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LA ESPERA

HILMA CONTRERAS

Estaba sumergida en el silencio como en un baño de frescura sin límites. Un silencio viviente, de pensamiento fecundo que se escucha a sí mismo cuando los demás se han marchado al fondo del primer sueño. Era para Josefina la hora en que le gustaba descubrirse en su relación con el Universo, sin interferencias de ninguna clase. La hora en que se reintegraba.

Ya se había extinguido el susurro del joven matrimonio vecino y el jadeante e invariable quejido de la mujer. Apenas un momento antes había rechinado la puerta del comisionista que regresaba de sus correrías nocturnas. Sobre el cuerpo de Josefina aleteaba el silencio más refrescante ahora después del llanto asustado del recién nacido en la planta baja. Casi sonreía de felicidad cuando su fino oído percibió el movimiento de la puerta de su habitación. Alguien se deslizaba sigilosamente en la oscuridad. La rabia le golpeó las venas y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abrir los ojos y de un salto abofetear aquel rostro, cuyo aliento ya sentía junto a su cama.

—¿Duermes, Josefina?

Como no contestó, una mano cálida la sacudió por las rodillas. Entonces gruñó:

—Vete a dormir y déjame tranquila.

Pero la mano se alargó en una caricia. Josefina se indignó.

—¿Te has quedado a dormir para eso? Se van a dar cuenta, ¡vete!

La otra se tendió en la cama con medio cuerpo sobre Josefina, cuyos músculos se contrajeron defensivamente.

—¡Déjame! Te digo, Lucía, que me dejes.

Lucía rio en sordina.

—Eres cobarde pero estás loca por abandonarte a las caricias de mis manos.

—Baja la voz, te van a oír… No es verdad, ¡lárgate!

Josefina se revolvió en la cama. Todo aquello era nauseabundo. Al sentir los labios carnosos sobre su vientre tuvo un acceso de ira. Con sus dedos furiosos tirando de los cabellos de Lucía para desprendérsela de encima, dijo amenazante:

—Si no te largas ahora mismo, grito. ¿Me oyes? Voy a gritar con todas mis fuerzas.

—No lo harás… Tú le temes demasiado al ridículo para armar un escándalo —se burló la otra—. Tamaña cara pondrían tus hermanos si te vieran en cueros…

Volvió a reír echándole a la cara su aliento de tabaco. Tenía formas hombrunas, casi corpulentas. Comprendiendo que en semejante forcejeo llevaba las de perder, Josefina se inmovilizó de repente, un nudo en cada fibra. La mujer se sintió aliviada y comenzó a acariciarla ávidamente, a restregarse, a besarla. De pronto, se detuvo:

—¿Qué te pasa? ¿Estás muerta?… Tonta, no sabes lo que te pierdes… O es que… Habla ¡Hay un hombre en todo esto! ¡Idiota!

En el apartamento de enfrente hicieron luz. El hueco de la ventana se recortó luminoso sobre la pared detrás de la cama. Lucía murmuró ásperamente:

—Mira lo que has hecho. La vieja María nos ha oído… Esa maldita nunca duerme.

Luego, dulcificando la voz, agregó:

—¿De verdad no quieres que duerma contigo? Un hombre no es mejor, Josefina, créeme.

En el cuadro de luz de la pared apareció la sombra de una cabeza. Llena de susto, la joven replicó desfalleciente:

—Oh, por favor…

Sí, tonta, me marcho. Yo tampoco quiero escándalo, pero no tardarás en llamarme, estoy segura que me llamarás porque no podrás conciliar el sueño después que mis manos te han tocado. Esperaré… Ven tú a mi cuarto, allí no podrá oírnos la escofieta esa.

