Kitabı oku: «Vindictas», sayfa 5
Al despertarse, Isabel tuvo la impresión de haber pasado la noche en vela. Y no obstante era ya mediodía. Hacía tanto calor y sentía su cuerpo tan inerte y denso que a guisa de almuerzo se limitó a beberse un jugo de tamarindo y se recostó en una hamaca de la terraza a esperar la llegada del mandinga. Habría podido quedarse el resto de su vida allí, pensó desalentada, escuchando entre los tambores el monótono sonido de los grillos y, a lo lejos, el ir y venir de las olas sobre la playa. A pesar de haberse frotado vigorosamente al bañarse, sus axilas despedían un olor agrio, el mismo que había respirado con fruición mucho tiempo atrás, cuando le llegó la primera regla. También su pubis estaba sudoroso y caliente, pero prefería atribuir aquella humedad al calor que envolvía el aire como una garra espesa, inalterable. Su sastre de lino blanco comprado un mes antes en París se le antojaba una mortaja y de buena gana se lo habría quitado para quedarse desnuda. ¿Qué habría pensado Juan Antonio? La primera y única vez que hicieron el amor en el apartamento que sus padres poseían en la Avenue Foch, había apagado la luz y solo le subió su bata de noche hasta la cintura: ella había sentido un dolor terrible y mucha vergüenza. Pero ya eran novios y estaban decididos a casarse. Él también se sentía culpable y habían ido a confesarse juntos; a la salida de la iglesia le había prometido respetarla hasta su matrimonio. “Nadie ensucia el agua que se ha de beber”, le había dicho. Esos detalles de Juan Antonio la conmovían, la hacían quererlo más aún, aunque a veces experimentaba una rabia absurda contra él.
Un barato olor de pachulí vino a sacarla de sus reflexiones: a su lado estaba una viejita negra mirándola fijamente.
—Vine a buscarla —dijo. Y al verla levantarse de la hamaca añadió—: Esos zapatos, mejor se pone las botas que usaba su abuelita.
Musiú, que había aparecido en la terraza, se apresuró a decir:
—Ahora mismo se las traigo, señorita Isabel.
Y fue así como Isabel se encontró caminando detrás de la viejita en aquella selva hirsuta, de árboles añosos y culebras de aguijón mortal, donde ningún hombre blanco penetraba. Salvo la abuelita, pensaba Isabel extrañada observando de vez en cuando sus botas cubiertas de barro y su blanco vestido desgarrado aquí o allá por hojas semejantes a sierras. Los tambores seguían tronando sin reposo, apagando los lúgubres cantos de los aguaitacaminos. La selva húmeda y caliente parecía cerrarse detrás de ellas a medida que avanzaban y, más que la fatiga, a Isabel la atormentaba la falta de luz. Entre aquella vegetación enmarañada no se distinguía ni la sombra de un camino, pero la viejita andaba con determinación y en silencio. Isabel, de ordinario serena, se sentía al borde de la desesperación: llevaban ya más de una hora de marcha, los mosquitos le asaltaban la cara y del fango y las hojas podridas subía un olor a fiebres; le aterraba perder el rastro de la viejita y encontrarse sola en la tenebrosa profundidad de la selva. Al fin llegaron a la choza del mandinga, si esa miserable cabaña de ramas de plátano podía llamarse choza. A Isabel le pareció haberlo visto antes. Era un hombre esbelto, sin edad, de músculos trenzados con elástica firmeza bajo una piel brillante de color cacao. Al principio no dijo nada; se limitó a señalarle con un dedo la estera donde podía sentarse y continuó descuartizando el baquiro que probablemente le serviría de comida.
—Blanca, estos montes te han cansado —dijo al cabo de unos minutos—. Allí cerca hay un arroyo —y otra vez alzó un dedo para indicarle el camino—. Báñate, nadie te verá.
—Todo lo que deseo de usted es un poco de agua potable y algunas explicaciones sobre la desaparición de mi abuelita.
