Kitabı oku: «Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura)», sayfa 135
Stackhurst vino por mi casa un par de horas después para informarme que el cadáver había sido trasladado a Los Gabletes, donde tendría lugar la investigación judicial. Me trajo al mismo tiempo algunas noticias graves y concretas. Tal y como yo esperaba nada se había encontrado en las cuevas pequeñas de la base de los acantilados, pero él había registrado los papeles que McPherson tenía en su escritorio, encontrándose con algunos que demostraban la existencia de correspondencia íntima con cierta señorita Maud Bellamy, de Fulworth. Teníamos, entonces, identificada a la autora de la carta.
—La policía tiene en sus manos las cartas —siguió diciéndome—. No me fue posible traérselas. Pero no cabe duda de que se trata de un asunto amoroso serio. Sin embargo, no veo motivo para relacionarlo con el horrible suceso, fuera de que esa mujer le había dado una cita.
—Pero yo creo que es muy difícil que se la diese en una piscina a la que todos ustedes acostumbraban ir —le hice yo notar.
—Sólo por una casualidad no acudieron varios estudiantes más en compañía de McPherson.
—¿Sería, en efecto, una casualidad?
Stackhurst arrugó, pensativo, el ceño.
—Fue Ian Murdoch quien los entretuvo, empeñándose en que hiciesen yo no sé qué demostración algebraica antes del desayuno. El pobre hombre está terriblemente afectado por todo ello.
—Pero tengo entendido que no eran amigos.
—Hubo un tiempo en que no lo fueron. Pero ya desde hace un año, más o menos, Murdoch mantenía con McPherson unas relaciones tan estrechas como puede tenerlas una persona como él. Por naturaleza, no es Murdoch un hombre inclinado a la simpatía.
—Eso tengo entendido, y creo que usted me habló, en cierta ocasión, de un incidente entre esos hombres por haber maltratado a un perro.
—Eso quedó arreglado.
—Pero quizá quedase algún resquemor.
—No, no, estoy seguro de que eran verdaderos amigos.
—En ese caso tendremos que ahondar en el asunto de la muchacha. ¿La conoce usted?
—La conoce todo el mundo. Es la bella de estos alrededores, una mujer auténticamente hermosa, Holmes, que llamaría la atención en cualquier parte. Yo sabía que McPherson se sentía atraído hacia ella, pero nunca llegué a suponer que las cosas habían ido tan lejos como lo que dan a entender esas cartas.
—Pero, ¿quién es ella?
—Es la hija del viejo Tom Bellamy, propietario de todas las lanchas y casetas de baño que hay en Fulworth. Empezó de pescador, pero ha llegado a ser hombre bastante rico El negocio lo llevan él y su hijo William.
—¿Quiere que vayamos hasta Fulworth y que hablemos con ellos?
—¿Con qué pretexto?
—El pretexto es fácil de encontrarlo. Mirándolo bien, no es posible que el pobre muerto se haya maltratado a sí mismo de una manera tan ultrajante. Alguna mano humana era la que empuñaba el látigo, si fue con un látigo con lo que infligieron las heridas. Seguramente que el círculo de las relaciones de McPherson en este lugar solitario era reducido. Sigamos ese círculo en todas direcciones y es difícil que no demos con el móvil, el que a su vez nos conducirá hasta el criminal.
De no haber estado nuestros ánimos envenenados por la tragedia de que habíamos sido testigos, aquel paseo por las tierras bajas aromadas de tomillo habría resultado agradable. La aldea de Fulworth se alza en una hondonada extendida en semicírculo al borde de la bahía. Detrás de la aldea de casas antiguas y en el terreno en cuesta se han construido varias casas modernas.
—Aquella casa es The Haven como Bellamy la bautizó. La que tiene una torre en la esquina y el tejado de pizarra. No está mal para un hombre que inició su vida sin otra cosa que... ¡Por Júpiter, fíjese en aquello!