Masculló unas cuantas groserías más antes de escurrirse malhumorada fuera de la habitación. Casi al mismo tiempo la vecina apagó la luz y fue de nuevo el silencio. Pasaron unos minutos. Un gato maulló cerca, repercutiendo su reclamo en la inmovilidad de Josefina. Entonces se dio cuenta de que los latidos del corazón martillaban todo su cuerpo. Se viró boca abajo. Como le resultó insoportable el contacto tibio de la cama, decidió levantarse. Después de correr el pestillo de la puerta que daba a la habitación contigua, se dirigió temblorosa al cuarto de baño. Abrió la ducha en la oscuridad. El agua fría le arrancó un gemido, pero a medida que le penetraba en la sangre le fue calmando poco a poco el temblor. Chorreante, se acercó al botiquín y encendió la luz. Al cabo de unos segundos de contemplación, sonrió jubilosamente a la turgente juventud de su pecho reflejado en el espejo mientras decía:

—Te los guardaré puros, Amor, aunque solo nos encontremos en un mundo mejor.


LA SANGRE FLORECIDA

SUSY DELGADO

La Abuela sintió que había llegado para ella el día señalado. Algo se lo dijo claramente, dentro de su cuerpo fatigado. Tomó el avatí soká1 del mortero que guardaba en su cuenco oscuro los olores de innombrables esfuerzos, macerados en larga ausencia y pobreza, con un agua salada que bien podía ser la que goteaba de los brazos o la que vertían los ojos, porque sabían exactamente igual... Y emprendió aquella tarea, por tanto tiempo temida y soñada. Sintió que en ese mazo pesado y mugriento que latía en sus manos como a punto de estallar, dormía un acto de justicia, la flor de un día, hermosa, inaplazable.

La Abuela reunió en su puño los ochenta años de pisar maíz pobre y desprecio en un mortero sordo, rezó una brevísima y extraña oración con los dientes apretados, y descargó todo el peso acumulado, de un rotundo golpe, en las espaldas del viejo que cumplía su ritual diario de rezongar con los yuyos del tereré2 en las manos, porque era un verdadero escándalo que las mujeres no se los pisaran en el mortero. Lo que es trabajo de mujer, tiene que hacerlo la mujer. “Así mismo”, pensó ella y empezó a esparcir furiosos golpes en el cuerpo flaco y desvencijado del viejo, que solo atinó a doblarse bajo los golpes, como si buscara la protección de la tierra, atreviéndose apenas a espiar entre los dedos con los cuales se tapó el rostro, aterrado.

Mientras cumplía su extraño ritual, ella recorrió mentalmente toda la cuenta que el viejo tenía con ella. Desde esos abandonos que empezaron en tiempos de la guerra –la única vez que no se fue por propia voluntad– y luego se fueron volviendo costumbre, con la excusa de salir a buscar un poco de plata para los cuatro hijos que les quedaban, de los diez que habían tenido la infelicidad de nacer en ese hogar de trapos viejos y cosechas magras. Recordó esa especie de fastidio que parecía ir aumentando en su marido, con cada angelito que sumaban a las pequeñas cruces del cementerio. Y que al hombre de la casa nunca se le ocurría mejor remedio al problema, que irse... Quién sabe si no era para sembrar de más angelitos otros cementerios.

Ella se quedaba con esas cuatro bocas pequeñas pero hambrientas y lo poco que dejaban esos tekorei mondaha3 que cruzaban la chacra abandonada, en sus sinvergüenceadas siesteras. Se quedaba con la miseria que ella misma y su ahijado –un muchachón rengo y arruinado4– alcanzaban a sembrar por ahí cerca de la casa nomás, hasta donde esos haraganes no se animaban a llegar. Se quedaba con la pulmonía haciendo estragos en los niños y el viento sur que violaba impunemente el rancho por las ventanas rotas, amenazando robarse el techo de paja cuando arreciaban las tormentas. Se quedaba con el barro que invadía la cocinita y su piso de tierra cenicienta, y los perros, más avivados y rápidos que los niños en apoderarse de las tortillas, por las tardes.

