Kitabı oku: «Vindictas», sayfa 6
Y del agujero de la pared comenzó a fluir la historia negra de los millones de Günter Negocios Bursátiles, novelescamente ordenada por capítulos. El capítulo del robo disfrazado de valores ficticios, la mentira de los pizarrones hinchados de posibilidades, el globo que estalla por la inflación provocada artificiosamente, los balances apócrifos, la ocultación de bienes, la utilización en beneficio propio de fondos que le fueron confiados con determinado destino, los supuestos gastos o pérdidas en perjuicio de sus clientes, las maniobras dolosas para crear subas o bajas en los valores, el agio en sus más canallescas formas. Y todo ello reconocido y aceptado cínicamente en acotaciones al margen, como si el verdadero placer final fuera el delito, una especie de apuesta sucia jugada ante sí mismo.
El hombre leyó nítidamente en uno de los últimos rótulos: “Proceso, bancarrota y suicidio de M. H.” Antes de internarse en la revelación, rememoró al personaje escondido tras las iniciales. Fue en el momento en que le veía durante una de las famosas cenas de la finca tratando de pinchar la cebollita que escapara por varias veces a su tenedor, lo que todo el mundo festejó con explosiones de risa, cuando la historia del desgraciado M. H. contada por Günter Negocios empezó a surgir de aquellos pagarés, de aquellos vales renovados, de aquellos conformes vencidos, de aquellas cartas pidiendo clemencia, hasta llegar al vértice de la usura, para terminar en la ejecución sin lástima. Luego, modelo de contabilidad, el anfitrión de Villa Therese registrando el valor de las flores finales, esas que un hombre muerto ya no mira ni huele. Pero quedaría siempre sin relatar lo de la cebollita en vinagre, pensó como un testigo que ha vivido una historia que otro cuenta de oído. Entonces se evocó a sí mismo dejando la botella añeja que traía envuelta en una servilleta y, como buen conservador de alfombras, agachándose a buscar bajo la mesa lo que había caído. Allí entre una maraña de bajos de pantalones y pies de todos los tipos, encontró la pierna de la esplendente señora de Günter Negocios enlazada con la del amigo M. H., o mejor la pierna del hombre entre las de ella, que se movía en una frotación lenta y persistente como de rodillos pulidores. Cuando él volvió a la superficie con la inocua esferita embebida en ácido, le pareció ver salir el cráneo pelado del señor de las grandes operaciones bursátiles, algo parecido al adorno de un tapiz de la sala, el de la cacería de los ciervos. Aunque ahora, atando todos los cabos sueltos, el hombre de la cabeza con pelo negro ya insinuándose al gris que gusta a las mujeres, estuviera también en aquellos bosques de la ruina, perseguido por los perros Günter, arrinconado, con su propia pistola apuntándose a las bellas sienes encanecidas. Formas de muerte, dijo, mientras seguía buscando al alacrán entre los historiales y sintiendo multiplicar sus agujas por todo el cuerpo. Dejó ya con cierta dificultad la habitación alfombrada de papeles. La cosa, si es que lo era verdaderamente, parecía andarle por las extremidades inferiores, pues cada paso era como poner el pie en un cepo que se reproduce. Pero con la ventaja de estar libre aún de la mitad del cuerpo hacia arriba, contando con los brazos para manejarse y el cerebro para dirigirlos.