La puerta exterior del jardín de la casa en cuestión se había abierto, y por ella había salido un hombre. No había modo de equivocar la figura alta, angulosa, solitaria. Era Ian Murdoch, el matemático. Unos momentos después nos tropezamos con él en la carretera.
—¡Hola! —dijo Stackhurst.
El otro hizo una inclinación de cabeza, nos miró de soslayo con sus extraños ojos negros, y hubiese seguido de largo si su jefe no lo hubiese detenido preguntándole:
—¿Qué hacía usted en esa casa?
La cara de Murdoch enrojeció de ira.
—Cuando estoy bajo su techo, señor, soy un subordinado suyo. Pero no sabía que tuviese que darle cuenta de mis actos particulares.
Stackhurst tenía los nervios a flor de piel después de todo lo que había soportado. De no haber sido por eso, quizá se hubiese contenido. Pero ahora se dejó llevar por completo de su genio, y contestó:
—En las circunstancias en que nos encontramos, su respuesta es una pura impertinencia, señor Murdoch.
—Quizá se pueda aplicar ese mismo calificativo a su propia pregunta.
—No es ésta la primera vez que he tenido que pasar por alto sus insubordinaciones. Pero será seguramente la última. Tenga la amabilidad de tomar disposiciones con toda la rapidez que le sea posible para buscarse otro acomodo en el lugar que le parezca.
—Tenía ya ese propósito. Hoy he perdido a la única persona que me hacia tolerable la vida en Los Gabletes.
Y siguió su camino, mientras que Stackhurst lo veía alejarse con mirada furiosa.
—¿Verdad que es un hombre imposible, intolerable? —exclamó.
La primera idea que tenía que ocurrírseme era forzosamente la de que Ian Murdoch aprovechaba la primera oportunidad que se le ofrecía para abrirse un camino que le permitiese escapar del escenario del crimen. Empezaba a dibujarse en mi imaginación una sospecha, vaga y nebulosa. Quizá la visita a los Bellamy proyectase más luz sobre el problema. Stackhurst se rehízo y nos dirigimos hacia la casa.
El señor Bellamy resultó ser un hombre de mediana edad y de barbas de un color rojo encendido. Parecía estar irritadísimo, y pronto su cara estuvo tan colorada como sus cabellos.
—No, señor; no necesito saber detalles. Mi hijo aquí presente —y al decir esto nos señaló a un joven fornido, de cara pesada y huraña, que se hallaba en un rincón del cuarto de estar— piensa lo mismo que yo en que las atenciones del señor McPherson hacia Maud eran insultantes. Sí señor, la palabra matrimonio nunca fue mencionada, y aun están esas cartas y encuentros, y un gran negocio que ninguno de nosotros podría aprobar. Ella no tiene madre, y nosotros somos sus únicos guardianes. Estamos determinados a...
Pero las palabras fueron quitadas de su boca por la aparición de una señorita. No había ninguna contradicción en que ella pudiera agraciar a cualquier auditorio en el mundo. ¿Quién podría haber imaginado que tan rara flor pudiese crecer con tales raíces y en tal atmósfera? Las mujeres raramente son una atracción para mí, porque mi cerebro ha gobernado siempre mi corazón, pero no pude evitar mirar su perfecta y bien delineada cara, con toda la suave frescura de las tierras bajas en su delicado color, sin darse cuenta que ningún joven podría atravesarse en su camino sin resultar sano y salvo. Así era la mujer que había abierto la puerta y que ahora permanecía con ojos abiertos e intensos al frente de Harold Stackhurst.
—Ya tengo conocimiento de que Fitzroy está muerto —dijo—. No tenga miedo de decirme los detalles.
—Este otro caballero suyo le hará saber las noticias —explicó el padre.
—No hay razón alguna por la que mi hermana deba ser inmiscuida en el asunto —gruño el joven.
La hermana lanzó una sostenida y feroz mirada sobre él.