—Cada cosa a su hora, blanca. Bebe agua. Ahí está el tinajero. Ten confianza, tú. Mandinga se llama Barlovento.
—Deseo saber qué pasó con el cadáver de mi abuelita.
El mandinga no le respondió, pero al observar su desaliento se puso en pie y empezó a sacar el agua del tinajero con un cucharón dentado y a meterla en una totuma que colocó a su lado. Después de unos instantes de vacilación, Isabel se quitó las botas y se lavó la cara con el agua fresca de la totuma. Se sentía mejor: aquel lugar debía ser una especie de claro, pues a través de las hojas de plátano que le servían de techo veía el cielo reverberante de las tres de la tarde. No había mosquitos, advirtió.
—No hay mosquitos —dijo.
—Conozco la manera de alejarlos —le respondió el hombre, ocupado ahora en salar el baquiro.
No muy lejos se secaba al sol la piel del animal, sin el enjambre de moscas que normalmente habría debido rodearla.
Tampoco hay moscas, pensó Isabel. El hombre continuaba absorto en su trabajo y de vez en cuando se detenía como para escuchar los tambores que seguían retumbando en la selva. Era muy hermoso, según los criterios de su raza, con su pecho que parecía una coraza de músculos y sus manos de dedos largos y muy finos. Iba dejando de lado los mejores trozos del baquiro, que sazonaba con hierbas y unas pepitas rojas antes de envolverlos en hojas de plátano. Isabel volvió a decirse que su cara le era familiar.
—¿Usted trabaja en Las Camelias? —le preguntó.
—Yo no trabajo en hacienda de blancos.
Es un resentido, pensó Isabel, mirando inquieta a su alrededor. La viejita había desaparecido y ella estaba sola, en pleno monte, cercada por negros. Le parecía que los tambores se iban acercando cada vez más. Se arrepentía de haber venido y sentía miedo, tanto, que de pronto y sin quererlo se echó a llorar. El hombre se levantó y después de lavarse las manos se acercó a ella; muy dulcemente le levantó la cabeza que había hundido en las rodillas y empezó a secarle las lágrimas con sus dedos.
—No debes tener miedo de nosotros —le dijo como si hubiera adivinado su pensamiento—. Nunca te haremos mal. Eres la nieta de la niña Josefa.
—¿Y qué hicieron con ella? —le preguntó Isabel todavía sollozando.
El mandinga había tomado otra totuma de agua y, después de revolverla con una cuchara de madera, se había sentado a su lado. Bebió un sorbo y luego se la pasó.
—Tómate esta agua —le dijo—. Te sentirás mejor.
Isabel vaciló un instante con la totuma entre las manos. Había oído hablar de bebedizos enervantes como el sígueme joven, pero no quería herir la susceptibilidad del mandinga, ni mostrarse desconfiada.
Apenas bebió algunos sorbos de aquella agua azulada, fría, muy leve, con un recóndito sabor a menta, como si hubiese rezumado de una planta selvática, tuvo la sensación de que toda la sorda combustión de su cuerpo era apagada igual que una llama por un soplo fresco, desatando uno tras otro los nudos de su angustia. Ya no tenía ganas de llorar, sino de observar a aquel hombre férreo y tranquilo.
—Eso viene de lejos —dijo el mandinga—, cuando la marquesa de Arimendi llegó a la hacienda. La niña Juana María Arimendi era buena, amaba negros. Tiempos duros. Nos traían en barcos muy grandes, con fierros que no podían romperse. ¿Has visto Carúpano?
Isabel asintió en silencio. Había sacado un paquete de cigarrillos y le ofreció uno al mandinga. Empezaron a fumar, pasándose de vez en cuando la totuma.
—Carúpano y rebenques —continuó el hombre como si realmente lo estuviera recordando—, métete eso en la cabeza. Carúpano y dolor. Negros sufrían, negros lloraban. Blanca eres tú, pero si mañana te pongo un collar de perro, te doy comida de perro y te azoto para que aúlles como perro, terminarás ladrando. Mandingas no eran idiotas. Mandingas sabían. Por eso huíamos. Nos llamaban cimarrones.