Finalmente, el cuarto de la mujer, la gran Teresa como él la había llamado mentalmente para diferenciarla de la otra. Al penetrar en su ambiente enrarecido de sensualidad, se le dibujó tal cual era, pelirroja, exuberante y con aquel despliegue de perfumes infernales que le salían del escote, de los pañuelos perdidos. Casi sin más fuerzas que para sostenerse en pie, empezó a cumplir su exploración, para la que había adquirido ya cierto ejercicio. En realidad, eso de deshacer y no volver nada a su antiguo orden era mantener las cosas en su verdadero estado, murmuró olfateando como un perro de caza el dulce ambiente de cama revuelta que había siempre diluido en aquella habitación, aunque todo estuviera en su sitio. La mujer lo llevaba encima, era una portadora de alcoba deshecha como otros son de la tifoidea. Pero había que intervenir también allí, a pesar de todo. Con sus últimas reservas de voluntad abrió cajón por cajón, maleta por maleta y especialmente un bolso dejado sobre la silla. La agenda de cocodrilo de Günter Negocios, pero sin nada especial, a no ser ciertas fechas en un anotador, calendario erótico con el que alguien más entendido que él trazaría una gráfica del celo femenino. Luego, otro capítulo, pero simplemente de horas. Nada para el remate final de M. H. Aquellas horas habían sido detenidas por la barrera negra. Después, a pesar de utilizarse los mismos símbolos, tomarían otra dirección, como aves migratorias hacia un nuevo verano. Y paz sobre el destino de los seres mortales. Apeló otra vez a sus restos de energía para volver con el historial del hombre de la cebollita, desparramar los documentos sobre la cama de la mujer como un puñado de alfileres o la carga microbiana de un estornudo. Y todo listo, al menos antes de su inminente muerte propia.
No estaba en realidad seguro de nada. Si picadura de alacrán, si las uñas de la pequeña Therese en sus escalas solidarias, si apéndices córneos del gran burgués que repartía agendas finas a su clientela, o si sencillamente el efluvio de almizcle de la dama destacada. Fuera lo que fuere decidió como último extremo reptar hasta el subsuelo donde vivía la mujer vacuna, el último baluarte de humanidad que quedaba en la casa. No, no es imposible, debe llegar de pie. Un inmundo alacrán, o todos los alacranes de la mansión señorial, constituyen algo demasiado ínfimo en su materialidad para voltear a un hombre como él, que ha domado las fieras de los objetos de la sala, o que ha descubierto el mundo autónomo y al revés de las piernas bajo las mesas con la misma veracidad de un espejo en el suelo. Justamente cuando empezó a desnudarse en medio de la cocina para que ella lo revisase desde el pelo a las uñas de los pies (Marta, han traído un alacrán entre la leña, no me preguntes más nada), fue que ocurrió en el mundo la serie de cosas matemáticas, esta vez con cargo al espejo del cielo, el único que podría inventariarlas en forma simultánea, dada su postura estratégica. Uno: el ladrido doble de los daneses anunciando la llegada del coche. Dos: las cinco de la tarde en todos los relojes. Tres: el chófer uniformado, gorra en mano, que abrió la portezuela para que ellos bajasen. En esa misma instancia se oían los gritos de la niña Therese anulando los ladridos, trenzándose con la vibración que las horas habían dejado por el aire tenso: “Felipe, amor mío, aquí estamos de nuevo. ¿Qué hiciste preparar para el té? Traigo un hambre atroz de la playa”. Cuatro: él entrevió unos senos en forma de perilla girando en los remolinos de la próxima marea, entre la epilepsia musical del disco a prueba de gritito de derrumbes íntimos, y cayó desvanecido de terror en los brazos de la fogonera. En ese preciso minuto, formando parte de la próxima imagen número cinco, la que el propio hacedor de los alacranes se había reservado allá arriba para su goce personal, un bicho de cola puntiaguda iba trepando lentamente por el respaldo del asiento de un camión fletero, a varios kilómetros de Villa Therese y sus habitantes. Cierto que el viaje de ida y vuelta por el interior del vehículo había sido bastante incómodo. Luego, al llegar al tapiz de cuero, la misma historia. Dos o tres tajos bien ubicados lo habían tenido a salvo entre los resortes. Pero después estaba lo otro, su último designio alucinante. Quizás a causa del maldito hilo como de marioneta que lo maneja no sabe desde dónde, empezará a titubear a la vista de los dos cuellos de distinto temperamento que emergían por encima del respaldo. Nunca se conoce qué puede pensar un pequeño monstruo de esos antes de virar en redondo y poner en función su batería de popa. Seis: sin duda fue en lo que duró esta fatídica opción, que la voz de dos hombres resonó en el aire quieto y abrasado de la tarde:
—Lo largamos en escombros al tipo de la pechera almidonada ¿no?
