Kitabı oku: «Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura)», sayfa 134

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El coronel Emsworth no estaba en la habitación, pero acudió con bastante rapidez al recibir el mensaje de Ralph. Oímos en el pasillo sus pasos rápidos y firmes. La puerta se abrió de par en par y entró precipitadamente, con la barba enmarañada y las facciones contraídas, convertido en el anciano más terrible que yo he encontrado nunca. Tenía en la mano nuestras tarjetas, las rompió en pedazos y las pisoteó.

—¿No le tengo dicho, condenado entremetido, que se considere arrojado de esta casa? No vuelva jamás a tener la audacia de mostrar aquí su maldita cara. Si vuelve a entrar sin licencia mía estaré en mi derecho de recurrir a la violencia. ¡Le mataré a tiros, señor! ¡Por Dios, que lo haré! En cuanto a usted, señor —prosiguió volviéndose hacia mí—, considérese incurso en la misma advertencia. Estoy al tanto de la innoble profesión que ejerce, pero debe usted ocupar sus celebrados talentos en algún otro terreno. Aquí no hay lugar para ellos.

—No puedo marcharme de aquí —dijo mi cliente con firmeza— hasta que sepa de los propios labios de Godfrey que no se halla coartada su libertad.

Nuestro huésped, mal de su agrado, tiró de la campanilla.

—Ralph —dijo—, telefonee a la policía del condado y diga al inspector que envíe un par de guardias. Dígale que hay en la casa asaltantes.

—Un momento —le dije yo—. Míster Dodd, ya sabrá usted que el coronel Emsworth se encuentra en su derecho al dar ese paso, y que dentro de su casa nosotros podemos consideramos fuera de la ley. Por otro lado, él debe reconocer que usted ha obrado movido enteramente por el interés que le inspira su hijo. Yo me atrevo a esperar que, si se nos conceden cinco minutos de conversación con el coronel Emsworth, conseguiré con toda seguridad alterar su punto de vista en este asunto.

—Yo no soy hombre que cambia fácilmente —repuso el veterano soldado—. Ralph, haga lo que he dicho. ¿Qué diablos espera para hacerlo? ¡Llame usted a la policía!

—No hará nada de eso —dije yo, descansando mi espalda en la puerta cerrada—. Cualquier interferencia de la policía acarrearía la catástrofe misma que usted tanto teme.

Saqué mi libro de notas y escribí una única palabra en una hoja suelta, que entregué al coronel Emsworth, diciéndole:

—Esto es lo que nos ha traído hasta aquí.

Se quedó mirando fijamente el escrito con cara de la que había desaparecido toda expresión, fuera sólo la de asombro.

—¿Cómo lo sabe usted? —jadeó, dejándose caer pesadamente en su sillón.

—Por mi profesión, debo poner en claro las cosas. De eso me ocupo.

El coronel se sumió en profundas meditaciones, mientras su mano huesuda tiraba de su barba enmarañada. De pronto hizo un gesto de resignación.

—Pues bien: si ustedes desean hablar con Godfrey, hablarán, No era ese mi propósito, pero me han obligado a ello. Ralph, diga a Godfrey y a míster Kent que iremos a visitarlos dentro de cinco minutos.

Al cabo de ese tiempo avanzamos por el camino del jardín y nos encontramos delante de la casa del misterio, que se alzaba al final de aquél. Un hombrecito de barba nos esperaba en la puerta, dando muestras de considerable asombro, y nos dijo:

—Ha sido muy repentino, coronel Emsworth, y echará a perder todos nuestros planes.

—No puedo evitarlo, míster Kent. Se nos ha hecho fuerza. ¿Puede recibirnos míster Godfrey?

—Sí; está esperando dentro.

Giró sobre sus talones y nos condujo a una habitación delantera, espaciosa y sencillamente amueblada. Un hombre nos esperaba en pie, vuelto de espaldas al fuego. Al verlo, mi cliente avanzó precipitadamente con la mano extendida.