—Este es mi asunto, William. Permíteme manejarlo a mi manera. Por todos los comentarios parece ser que un crimen ha sido cometido. Si puedo ayudar a descubrir quién lo hizo, es lo menos que puedo hacer por quien ya no está.
Ella escuchó un pequeño relato de mi compañero, con una serena concentración que me mostró que ella poseía un fuerte carácter tanto como una gran belleza. Maud Bellamy permanecerá siempre en mi memoria como una completa y admirable mujer. Parece que ella tenía conocimiento de mi presencia, por lo que al final se volvió hacia mí.
—Llévelos a la justicia, señor Holmes. Tiene usted mi simpatía y mi ayuda, quienquiera que sean.
Mientras parecía que echaba una mirada desafiante a su padre y a su hermano mientras hablaba.
—Gracias —le dije—. Yo concedo mucha importancia en esta clase de asuntos al instinto de la mujer. Ha empleado la palabra «llévelos», en plural. ¿Cree que en esta cuestión ha intervenido más de uno?
—Yo conocía al señor McPherson lo suficiente para saber que era un hombre valeroso y fuerte. Un hombre solo no habría podido jamás infringirle ultraje semejante.
—¿Podría hablar con usted algunas palabras a solas?
—Te digo, Maud, que no te mezcles en este asunto —le gritó el padre, irritado.
Me dirigió una mirada de desamparo:
—¿Qué puedo hacer?
—Todo el mundo va a enterarse muy pronto de los hechos, de modo que no hay ningún daño en discutirlos aquí —le contesté—. Habría preferido hablar con usted en secreto, pero puesto que su padre no lo permite, tendrá que participar en las deliberaciones.
Le hablé entonces de la carta que se le había encontrado al muerto en el bolsillo.
—Con toda seguridad que saldrá a relucir en las actuaciones del juez de instrucción. ¿Querría usted aclarar todo lo que pueda este asunto?
—No veo razón alguna para hacer de ello un misterio —me contestó—. Estábamos comprometidos para casarnos, y si manteníamos el secreto era porque el tío Fitzroy, que es un señor muy anciano y está, según dicen, muriéndose, podría haberlo desheredado si se casaba en contra de su voluntad. No existía para ello ningún otro motivo.
—Podías habérnoslo dicho —refunfuñó Bellamy.
—Lo habría hecho, padre, si hubiera visto en ustedes la menor simpatía.
—Yo desapruebo que mi hija se mezcle con hombres que pertenecen a otra categoría social que la suya.
—Tu prejuicio en contra de él fue el que nos impidió ponerte en antecedentes del asunto. En cuanto a la cita, se la di en contestación a esta otra carta —la joven rebuscó en su vestido y sacó un papel todo arrugado, que decía:
«Corazón: En la playa, en el sitio de siempre, el martes, aunque oscurezca. Es la única hora en que puedo salir.
F. M.»
—Hoy es martes y tenía el propósito de reunirme con él esta noche.
Examiné la carta.
—No ha venido por el correo. ¿Quién se la trajo?
—Preferiría no contestar a esa pregunta. La verdad es que nada tiene que ver con el asunto que usted intenta poner en claro. Pero contestaré con toda libertad a cuanto tenga relación con ello.
Se mostró a la altura de su palabra, pero nada de cuanto nos dijo resultó de utilidad para nuestra investigación. Ella no tenía motivos para pensar que su novio tuviese ningún enemigo, pero reconoció que ella había tenido varios admiradores entusiastas.
—¿Puedo preguntar si se cuenta entre ellos el señor Ian Murdoch?
La joven se sonrojó y pareció confusa.
—Hubo un tiempo en que me pareció que sí. Pero todo cambió al enterarse de las relaciones que existían entre Fitzroy y yo.
Otra vez me pareció que la sombra que envolvía a aquel hombre extraño tomaba contornos más definidos. Era preciso examinar sus antecedentes. Había que llevar a cabo clandestinamente un registro en su habitación. Stackhurst se brindó a colaborar porque también iban surgiendo sospechas en su cerebro. Regresamos de nuestra visita a The Haven, esperanzados de que teníamos ya en nuestras manos un extremo libre de la enmarañada madeja.
