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CAPÍTULO III

El universo de los escolásticos


I. EL DESHIELO

Comparé a Platón y a Aristóteles con dos astros gemelos, cuya visibilidad iba alternándose. En términos generales, desde el siglo V al siglo XII predominó el neoplatonismo según san Agustín y el Pseudo Dionisio lo introdujeron en el cristianismo. Desde el siglo XII al siglo XVI le tocó el turno a Aristóteles.

Salvo dos de los tratados lógicos,1 las obras de Aristóteles eran desconocidas antes del siglo XII: yacían enterradas y olvidadas junto con las de Arquímedes, Euclides, los atomistas y los demás representantes de la ciencia griega. El escaso conocimiento que sobrevivió fue trasmitido en versiones esquemáticas. deformadas, hechas por compiladores latinos y por neoplatónicos. En materia científica los primeros seiscientos años del establecimiento del cristianismo formaron un período de glaciares en que las heladas estepas se iluminaban sólo con el reflejo de la pálida luna del neoplatonismo.

El deshielo no se produjo en virtud de una súbita salida del Sol, sino por obra de una tortuosa corriente cálida que, de la península arábiga, se abrió paso a través de la Mesopotamia, Egipto y España: los musulmanes. En los siglos VII y VIII aquella corriente ya había recogido los restos del naufragio de la ciencia y de la filosofía griegas del Asia Menor y Alejandría, y la había llevado, por desviadas y azarosas vías, a Europa. A partir del siglo XII, las obras o fragmentos de obras de Arquímedes y Hierón de Alejandría, de Euclides, de Aristóteles y Ptolomeo, llegaron flotando a la cristiandad como restos fosforescentes de un naufragio. Hasta qué punto fue tortuoso este proceso por el cual Europa recobró su propia herencia es cosa que puede medirse por el hecho de que algunos de los tratados científicos de Aristóteles, incluso su Física, se tradujeron del original griego al siríaco, del siríaco al árabe, del árabe al hebreo y, por último, del hebreo al latín medieval. El Almagesto de Ptolomeo era conocido a través de varias traducciones árabes en todo el imperio de Harun Al Rashid, desde el Indo al Ebro, antes de que Gerardo de Cremona lo volviera a traducir, en 1175, del árabe al latín. Un monje inglés, Adelardo de Bath, que alrededor de 1120 encontró una traducción árabe en Córdoba de los Elementos de Euclides, los redescubrió para Europa. La ciencia, recobrados Euclides, Aristóteles, Arquímedes, Ptolomeo y Galeno, pudo reanudar la marcha desde el punto en que la había interrumpido un milenio antes.

Pero los árabes fueron tan solo los intermediarios, los conservadores y los transmisores de la herencia. Aportaron muy poco en cuanto a originalidad científica y creación. Durante los siglos en que oficiaron de únicos custodios del tesoro muy poco hicieron por usarlo. Mejoraron los calendarios fundados en la astronomía y elaboraron excelentes tablas planetarias, así como modelos del universo aristotélico y ptolemaico; llevaron a Europa el sistema indio de numeración, basado en el símbolo cero, la función del seno y el uso de los métodos algebraicos; pero la ciencia teórica nada adelantó con ellos. La mayor parte de los eruditos que escribieron en árabe no eran árabes, sino persas, judíos y nestorianos. Y en el siglo XV la herencia científica del Islam fue recogida en gran parte por judíos portugueses; pero los judíos tampoco fueron otra cosa que intermediarios, una rama de la tortuosa corriente cálida que devolvió a Europa su herencia griega y alejandrina, enriquecida por los elementos indios y persas que se le agregaron.