—¡Godfrey, viejo, esto es magnífico!

Pero el otro le hizo una señal con la mano indicándole que se retirase.

—No me toques, Jimmie. Mantente a distancia. ¡Sí, tienes motivos para mirarme con asombro! ¿Verdad que ya no parezco el elegante cabo honorario Emsworth, del escuadrón B?

Desde luego que su aspecto era extraordinario. Veíase que había sido un hombre bello, de facciones bien marcadas y quemadas por el sol africano; pero sobre esa superficie oscura veíanse ronchones extrañamente blancuzcos como si su piel hubiese sido blanqueada.

—Aquí tienes la razón de que no me agrade recibir visitas —dijo—. Por ti, Jimmie, no me importa, pero hubiese preferido que no viniese tu amigo. Me imagino que habrá mediado alguna razón de peso, pero con ello me encuentro en situación de inferioridad.

—Yo quería asegurarme de que no te ocurría nada, Godfrey. Te vi la noche aquella en que te pusiste a mirar por la ventana y no pude dejar el asunto tranquilo hasta ponerlo todo en claro.

—El viejo Ralph me dijo que estabas allí, y no me pude contener sin echarte un vistazo. Calculé que no me verías y tuve que refugiarme corriendo en mi madriguera cuando oí que alzabas la ventana.

—Pero, ¡por vida de...!, ¿qué es lo que ocurre?

—Es una cosa larga de contar —dijo él, encendiendo un cigarrillo—. ¿Recuerdas aquel combate por la mañana, en Buffelsspruit, en los alrededores de Pretoria, sobre el ferrocarril oriental? ¿No supiste que yo había sido herido?

—Sí; lo supe, pero no me dieron nunca detalles.

—Tres de nosotros quedamos separados del grueso de las fuerzas. Recordarás que era un territorio muy abrupto. Éramos Simpson, al que llamábamos el calvo Simpson, Andersen y yo. Estábamos limpiando el terreno de hermanos bóers, pero éstos se hallaban acechando y nos aislaron a tres. Los otros dos fueron muertos. A mí me atravesó el hombro una bala de grueso calibre. Yo, sin embargo, me aferré a mi caballo, y éste galopó en un trayecto de varios kilómetros antes de que me desmayase y rodase desde la silla al suelo.

»Cuando recobré el conocimiento estaba oscureciendo, y me incorporé, sintiéndome muy débil y enfermo. Con gran sorpresa mía, me encontré cerca de una casa que estaba cerrada, una casa bastante grande con una ancha escalinata y muchas ventanas. Hacía un frío de muerte. Ya recordarás que todas las noches hacía un frío entumecedor, un frío muy distinto de la temperatura cruda, pero sana. Pues bien; yo estaba entumecido hasta el tuétano, y mi única esperanza consistía, al parecer, en llegar hasta aquella casa. Me puse en pie, tambaleando, y avancé arrastrándome, consciente apenas de lo que hacía. Conservo un confuso recuerdo de que subí lentamente los peldaños de la escalinata, de que entré por una puerta abierta de par en par y penetré en una habitación muy espaciosa que contenía varias camas, y que me tumbé en una de ellas con un suspiro de satisfacción. La cama estaba sin hacer, pero eso no me produjo la menor inquietud. Me cubrí con las ropas de la cama el cuerpo, que temblaba de frío, y un instante después me encontraba profundamente dormido.

»Me desperté a la mañana siguiente, y tuve la impresión de que en lugar de recobrar el sentido en un mundo normal, habría irrumpido dentro de una pesadilla extraordinaria. Por las amplias ventanas, sin cortinas, penetraba un torrente de sol africano, y hasta los más pequeños detalles de aquel gran dormitorio enjalbegado y desnudo se distinguían con nitidez y realce. Estaba ante mí un hombre pequeño, parecido a un enano, de cabeza enorme y bulbosa, que chapurreaba con gran excitación en holandés, accionando con dos manos horribles que se me antojaban esponjas de color castaño. A sus espaldas había un grupo de personas que parecían sumamente divertidas con la situación pero al mirarlas sentí correr por mi cuerpo un escalofrío. Ni una sola de ellas era un ser humano normal. Todas estaban contorsionadas, hinchadas o desfiguradas de manera fantástica. La risa de aquellos monstruos extraordinarios era espantosa de oír.