Había transcurrido una semana. La investigación judicial no había arrojado ninguna luz sobre el asunto, y el caso había sido postergado para cuando hubiese nuevas pruebas. Stackhurst había llevado a cabo una investigación discreta acerca de su subordinado, y se había realizado un registro superficial en su habitación sin conseguirse ningún resultado positivo. Yo, por mi parte, lo había repasado todo de nuevo, física e intelectualmente, sin poder llegar a conclusiones nuevas. El lector no encontrará en todas mis crónicas otro caso que me haya obligado a llegar hasta el límite mismo de mi capacidad como me obligó éste. Ni siquiera mi imaginación lograba idear una posible solución de aquel misterio. Pero, de pronto, ocurrió el incidente del perro.
Fue mi ama de llaves la primera que se enteró del caso, por esa sorprendente telegrafía sin hilos que les sirve a esa clase de personas para recoger todas las noticias que circulan por la región.
—Lamentable historia, señor, la del perro del señor McPherson —me dijo una noche.
Yo no tengo por costumbre alentar esa clase de conversaciones, pero aquellas palabras me llamaron la atención.
—¿Y qué le ha ocurrido al perro del señor McPherson?
—Ha muerto, señor. Ha muerto de pena por su amo.
—¿Quién le ha contado semejante cosa?
—¡Si no hace más que hablar de esto todo el mundo! Le produjo una impresión terrible y no ha querido comer nada durante una semana. Dos de esos caballeros del colegio de Los Gabletes lo han encontrado hoy muerto en la playa, en el mismo lugar que encontró la muerte su amo.
«En el mismo lugar». Las palabras me quedaron bien grabadas en la memoria. Surgió en mi cerebro una percepción confusa de que se trataba de un detalle de vital importancia. Que el perro se muriese era un hecho que concordaba con el carácter magnífico y leal de los perros. Pero «¡en el mismo lugar!» ¿Por qué en aquella playa precisamente? ¿Era también ahora posible que hubiese sido sacrificado a alguna venganza? ¿Era posible que...? Sí. La idea era apenas perceptible, pero algo se estaba cuajando en mi cerebro. Pocos minutos después iba camino de Los Gabletes, y allí me encontré a Stackhurst en su despacho. Mandó llamar, a petición mía, a Sudbury y a Blount, los dos estudiantes que habían encontrado el perro.
—Sí —dijo uno de ellos—. Estaba al borde mismo de la laguna. Debió de ir siguiendo el rastro de su difunto amo.
Vi al fiel animalito, un terrier Airedale, tendido encima de la esterilla del vestíbulo. El cuerpo estaba tieso y rígido, los ojos bien abiertos y los miembros contorsionados. En todas las líneas del cuerpo estaba retratada la agonía.
Fui caminando desde Los Gabletes hasta la laguna que servía de piscina. El sol se había ocultado y la sombra que proyectaba el alto acantilado se marcaba negra en las aguas, que tenían un brillo apagado, como el de una hoja de plomo. El lugar estaba desierto, sin que hubiese otras señales de vida que las dos gaviotas que trazaban círculos y dejaban oír sus chillidos por encima de mi cabeza. A la luz, que se iba desvaneciendo, conseguí distinguir las pequeñas huellas del perro contorneando la roca misma en que su amo había dejado la toalla. Permanecí largo rato meditando, mientras las sombras se espesaban a mi alrededor. Mi cerebro estaba lleno de pensamientos que se sucedían veloces unos a otros. Ya mis lectores saben, sin duda, lo que es una pesadilla, en la que se tiene la seguridad de que existe algo importantísimo que se está buscando, que está allí mismo, pero que nunca se logra alcanzar. Así me sentía en aquel atardecer solitario en el lugar de la muerte. Hasta que me di vuelta y regresé, caminando lentamente hacia casa.