El hombre hizo con el brazo un movimiento circular señalando la selva.
—Todo esto —dijo—, tierra de mandingas. Blancos no entraban. Ni capataces ni perros. Los perros caían primeritos. Mata al perro y matas la mitad del capataz. Mestizo se siente solo aquí. Tiene miedo de la macagua, de la tuna empoñosa, de la oscuridad. No, nadie entraba aquí. Ella sí.
—¿Quién? —preguntó Isabel.
—La marquesa, la niña Juana María, hembra brava, montaba a caballo como los hombres. Una esclava que quería se le había fugado con un cimarrón y vino a buscarla cuando supo que iba a parir. ¿Te das cuenta? Solita se vino aquí. Y aquí atrapó el mal de amor.
—Pero —protestó Isabel—, eso pasó hace doscientos años.
—Y sigue pasando —dijo el mandinga—. Vienen, aman, se van. Se van y vuelven a su hora. Así siempre ha sido, blanca.
Isabel se estremeció. Las piezas del rompecabezas se iban organizando en su mente de un modo a la vez fácil e inquietante.
—¿También mi abuelita?
—Niña Josefa también.
—Pero, ¿qué hicieron ustedes con...?
—Niña Josefa está ahí mismo, con el mandinga que la amó.
—¿Dónde?
—En el río, tranquila.
Isabel estaba en el más completo estupor. La abuelita, ¿quién iba a creerlo? No podía imaginarla joven, joven y enamorada.
—Tienes calor —dijo el mandinga.
Era verdad: el efecto refrescante del agua con sabor a menta había desaparecido y ahora sentía su cuerpo en ascuas, como si todo el calor de la selva se le hubiese metido por dentro. Le parecía que la voz del mandinga tomaba el tono de una orden.
—Vete al arroyo.
Isabel obedeció. Se quitó dócilmente la chaqueta de su sastre, la puso sobre la estera y empezó a caminar descalza por el sendero que el hombre le había indicado. Ahora le parecía que aquellos tambores incansables latían al mismo ritmo de su sangre, vibraban en sus oídos y en su vientre. Apenas oyó el rumor del arroyo comenzó a desabotonarse la blusa. Luego se quitó los ganchillos que le sujetaban el moño. Fue desnuda y con los cabellos sueltos como entró al agua, deslizándose sobre sus piedras lisas y muy grises. Se sentía como una ninfa, frágil y graciosa. Percibía los olores y colores con más intensidad: era feliz. Aquella agua fría y ligera que adulaba su piel, parecía lavarla también de viejos temores y devolverle por primera vez una jubilosa conciencia de su propio cuerpo, de sus senos muy firmes y de la curva armoniosa de sus caderas, que se ofrecían, ahora que nadaba de espaldas, a la caricia del sol. Sí, ese cuerpo despreciado, maltratado, cobraba vida de repente.
Cuando salió del arroyo se oía el grito de los araguatos. Isabel se puso la falda y la blusa sobre el cuerpo mojado y se encaminó hacia la choza del mandinga.
Viniendo del resplandor del sol, el interior le pareció oscuro y fresco. En cuanto entró sintió sobre sus senos revelados por la seda mojada de la blusa, los ojos profundos del mandinga, que estaba fumando, tendido en una hamaca, al fondo de la choza.
—Ven acá —dijo tirando el tabaco al suelo.
Apenas ella llegó a su lado, levantó de la hamaca una mano grande y firme que le acarició los cabellos mojados y le resbaló despacio por la cara. Sintió aquellos dedos oscuros demorándose en su boca y de una manera confusa tuvo deseos de besarlos: tímidamente sacó la punta de la lengua y empezó a lamerle la palma.
—Ven —repitió él.