Es curioso el hecho de que la posesión judeo–árabe de este vasto cuerpo de conocimiento, que duró dos o tres siglos, permaneciese estéril y que, tan pronto como se reincorporó a la civilización latina, produjera frutos inmediatos y abundantes. La herencia griega, evidentemente, no representaba provecho alguno para quien no tuviese capacidad específica para recibirla. Cómo nació esta aptitud de Europa para redescubrir su propio pasado y para ser fertilizada por este es cuestión que atañe al campo de la historia general. El lento progreso de la seguridad del comercio y de las comunicaciones, el crecimiento de las ciudades y el desarrollo de nuevos oficios y técnicas, la invención de la brújula magnética y del reloj mecánico, que dieron al hombre un sentimiento más concreto del espacio y del tiempo; la utilización de la fuerza hidráulica e inclusive el mejoramiento en las guarniciones de los caballos, fueron algunos de los factores materiales que avivaron e intensificaron el ritmo de vida y llevaron a un cambio gradual del clima intelectual, al deshielo de un universo congelado, a una disminución de los terrores apocalípticos. Cuando los hombres dejaron de avergonzarse de tener un cuerpo, también perdieron el temor de usar su cerebro. Faltaba aún un largo trecho para llegar al cogito, ergo sum cartesiano, pero por lo menos, había renacido ya el coraje para decir: Sum, ergo cogito.

Los albores de este “primer Renacimiento” –o Renacimiento temprano– se relaciona íntimamente con el redescubrimiento de Aristóteles o, para decirlo con mayor precisión, con sus elementos naturalistas y empíricos, con ese aspecto de Aristóteles que lo aparta de su astro gemelo. La alianza, nacida de las catástrofes y la desesperación, entre el platonismo y el cristianismo, fue remplazada por una nueva alianza entre el cristianismo y el aristotelismo, concertada bajo los auspicios del Doctor Angélico, Tomás de Aquino. Esto significaba esencialmente, un cambio de frente, por el cual se pasaba de la negación a la afirmación de la vida; representaba una nueva actitud positiva respecto de la naturaleza y respecto del empeño del hombre por comprender la naturaleza. Acaso la realización histórica mayor de Alberto el Grande y de Tomás de Aquino esté en el hecho de que ambos reconocieron que la “luz de la razón”, aparte de la “luz de la gracia”, era una fuente independiente de conocimiento. La razón, considerada hasta entonces como ancilla fídei, servidora de la fe, se consideró ahora novia de la fe: una novia debe, desde luego, obedecer al esposo en todas las cuestiones importantes, pero, así y todo, se le reconoce un derecho propio.

Aristóteles había sido no solo un filósofo, sino también un enciclopedista en cuyas obras podía encontrarse un poco de todo. Al concentrarse en los elementos no platónicos, positivos, terrestres, de Aristóteles, los grandes escolásticos cedieron a Europa un soplo de la edad heroica de Grecia. Enseñaron a respetar los “hechos irreductibles e inquebrantables”, enseñaron “el precioso hábito de buscar un punto exacto y de aferrarse a él una vez hallado. Galileo debe a Aristóteles más de lo que parece a primera vista...: le debe su visión clara, su espíritu analítico”.2

Alberto y Tomás, empleando a Aristóteles como catalizador mental, enseñaron a los hombres a pensar de nuevo.

Platón sostenía que el verdadero conocimiento solo podía obtenerse intuitivamente a través de los ojos del alma, no de los del cuerpo; Aristóteles había subrayado la importancia de la experiencia –empiria– frente a la aperia intuitiva.

Es fácil distinguir a quienes discurren partiendo de los hechos de quienes discurren partiendo de nociones... Los principios de toda ciencia derivan de la experiencia, de suerte que derivamos los principios de la ciencia astronómica de la observación astronómica.3

La triste verdad es que ni el propio Aristóteles ni sus discípulos tomistas obraron de acuerdo con sus elevados preceptos, y como resultado de ello el escolasticismo decayó rápidamente.

Pero durante el período de luna de miel de la nueva alianza, todo lo que importaba era que “el filósofo” (título cuyo monopolio exclusivo había adquirido Aristóteles entre los escolásticos) había sostenido el carácter racional e inteligible de la naturaleza, que había considerado como deber del hombre interesarse por lo que lo rodeaba mediante la observación y el razonamiento, y que esta nueva concepción naturalista había liberado al espíritu humano de su enfermiza obsesión con el Weltschmerz neoplatónico.

El renacimiento de la erudición, en el siglo XIII, fue muy promisorio. Era como los primeros estremecimientos de un paciente que sale de un prolongado estado comatoso. Fue el siglo de Roberto de Lincoln y de Rogerio Bacon, primeros que comprendieron, adelantándose mucho a su tiempo, los principios y los métodos de la ciencia empírica; de Pedro Peregrino, que compuso el primer tratado científico sobre la brújula magnética, y de Alberto el Grande, primer naturalista serio desde los Plinios, que estudió insectos, ballenas y osos polares e hizo una descripción completa de las aves y los mamíferos alemanes.