En el instante mismo en que alcanzaba el punto más alto del sendero se me aclaró todo. De pronto, como una exhalación, recordé lo que tan ansiosamente y en vano había querido asir. Los lectores sabrán, si es que Watson no ha escrito inútilmente, que yo tengo un inmenso depósito de conocimientos de cosas que se salen de lo corriente, amontonados sin sistema científico, pero disponibles para las necesidades de mi labor. Mi cerebro es como un almacén atiborrado de paquetes de toda clase; tantos, tantos, que no es extraño que sólo conserve una vaga percepción de todo lo que hay allí. Tenía la seguridad de que algo había que bien pudiera servir en este asunto. Era todavía una cosa vaga, pero ya sabía por lo menos cómo podría convertirla en una cosa clara. Era algo monstruoso, increíble, pero quedaba siempre como una posibilidad. Yo lo pondría plenamente a prueba.
Hay en mi casa una buhardilla espaciosa, atiborrada de libros. Me zambullí en ellos, y los revolví durante una hora. Al cabo de ese tiempo, salí de la buhardilla con un pequeño volumen color chocolate y plata. Busqué anhelante el capítulo del que ya tenía un recuerdo confuso. Sí, se trataba, sin duda, de una hipótesis improbable, pero no podía tranquilizarme hasta adquirir la certeza de si, en efecto, podía ser realidad. Era muy tarde cuando me acosté, ansioso de que llegase la hora de emprender mi tarea al día siguiente.
Pero mi tarea se vio interrumpida de manera fastidiosa. Acababa apenas de beber mi taza matinal de té y estaba a punto de salir camino de la playa, cuando recibí la visita del inspector Bradle, de la Comisaría de Sussex; un hombre macizo, asentado, de expresión bovina, de ojos meditabundos, que ahora me miraban con expresión muy turbada, al decirme:
—Señor, yo conozco su inmensa experiencia. Este paso que doy es, desde luego, completamente extraoficial, y no es preciso que tenga otras derivaciones. Pero la verdad es que yo estoy en contra de lo actuado en este caso de McPherson. La pregunta que quiero hacerle es ésta: ¿debo proceder a una detención, sí o no?
—¿Se refiere al señor Ian Murdoch?
—Sí, señor. Si usted lo piensa, no hay nadie más contra quien se pueda proceder. Es la ventaja de estas soledades, la de poder ir reduciendo la cosa hasta un espacio muy pequeño. Si no fue él, ¿quién pudo haberlo hecho?
—¿Qué pruebas tiene en contra de ese hombre?
Él había rebuscado en los mismos surcos que yo, el carácter de Murdoch y el misterio en que parecía vivir envuelto; sus furiosos arrebatos, ejemplarizados con el incidente del perro; el hecho de haber tenido anteriormente una riña con McPherson, y el que existían razones para creer que pudiera encontrarse resentido por las atenciones que el muerto tenía hacia la señorita Bellamy. Todos mis argumentos, sin agregar uno solo nuevo, como no fuera el de que parecía que Murdoch estaba haciendo toda clase de preparativos para ausentarse.
—¿Cuál sería mi situación si le consintiese escabullirse con todos estos argumentos en su contra?
Aquel hombre voluminoso y flemático tenía el ánimo profundamente turbado. Yo le dije:
—Fíjese en todos los fallos fundamentales que ofrece su caso. Ese hombre puede ofrecer una coartada segura en la mañana del crimen. Había permanecido hasta el último instante con sus alumnos, y tras unos pocos minutos de la aparición de McPherson vino tras de nosotros. Entonces es absolutamente imposible albergar en la mente que pudiera con sus propias manos infringir estos azotes sobre un hombre considerablemente tan fuerte como él mismo. Finalmente, está la cuestión del instrumento con que las lesiones fueron infringidas.
