. Resignarse y someterse tranquilamente lo hacen los que no sienten con intensidad las desgracias.

–Supongo que no querrás decirme que yo no he sentido profundamente a tu padre.

–Debo creer que V. lo ha sentido mucho, porque era un modelo de padres, de hermanos y de caballeros.

–Así es, y te aconsejo que lo imites siempre.

–Hago lo que puedo; por de pronto le lloro mucho, como él me lloraría.

–No juzgo que deben condenarse las lágrimas en absoluto; pero me parecen más propias de las mujeres que de los hombres. Te aconsejo entereza para soportar esta prueba terrible. Pasados ya los primeros días, es absurdo seguir entregado al dolor, y precisa darse cuenta exacta de su situación y pensar en lo porvenir.

–A eso venía precisamente; a tratar con V. la cuestión de intereses.

Casi todas las conversaciones entre tío y sobrino desde hacía algún tiempo, tomaban este tono un si es no es picante. Miguel era díscolo, y cada día iba formando una idea más pobre de las dotes intelectuales del tío Bernardo. Este, si no despreciaba a su sobrino en el fondo, aborrecía su carácter y le tenía miedo. Ambos se hallaban perfectamente convencidos de esta antipatía y procuraban demostrársela con más o menos disimulo. La conversación que sobre intereses entablaron no fue larga: desde los primeros momentos comprendió Miguel que su tío no deseaba hacerse cargo de la curaduría, y grandemente satisfecho, aunque ocultándolo lo mejor que pudo, le facilitó el camino para zafarse de ella.

–Sí, tío, sí; comprendo perfectamente que las graves ocupaciones que V. tiene en su vida pública y privada no le permitirán dedicarse al arreglo de mis negocios con la atención que V. quisiera… Yo lo siento muchísimo… pero más vale que desde el principio hablemos claro…

–Por mi parte estoy dispuesto a cumplir en un todo la voluntad del finado; bien lo sabes… Pero temo que apesar de sacrificar otros quehaceres…

–Nada, no hablemos más de eso. Como en el testamento se señala, en defecto de V., a tío Manolo, que él se encargue, ya que está desocupado.

D. Bernardo sonrió irónicamente al escuchar el nombre de su hermano.

–Sí; él bien puede encargarse; los quehaceres no le matan.

Con la solución dada al asunto, ambos se habían puesto de buen humor; la plática fue en adelante más expansiva y afable. D. Bernardo invitó a su sobrino a almorzar, y éste aceptó sin que se lo rogase.

Cuando bajaron al comedor, estaba ya reunida la familia. Como era costumbre, todos aguardaban en pie al jefe de ella, quien después de saludarles grave y cortésmente, se sentó y les invitó a sentarse con un ademán tan imponente y señorial, que Miguel no pudo menos de sonreír. Nadie más que él sonrió: los demás, incluso Valle, que era ya un personaje político, aceptaban aquella severa etiqueta, persuadidos de que practicándola, se alejaban del vulgo y ganaban en prestigio y respetabilidad. Miguel, exagerando un poco el desdén que le inspiraba tal farsa, decía para sí:—«¡Pero, señor, esta es una familia de sainete!» Durante el almuerzo se habló de varios asuntos políticos y domésticos, pero siempre con el mayor orden, sin que bajo ningún pretexto se quitasen la palabra unos a otros; después que todos expresaban su opinión, D. Bernardo solía resumir y dar la suya, y en su defecto, lo hacía Valle, como segunda persona de la casa. Casi siempre coincidían todos en el modo de ver las cosas; cuando así no era, se mostraban tal deferencia los unos a los otros para contradecirse, que concluían por estar conformes. Alzar la voz para discutir se consideraba allí como la manifestación más acabada del mal gusto; sólo en las tabernas se disputaba a gritos. A veces había también sus rasgos de ironía, sus chistes; Carlitos y Valle se autorizaban algunos; entonces todos sonreían con benevolencia y hasta se reía suave y discretamente, nunca con fuertes o sonoras carcajadas. En casi todos los asuntos que en la mesa se trataban, manifestábase claramente el desdén que la mayor parte de las cosas y personas inspiraba a aquella privilegiada familia, y el íntimo convencimiento que todos profesaban de su indiscutible superioridad. Esta superioridad era el dogma de la casa.

Enrique tomaba muy pocas veces parte en la conversación; no se consideraba a la altura de sus hermanos, conocía su genio sulfúrico y temía desafinar. Desde que se sentaron a la mesa, la transformación que acababa de operar en su rostro había llamado la atención de todos, hasta de su padre, que no se dignaba reparar sino en muy contadas cosas: habíale dirigido durante el almuerzo cuatro o cinco miradas largas y escrutadoras, y él, por no soportarlas, bajaba la vista y se hacía el distraído; estaba avergonzado, y hubiera dado cualquier cosa por ponerse de nuevo los pelos que se había quitado. Nadie se atrevió, sin embargo, a hablarle de ellos. Cuando concluyeron de almorzar se procedió a hacer el café sobre la misma mesa, tarea en que de antiguo se placía la familia de Rivera, y a la cual concedía extremada importancia. En esta ocasión, la importancia era mucho más grande porque se trataba de ensayar una nueva maquinilla que Carlitos había encargado a París. Todos se prepararon con ansiedad a ver funcionar el aparato. Carlitos se había encargado de armarlo; desgraciadamente, apesar de su reconocido talento mecánico, no había logrado encajar algunas piezas en su verdadero sitio; el café salió tan revuelto y malo, que fue imposible atravesarlo. Entonces se produjo en la familia de Rivera un movimiento de sorpresa dolorosa; pero nadie osó dirigir cargo alguno al causante de la desgracia; sólo por medio de rodeos y perífrasis, Valle declaró que el café pudiera estar más claro aún, lo cual no sabía si debiera achacarse a la calidad del mismo café, a la deficiencia del aparato o a alguna ligera imperfección en la manera de armarlo. D. Bernardo tosió dos o tres veces, lo cual indicaba siempre que iba a decir algo, y era la señal preventiva para que todo el mundo se callase. En efecto, guardaron silencio.