Las jóvenes universidades de Salerno y Bolonia, de París, Oxford y Cambridge, irradiaron el nuevo fervor de los estudios provocado por el deshielo.

II. POTENCIA Y ACTO

Sin embargo, después de estas grandes y promisorias excitaciones, la filosofía de la naturaleza tornó de nuevo a congelarse gradualmente en la rigidez escolástica, aunque no por completo esta vez. La causa de este breve esplendor y de esta larga decadencia puede resumirse así: el redescubrimiento de Aristóteles, que fomentó el estudio de la naturaleza, modificó el clima intelectual de Europa; las doctrinas concretas de la ciencia aristotélica, elevadas a la categoría de dogmas, paralizaron el estudio de la naturaleza. Si los escolásticos se hubieran limitado a escuchar la regocijante y alentadora voz del Estagirita, todo habría ido bien, pero cometieron el error de ajustarse estrictamente a lo que la voz decía y en lo atañedero a las ciencias físicas, lo que aquella voz decía resultaba morralla pura. Sin embargo, durante los trescientos años siguientes aquella morralla fue considerada como verdad del Evangelio.4

Debo decir ahora algunas palabras sobre la física aristotélica, pues esta constituye una parte esencial del universo medieval. Los pitagóricos habían demostrado que el tono de una nota dependía de la longitud de la cuerda, y señalaron así el camino para el tratamiento matemático de la física. Aristóteles separó las ciencias de la matemática. Para el espíritu moderno el hecho más notable de la ciencia medieval estriba en que ignore los números, los pesos, las longitudes, las velocidades, la duración, la cantidad. En lugar de proceder mediante la observación y la medición, como lo hicieron los pitagóricos, Aristóteles construyó –valiéndose de ese método del razonamiento a priori que él mismo tan elocuentemente había condenado– un fantasmagórico sistema de la física, “discurrido partiendo de nociones y no de hechos”. Al tomar sus ideas de su ciencia favorita, la biología, Aristóteles atribuyó a todos los objetos inanimados una tendencia hacia un fin, definida por la naturaleza o esencia inherente a la cosa. Por ejemplo, una piedra es de naturaleza terrestre, y mientras cae hacia el centro de la Tierra aumentará su velocidad a causa de su impaciencia por llegar a “su patria”. Y una llama tiende hacia arriba porque su patria está en el cielo. De suerte que todo movimiento y todo cambio, en general, es la realización de todo cuanto existe potencialmente en la naturaleza de la cosa: es un paso de la “potencia” al “acto”. Pero este paso solo puede darse con ayuda de algún otro agente que esté, él mismo, en el “acto”;5 así, por ejemplo, la madera, que es potencialmente caliente, puede llegar a ser realmente caliente solo mediante la acción del fuego que es realmente caliente. De análoga manera un objeto que se mueve desde A hacia B, que se halla en un estado de potencia con respecto a B, únicamente puede llegar a B con la ayuda de un motor activo: “cualquier cosa que se mueva debe ser movida por otra”. Toda esta terrible acrobacia verbal puede resumirse en la afirmación de que las cosas se mueven únicamente cuando se las empuja, lo cual es tan sencillo como falso. En realidad, la frase de Aristóteles omne quod movetur ab alio movetur –cualquier cosa que se mueva debe ser movida por otra– llegó a ser el obstáculo principal del progreso de la ciencia durante la Edad Media. La idea de que las cosas solo se mueven cuando se las empuja, como lo hace notar un estudioso moderno,6 parece originarse en el penoso movimiento de las carretas tiradas por bueyes, que recorrían los malos caminos griegos con una fricción tan grande que se anulaba el impulso. Pero los griegos también arrojaban flechas y venablos y lanzaban discos y, sin embargo, prefirieron ignorar el hecho de que una vez impartido a la flecha el impulso inicial, esta continúa su movimiento sin que se la empuje, hasta que cae por efecto de la gravedad. Según la física aristotélica, la flecha, desde el momento en que deja de tener contacto con su motor –la cuerda del arco– debe caer a tierra. Los aristotélicos alegaban, respondiendo a esto, que cuando la flecha comenzaba a moverse, impulsada aún por el arco, se creaba una perturbación en el aire, una especie de torbellino que la mantenía en su curso. Antes del siglo XIV, es decir, durante mil setecientos años, no se formuló jamás la objeción de que la conmoción del aire, determinada por el disparo de la flecha, no era lo bastante fuerte para hacer que la flecha continuara su vuelo contra el viento; ni tampoco la objeción de que si era verdad que un bote empujado desde la costa continuaría moviéndose tan solo porque lo impulsaba la conmoción del agua determinada por el propio bote, el empellón inicial, por lo tanto, debía bastar para hacerlo cruzar el océano.