—¿Qué puede ser excepto un rebenque o un látigo flexible de algún tipo?
—¿Examinó las marcas? —pregunté.
—Las he visto. También el doctor.
—Pero yo las examine cuidadosamente con un lente. Tienen sus peculiaridades.
—¿Y cuáles son, señor Holmes?
Di un paso hacia mi cómoda y extraje una fotografía aumentada.
—Este es mi método en ciertos casos —expliqué.
—Ciertamente hace las cosas a fondo, señor Holmes.
—Apenas sería lo que soy si no lo hiciera. Ahora consideremos este moretón que se extiende alrededor del hombro derecho. ¿No observa nada que sea de interés?
—No puedo decir que lo vea.
—Seguramente es evidente que es algo sin igual por su intensidad. Hay un punto de sangre acumulada aquí, y otro aquí. Hay indicaciones similares en el otro moretón de aquí abajo. ¿Qué pueden significar?
—No tengo idea. ¿Usted la tiene?
—Quizás sí. Quizás no. Pronto estaré dispuesto a comentar más. Cualquier cosa definirá que hacer, esa señal nos brindará un largo camino hacia el criminal.
—Es, por supuesto, una idea absurda —dijo el oficial—, pero si una caliente malla de cable ha sido dispuesta sobre su espalda, entonces esos puntos marcados representarían el lugar donde una malla se cruza con la otra.
—Una muy ingeniosa comparación. ¿O deberíamos decir una red con pequeños y duros nudos sobre él?
—Por Dios, señor Holmes, creo que ha dado en el clavo.
—También podría obedecer, señor Bradle, a una causa totalmente distinta. En todo caso, sus pruebas son muy débiles para proceder a una detención. Y, finalmente, tenemos aquellas últimas palabras que pronunció: «la melena de león».
—Yo estaba pensando si tal vez Ian...
—Sí, ya he pensado en ello. Si la segunda palabra hubiese sonado algo parecido a Murdoch; pero no fue así. La pronunció dando casi un chillido, y estoy seguro de que dijo «melena».
—¿No tiene alguna alternativa, señor Holmes?
—Quizá sí; pero no deseo hablar de ello hasta que tenga una base más sólida de discusión.
—¿Y cuándo será?
—Dentro de una hora, o quizá menos.
El inspector se rascó la barbilla y me miró con expresión de duda.
—Señor Holmes, ojalá pudiera adivinar lo que usted tiene en la cabeza. Quizás está pensando en aquellas lanchas de pesca.
—No, no, no pienso en ellas, porque estaban demasiado lejos.
—Entonces, ¿será en Bellamy y en el gigante de su hijo? No le tenían grandes simpatías al señor McPherson. ¿No habrán sido ellos capaces de hacer la jugada?
—No y no; no logrará tirarme de la lengua hasta que yo esté en condiciones —le dije, sonriendo—. Y ahora, inspector, cada cual tenemos nuestra tarea. Quizá si usted viene a verme al mediodía...
A ese punto habíamos llegado cuando sobrevino una terrorífica interrupción que constituyó el principio del fin.
Se abrió de golpe la puerta de la casa, se oyeron pasos tambaleantes en el pasillo, y entró en la habitación dando tumbos Ian Murdoch, pálido, despeinado, con las ropas en un espantoso desorden, aferrándose con sus manos huesudas a los muebles para no caer al suelo.
—¡Aguardiente! ¡Aguardiente! —jadeó, y cayó lanzando gemidos encima del sofá.
No venía solo. Lo seguía Stackhurst sin sombrero y jadeante, casi tan distrait, tan fuera de sí, como su compañero.
—¡Sí, sí, aguardiente! —gritó—. Este hombre está que se muere. He hecho cuanto pude por traerlo hasta aquí. Se me desmayó dos veces en el camino.
Medio vaso de alcohol puro produjo un cambio maravilloso. Se irguió sobre un brazo, y se arrancó la chaqueta de los hombros gritando:
—¡Por amor de Dios! ¡Aceite, opio, morfina! ¡Cualquier cosa que me alivie de esta tortura infernal!