–Para que sepamos cuál es la causa de lo que ha ocurrido, y si Arturo ha acertado en alguna de las diversas indicaciones que acaba de hacer, precisa, ante todo, que se lave el aparato, se le desarme y lo volvamos a armar con detenimiento.... A ver, Raimundo, llévate esa máquina, que se lave bien, y después de secarla, la traes.

Mientras Raimundo estuvo por allá, apenas se habló en la mesa, como si estuvieran todos bajo el peso de alguna grave preocupación: se esperaba su vuelta con mal disimulada impaciencia. Cuando llegó y dejó de nuevo el aparato sobre la mesa, los ojos se volvieron anhelantes hacia el jefe de la familia, quien, después de toser otras dos o tres veces, dijo solemnemente, dirigiéndose a su hijo Carlos:

–Carlitos, ten la bondad de desarmar el aparato, a fin de que sepamos, si es posible, dónde reside la falta.

Carlitos se apresuró a tomar la máquina, y con mano un poco temblorosa, comenzó a desarmarla, bajo la mirada fija y atenta de su familia. Según iba sacando las piezas, dejábalas esparcidas a granel sobre la mesa.

–¡Alto allá!—exclamó D. Bernardo extendiendo las manos.—Las distintas piezas no pueden ni deben dejarse de este modo confundidas, exponiéndonos a que después no sepamos para qué sirven. Coloquémoslas ordenadamente, a derecha e izquierda, según vayan saliendo, y no habrá más tarde dificultades.

Carlitos comenzó a alargar las piezas a su padre, y éste a colocarlas en diversos parajes de la mesa, no sin vacilar antes algún tiempo y pensar bien el pro y el contra de cada sitio.

–Esta tapadera de cristal la colocaremos aquí junto a Eulalia, ¿no es eso?… El recipiente superior lo pondremos delante de Vicente, ¿qué tal?… Bien; queda colocado… acordarse bien… queda colocado delante de Vicente… El pasador aquí a mi derecha… no olvidarse… El recipiente de la leche, ¿dónde colocaremos el recipiente de la leche?… Aguárdate un instante, hombre… lo colocaremos, si no os parece mal, aquí delante de Arturo… acordarse bien, delante de Arturo…

Una vez desarmado el aparato, Carlos principió a encajar de nuevo unas piezas con otras, con seguridad y desembarazo, como el que conoce bien el terreno que pisa. Su padre, no obstante, a quien disgustaba siempre la prisa, le atajó en seguida.

–Alto ahí, Carlos; eso no es resolver la dificultad… Hay que tomar las cosas con más calma; si no, obtendremos el mismo resultado. Antes de proceder a la colocación de una pieza cualquiera, es necesario cerciorarse si la anterior está bien colocada; esto es, si ajusta perfectamente con la otra… Nada de precipitarse… ¿A qué conduce la prisa?… ¿No tenemos sobrado tiempo?… Caminemos con cautela… ¿No es eso?…

D. Bernardo echó una mirada en torno buscando la aprobación, que todos le concedieron sin vacilar. Después, tosió dos o tres veces, en testimonio de hallarse satisfecho.

Apesar de la cautela y del espacio que Carlitos se tomó para armar la máquina, y a despecho de los graves y sensatos consejos que su padre le iba dando, y que él respetuosamente seguía, cuando de nuevo se hizo el café, salió tan malo como la vez anterior. Fue necesario apelar a la antigua maquinilla. La familia tomó el café pensativa y silenciosa. Miguel se puso a jugar con sus sobrinitas, las niñas de Eulalia. D. Bernardo se levantó al fin de la mesa, encendiendo un cigarro habano. Aunque su continente era frío y grave, como siempre, adivinábase que no estaba de buen humor: el negocio del café le había excitado un poco la bilis. Antes de salir se volvió hacia Enrique, que aún continuaba sentado, y le dijo severamente:

–¿Por qué te has dejado esas ridículas patillas de torero?

–Me estorbaba la barba—contestó el alférez humildemente, un poco ruborizado.

–Y porque la barba te estorbase, ¿había razón para poner la cara como la de un chulo o un chispero?… ¿No sabes que eres hijo de una familia respetable, y que debes imitar a las personas decentes, lo mismo interior que exteriormente?… A ver si te quitas inmediatamente esos adornos… ¡No quiero chulos o picadores en mi casa!… Tiempo hace que me estás disgustando con tus groseras inclinaciones… Ya sé que tienes por amigos a unos cuantos toreros o granujas de la calle, olvidando lo que debes a tu familia y lo que debes a ti mismo… que no tienes otros placeres, que ver encerrar y apartar los toros… Me hiere profundamente tener un hijo tan insensato… ¿De dónde has sacado esas aficiones?… ¿No ves a tus hermanos, de quien nadie tuvo que decir jamás una palabra?…

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Litres'teki yayın tarihi:
26 temmuz 2019
Hacim:
370 s. 1 illüstrasyon
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