—Puercos, la casa que se tenían para de vez en cuando. Merecen que un alacrán les meta la púa, que revienten de una buena vez, hijos de perra...

UNA PERFECTA DESCONOCIDA
MERCEDES GORDILLO
A Alejandro Aróstegui
Sentada ante el mismo escritorio con su máquina de escribir Remington, donde habían transcurrido sus últimos doce años de vida trabajando como recepcionista en una empresa comercial, Margarita Luna pasaba cartas en limpio y atendía el teléfono. Con dulce voz contestaba:
–Buenos días, Exportaciones S. A. a sus órdenes... –Recibía y enviaba mensajes, operando una pequeña central colocada a su derecha.
La señora Luna residía en el segundo piso de un edificio de tiendas, situado en la popular calle Colón de Managua. Compartía el departamento con una vieja empleada –Juana Loáisiga– a quien conocía desde joven. No la había abandonado nunca, acompañándola en cualquier circunstancia, especialmente después de la desaparición de sus padres y su esposo, muertos en un fatal accidente de tránsito cinco años atrás. Por ese tiempo Margarita padeció de nervios alterados.
A las once de la mañana de un jueves, Margarita Luna recordó que debía llamar a Juana, para solicitarle el favor de ir donde la modista del barrio, a recoger el vestido que pensaba lucir el próximo sábado veinte de mayo. Ese día, el jefe obsequiaba anualmente a sus empleados un almuerzo, repartía regalos y premios de acuerdo con el trabajo realizado. La comida tendría lugar en un famoso restaurante de carnes, se habían hecho reservaciones, ordenado el menú y algunos ramos de flores.
Ella marcó el número telefónico; al otro lado del alambre contestó una voz conocida que, sin embargo, no era la de Juana; cortó inmediatamente.
–Quizás me equivoqué –pensó, y llamó otra vez. Para su sorpresa contestó la misma persona.
–Quizás esté ligado con otro teléfono –se dijo a sí misma. Sin embargo, preguntó por no dejar:
–¿Quién habla por favor?
La respuesta fue inmediata:
–Margarita Luna –oyó.
–¿Qué número habla? –dijo nerviosa Margarita pues la voz sonaba conocida.
–77-123.
–¡Pero ese es el mío y Margarita Luna soy yo! –aseveró ella agitada.
–No señora, yo soy Margarita Luna; ¿qué desea? –preguntaron al otro lado.
Súbitamente ofuscada, la señora Luna se quedó sin habla, estupefacta, sin comprender. Mil pensamientos cruzaron veloces por su mente, mientras el auricular colgaba de su mano.
–¡Qué me está pasando! –se preguntaba confundida con el ceño fruncido y la expresión alterada. Súbitamente la asaltó una idea. Exclamó:
–¡Se metieron los ladrones a mi casa! ¡Eso es!
Tiró su silla hacia trás y salió corriendo a la oficina del jefe; golpeó la puerta, sin esperar respuesta entró intempestivamente y solicitó permiso para abandonar la oficina e ir a ver qué estaba sucediendo en su vivienda. Lloraba.
Margarita salió rápidamente a la calle, tomó un taxi e indicó su dirección al conductor. Afortunadamente su residencia estaba muy cerca; a solo diez cuadras de la oficina. Pagó cinco pesos, por la prisa, con un billete de diez y se bajó del auto sin esperar el cambio.
Subió las gradas de dos en dos, pues el edificio no tenía ascensor; mientras sacaba la llave de su bolso, pensó llamar al policía que usualmente permanecía apostado frente al primer piso, pero ya casi llegaba. Decidió enfrentar sola la situación. Sin recurrir a la llave optó por tocar el timbre del departamento. La puerta se abrió; una mujer madura, algo gorda, sonriente y amable, en actitud tranquila dijo:
–Buenos días. ¿Qué se le ofrece, señora?
Margarita, viéndola, se sintió mareada; balbuceante, logró preguntar:
–Busco a doña Margarita Luna. ¿Ella vive aquí, verdad?