»Por lo visto, ninguno de ellos era capaz de hablar en inglés, pero era urgente aclarar la situación, porque aquel ser de cabeza monstruosa estaba enfureciendose cada vez más y lanzando gritos de bestia salvaje; me había puesto las manos deformes encima y me sacaba a rastras de la cama, sin hacer caso de la sangre que manaba de nuevo de mi herida. Aquel pequeño monstruo tenía la fuerza de un toro, y no sé lo que me habría hecho si no hubiera acudido, al oír el barullo, un hombre anciano que se veía que ejercía autoridad. Pronunció en holandés algunas frases severas y mi perseguidor se alejó reculando. Luego, aquel hombre me miró presa del mayor asombro, y me preguntó: “¿Cómo diablos ha venido usted aquí? ¡Espere un momento! Me doy cuenta de que está usted rendido de cansancio y que es preciso curar esa herida que tiene en el hombro. Soy médico, y voy a vendarle en seguida. Pero, ¡por Dios vivo!, que está usted aquí en un peligro mayor que el que le amenaza en el campo de batalla, porque se encuentra en el hospital de leprosos y ha dormido usted en la cama de un leproso.” ¿Para qué voy a decirte más, Jimmie? Por lo visto, todos aquellos pobres seres habían sido evacuados el día anterior, ante la inminente batalla. Luego, al avanzar los británicos, el médico superintendente había vuelto a llevarlos allí. Éste me aseguró que, aunque él se creía inmune a la enfermedad, no se habría atrevido a hacer lo que yo había hecho. Me alojó en una habitación reservada, me trató cariñosamente y cosa de una semana después fui llevado al hospital general de Pretoria.

»Ahí tienes mi tragedia. Yo aguardaba contra toda esperanza. Los terribles síntomas que tú ves en mi cara no vinieron a anunciarme que no me había salvado hasta que no me encontré de vuelta en mi casa. ¿Qué iba a hacer? Me encontraba en esta casa solitaria. Disponíamos de dos servidores en los que podíamos confiar por completo. Contábamos con una casita dentro de la cual yo podía vivir. Míster Kent, que es médico, se manifestó dispuesto a permanecer a mi lado bajo juramento de guardar el secreto. En esas condiciones, el asunto parecía sencillo. La alternativa que se me ofrecía era espantosa: separación para toda la vida entre gentes desconocidas sin una sola esperanza de liberación. Pero era imprescindible guardar el más absoluto secreto, porque, de lo contrario, hasta en esta tranquila región campesina se habría levantado un alboroto, y yo me habría visto arrastrado a mi suerte horrible. Era preciso ocultarlo incluso de ti, Jimmie. No llego a comprender cómo mi padre ha alterado su resolución.

El coronel Emsworth me señaló a mí con el dedo.

—Éste es el caballero que me forzó a ello.

Al decirlo desdobló la hoja de papel en la que yo había escrito la palabra lepra.

—Me pareció que este señor sabía tanto, que lo más seguro era dejarle que lo supiese todo.

—Y, en efecto, ha sido lo más seguro —le dije—. ¿Quién sabe si de todo esto no redundará en beneficio? Creo haber entendido que la única persona que ha examinado al enfermo ha sido míster Kent. ¿Me permite, señor, preguntarle si es usted una autoridad competente en esta clase de enfermedades? Según tengo entendido son, por naturaleza, tropicales o semitropicales.

—Sé de ellas lo que es corriente que sepa un médico instruido —me contestó, con cierta tiesura.