El Abuelo volvía de sus viajes cada tanto –tres, seis, ocho meses, quién sabe, porque la Abuela prefería no llevar la cuenta– y descargaba bajo la parralera, con gesto grandilocuente y jactancioso, unos kilos de fariña, una lata de aceite y a veces, unos metros de algodón floreado para las mujeres, para que vieran que no se fue a farrear nomás por ahí. Les mostraba la cosecha de su sudor, evaluando minuciosamente lo que le había costado, y se sentaba en el banco viejo, sacándose la camisa y pidiendo el terere.

Cuando al fin al viejo le dio por quedarse quieto, aburrido tal vez de esos viajes que le cuarteaban la piel, en esas chatas que hervían durante el día bajo el sol despiadado del norte, y le devolvían por las noches unas caricias tan magras como el avío de esas expediciones, en esas aguas y esos puertos donde se podía perder todo, empezando por la juventud y la esperanza... Cuando el Abuelo acomodó con gesto definitivo el poncho que le había acompañado en tantas intemperies inútiles, el cuchillo grande para todo uso en su vaina descosida de tanto traqueteo, y algún documento amarillento y manoseado, en el cuartito que la Abuela le asignó..., ésta borroneó en su corazón, con un resto de credulidad que le quedaba, la esperanza de que empezaba al fin el tiempo de la tranquilidad. Pero al cabo de algunos días de largas siestas y más largos relatos sobre sus aventurados viajes por el pan de la familia, el Abuelo no tuvo mejor idea que salir a buscar la primera mitakuña’í revikua ky’á5 con la que pudiera sacarse el aburrimiento.

Entonces empezó un abandono más simple pero no menos doloroso para su esposa. Un abandono practicado desde cerca, porque la chiquilina puta vivía a menos de un kilómetro, en una casucha hacia donde él se encaminaba por las tardecitas, con el agua del arroyo secándosele de a poco bajo la camisa planchada por la Abuela, con el jabón envuelto en una hoja de banana y guardado en el bolsillo nomás para no perder tiempo, con los ojos que le brillaban igual que la piel... Si alguien le preguntaba, decía que iba al bolicho,6 como era natural, y no mentía del todo, porque pasaba por ahí antes o después de la chica, según necesitara tomar fuerzas para ablandar su cuerpecito torpe, o tal vez olvidar que esa tarde no había podido hacer nada, después de haber hombreado veinte bolsas de mandioca y quién sabe qué más. En esos casos, el viejo solía necesitar muchas idas y vueltas del almacenero desde el mostrador a la mesa con el cuarto de caña, y oscuramente insistía en hablar de política y de lo bien que le iba al país después que se fueron todos esos comunistas herejes, a sus compadres que de tanto en tanto le interrumpían para que se dejara de dar vueltas y de decir macanadas, que ya lo conocían. Pero él insistía en garabatear su disquisición política en el aire pesado del almacén, densificado al paso de la tarde por el movimiento que producían los repartidores descamisados y prepotentes que traían harina y fideos de la Capital, y los peones que se unían al ruedo de la caña, oliendo a incontables hombreadas. Envalentonado de a poco por los sucesivos kuarti,7 el viejo pasaba revista a las últimas revoluciones de este país que no se puede levantar por culpa de los bandidos, haraganes y herejes, estos Aña rembiguái8 que habían traído todas las maldiciones a nuestra tierra... Y cuando algún compadre bien entonado como él, al cabo de varias intentonas, lograba abrir un resquicio en su discurso monocorde para cantarle con un puñetazo en la mesa que el Aña rembiguái es éste que vos votaste, nde výro,9 y que está espantando o matando a los mejores jóvenes de este país, y dejate ya de hablar de balde cuando no ligaste nada... El Abuelo, al contrario de lo que le mandaba la hombría, se limitaba a un sonoro Aña rakópe guare10 y se retiraba, tambaleándose, buscando el camino de regreso envuelto en la bruma espesa del alcohol.