No supo en qué momento se alzó de la hamaca y la ayudó a quitarse la ropa. Con latidos de fiebre sintió que la hamaca acogía, oscilando, el peso de su cuerpo. Entre sus piernas, una ansiedad, espina, aguijón o burbuja de fuego, se inflamaba casi dolorosamente. Su respiración se hizo jadeante. Cerró los ojos, ahora que los labios del mandinga le recorrían despacio el cuerpo, descendían, buscaban la espina encabritada, la exacerbaban hasta lo intolerable, antes de que las manos del hombre le apartaran suavemente las piernas para colocárselas a cada lado de la hamaca. Cuando el mandinga entró en ella, la ardiente burbuja fue devorada por un apremio más oscuro, que ascendió al encuentro de aquello que iba hollándola con un ímpetu diestro y fulgurante, buceando entre aguas profundas como un pez voraz, una y otra vez hasta encontrarla al fin, en el centro mismo de su ser, arrancándole de cuajo aquel espasmo iridiscente que la hizo arquearse y gritar, envolviéndola en un torbellino donde antes de ser devuelta a la verdad de la choza y de la hamaca, del hombre y de la tarde vibrante de calor, del latido de los tambores que seguían sonando muy cerca, supo que el pacto de su lejana bisabuela había sido renovado una vez más, que allí volvería con la muerte, a aquel rincón de la selva, al río San Juan, al lecho de tiernas algas donde aprisionado por ellas el mandinga la estaría esperando por la eternidad.
MUERTE POR ALACRÁN
ARMONÍA SOMERS
Tan pronto como surgieron a lo lejos los techos de pizarra de la mansión de veraneo, dispuestos en distintos planos inclinados, los camioneros lograron comprender lo que se estaban preguntando desde el momento de emprender la carga de la leña. ¿A qué tanto combustible bajo un sol que ablanda los sesos?
—Los ricos son así, no te calientes por tan poco, que ya tenemos de sobra con los cuarenta y nueve del termómetro —dijo el más receptivo al verano de los dos individuos, mirando de reojo el cuello color uva del otro, peligrosamente hipertenso.
Y ya no hablaron más, al menos utilizando el lenguaje organizado de las circunstancias normales. Tanto viaje compartido había acabado por quitarles el tema, aunque no las sensaciones comunes que los hacían de cuando en cuando vomitar alguna palabrota en código de tipo al volante, y recibir la que se venía de la otra dirección como un lenguaje de banderas. Y cuidarse mutuamente con respecto al sueño que produce entre los ojos la raya blanca. Y sacar por turno la botella, mirando sin importarles nada la cortina de vidrio movedizo que se va hendiendo contra el sol para meterse en otra nueva. Y desviar un poco las ruedas hasta aplastar la víbora atravesada en el camino, alegrándose luego de ese mismo modo con cualquier contravención a los ingenuos carteles ruteros, como si hubiese que dictar al revés todas aquellas advertencias a fin de que, por el placer de contradecirlas, ellos se condujeran alguna vez rectamente. Hasta que las chimeneas que emergían como tiesos soldados de guardia en las alturas de un fuerte, les vinieron a dar las explicaciones del caso.
—Ya te lo decía, son ricos, no se les escapa nada. Vendrán también en el invierno, y desde ya se están atiborrando de leña seca para las estufas, no sea cosa de dejarse adelantar por nadie, ni siquiera por las primeras lluvias.
Pero tenían la boca demasiado pastosa a causa de la sed para andar malgastando la escasa saliva que les quedaba en patentar el descubrimiento. Más bien sería cuestión de hacer alguna referencia a lo otro que venía a sus espaldas, algo de la dimensión de un dedo pulgar, pero tan poderoso como una carga de dinamita o la bomba atómica.
—No ha dejado de punzarme el hijo de perra durante todo el viaje. Con cada sacudida en los malditos baches, me ha dado la mala espina de que el alacrán me elegía como candidato —dijo el apoplético, no pudiendo aguantar más su angustia contenida, y arrojando por sustitución el sudor del cuello que se sacaba entre los dedos.