—No pongo en duda, señor, que sea usted un hombre de absoluta competencia, pero estoy seguro de que convendrá conmigo en que en un caso así tiene importancia conocer otra opinión más. Me parece que ha huido de esto por temor a que hiciesen presión sobre usted, para obligarle el apartamiento del enfermo.

—Así es, en afecto —dijo el coronel Emsworth.

—Preví esta situación —dije yo, explicándome— y me he hecho acompañar de un amigo en cuya discreción podemos confiar por completo. En cierta ocasión, yo pude rendirle un favor profesional, y el está dispuesto a aconsejarme más bien como amigo que en su calidad de especialista. Se llama sir James Saunders.

Ni siquiera la perspectiva de celebrar una entrevista con lord Roberts habría despertado mayor admiración y placer en un simple subalterno que los que ahora se reflejaban en la cara de míster Kent.

—Sin duda alguna que me sentiré muy orgulloso —murmuró.

—Pues entonces voy a pedir a sir James que venga hasta aquí. En este momento se encuentra en el coche, fuera de la puerta. Mientras tanto, coronel Emsworth, podríamos reunirnos en su despacho, donde yo le daría las explicaciones necesarias.

Aquí es donde yo echo en falta a mi Watson. Él es capaz, recurriendo a habilidosas preguntas y exclamaciones de asombro, de elevar a la categoría de prodigio mi arte sencillo, que no es otra cosa que la sistematización del sentido común. Siendo yo quien relata mi propia historia, no dispongo de semejante ayuda. Sin embargo, voy a exponer aquí el proceso que siguió mi pensamiento, y tal como lo expuse a mi pequeño auditorio, en el que estaba incluida la madre de Godfrey, dentro del despacho del coronel Emsworth. He aquí lo que yo dije:

—Mi razonamiento arranca de la suposición de que, una vez que se ha eliminado del caso todo lo que es imposible, la verdad tiene que consistir en el supuesto que todavía subsiste, por muy improbable que sea. Puede ocurrir que los supuestos subsistentes sean varios, y en ese caso se van poniendo a prueba uno después de otro hasta que uno de ellos ofrezca base convincente. Vamos a aplicar esta norma al caso en cuestión. Tal y como a mí me lo presentaron al principio, existían tres explicaciones posibles de la reclusión o encarcelamiento de este caballero en uno de los edificios subalternos de la mansión paternal. Consistía una de las explicaciones en que estaba oculto por algún crimen, o en que estaba loco y su familia deseaba no verse en la obligación de llevarlo a un asilo o en que se hallaba afectado de alguna enfermedad que obligaba a mantenerle apartado. No se me ocurrieron otras soluciones adecuadas. Por tanto, era preciso comparar y sopesar cada una de ellas con las demás.

»La suposición del crimen no aguantaba un análisis. En este distrito no se había dado la noticia de ningún crimen cuya solución constituyese un misterio, de eso estaba yo seguro. De haberse tratado de un crimen que permanecía años sin descubrirse, es evidente que la familia habría estado interesada en desembarazarse del delincuente y en enviarle al extranjero más bien que en mantenerle oculto en casa. No se me ocurría ninguna explicación para esta última línea de conducta.

»Lo de la locura ya era más plausible. La presencia de otra persona en la casita hacía pensar en un cuidador. El hecho de que cerrase la puerta al salir reforzaba la suposición y sugería la idea de que se ejercía fuerza. Por otro lado, esta fuerza no podía ser muy enérgica, porque en ese caso el joven no habría podido librarse de ella para ir a echar un vistazo a su amigo. Usted recordará, míster Dodd, que yo le fui tanteando en busca de detalles y preguntándole, por ejemplo, qué periódico estaba leyendo míster Kent. Si lo que leía hubiese sido The Lancet o The British Medical Journal, ese dato me habría servido de ayuda. Sin embargo, nada tiene de ilegal guardar a un loco dentro de una casa particular, siempre que esté atendido por una persona calificada para ello, y siempre que las autoridades hayan sido debidamente notificadas. ¿De dónde, pues, nacía este anhelo desesperado de guardar secreto? Tampoco aquí la teoría se amoldaba por completo a los hechos.