La Abuela se había percatado muy pronto de que su marido ya no tenía arreglo. Y entonces, aunque siempre respetó el juramento de casada y nunca lo echó de la casa, clausuró para siempre la posibilidad de que éste llegara hasta su lecho, con la sencilla operación de ubicar a su lado a los nietos, todas las noches, en la enorme cama matrimonial. El viejo merodeaba el cuarto cuando las luces se habían apagado, hablando solo o contándole a las sombras sus viejas ronchas incurables, y podía desatar tremebundas tormentas cuando regresaba bien servido por las noches, despertando y levantando a todo el mundo, pero las criaturas tenían el extraño poder de ponerlo en su lugar y hacer que se tragara la furia. A la sola presencia de los niños, el Abuelo se callaba, se enroscaba en sí mismo como el ambu’a,11 y se quedaba rumiando por lo bajo sus palabrotas, temblando casi imperceptiblemente, de rabia y de vergüenza.

Pero según las maliciadas12 de los hijos, el viejo logró burlar una vez el férreo muro que había impuesto la Abuela. Fue en Navidad, aprovechando el ablandamiento que produce hasta en el cristiano más duro esa atmósfera de flor de coco y piñas maduras, con un niñito de barro tan bueno que no lloraba ni para mamar y que se sumaba a la modorra general, producida tal vez por el clericó que se hamacaba sin más penas en las tripas... Dicen que fue con las sombras de la nochecita, cuando los mitã’i salieron a correr por el pastizal con los ajitos y tres por tres colgando de las manos, sembrando un alboroto de luces en el descampado, hartos de tanto asado, mientras los mayores se repartieron entre los platos sucios y una truqueada. Y alguien dijo que el tepotí13 había ocurrido en el catre que se solía tender bajo la tupida enramada para socorrer a cualquiera que necesitara reparar las fuerzas o alguna vieja cuenta, cobijado por la sombra y el zumbido de las cigarras.

Los hijos aseguraron que esa vez ocurrió lo que no tenía que ocurrir, porque un tiempo después, la Abuela empezó a sangrar y ya no estaba en edad de eso, y empezó a hinchársele la panza, lo cual ya no tenía razón ni sentido ni explicación, porque desde cuándo las viejas pueden encargar criatura.

Los males siempre vienen del varón, que nació para eso, para ser la perdición de la mujer. Y el mal de él se le pegó a la Abuela, como un designio que burló el abandono de él y el abandono de ella y terminó riéndose de todos, convertido en un bicho sangrante que iba engordando en las entrañas negras y enmohecidas de la vieja. Pero quién iba a creer que a esta altura la Abuela pudiera agarrarse algún mal, ni que se fuera debilitando, justo ella que con su metro y piquito nunca se había resfriado y parecía que iba a curar muchas toses todavía, o en todo caso, iba a enterrar a muchos apulmoniados.14

Al principio, todos creyeron que con unas fricciones calientes se le iba a ir esa hinchazón tan extraña y hasta les pareció que el gesto del viejo, prestando su caña para el menjunje con ruda mandado por la curandera, era muy buena señal. Ni qué decir cuando vieron que ella seguía pisando en el mortero con panza y todo, el so’o piru15 y el maíz, la mandioca y lo que Dios ponía en esa casa, parecía confirmarles que a la Abuela no había huracán que la pudiera echar. Pero el bicho siguió creciendo sordamente, hasta que terminó su trabajo de carcomer desde adentro, cuando ya no quedaron órganos buenos y piadosos para que la dueña a su vez pudiera seguir comiendo y respirando y malviviendo un resto miserable de vida. Hasta que no quedó sino esa red enmarañada de tentáculos que la fue habitando y recorriendo...