—¿Acabarás con el asunto? —gritó el que iba en la dirección—. Para tanto como eso hubiera sido mejor renunciar al viaje cuando lo vimos esconderse entre la leña... como un trencito de juguete —agregó con sadismo señalando en el aire la marcha sinuosa de un convoy— y capaz de meterse en el túnel del espinazo. (El otro se restregó con terror contra el respaldo.) Pero agarramos el trabajo ¿no es cierto? Entonces, con alacrán y todo, tendremos que descargar. Y si el bicho nos encaja su podrido veneno, paciencia. Se revienta de eso y no de otra peste cualquiera. Costumbre zonza la de andar eligiendo la forma de estirar la pata...
Aminoró la marcha al llegar al cartel indicador: Villa Therese. Entrada. Puso el motor en segunda y empezó a subir la rampa de acceso al chalet, metiéndose como una oruga entre dos extensiones de césped tan rapado, tan sin sexo que parecía más bien el fondo de un afiche de turismo. Dos enormes perros daneses que salieron rompiendo el aire les adelantaron a ladridos la nueva flecha indicadora: Servicio. Más césped sofisticado de tapicería, más ladridos. Hasta que surgió el sirviente, seco, elegante y duro, con expresión hermética de candado, pero de los hechos a cincel para un arcón de estilo.
—Por aquí —dijo señalando como lo haría un director de orquesta hacia los violines.
Los camioneros se miraron con toda la inteligencia de sus kilómetros de vida. Uno de los daneses descubrió la rueda trasera del camión recién estacionado, la olió minuciosamente, orinó. Justo cuando el segundo perro dejaba también su pequeño arroyo paralelo, que el sol y la tierra se disputaron como estados limítrofes, los hombres saltaron cada cual por su puerta, encaminándose a la parte posterior del vehículo. Volvieron a entenderse con una nueva mirada. Aquello podía ser también una despedida de tipo emocional por lo que pudiera ocurrirles separadamente, al igual que dos soldados con misión peligrosa. Pero esos derroches de ternura humana duran poco, por suerte. Cuando volvió el mucamo con dos grandes cestos, los hombres que se habían llorado el uno al otro ya no estaban a la vista. El par de camioneros vulgares le arrebató los canastos de las manos, siempre mandándole aquellas miradas irónicas que iban desde sus zapatos lustrados a su pechera blanca. Luego uno de ellos maniobró con la volcadora y el río de troncos empezó a deslizarse. Fue el comienzo de la descarga del terror. Del clima solar del jardín al ambiente de cofre de ébano de adentro. Y siempre con el posible alacrán en las espaldas. Varias idas y venidas a la leñera de la cocina, donde una mujer gorda y mansa como una vaca les dio a beber agua helada con limón y les permitió lavarse la cara. Luego, a cada uno de los depósitos pertenecientes a los hogares de las habitaciones. No había nadie a la vista. (Nunca parece haber nadie en estas mansiones ¿te has dado cuenta?) Hasta que después de alojar la última astilla, salieron definitivamente de aquel palacio de las mil y una noches, sin haberlo gozado como era debido, pero festejando algo más grande, una especie de resurrección que siempre provocará ese nuevo, insensato amor a la vida.
—Era linda, a pesar de todo... Qué muebles bárbaros, qué alfombras. Si hasta me parecía estar soñando entre todo aquello. Cómo viven éstos, cómo se lo disfrutan a puerta cerrada.
El mucamo volvió sin los canastos, pero con una billetera en la mano. Le manotearon el dinero que les alargaba y treparon como delincuentes a la cabina. Ya se alejaban maniobrando a todo ruido, siempre asaltados por los perros en pleito por sus meaderos, cuando uno de los tipos, envanecido por la victoria íntima que solo su compañero hubiera podido compartir, empezó a hacer sonar la bocina al tiempo que gritaba:
—¡Eh, don, convendría decirle a los señores cuando vengan que pongan con cuidado el traste en los sillones! Hay algo de contrabando en la casa, un alacrán así de grande que se vino entre las astillas...