Esta ceguera ante el hecho de que los cuerpos en movimiento tienden a persistir en él, a menos que se los detenga o se los desvíe, impidió que surgiera una verdadera ciencia de la física hasta Galileo.7 La necesidad de que cada cuerpo móvil estuviera constantemente acompañado y fuera impulsado por un motor creó “un universo, en el cual invisibles manos debían estar constantemente en acción”.8 En el cielo, una hueste de cincuenta y cinco ángeles mantenía en movimiento las esferas planetarias; en la Tierra, cada piedra que rodaba por una pendiente, cada gota de lluvia que caía del cielo, requerían una finalidad casi consciente, que obraba como su “motor”, para hacerlas pasar de la “potencia” al “acto”.

Se estableció también una distinción entre movimiento “natural” y movimiento “violento”. Los cuerpos celestes se movían en círculos perfectos porque su naturaleza era perfecta; el movimiento natural de los cuatro elementos de la Tierra se realizaba según líneas rectas: la tierra y el fuego, según una línea vertical; el agua y el aire según una línea horizontal. El movimiento violento era algo que se apartaba del movimiento natural. Los dos tipos de movimiento necesitaban motores, espirituales o materiales. Pero los cuerpos celestes eran incapaces de movimientos violentos. Y de ahí que ciertos objetos del cielo, tales como los cometas, cuyos movimientos no eran circulares, debieran colocarse en la esfera sublunar, dogma que hasta Galileo aceptó.

¿Cómo se explica que una concepción del mundo físico tan fantástica para el espíritu moderno haya podido sobrevivir hasta la invención de la pólvora, en una edad en que las balas de cañón y las municiones surcaban el aire con evidente desafío a las leyes dominantes de la física? Parte de la respuesta está involucrada en la pregunta: el niñito, cuyo mundo es aún más afín al espíritu primitivo que al espíritu moderno, es un aristotélico impenitente cuando confiere a objetos muertos una voluntad, un designio, un espíritu animal propios. Y todos nosotros volvemos a Aristóteles cuando maldecimos un obstinado aparato o un automóvil caprichoso. Aristóteles retrocedió del tratamiento matemático abstracto de los objetos físicos a la concepción animista, que suscita en el espíritu respuestas mucho más profundas y primordiales. Pero los días de la magia primitiva ya habían pasado; la de Aristóteles es una versión intelectual del animismo con conceptos semicientíficos tales como “potencialidades embrionarias” y “grados de perfección”, tomados de la biología con una nomenclatura refinada en alto grado y un impresionante aparato lógico. La física aristotélica es, en realidad, una pseudociencia que no produjo ni un solo descubrimiento, invención o nueva concepción de las cosas en dos mil años. Ni tampoco hubiera podido hacerlo. Y esta era su segunda atracción profunda: tratábase de un sistema estático que describía un mundo estático, en el cual el estado natural de las cosas era el de reposo o el de llegar al reposo en el lugar que les correspondía por su naturaleza, a menos que no se las empujara o se tirara de ellas; y este esquema de las cosas era el ideal que se ajustaba a la concepción de un universo amurallado, con su escala del ser inmutablemente fijada.