Ella sintió ese día que la maraña de tentáculos se extendía y llegaba hasta sus manos. Y que esos tentáculos no podían dejar de moverse hasta completar su tarea, por eso seguían pegando al pobre cuerpo del viejo, mientras ella balbuceaba a punto del sofoco, ne Aña Memby chembo hasýva, che jukaharã.16

Cuando el Abuelo de pronto se quedó quietito, como si se hubiera quedado dormido bajo los golpes, o como si estuviera dando la señal de que la cuenta al fin se había saldado, ella vio estallar una gota de sangre en el hombro del viejo, igualita a la que se había pegado al avati soka. La sangre solo hace justicia con la sangre. En medio de su cansancio extremo, vio que esta última era una gota viva, que se empezó a mover en forma sinuosa y en un minuto se convirtió en una hermosa flor. La Abuela vio claramente la sangre florecida, justo cuando ocurrió el otro estallido, ése que manó de pronto un agua triste, como una oscura fuente nacida en sus deshilachadas vísceras, que empezó a regar el suelo con el caldito de verduras que ella había almorzado ese día, con cada una de las arvejas que se había atrevido a tragar, envejecidas y arrugadas como ella, al fin de esa jornada agotadora.

Fue entonces cuando ella arrancó la flor del madero hediondo en que había brotado y se la puso en el pelo, sujetándola con las trenzas, como en sus mejores tiempos de kuñakaraí agraciada. Tiró el mazo ya inservible al fuego que se consumía lentamente en la cocina y se acostó, sabiendo que no volvería a levantarse.

1 Avati soka: mazo (los acentos en el texto corresponden al lenguaje oral [n. e.]).

2 Terere: mate frío, bebida refrescante.

3 Tekorei mondaha: gente ociosa, ladrona.

4 Arruinado: en acepción del castellano paraguayo, hombre torpe.

5 Mitakuña’i revikua ky’á: chiquilina culo sucio.

6 Bolicho: boliche, almacén.

7 Kuarti: cuarto de caña.

8 Aña rembiguái: siervo del Diablo.

9 Nde výro: tú, tonto.

10 Aña rakópe guare: salido de la concha del Diablo.

11 Ambu’a: animal similar al ciempiés, que se enrosca al menor contacto.

12 Maliciar: en castellano paraguayo, sospechar.

13 Tepoti: mierda, suceso desafortunado.

14 Apulmoniado: quien adquirió la pulmonía.

15 So’o piru: carne seca.

16 Aña memby chembo hasýva, che jukaharã: hijo del Diablo, que me enfermas, que me matará.


SUR

SILDA CORDOLIANI

Podría ir hacia atrás o hacia adelante, hacia el norte o más hacia el sur, hacia el pasado o en busca de algún otro futuro. Sin embargo, lo cierto esta madrugada es que debe partir, huir. Tal es seguramente el único rayo de lucidez que la ha tocado en mucho tiempo. Sabe que hoy la duda no le está permitida, un minuto de indecisión puede prolongar para siempre el pavoroso sopor que la consume, tan diferente al hastío fiel que dominaba su vida aquel ya —le parece— lejanísimo día en que Raiza le habló del sur.

Sobreponiéndose a las contusiones, inutilizada la mano derecha que luce como vendaje un trozo arrancado de su blusa de algodón preferida, recoge lo más rápido que puede algunas pocas pertenencias que sabe no resultarán indispensables. Con el pequeño maletín trenzado en uno de sus adoloridos hombros, sale sigilosamente, asustada aún, a la calle principal, es decir, a la carretera. Camina de manera atropellada hacia aquella especie de increíble oasis: un colegio de monjas fundado en medio de la selva antes de que las minas convirtieran al caserío en un basurero humano. Al menor asomo de peligro, se dice, podrá correr hasta sus puertas y golpear, golpear desesperada en busca de ayuda.

Escondida en el sitio más oscuro y cercano a esa gran casa frente a la carretera, espera ansiosa el primer autobús que la lleve hacia el norte, o hacia el sur, más al sur.