—Eso es un cocodrilo, viejo —agregó el del volante largándose a reír y echando mano a la botella.
Fue cuando el camión terminó de circunvalar la finca, que el hombre que había quedado en tierra pudo captar el contenido del mensaje. Aquello, que desde que se pronuncia el nombre es un conjunto de pinzas, patas, cola, estilete ponzoñoso, era lo que le habían arrojado cobardemente las malas bestias, como el vaticinio distraído de una bruja, sin contar con los temblores del pobre diablo que lo está recibiendo en pleno estómago. Entró a la mansión por la misma puerta posterior que había franqueado para la descarga, miró en redondo. Siempre aquel interior había sido para él la jungla de los objetos, un mundo completamente estático pero que, aun sin moverse, está de continuo exigiendo, devorándose al que no le asiste. Es un monstruo lleno de bocas, erizado de patas, hinchado de aserrín y crines, con esqueleto elástico y ondulado por jibas de molduras. Así, ni más ni menos, lo vio el mismo día del nacimiento de la pequeña Therese, también el de su llegada a la casa, y su toma de posesión con un poco de asco a causa de ciertos insoportables berridos. De pronto, y luego de catorce años de relativa confianza entre él y las cosas, viene a agregarse una pequeña unidad, mucho más reducida en tamaño que las miniaturas que se guardan en la vitrina de marfiles, pero con movimiento propio, con designios tan elementales como maléficos. Y ahí, sin saber él expresarlo, y como quien come la fruta existencial y mete diente al hueso, toda una filosofía, peor cuando no se la puede digerir ni expulsar, por más que se forcejee. El alacrán que habían traído con los leños estaba allí de visita, en una palabra. Un embajador de alta potencia, sin haber presentado sus credenciales. Solo el nombre y la hora. Y el desafío de todos lados, y de ninguno.
El hombre corrió primeramente hacia el subsuelo en uno de cuyos extremos estaba ubicada la leñera recién embutida. La mujer subterránea, a pesar de constituir el único elemento humano de aquella soledad, tenía una cara apacible, tan sin alcance comunicativo que con solo mirársela bastaba para renunciar a pedirle auxilio por nada.
—¿Qué ha ocurrido, Felipe, por qué baja a esta hora? ¿Los señores ya de vuelta? —dijo con acento provinciano restregándose en el delantal las manos enharinadas.
—No, Marta, regresarán a las cinco, para el té. Solo quería un poco de jugo de frutas —contestó él desvaídamente, echando una mirada al suelo donde habían quedado desparramadas algunas cortezas.
La mujer de la cara vacuna, que interpretó el gesto como una inspección ocular, fue en busca de una escoba, amontonó los restos con humildad de inferior jerárquico. Mientras se agachaba para recogerlos, él la miró a través del líquido del vaso. Buena, pensó, parecida a ese tipo de pan caliente con que uno quisiera mejorar la dieta en el invierno. Aunque le falte un poco de sal y al que lo hizo se le haya ido la mano en la levadura... Ya iba a imaginar todo lo demás, algo que vislumbrado a través de un vaso de jugo de frutas toma una coloración especial, cuando el pensamiento que lo había arrojado escaleras abajo empezó a pincharle todo el cuerpo, igual que si pelo a pelo se le transformasen en alfileres. Largó de pronto el vaso, tomó una zarpa de rastrear el jardín que había colgada junto a la puerta de la leñera y empezó a sacar las astillas hacia el centro de la cocina como un perro que hace un pozo en busca del hueso enterrado. A cada montón que se le venía de golpe, evidentemente mal estibado por la impaciencia de los camioneros, daba un salto hacia atrás separando las piernas, escudriñaba el suelo. Así fue como empezó a perder su dignidad de tipo vestido de negro. El polvo de la madera mezclado con el sudor que iba ensuciando el pañuelo, lo transformaron de pronto en algo sin importancia, un maniquí de esos que se olvidaron de subastar en la tienda