El inspector y yo lanzamos un grito al ver aquello. Allí, entrecruzado en el hombro desnudo de aquel hombre, se veía el mismo extraño dibujo reticulado de color rojo, de líneas inflamadas, que había constituido el sello mortal de Fitzroy McPherson.
El dolor era evidentemente terrible y más que local, porque el paciente se quedaba de pronto sin aliento, se le ennegrecía la cara y se llevaba la mano al corazón con ruidosos jadeos, mientras de su frente caían gruesas gotas de sudor. Podía morírsenos en cualquier momento. Fuimos vertiendo por su garganta nuevas cantidades de aguardiente y a cada nueva dosis parecía revivir. Le aplicamos algodón en rama empapado en aceite de oliva y este remedio pareció amortiguar la tortura de aquellas extrañas heridas. Hasta que dejó caer pesadamente la cabeza encima de un almohadón. La naturaleza agotada se había refugiado en su última reserva de vitalidad. Aquello era mitad amodorramiento y mitad desmayo, pero al menos le aliviaba el dolor.
Era imposible hacerle preguntas, pero en el instante mismo en que nos cercioramos de su estado, Stackhurst se volvió hacia mí exclamando:
—¡Santo Dios! ¿De qué se trata, Holmes, de qué se trata?
—¿Adónde lo encontró usted?
—Allá, en la playa, y exactamente en el lugar en que el pobre McPherson halló su muerte. De haber padecido este hombre del corazón, como le ocurría a McPherson, no se encontraría aquí. Más de una vez creí, mientras lo traía, que era ya cadáver. Los Gabletes quedan demasiado lejos, y por eso vine a su casa.
—¿Lo vio en la playa?
—Me paseaba por lo alto del acantilado cuando oí el grito que lanzó. Estaba al borde del agua, dando vueltas como un borracho. Bajé corriendo, lo cubrí con algunas ropas y lo traje sendero arriba. Por amor de Dios, Holmes, ponga de su parte todo cuanto pueda y no ahorre trabajos para librar de semejante maldición a este pueblo, porque se nos está haciendo la vida intolerable. ¿No puede, con toda su reputación mundial, hacer nada por nosotros?
—Creo que sí, Stackhurst. Acompáñeme. Usted también, inspector, venga con nosotros. Vamos a ver si podemos poner al asesino en sus manos.
Dejando al hombre desmayado al cuidado de mi ama de llaves, marchamos los tres hacia la laguna maldita. Había en la gravilla un montoncito de toallas y de ropas abandonadas allí por el hombre agredido. Fui caminando lentamente por el borde del agua, siguiéndome mis camaradas en fila india. La mayor parte de aquella laguna era muy poco profunda, pero en la base del acantilado, donde la playa formaba una hondonada, llegaba a metro y medio o dos metros de profundidad. Era natural que los nadadores se dirigiesen hacia allí, porque formaba una hermosa piscina de agua verde traslúcida, tan clara como el cristal. En la base del acantilado y por encima del agua había una hilera de rocas. Avancé siguiéndola, sin dejar de mirar ansiosamente hacia el agua profunda que tenía debajo. Había llegado al punto en que el agua era más profunda y estaba más en calma, cuando mis ojos descubrieron lo que venían buscando. Lancé un ruidoso alarido de triunfo, y exclamé:
—¡Cyanea! ¡Ahí tienen «la melena de león»!
En efecto, el extraño objeto hacia el que yo apuntaba producía la impresión de una masa enmarañada de cabellos arrancada de la melena de un león. Estaba asentada encima de un escalón de roca, a unos noventa centímetros por debajo del agua; era un animal rarísimo que ondulaba, vibraba como una cabellera presentando rayas de plata entreveradas con sus trenzas amarillentas. Se dilataba y se contraía, pesadamente, con ritmo lento.