»Quedaba la tercera posibilidad, en la que todo parecía encajar, por extraña e improbable que pareciese. La lepra no es cosa rara en África del Sur. Quizás este joven, por alguna casualidad extraordinaria, la hubiese contraído. En tal caso, su familia se vería en una situación espantosa, porque ellos querían librarle del aislamiento. Sería precisa una gran reserva para evitar que corriese el rumor de lo que ocurría, con la subsiguiente intervención de las autoridades. Un médico legal, a condición de pagarle bien, podría encargarse del paciente, no siendo difícil encontrar quien se prestase a ello. No existía razón alguna para que el enfermo no pudiera salir de su reclusión después de oscurecido. Una de las consecuencias corrientes de esta enfermedad es el blanqueo de la piel. El caso era importante, tan importante, que me decidí a actuar como si estuviese ya demostrado. Mis últimas dudas desaparecieron cuando al llegar aquí me fijé en que Ralph, que es quien lleva las comidas, usaba guantes impregnados en materias desinfectantes. Bastó una sola palabra para hacerle ver a usted, señor, que su secreto había sido descubierto, y si yo la escribí en lugar de pronunciarla, fue para demostrarle que podía confiar en mi discreción.

Me hallaba yo finalizando este pequeño análisis del caso, cuando se abrió la puerta y fue pasado al despacho el gran dermatólogo de austera figura. Por esta vez sus facciones de esfinge se habían relajado y había en su mirada calor de humanidad. Se adelantó hasta el coronel Emsworth y le dio un apretón de manos, diciéndole:

—Con frecuencia me toca llevar malas noticias, y es muy raro que pueda darlas buenas. Por esto me felicito más de esta oportunidad. No es lepra.

—¿Cómo?

—Es un caso bien claro de pseudolepra o ictiosis, una afección de la piel que le da apariencia de escamas, fea y obstinada, pero posible de curar y, desde luego, no infecciosa. Sí, míster Holmes, la coincidencia es muy notable. Pero ¿es, en verdad, una simple coincidencia, o están en juego fuerzas sutiles de las que es muy poco lo que sabemos? ¿Estamos seguros de que la aprensión que este joven ha venido sufriendo terriblemente desde que se encontró expuesto al contagio no ha podido producir una acción física que estimula precisamente lo que se teme? En todo caso, yo respondo con mi reputación profesional. ¡Pero la señora se ha desmayado! Creo que lo mejor sería que míster Kent no se aparte de ella hasta que se haya recobrado de esta impresión de alegría.

9. La aventura de la melena de león

Resulta curiosísimo que un problema que era tan abstruso y tan extraordinario como el que más de cuantos he tenido que afrontar durante mi larga carrera profesional, haya venido a mí después de retirado del ejercicio de la misma. Y que me lo trajeran, como quien dice, a mi misma puerta. Ocurrió después de haberme retirado a mi pequeña casa de Sussex, consagrándome por completo a la apaciguadora vida de la naturaleza, que tanto había anhelado en los largos años que pasé entre las lobregueces londinenses. El bueno de Watson se había esfumado casi del panorama de mi vida en el periodo a que me refiero. Si acaso lo veía en alguna ocasión, era aprovechando tal o cual fin de semana. No tengo por tanto, más remedio que ser mi propio cronista. ¡Ah, si él hubiese estado conmigo, qué gran partido habría sacado de un suceso tan maravilloso y de mi triunfo final contra todas las dificultades! Pero como no fue así, me veo obligado a contar mi historia de la manera más sencilla que acostumbro, exponiendo paso a paso cómo avancé por el escabroso camino que se me presentó durante mis pesquisas para aclarar el misterio de «la melena de león».