***

Despierta con la luz y lentamente fuerza la apertura de sus párpados hinchados y enrojecidos. La sabana la sorprende tras la ventanilla del maltrecho autobús. Podría pensar que tal vez ya la vida no existe, que aquello revelándose es el preámbulo definitivo a otro mundo: el espacio infinito de la sabana virgen que asoma a lo lejos promontorios de montañas imposibles, lomas truncadas tajantemente como si algún dios feroz —se le ocurre—, ante la grandeza de su obra, hubiese querido mutilar su propia creación, logrando tan solo una magistral paradoja, porque aquellos cerros distantes en los que inútilmente intenta fijar su mirada, aquellos cerros apareciendo y desapareciendo cada cierto tiempo más allá del cristal en que recuesta su frente herida, más allá de los otros que a su izquierda casi tapan por completo las cabezas de los viajeros vecinos, constituyen la más contundente prueba de la existencia y poder divinos.

El frenazo algo brusco del autobús la saca del embeleso prodigioso. Los pasajeros descienden uno a uno: es necesario identificarse ante las autoridades, así lo exige la inminente proximidad de la frontera. Una improvisada y entrecortada historia le sirve para conmover a los incrédulos soldaditos que deciden hacer caso omiso de los evidentes aporreos, de la tela manchada de sangre que cubre una de sus manos, para que continúe su destino, cualquier destino en el sur, un poco más allá de este sur. Solo uno de ellos parece compadecerse realmente y aconseja: “Cuando llegue a Santa Elena, pregunte por el hospital… Faltan unos cuarenta y cinco minutos. No deje de ir”.

***

–Suficiente. En un mes triplicaremos la cifra. En tres, seremos ricas. En un año ¡millonarias! —dijo Raiza satisfecha, feliz, después de calcular hasta el último centavo de ambas liquidaciones: aguinaldos, prestaciones y el bono especial que sin duda debía corresponderles el próximo mes.

Del trabajo como secretaria estaba harta. Redactó su carta de renuncia con verdadero gusto y no quiso ocultar una enorme sonrisa ante el jefe que asombrado leyó su contenido. “Tengo una oferta mucho mejor”, fue lo único que respondió al déspota que meses antes le negara un aumento de sueldo y que ahora insistía en esa posibilidad ante su inapelable decisión. Despedirse de las hermanas sí le resultó difícil. Durante varios días estuvo construyendo una historia creíble que contuviera muy pocas palabras y no creara suspicacia alguna. Finalmente optó por lo más sencillo.

—Nos despidieron por reducción de personal. Raiza está muy deprimida, quiere pasar una temporada con su familia en Guayana. Me pidió que la acompañara y yo acepté. Las llamaré en cuanto llegue —afirmó para terminar la breve conversación, segura de que no lo iba a hacer.

La noche antes de la partida no pudo dormir: por primera vez intentó razonar, comprender qué la guiaba a semejante deserción, al fin y al cabo su vida era una buena vida. A pesar de no ser una muchacha que se pudiera calificar de bonita, ni siquiera de atractiva, pretendientes nunca le faltaban. Después de las semanales reuniones nocturnas con los compañeros del banco, una cama de hotel se encontraba dispuesta para ella y cualquier amante eventual, alguien que a veces podía convertirse en el novio oficial de unas cuantas semanas. Dos o tres veces se había enamorado, eso creía, pero las rupturas no le habían dolido demasiado. ¿Qué más podía decirse de esa vida buena, de esa cómoda vida? No cree que la orfandad le haya dejado huellas, sus hermanas le han proporcionado todo el cariño necesario. Por otra parte, nunca había ambicionado nada más y tampoco ahora lo hacía. Porque lo que la llevaría hasta el sur no era precisamente la razón que Raiza esgrimía. No le importaba ni deseaba en verdad esa riqueza de la que tanto hablaba la amiga. Se iba porque estaba señalado, porque era su destino, eso concluyó entre el sueño y la vigilia la noche antes de abandonar la ciudad en que siempre había vivido.