La mujer, sin dejar de sonreír, dijo claramente:
–Sí señora; soy yo misma. ¿En qué puedo servirla?
Espantada, Margarita atinó a preguntar por Juana.
–Ella salió –fue la contestación.
Como sonámbula, la señora Luna musitó:
–Perdón, perdón; me equivoqué.
Comenzó a bajar los escalones. Volvió a ver atrás y miró a la misma mujer aún sonriente. Dándose cuenta que todavía tenía la llave en la mano, se dijo:
–Aquí la tengo y es mía.
Retrocedió. La mujer ya había cerrado la puerta del departamento. Margarita subió suavemente, sin ruido. Con cautela introdujo la llave en la cerradura, pero ésta no daba vuelta, ni a la derecha ni a la izquierda. La señora Luna intentó hacerla girar varias veces sin ningún resultado. Finalmente se decidió a bajar, repitiendo en voz baja, temblorosa, angustiada:
–¡Estoy loca, loca! —y recordó a su abuelita muerta en el manicomio.
Logró salir al fin, respiró hondo, secó el sudor de su frente con el pañuelo; en la acera le pareció ver su imagen reflejada en el vidrio del escaparate de una tienda de ropa. El policía ni siquiera la saludó como tenía por costumbre. Buscó de nuevo su figura en el cristal, solamente pudo ver a una mujer de rasgos extraños; pensó que se trataba de otra persona, pero no había nadie junto a ella. Volteó a ver por tercera vez. Fríamente se dio cuenta que ésa, no era ella. Era otra persona. Una perfecta desconocida.
Junio, 1999


LOCURA
MARÍA LUISA ELÍO
Tengo tal terror que he logrado olvidarme del miedo. Estoy en una casa de salud –así llaman a los manicomios, Maison de Santé–, no comprendo nada, no sé por qué estoy aquí tirada sobre una cama, el sol entra por una ventana sin cortinas y me ciega. Entran y salen médicos, jóvenes médicos estudiantes de medicina hacen preguntas, hacen muchas preguntas, tantas. “Ande levántese”, “levántese”, “que se levante”. Yo grito, grito y no sale un solo sonido de mi boca. Me agarran por el brazo para levantarme. Ahora caigo sobre una enorme piedra que me parte la cabeza, la sangre cae sobre mi cara, hay un enorme túnel... Ya no soy nada, ¿qué es eso de no ser nada? Sí, yo también me lo he preguntado. No soy nada, ¿qué es ser algo?, ¿qué es ser? Yo ya no estoy, ¿en dónde estoy ahora? Solo estoy en no estar, solo soy en no ser.
La subieron después no sabía a dónde, la pusieron en una cama que no era hecha para nadie y, al fin, la llevaron a aquel cuarto. Se negó a obedecer, y la dejaron tres días sin comer, tres días sin beber agua. Así fue. Al tercer día cedió (ya algo tarde): pidió agua. El médico ordenó a la enfermera que la dejaran en ayunas. “Agua”, “por favor agua” –y pasó la noche de la gran experiencia, y sintió mucho más allá de lo que hubiera podido creer–. Todo lo que fue su cuerpo, cómo fue rayo en la tormenta de su propia habitación, cómo ella fue una descarga eléctrica y después fue el rayo mismo, y cómo su cuerpo se transformó en el dibujo de ese rayo. Era tarde ya. Había pasado del otro lado de la línea. Un túnel negro la esperaba, nada más.
Tengo una gran sensación de ahogo, unas enormes ganas de cerrar el cuaderno.
Lo escrito en él, sigue así:
“Ahí han sido matadas muchas gentes, ahí los niños se han muerto de hambre, ahí han sido separados padres, madres e hijos. De ello ya me habían contado. Cuántas horas, cuánto tiempo estuve esperando a que me llegara el turno. Sí, aún lo recuerdo.”
(Por caridad, ¿qué es lo que recuerdo?, ¿qué es lo que quise decir aquí?)
Luego hay cosas de las que no recuerdo nada; pero hay algo que me dice que han estado ahí –quizá tan solo la idea de haber estado muerta–: esto no sucedió cuando yo estuve mal, esto simplemente sucedió cuando yo no estuve.