—Ya ha hecho bastante daño. ¡Le ha llegado su hora! —grité—. ¡Ayúdame, Stackhurst! Vamos a matar para siempre al asesino.
Justamente encima del escalón de piedra había un peñasco de grueso tamaño, y lo empujamos hasta que cayó dentro del agua levantando grandes salpicaduras. Cuando se disipó el pequeño oleaje, pudimos observar que había quedado asentado sobre el escalón de piedra. Un extremo de membrana amarilla que manoteaba nos hizo ver que nuestra víctima había quedado bajo el peñasco. De abajo de la piedra subía una espesa espuma aceitosa, que manchó todo alrededor de las aguas, al subir lentamente hacia la superficie.
—¡Bueno, si no lo veo, no lo creo! —exclamó el inspector—. ¿Qué era eso señor Holmes? Yo he nacido y me he criado en esta región, pero jamás vi cosa semejante. Eso no pertenece a Sussex.
—Tanto mejor para Sussex —dije yo—. Quizá fue la borrasca del sudoeste la que lo empujó hasta aquí. Volvamos los tres a mi casa, y les haré conocer la terrible experiencia de una persona que tenía buenas razones para recordar su propio encuentro con este mismo peligro de los mares.
Cuando llegamos a mi despacho, nos encontramos con que Murdoch se había rehecho hasta el punto de poder sentarse. Estaba con el cerebro como embotado, y de cuando en cuando se sentía acometido de un paroxismo de dolor. Nos explicó en frases entrecortadas que no tenía idea de lo que le había ocurrido, fuera de que aquellos terroríficos dolores le habían penetrado súbitamente todo el cuerpo y que necesitó de toda su energía para llegar hasta la orilla.
—He aquí un libro —dije yo, echando mano al pequeño volumen que puso en claro lo que quizá habría quedado para siempre oscuro. Se titula Out of doors, por el célebre viajero J. G. Wood. Este señor estuvo a punto de perecer a consecuencia del contacto con ese animal inmundo, y por eso escribió con pleno conocimiento de causa. El nombre completo de este ser malvado es el de Cyanea Capillata, y puede ser muy peligroso para la vida, y sepan que su acción es más dolorosa que la mordedura de la cobra. Permítanme que les ofrezca un breve resumen:
«Si el bañista distingue una masa, como redonda y suelta, de membranas y de fibras color leonado, algo como unos grandes manojos de melena de león y de color plateado, que se ponga en guardia, porque se trata del terrible animal llamado Cyanea Capillata.»
—¿Es posible describir con mayor claridad a nuestro siniestro conocido?
Luego pasa a contarnos su encuentro con uno de esos animales cuando nadaba frente a la costa de Kent. Pudo darse cuenta de que ese animal irradiaba filamentos casi invisibles hasta una distancia de quince metros, y que todo ser viviente que se encontraba a esa distancia del mortífero centro de la circunferencia corría peligro de muerte. Aun de lejos, los efectos sobre Wood fueron casi mortales. «Los numerosísimos hilos produjeron ligeras líneas color escarlata en la piel; examinadas más detenidamente resultaron ser puntos minúsculos o pústulas, encerrando cada puntito algo así como una aguja al rojo vivo que traspasa los nervios.»
Explica luego que el dolor en la parte afectada superficialmente era secundario en aquella tortura refinada. «Sentí dolores que me atravesaban el pecho y que me hacían caer como si hubiese sido herido por otros tantos balazos. El pulso se interrumpía, y de pronto daba el corazón seis o siete saltos como si quisiera saltar fuera del pecho.»
Aquello estuvo a punto de matarlo, aunque sólo había estado en contacto con aquel ser en medio del agitado océano y no en las aguas someras y tranquilas de una charca de agua de mar. Asegura que apenas se conoció a sí mismo más tarde, porque su cara estaba blanca, contraída y arrugada. Se bebió de golpe una botella de aguardiente, y parece que esto le salvó la vida.