***

Lo primero que hizo no fue correr al hospital, era casi media noche y su cansancio solo exigía un buen baño y una cama. Se hospedó en el primer hotel, más bien modernizada pensión, que le indicaron. Tratando de no mojar la supuesta venda y evitando el roce de los moretones, se lavó lo mejor que pudo antes de caer sobre la cama que humedeció con su cuerpo, rendida, vencida.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo durmió sin miedo, sin sobresaltos, hundida en un sueño que repitió una y otra vez la extraordinaria visión de la sabana. Al despertar creyó quizás que habían transcurrido más de veinticuatro horas. La mano dolía, dolía muchísimo y tuvo que soportarlo hasta que vio clarear a través de la pequeña ventana.

Antes de salir contó los billetes y monedas que aún le quedaban, muy poco para alguien solo en el mundo. Posiblemente ni siquiera alcanzara para pagar otro día de hospedaje.

***

No fue desaliento, tampoco repulsión lo que produjo en ella aquel primer vistazo al conjunto de ranchos absolutamente improvisados que Raiza se empeñaba en llamar pueblo. Algo más bien parecido al miedo recorrió varias veces su menudo cuerpo. Una sola mirada persistente y burlona se multiplicó en los tantos hombres que encontraron a su paso, rumbo las dos, sobre los barriales que separaban las maltrechas construcciones, a uno de los tantos miserables albergues, regentado por el contacto de la amiga. Aquel hedor apenas percibido cuando bajaron del autobús pareció hacerse masa consistente al entrar en la que sería su casa no sabía hasta cuándo: meados y semen tratando de ser ahogados por alguna especie de creolina o kerosén barato. Pero Raiza continuaba hablando con la evidente intención de que ni eso ni otra cosa lograra desalentarlas, como si ignorara que realmente ningún aliento la había ocupado nunca, como si jamás se hubiera percatado de que ella, su indolente compañera en esta aventura, hacía las cosas por hacer algo y la estaba siguiendo en su ambiciosa empresa exactamente por la misma razón, tan solo por seguir a algo o a alguien: un vivir por vivir, con la remotísima esperanza de que el mundo le deparara una sorpresa, cualquier cosa que la sacara de aquella suerte de letargo que era su único estado natural desde siempre. Sí, realmente estoy asustada —pensó convencida—, y esta hasta ahora ignorada excitación, que bien podía convertirse en una válida forma de existencia, era tal vez la señal esperada, la señal de un buen presagio. Razón suficiente para no claudicar, para mantener su gélida sonrisa ante la otra que insistía en augurar triunfo, riqueza y felicidad.

¿Cómo fueron los primeros días entre Las Claritas y el kilómetro 88? Hoy, sentada en la sala de espera del hospital, no lo puede recordar muy bien. Seguía fielmente, como solidario animal atento al amo que ofrece protección, a la decidida y optimista amiga que pasaba de un tugurio a otro conversando apasionadamente con seres que quizás alguna vez fueron humanos, dejando sobre las mesas sucias y gastadas, justo al lado de las pequeñas balanzas que pesaban el mineral dorado y las piedritas brillantes, el producto de varios años de tedioso trabajo de oficina. Sus días acababan temprano, de acuerdo con los consejos de aquella mujer avejentada, antigua conocida de una tía de Raiza, que decía ser dueña de la pensión: tras la puesta del sol, hombres sudorosos, de cualquier raza o país, esperaban seguros, recostados de alguna pared y con una Polar entre las manos, a las mujeres nocturnas, siempre dispuestas a calmar la soledad y el cansancio del minero. Por eso las noches eran solo juegos de ludo o bingo, cantado casi a gritos para poderse imponer sobre el ruido persistente de las radios y rockolas vecinas, avivados por las conversaciones de un extraño y pequeño grupo de mujeres —dos indias lavanderas y dos negras cocineras—, compañeras de hospedaje y apostadoras tan compulsivas como la patrona, cubana y pelirroja a la fuerza que no cesaba en advertencias y recomendaciones. Todas esperaban hacerse ricas por un toque azaroso de la suerte, compartían con igual intensidad el sueño y las ilusiones de los hombres bastos y malolientes, como si la proximidad del oro y los diamantes diera obligado brillo a un futuro que se empeñaban en imaginar cada vez más cercano.