Mi casa se alza en la vertiente sur de la región de los Down, y desde ella se domina un gran panorama del Canal. La línea de la costa se halla formada, en aquel punto, por colinas calizas, y para bajar hasta el mar hay que hacerlo siguiendo un único sendero, largo y tortuoso, de fuerte pendiente y resbaladizo. En la desembocadura del sendero hay una faja de un centenar de metros, de piedras, que no se cubre por las aguas ni aun en la pleamar. Sin embargo, se ven aquí y allá, en esa faja, ciertos entrantes de las aguas y pozos que forman espléndidas piscinas natatorias que se renuevan en cada marea. Esta playa admirable se alarga en una línea de varios kilómetros a uno y otro lado del sendero, quedando sólo cortada en un punto por la pequeña caleta y aldea de Fulworth.

Mi casa está aislada. Yo, mi anciana criada y mis abejas, acaparamos para nosotros solos la finca. Sin embargo, a cosa de un par de kilómetros de distancia se encuentra el conocido colegio Harold Stackhurst, en el que una veintena de jóvenes realizan una preparación intensiva para examinarse en varias profesiones, contando con un cuerpo de profesores. El señor Stackhurst fue en sus tiempos un afamado remero de los «azules» y un estudiante perfecto. Desde mi llegada a la región costera entablamos relaciones de amistad, y él y yo teníamos la suficiente confianza mutua para presentarnos en la casa del otro, sin previa invitación, a pasar la velada.

Hacia finales del mes de julio de 1907, hubo una fuerte borrasca huracanada que agitó el Canal, lanzando su alto oleaje contra la base de los acantilados y dejando una laguna en la playa al retirarse la marea. En la mañana de que estoy hablando, el viento había amainado, y toda la naturaleza aparecía como recién lavada y fresca. Era imposible entregarse al trabajo con día tan delicioso, y yo salí de paseo para disfrutar de aquella atmósfera exquisita. Avancé por el sendero del acantilado que desemboca en la playa después de una pendiente pronunciada. De pronto oí un grito a mis espaldas, y vi a Harold Stackhurst que me saludaba alegremente con la mano.

—¡Qué mañana, señor Holmes! Tuve la idea de ir a buscarlo para que saliese a dar un paseo.

—Veo que va a darse un chapuzón.

—Ya vuelve a sus antiguas mañas —me contestó, dándose palmadas en su abultado bolsillo—. Si, el señor McPherson salió temprano y espero encontrarlo allí.

Fitzroy McPherson era el profesor de Ciencias, joven magnífico y sobresaliente, que había visto arruinada su vida por un padecimiento cardíaco que siguió a unas fiebres reumáticas. Sin embargo, era por naturaleza un atleta y se distinguía en todos los deportes que no exigían esfuerzos demasiado violentos. Verano e invierno, iba siempre a nadar, y como yo también soy nadador, lo he acompañado muchas veces.

Mientras hablábamos, distinguimos precisamente a nuestro hombre. Su cabeza sobresalía del borde del acantilado en que terminaba el sendero. Después apareció su figura entera en la cima, tambaleándose como si estuviera borracho. Un momento más tarde, levantó los dos brazos en alto, lanzó un alarido terrible y cayó de cara al suelo. Stackhurst y yo corrimos hacia él (estaría a unos cincuenta metros) y lo pusimos boca arriba. Estaba agonizando. Era evidente que aquellos ojos hundidos y vidriosos y las mejillas espantosamente lívidas no podían significar otra cosa. Su rostro se animó un instante con un relámpago de vida y pronunció dos o tres frases con expresión anhelante de advertencia. Sonaron confusas y a medio vocalizar, pero la última de ellas, que salió de sus labios en un chillido y que mis oídos lograron captar, fue: «la melena de león». Resultaba ininteligible y que no venía al caso, pero yo no conseguí reducirla a ningún otro sonido articulado. De pronto, medio se alzó del suelo, lanzó con fuerza los brazos al aire y cayó hacia adelante, sobre un costado. Estaba muerto.