Y el caso es que la célebre primera prueba, con la cual santo Tomás de Aquino demostraba la existencia de Dios, se basaba enteramente en la física aristotélica. Toda cosa que se mueve necesita otra que la mueva; pero esto no puede proyectarse hasta el infinito, debe haber un límite, es decir, un agente que mueva otras cosas sin ser movido él mismo: ese motor inmóvil es Dios. En el siglo siguiente, Guillermo de Occam,9 el más grande de los escolásticos franciscanos, hizo picadillo los principios de la física aristotélica en que se basaba la primera prueba de santo Tomás de Aquino. Pero en esa época la teología escolástica había sucumbido por completo al hechizo del aristotelismo... y especialmente a los elementos más estériles, vacuos y, al propio tiempo, más ambiguos del aparato lógico de Aristóteles. Un siglo después, Erasmo clamaba aún:

Quieren aplastarme bajo seiscientos dogmas; quieren llamarme hereje y, sin embargo, son servidores de la locura. Están rodeados de una guardia de definiciones, conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas y proposiciones implícitas. Los más versados se plantean la cuestión de si Dios puede llegar a constituir la sustancia de una mujer, de un asno o de una calabaza y, en el caso de que sea así, si una calabaza podría obrar milagros o ser crucificada... Buscan, en medio de la oscuridad más densa, lo que no existe en ninguna parte.10

De manera que la unión de la Iglesia con el Estagirita, que comenzó por ser tan promisoria, había resultado, después de todo, una mala alianza.

III. LA CIZAÑA

Antes de abandonar el universo medieval, corresponde que digamos algunas breves palabras sobre la astrología, de la cual volveremos a tratar posteriormente en este mismo libro.

En los días de Babilonia, la ciencia y la magia, el augurio y el arte de establecer calendarios, formaban una unidad indivisible. Los jonios separaron la paja del trigo. Admitieron la astronomía babilónica y rechazaron la astrología. Pero tres siglos después, en medio de la bancarrota espiritual que siguió a la conquista macedónica, “la astrología se precipitó sobre el espíritu helenístico del mismo modo que una nueva enfermedad se precipita sobre los habitantes de una isla remota”.11

El fenómeno se repitió después del colapso del imperio romano. El paisaje medieval aparece cubierto por la cizaña de la astrología y la alquimia, que invade las ruinas de las ciencias abandonadas. Cuando se reanudó la edificación, la cizaña se mezcló con los materiales y pasaron varios siglos antes de que la ciencia pudiera librarse de ella.12 Pero la adhesión medieval a la astrología no solo es una señal de una “falla de los nervios”. Según Aristóteles, todo cuanto ocurre en el mundo sublunar es provocado y gobernado por los movimientos de las esferas celestes. Este principio sirvió como exposición razonada a los defensores de la astrología, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media. Pero la afinidad entre el razonamiento astrológico y la metafísica aristotélica es aún más profunda. Como le faltaban las leyes cuantitativas y las relaciones causales, el aristotélico pensaba ateniéndose a las afinidades y correspondencias entre las “formas” o “naturalezas” o “esencias” de las cosas. Las clasificaba según categorías y subcategorías; operaba por deducción partiendo de analogías que a menudo eran metafóricas, o alegóricas, o puramente verbales. La astrología y la alquimia usaron los mismos métodos, pero de manera más libre e imaginativa, sin sujetarse al rigor académico. Si la astrología y la alquimia eran malas hierbas, la propia ciencia medieval estaba tan llena de cizaña que era difícil establecer en ella una línea de separación. Veremos que Kepler, el fundador de la astronomía moderna, no consiguió hacerlo. No ha de maravillarnos, pues, el hecho de que las “influencias”, “simpatías” y “correspondencias” entre planetas y minerales, humores y temperamentos desempeñaran un papel importante en el universo medieval, como complemento semioficial de la gran cadena del ser.

IV. SUMARIO

“En el año 1500, Europa sabía menos que Arquímedes, que murió en el año 212 a. C”., observa Whitehead en las primeras páginas de su obra clásica.13

Trataré de resumir brevemente aquí los principales obstáculos que detuvieron el progreso de la ciencia durante tanto tiempo: primero, la división del mundo en dos esferas, con la resultante división mental; segundo obstáculo, el dogma geocéntrico, en virtud del cual los espíritus enceguecidos abandonaron la promisoria línea de pensamiento que habían inaugurado los pitagóricos y que se interrumpió bruscamente con Aristarco de Samos; tercero, el dogma del movimiento uniforme en círculos perfectos; cuarto, el divorcio de las ciencias y la matemática; quinto, la incapacidad de comprender que un cuerpo en reposo tiende a permanecer en reposo, en tanto que un cuerpo en movimiento tiende a continuar moviéndose.