venida a menos. Pero qué otro remedio, debía llegar hasta el fin. Pasó por último la zarpa en el piso del depósito. Luego miró la cara de asombro de la cocinera. A través del aire lleno de partículas, ya no era la misma que en la transparencia del jugo de frutas. Pero eso, la suciedad de la propia visión, es algo con lo que nunca se cuenta, pensó, en el momento en que las cosas dejan de gustarnos. Escupió con asco a causa de todo y de nada. Se sacudió con las manos el polvo del traje y empezó a ascender la escalera de caracol que iba al hall de distribución de la planta principal. Volvió a mirar con desesperanza el mundo de los objetos. Desde los zócalos de madera a las vigas del techo, casualmente lustradas color alacrán, desde las molduras de los cofres a las bandejas entreabiertas de algunos muebles, el campo de maniobras de un bicho como aquel era inmenso. Quedaba aún la posibilidad de mimetismo en los dibujos de los tapices en los flecos de las cortinas, en los relieves de las lámparas. Cierto que podía dilatarse la búsqueda hasta el regreso de la gente. ¿Pero a título de qué? Si ha estallado una epidemia no se espera al ministro de Salud que anda de viaje para pelear contra el virus, aunque sea a garrotazos, y sin que se sepa dónde está escondida la famosa hucha pública. Así, pues, para no morir con tal lentitud, decidió empezar a poner del revés toda la casa. Había oído decir que el veneno del escorpión, con efectos parecidos al del curare, actuaba con mayor eficacia según el menor volumen de la víctima. Animales inferiores, niños, adultos débiles. Vio mentalmente a la joven Therese debatiéndose en la noche luego de la punzada en el tobillo, en el hombro. Primeramente, al igual que bajo el veneno indígena, una breve excitación, un delirio semejante al que producen las bebidas fermentadas. Luego la postración, acto seguido la parálisis. Fue precisamente la imagen de aquel contraste brutal, la exasperante movilidad de la criatura en su espantosa sumisión a la etapa final del veneno, lo que rompió sus últimas reservas, lanzándolo escaleras arriba hacia el pasillo en que se alineaban las puertas abiertas de los dormitorios.
Aun sabiéndolo vacío, entró en el de la niña con timidez. Siempre había pisado allí con cierto estado de desasosiego, primeramente a causa de que las pequeñas recién nacidas suelen estar muchas veces desnudas. Después, a medida que las pantorrillas de la rubia criatura fuesen cambiando de piel, de calibre, de temperamento, en razón de que no estuviera ya tan a menudo desvestida. Así, mientras se trazaba y ejecutaba el plan de la búsqueda (en primer término alfombra vuelta y revisada prolijamente), empezó a recrear la misteriosa línea de aquel cambio. Desde muy tierna edad acostumbraba ella a echársele al cuello con cada comienzo de la temporada (luego cortinas vistas del revés, por si acaso), pero alterándose cada año desde el color y la consistencia del pelo (colcha vuelta, almohadas), a la chifladura de los peinados. Finalmente, este último verano, apenas unos días antes, había percibido junto con el frenético abrazo de siempre al mucamo soltero las redondas perillas de unos senos de pequeña hembra sobre su pechera almidonada. Desde luego, pues, que le estaría ya permitido a él estremecerse secretamente (sábanas arrancadas de dos tirones violentos). Aquella oportunidad de conmoverse sin que nadie lo supiera era una licencia que la misma naturaleza le había estado reservando por pura vocación de alcahueta centenaria que prepara chiquillas inocentes y nos las arroja en los brazos. Bueno, tampoco en la cama revisada hasta debajo del colchón que ha volado por los aires, ni entre los resortes del elástico. De pronto, desde la gaveta entreabierta de la cómoda, una prenda rosada más parecida a una nube que a lo que sugiere su uso. Era la punta del hilo de su nuevo campo. Y fue allí, debajo de otras nubes, de otras