Mi compañero quedó paralizado por la súbita tragedia; pero yo, como puede suponerse, puse en alerta todos mis sentidos. Bien lo necesitaba, porque muy pronto se hizo evidente que nos encontrábamos en presencia de un caso extraordinario. El muerto no llevaba otra ropa que su impermeable Burberry, los pantalones y unos zapatos de lona sin atar los cordones. Al caer al suelo, se le desprendió el Burberry, que llevaba simplemente echado sobre los hombros, y quedó al descubierto su tronco. Nos quedamos contemplándolo con ojos de asombro. Tenía toda la espalda cubierta de líneas amoratadas, como si hubiese sido terriblemente vapuleado con un azote de alambre fino. El instrumento con el que había sido ejecutado el castigo era evidentemente flexible, porque los largos y furiosos cardenales le contorneaban los hombros y las costillas. Le corría la sangre por la barbilla, porque en el paroxismo de sus angustias se había mordido el labio inferior hasta destrozárselo. Su cara contorsionada y tensa pregonaba lo terrible que había sido su agonía.

Estábamos junto al cadáver, yo arrodillado y Stackhurst de pie, cuando se proyectó sobre nosotros una sombra, y vimos a nuestro lado a Ian Murdoch. Era éste el preparador de los estudiantes de Matemáticas del establecimiento, hombre alto, moreno, enjuto y tan taciturno y huraño, que de nadie podía decirse que fuese amigo suyo. Parecía vivir en alguna región altísima de números irracionales y secciones cónicas, teniendo muy escasas conexiones con la vida corriente. Los estudiantes lo miraban como a una cosa rara, y lo habrían hecho objeto de sus burlas, si no hubiese tenido aquel hombre en sus venas algo de sangre extraña y exótica que se manifestaba no sólo en sus ojos negros como el carbón y en su cara atezada, sino también en repentinos arrebatos de genio, a los que solamente cuadraba el calificativo de feroces. En cierta ocasión en que un perrito que pertenecía a McPherson lo estaba hostigando, agarró al animalito y lo tiró contra el cristal de la ventana, acto que le habría valido con seguridad el despido por parte de Stackhurst, si no hubiese resultado muy útil como profesor. Tal era el hombre extraño y complejo que apareció a nuestro lado. Aquel espectáculo pareció producirle un sincero dolor, a pesar de que el incidente del perro habría podido dar a entender con seguridad que no existían grandes simpatías entre él y el muerto.

—¡Pobre hombre! ¡Pobre hombre! ¿Puedo hacer algo? ¿Puedo ayudar en algo?

—¿Se encontraba usted con él? ¿Puede explicamos lo que ha ocurrido?

—No, no; esta mañana me retrasé. No he ido a la playa. Llego ahora directamente de Los Gabletes. ¿Qué puedo hacer?

—Corra al puesto de policía de Fulworth. Comuníqueles en seguida lo ocurrido.

Partió sin pronunciar palabra y a todo lo que daban sus piernas, mientras yo me hacía cargo del caso, y Stackhurst, desconcertado a la vista de la tragedia, permanecía junto al cadáver. Mi primer paso consistió, como es natural, en tomar nota de las personas que pudiera haber en la playa. Desde lo alto del camino la dominaba toda. Se hallaba totalmente desierta. Únicamente se veían dos o tres sombras negras, allá lejos, avanzando camino de Fulworth. Con esa seguridad, descendí despacio por la cuesta. El terreno era de arcilla o greda suave mezclada con yeso, y por aquí y por allá vi las mismas pisadas, ambas ascendiendo y descendiendo. Nadie había descendido por esta ruta esa mañana. En un lugar observé la impresión de mano abierta con los dedos inclinados hacia delante. Esto podía solamente significar que McPherson tropezó en su ascenso. También había depresiones circulares, que sugerían que había caído sobre sus rodillas más de una vez. En el punto más bajo del camino había una considerable laguna dejada por la retirada de la marea. En un costado de ella McPherson se había desvestido, por eso descansaba su toalla sobre una roca. Estaba doblada y seca, por lo que parecía que, después de todo, nunca había entrado al agua. Una o dos veces mientras buscaba entre los duros guijarros encontré un sendero de arena con la impresión de sus zapatos de lona, que además de sus pies desnudos, podían ser vistos a simple vista. El más reciente hecho probó que tenía todo listo para darse un baño, mientras que la tolla indicaba que en realidad no lo había hecho.