***

—Sé que no me está diciendo la verdad, pero no hace falta: sencillamente usted ha recibido una tremenda paliza. Según las radiografías no tiene contusiones internas, y los rasguños y hematomas se irán poco a poco, como sucede con cualquier golpe. Lo único preocupante es la mano, la fractura fue grave: no se quite el yeso antes de tiempo y siga exactamente mis instrucciones, estoy seguro de que en un par de meses volverá usted a escribir sus cartas como si nada.

—Soy zurda, doctor, y usted debe sospechar que las cartas no son mi fuerte.

—¡Qué suerte!… la de ser zurda, me refiero… ¿Pero no me va a contar lo que le pasó? Mire, a los médicos de estos pueblos olvidados del mundo nos interesa conocer todo lo que sucede. Por razones profesionales, claro.

—Muchas gracias doctor. La verdad es que la atención aquí es increíble; uno en Caracas jamás podría imaginarse algo semejante.

—¿Entonces no me va a decir nada?

—A lo mejor se lo cuento. Usted se queda aquí, atendiendo a esas personas que esperan allá afuera y yo me voy contándoselo. Caminando despacio hacia el hotel y contándoselo.

—Trataré de estar muy atento a su relato. Y no crea que le hago un chiste.

—Adiós, doctor. Gracias otra vez.

—Adiós…

***

“… Y entonces, cuando el dinero se acabó y aún no habíamos obtenido ninguna ganancia con lo invertido, intentamos vender las piedritas que Raiza había comprado los primeros días absolutamente convencida de que eran oro, pensando, creo yo, sobre todo, en eso, en cualquier eventualidad. Claro que de todos modos hubiéramos tenido que buscar trabajo, pero aquel engaño, doctor, aquel engaño no solo aceleró lo que tenía que pasar: nos produjo una sensación como de enorme sordidez, y también de desamparo, aunque al mismo tiempo nos dio una especie de seguridad, pues en cierto modo por fin estábamos conociendo realmente, más bien sufriendo realmente, el terreno que pisábamos. Nos sentimos fuertes porque ya habíamos cumplido la iniciación que nos afianzaba como parte de aquella fauna. Creo que ese ha sido el único sentimiento que Raiza y yo compartimos, en el único que nos hicimos por completo solidarias. A mí, además, como ya le mencioné, había algo que me motivaba y me hacía doblemente valiente: estaba sintiendo un intenso miedo.

”Cuando Raiza, furiosa, enrojecida como nunca la había visto, arrojó las famosas piedritas en un enorme charco, ya mi mirada, clavada en su nuca, esperaba decidida la suya. Es decir, al voltear no pronunció palabra: yo sabía y ella sabía, doctor, y a lo mejor también lo sabíamos el día en que llegamos al pueblo, y hasta antes de salir de Caracas, cuando decidimos renunciar al banco y cambiar radicalmente de forma de vida.

”El día de nuestra ronda iniciática la cubana nos aclaró que se trataría de una excepción, pues en cierto modo ella también se sentía un poco responsable, pero que constara que su casa siempre había gozado de muy buena reputación y que por nosotras no pensaba perderla, que solucionáramos nuestro asunto cuanto antes y, por supuesto, que nada de compañía masculina en los cuartos.

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9786073037877
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