En ese momento en el que no me acuerdo que viví y que tuve memoria, ¿cómo me acuerdo de que no me acuerdo?, ¿qué recuerdo que me hace recordar que no recuerdo?
“¡Qué misterio tan grande será éste!
Alégrese vuelvo a decir, aunque no lo entiendo bien y quiero más hallaros sin entenderlo, que entenderlo sin hallaros.”
Al llegar a este lugar uno se rompe, ya no se es nada, uno deja de ser para cualquier gente, médico o enfermera; ante alguien o algo que antes era uno (yo, en ese caso) no se es nada: ni manos, ni piernas, ni ojos, ni voz –nada–. Ni lo miran a uno, no, realmente no lo ven. Uno es –entonces– tan solo pequeñas equivocaciones. Con la extraña sensación de tener la razón, por el solo hecho de estar ahí. Maison de Santé.
¿Qué podría decirse sobre aquello que muchos llamarían una experiencia? Cuántas experiencias tenía ya con ella, y era difícil decir si le habían servido de algo o no. Ella era ahora, o estaba ahora, hecha de eso que la gente llama experiencias, entonces –pensaba algunas veces– ya tenían algún valor. Le era extraño y difícil recordar la última, la última era como otra cosa, la última era eso que nadie quiere, y en general –pensaba ahora– lo que nadie quiere es lo que la gente llama una experiencia. Esta última, aquella última. No cabe duda de que le costaba mucho hablar o recordar aquello. ¿Por qué no había vuelto a recordarlo? Ella creía –yo creía– que al no pensar en ello, lo habría borrado, así, como de un pizarrón con un trapo.
Es extraño convencerse de eso, puesto que no pertenece al recuerdo, sino a una absoluta realidad –ahora empiezo a recordarlo como una realidad fuera del tiempo–. En todas las historias hay un punto en que aparece lo imposible, y ese punto logra hacer que el resto se rompa. Calculo que la realidad es saber notar la diferencia, y que ése es el motivo por el cual puedo estar ahora escribiendo.
Ella reía, cantaba y reía, ella ahora lloraba, lloraba a grandes gritos. Yo observaba esto con mucha atención, y no comprendía que ése fuera el lugar indicado para mí; sin embargo allí estaba, viéndola llorar y cantar con su cabeza rapada. Pero ella –pensaba yo– no sabía.
¿Pasó tiempo? Sí pasó, no sé cuánto tiempo, pero un largo tiempo. Y ahí estaba yo –al fin caritativa, ¡ah pobre de ti caritativa!–, con una bolsa de caramelos y un paquete de cigarros. Ve, anda, ve, sí y ahí fui, y me abrieron las rejas y entré: ahí estaba, la que lloraba y cantaba ahí, derecha, dignamente derecha en toda su locura, dando un paso hacia mí. Me alarga la mano, “¿cómo estás?”, me pregunta, “te veo muy bien”, “me alegro”, y pronuncia mi nombre. “¿Por qué sabes mi nombre?”, quisiera decirle, si yo nunca me atreví a mirarte a la cara, si estás loca, si tú no sabes y me voy.
“Doctor, ¿se curó verdad?” “¿De quién me habla?” “Ah, no, no, imposible de diagnosticar, es un caso incurable.”
Pero yo sé, ahora yo sé bien, que ella sabe.
El otro lado está muy cerca de éste, no hay más que alargar un brazo, y ahí está, se toca.
Es ayer otra vez sin haber llegado a ser hoy.
“En el principio existía la Palabra
y la palabra estaba con Dios,
y la palabra era Dios.
Ella estaba en el principio con Dios,
todo se hizo por ella,
y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.”