Y aquí estaba el problema limpiamente definido..., tan extraño como ninguno al que alguna vez me haya confrontado. El hombre no estuvo en la playa más de un cuarto de hora como mucho. Stackhurst lo siguió desde Los Gabletes, así que no podría haber duda acerca de ello. Se fue a bañar y se desvistió, como mostraban las pisadas desnudas. Entonces repentinamente se colocó las ropas nuevamente... estaban todas desarregladas y desabrochadas... y regresó sin bañarse, o sin la consideración de secarse. Y la razón de este cambio de propósito fue que había sido azotado en algún salvaje e inhumano estilo, torturado hasta que mordiese sus labios en agonía, y dejado con fuerza suficiente para arrastrarse y morir. ¿Quién había realizado este bárbaro acto? Allí había, es cierto, pequeñas grutas y cuevas en la base del desfiladero, pero el bajo sol brillaba directamente dentro de ellas, y allí no había lugar para un escondite. Entonces, nuevamente, esas distantes figuras en la playa. Parecían muy lejanas para tener relación con el crimen, y la ancha laguna en la que McPherson tuvo intención de bañarse permanecía entre éste y aquellas, porque su ligero oleaje llegaba hasta el pie de las rocas. En el mar, dos o tres barcas de pescadores estaban a no mucha distancia. Ya habría ocasión de interrogar tranquilamente a sus ocupantes. Varios caminos se abrían para mis investigaciones, pero ninguno de ellos conducía a una meta muy clara.

Al regresar junto al cadáver, me encontré con que se había reunido en torno al mismo un pequeño grupo de personas que vagaban por los campos. Como es natural, allí estaba Stackhurst todavía. Ian Murdoch acababa de llegar con Anderson, el agente de policía de la aldea, hombre corpulento, con bigotes del color del jengibre, de la raza lenta y maciza de Sussex, raza que oculta una gran cantidad de buen sentido bajo su exterior torpe y callado. Escuchó todo, tomó nota de todo lo que dijimos, y, por último, me llamó aparte.

—Señor Holmes, me alegraría mucho que me aconsejase. Este asunto tiene demasiado volumen para que yo pueda manejarlo. ¡Las que tendré que oír de boca de Lewes si tengo un tropiezo!

Le aconsejé que enviase a llamar en seguida a su superior inmediato y también a un médico; que no permitiese que moviesen nada de como estaba, y que se hiciese la menor cantidad posible de huellas, hasta que aquéllos llegasen. Mientras tanto, registré los bolsillos del muerto. Tenía el pañuelo, un cuchillo grande y un tarjetero pequeño, plegable. Sobresalía de éste una hoja de papel, que yo desdoblé y entregué luego al policía. En ella se leían, escritas con letra manuscrita, de mujer, estas palabras:

«Iré con toda seguridad.

MAUDIE.»

Me dio la impresión de una cita de amor, aunque el dónde y el cuándo eran un misterio. El guardia volvió a colocar el papel en el tarjetero, y lo metió otra vez, con las demás cosas, en los bolsillos del Burberry. Luego, viendo que nada más se presentaba espontáneamente, regresé a mi casa para desayunarme, dejando todo dispuesto para que se realizase una búsqueda a fondo en la base de los acantilados.

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Hacim:
2407 s. 12 illüstrasyon
ISBN:
9782384230099
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