medusas, de otras tantas especies infernales de lo femenino, que el color infamante del bicho se le apareció concretamente. Con el asco que produce la profanación, se abalanzó sobre el intruso. Pero la cosa no era del estilo vital de un alacrán que mueve la cola, sino el ángulo de una pequeña agenda de tapas de cuero de cocodrilo, que ostentaba el sello dorado de la casa del progenitor (Günter, Negocios Bursátiles), de las que se obsequian cortésmente a fin de año. Retuvo un momento con emoción aquella especie de amuleto infantil, al igual que si hubiera encontrado allí una pata de conejo, cualquier cosa de esas que se guardan en la edad de los fetiches. Tonterías de chiquilla, una agenda entre las bombachas y los pequeños sostenes. De pronto, los efluvios de tanta prenda que va pegada al cuerpo, un cuerpo que ya tiene tetillas que le perforan a uno sus pecheras, lo inducen a entreabrir en cualquier página, justamente donde había algo mal garrapateado a lápiz y con la fecha del día de llegada. “Hoy, maldito sea; de nuevo en la finca, qué aburrimiento. Dejar a los muchachos, interrumpir las sesiones de baile, el copetín de los siete ingredientes inventado por ‘Los 7’. Pero no niegues, Therese, que te anduvo una cosa brutal por todo el cuerpo al abrazar este año a Felipe. Y pensar que durante tanto tiempo lo apretaste como a una tabla. Recordar el asunto esta noche en la cama. En todo caso, las píldoras sedantes recetadas por el Doctor. O mejor no tomarlas y ver hasta dónde crece la marea. Y no olvidarse de poner el disco mientras dure...”
Un concierto de varios relojes empezó a hacer sonar las cuatro de la tarde. El hombre dejó caer la pequeña agenda color alacrán sobre el suelo. Justamente volvió a quedar abierta en la página de la letra menuda. La miró desde arriba como a un sexo, con esa perspectiva, pensó, con que habrían de tenerlos ante sí los médicos tocólogos, tan distinta a la de los demás mortales. No había astillas en la habitación. La niña, que odiaba las estufas de leña porque eran cosas de viejos, según sus expresiones, tenía un pequeño radiador eléctrico guardado en el ropero. Cuando, rígido y desprendido de las cosas como un sonámbulo, llegó al sitio del pasillo donde el señor Günter tenía ubicado su dormitorio, aún seguían las vibraciones de las horas en el aire. Se apoyó contra el marco de la puerta antes de entrar de lleno a la nueva atmósfera. ¿Cómo sería, cómo será en una niña?
—masculló sordamente—. Agendas abiertas, una marea de pelo rubio sobre la almohada, el disco insoportable que había oído sonar a media noche en la habitación cerrada. Empezó, por fin, a repetir el proceso de la búsqueda. Un millar de escorpiones con formas de diarios íntimos iban saltando de cada leño de la chimenea, ésta sí repleta, como con miedo de un frío mortal de huesos precarios. Hasta tener la sensación de que alguno le ha punzado realmente, no sabría decir ni dónde ni en qué momento, pero con una efectividad de aguja maligna. Deshizo rabiosamente la cama, levantó las alfombras, arrojó lejos el frasco de píldoras somníferas que había sobre la mesa de noche, cuando el cofre secreto embutido tras un cuadro y cuya combinación le había sido enseñada por el amo en un gesto de alta confianza, le sugirió desviar la búsqueda. Nunca hasta entonces los atados de papeles alineados allí dentro le hubieran producido ningún efecto. Pero ya no era el mismo hombre de siempre, sino un moribundo arrojado a aquel delirio infernal por dos tipos huyendo en un camión, después de echarle la mala peste. Tiró del cuadro, maniobró el botón que ponía en funcionamiento la puerta de la caja de seguridad, introdujo la mano hasta alcanzar los documentos cuidadosamente etiquetados. Quizás, masculló, si es que el maldito alacrán me ha elegido ya para inocularme su porquería, encuentre aquí el contraveneno de un legado a plazo fijo, no sea cosa de largarse antes sin saberlo.