¿Qué esperaban aquellos hombres y mujeres paseando en aquel jardín?, ¿qué caridad llegaría a sus manos el domingo? Porque era el domingo el día que se les veía pasear, dando vueltas pegados los unos a los otros. Dibujando con sus manos en el aire objetos que después guardaban cuidadosamente en sus bolsillos, recitando en voz alta partes de la misa o quedándose a saludar a gentes solo vistas por ellos. ¿Por qué no morían? ¿Qué es lo que les hacía cada día comer, beber y sonreír a la enfermera? ¿Qué hacía que el viejo de alpargatas recordase su casa de España, y no olvidara el rostro de su madre? ¿Qué hacía que la mujer que pasaba las noches hablando, callara todo el día? ¿Qué familia o amigo les iba a traer lo que les salvaría? Y pasaban las horas y ellos seguían solos paseando, esperando a que alguien llegara, y ahí –estaba la hija, que venía con los nietos para que viesen a la abuela, solo podían estarse media hora–, ¿cómo podría esta mujer en media hora recuperar toda una semana, toda una vida de espera? ¿Cómo decirle a su hija que no trajera a los niños, que se sentara a su lado, y que le preguntara, y que la dejara hablar, que la dejara decirle que sufría, que no dormía por las noches, que llamaba y que nadie venía, que la comida era mala, y que había al lado de su cama alguien que moría y que ella tenía miedo y no quería estar sola? ¿Cómo decir en media hora que ella sería buena pero que no la dejaran ahí? Cuando había acabado de pensarlo, ya estaba otra vez sola, esperando el próximo domingo, y acariciando una caja de galletas que le habían traído y escondiéndose a llorar detrás de un árbol y volviendo a esperar. ¿Quién era el que había reunido ahí a esa extraña familia, todos padres, todos abuelos, todos hijos? ¿Por qué no se agarraban de la mano y morían? ¿Quién era el que los había castigado así?
Esto pensaba yo al verlos desde mi cama, cuando podía pensar en algo.
Lo triste es, sin embargo lo alegre no.
Lo triste deja una huella, una marca, una cicatriz; lo alegre pasa como el aire, sin dejar señal alguna. Cuando recuerdo algo alegre casi se vuelve triste por la nostalgia, ya pasó. Pero si es algo triste lo que recuerdo, ahí está y vuelve a aparecer el mismo dolor. Quizá, solo quizá, con los años, muchos, muchos años, se logre mitigar ese dolor, pero se mitiga solo porque va dejando de ser.
“La misma melancolía no es sino un recuerdo que se ignora.”
Algunos años después de que alguien ha muerto, quiere uno recordar su voz, y siempre es difícil, diría yo que más bien es imposible. Sobre todo si el recuerdo de ese alguien es muy querido. Yo he probado a hacerlo con la voz de mi madre y no he podido. Empiezo siempre con mucho cuidado, empiezo con una frase que me sea conocida, una frase cotidiana, algo así como “hasta luego hija” o “nena debes ser buena”, y así estoy durante un largo rato, repito cada frase diez y veinte veces, la digo primero en voz baja, luego la digo como para mí, luego un poco más alto, después sonriendo, después seria y cuando esto no me da resultado, vuelvo a empezar, empiezo con una frase más cercana, con algo que pueda yo recordar mejor, y entonces son otras las palabras que vienen a mi mente, “ya eres toda una mujer” o “yo a tus años”, y paso así horas dándole vueltas a las mismas palabras, tratando de colocarlas en el momento preciso y volviendo a empezar.
Una noche, mientras estaba arreglándome para salir, recuerdo que mi madre me miró sonriendo y me dijo: “ya eres toda una mujer”, “YA ERES TODA UNA MUJER”, yaerestodaunamujer, pero el momento se me va de entre los dedos como si fuera aire.
Todo va bien, pero cuando voy a oír su voz algo se rompe y hay que volver a empezar. Otros días la prueba que hago es con algo dicho por ella pocos días antes de morir. Esto trato de evitarlo, pero hay veces que viene a mí a pesar mío, y entonces las palabras que recuerdo me hacen daño y me llenan de ternura y no puedo seguir: “hija mía mi pequeña”. Con ésta aún me atrevo, pero hay otra, la más clara, donde está su voz, si la buscara, donde la encontraría, si probara dos veces con ese “¡aaay!” desgarrador que no me atrevo a repetir.