La conquista principal de la primera parte de la revolución científica consistió en remover estos cinco obstáculos cardinales, empresa que cumplieron tres hombres: Copérnico, Kepler y Galileo. Luego el camino quedó abierto para que se llegara a la síntesis newtoniana. A partir de aquí se avanzó con rapidez, con velocidad creciente, hasta llegar a la edad atómica. Trátase del cambio revolucionario más importante de la historia del hombre, el cual determinó en el modo de existencia de este una revolución más radical aún que la que habría significado la adquisición de un tercer ojo o alguna otra mutación biológica.

A partir de este momento el método expositivo y el estilo de este libro habrán de cambiar. El acento se desplazará de la evolución de las ideas cósmicas a los principales individuos que impulsaron tal evolución. Al propio tiempo nos adentraremos en un nuevo paisaje de clima diferente: el Renacimiento del siglo XV. Este paso súbito dejará, por cierto, algunas lagunas que llenaremos cuando se presente ocasión de hacerlo.

Con todo, el primero de los pioneros de la nueva era no pertenecía a ella, sino a la antigua. Aunque nacido en el Renacimiento, era un hombre de la Edad Media, atormentado por ansiedades y cargado de complejos. Un tímido clérigo conservador fue quien desencadenó la revolución, contra su voluntad.


1 Las Categorías y De interpretatione.

2 WHITEHEAD, Science and the Modern World, Cambridge, 1955, pág. 15.

3 De Caelo; De Generatione et Corruptione, citado por Whittaker, op. cit., pág. 27.

4 Hubo, desde luego, notables excepciones: Bacon, la escuela franciscana y la escuela de París del siglo XIV; pero la física antiaristotélica de Occam, Buridan y Oresme no produjo frutos inmediatos; Copérnico y Kepler, por ejemplo, nada conocían de su revolucionaria teoría del ímpetu (pero Leonardo sí la conocía); y el triunfo de la física antiaristotélica solo se produjo tres siglos después, por obra de Galileo, quien nunca reconoció cuánto debía a aquellas escuelas.

5 Porque una cosa no puede estar en acto y en potencia en el mismo momento y en la misma relación. Pero “potencia” y “acto”, aplicados a un cuerpo en movimiento, son términos carentes de significación. Una exposición sencilla de la controversia aristotélicooccamista sobre el movimiento se encuentra en Whittaker, op. cit., apéndice.

6 H. BUTTERFIELD, The Origins of Modern Science, Londres, 1949, pág. 14.

7 Véase supra, nota 4. Pero ni siquiera en la antigüedad esta ceguera fue total; por ejemplo, Plutarco dice (Sobre la superficie de la Luna) que la Luna es de sustancia terrestre, sólida, y que, a pesar de su peso, no cae sobre la Tierra, porque :

“La Luna está asegurada contra la caída por su mismo movimiento y el impulso de su revolución, así como los objetos puestos en hondas se ven impedidos de caer por el movimiento circular; porque, en efecto, toda cosa se ve arrastrada por el movimiento natural a ella, si no es apartada por alguna otra cosa. De suerte que la Luna no se ve arrastrada hacia abajo por su peso, a causa de que su natural tendencia queda frustrada por la revolución”. (HEATH, op. cit., pág. 170; la cursiva es mía).

La traducción corresponde a Heath, quien comenta: “Esta es prácticamente la primera ley del movimiento de Newton” (HEATH, op. cit., pág. 170). Es curioso que este pasaje haya suscitado tan pocos comentarios. El contexto demuestra que Plutarco no dio con el concepto de ímpetu, solo por azar; pero tuvo, por así decir, el “sentimiento” de ese concepto. Y el mismo sentimiento debía tener, desde luego, todo guerrero que arrojaba su venablo (y también su víctima).

8 BUTTERFIELD, op. cit., pág. 7.

9 1300-49.

10 Morias Enkognion, Basilieae, 1780, págs. 218 y sig.

11 GILBERT MURRAY, Five Stages of Greek Religion, (Londres, 1935), pág. 144.

12 Aún hoy día, cuando nuestro médico diagnostica una influenza, está atribuyendo inconscientemente la causa de la enfermedad a la mala influencia de los astros, de donde proceden todas las plagas y pestes.

13 Science and the Modern World, pág. 7.

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