Kitabı oku: «Los sonámbulos», sayfa 5

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Con todo, aun cuando la filosofía europea fuese tan solo una serie de escolios a Platón, y aun cuando Aristóteles sofocara durante un milenio la física y la astronomía, la influencia de ambos filósofos obedeció, en última instancia, no tanto a la originalidad de sus doctrinas, cuanto a un proceso de selección natural en la evolución de las ideas. De un determinado número de revoluciones ideológicas cada sociedad elige la filosofía que, de manera inconsciente, percibe como la más apropiada para sus necesidades. En los siglos posteriores, siempre que en Europa cambió el clima cultural también los dos astros gemelos cambiaron de aspecto y color: Agustín y Tomás de Aquino, Erasmo y Kepler, Descartes y Newton, cada cual interpretó en ambos filósofos un mensaje diferente. Las ambigüedades y contradicciones de Platón y las contorsiones dialécticas de Aristóteles no solo admitían un vasto campo de interpretación y grandes desplazamientos del acento, sino que, tomados ambos conjunta o alternadamente, combinando facetas escogidas de cada uno, el efecto total podía llegar a ser virtualmente inverso; veremos que el “nuevo platonismo” del siglo XVI era en muchos aspectos opuesto al neoplatonismo de principios de la Edad Media.

Aquí debemos volver a considerar brevemente la aversión que Platón sentía por el cambio –por la “generación y decadencia”–, que convertía la esfera sublunar en un despreciable suburbio del universo. El propio Aristóteles no compartía tal aversión. En su condición de biólogo sagaz, consideraba todo cambio, todo movimiento de la naturaleza, como algo que tenía una finalidad y se encaminaba hacia una meta, aun los movimientos de los cuerpos inanimados: una piedra caerá hacia la tierra, así como el caballo irá a su establo, porque ese es su “lugar natural” en la jerarquía universal. Más adelante tendremos ocasión de apreciar los desastrosos efectos de esta concepción aristotélica en el desarrollo de la ciencia europea; por el momento quisiera solo señalar que la actitud de Aristóteles respecto del cambio, aunque el filósofo rechace la evolución y el progreso, no es tan derrotista como la de Platón. Sin embargo, el neoplatonismo, en su tendencia dominante, ignora el hecho de que Aristóteles disintiera en este punto esencial, y se las arregla para tomar lo peor de los dos mundos. Adopta el esquema aristotélico del universo, pero hace de la esfera sublunar un valle de sombras platónico; sigue la doctrina platónica del mundo natural como débil copia de formas ideales –que Aristóteles rechazó–, pero coincide con Aristóteles en cuanto a colocar el Primer Motor fuera de los confines del mundo. Sigue a los dos en los ansiosos esfuerzos por construir un universo amurallado, protegido contra las incursiones bárbaras del cambio, un juego de esferas dentro de esferas, que giran eternamente sobre sí mismas, pero que permanecen en el mismo lugar, ocultando así su vergonzoso secreto, ese centro de infección, seguramente aislado en la cuarentena sublunar.

En la inmortal parábola de la caverna, donde los hombres están encadenados de espaldas a la luz, con lo cual solo ven el juego de sombras proyectado en la pared, sin saber que estas no son sino sombras, sin saber que la realidad luminosa está fuera de la caverna, en esta alegoría de la condición humana Platón hizo sonar una cuerda arquetípica de ecos tan punzantes como la armonía de las esferas de Pitágoras; pero cuando consideramos el neoplatonismo y el escolasticismo como filosofías concretas y preceptos de vida, nos sentimos tentados a invertir las cosas y a pintar a los fundadores de la Academia y del Liceo como si fuesen dos hombres temerosos, que están de pie en la caverna hecha por ellos mismos, mirando a la pared, encadenados a sus lugares, en una edad catastrófica, volviendo las espaldas a la llama de la edad heroica de Grecia y proyectando grotescas sombras, que habrán de ser la obsesión de la humanidad durante más de mil años.

1 Citado por Farrington, op. cit., pág. 81.

2 PLATÓN, La República, Libro VII, según la traducción de Thomas Taylor.

3 Loc. cit.

4 Artículo de G. B. GRUNDY, sobre “Greece”, Ency. Brit. X-780 c.

5 BERTRAND RUSSELL, Unpopular Essays, Londres, 1950, pág. 16.

6 Política, citado por K. R. Popper, The Open Society and its Enemies, Londres, 1945, vol. II, pág. 2.

7 Metafísica, citado por Farrington, op. cit., pág. 131.

8 Timeo, 90, 91.

9 Fedón, citado por Bertrand Russell, A History of Western Philosophy, Londres, 1946, pág. 159.

10 Se ha establecido una interminable controversia sobre la significación de una sola palabra, έιλομέγηυ o ιλλομέυηυ, contenida en el Timeo, 40 B, cuya traducción, Dreyer interpreta así: “Pero la Tierra, la que nos nutre, corría alrededor del eje que se extiende a través del universo; era como el guardián y artífice del día y de la noche, la primera y más antigua de las deidades que se engendraron dentro del universo” (op. cit., págs. 71 y sig.). Burnet, en cambio, lee, en lugar de corría,iba de aquí para allá”, o “hacia atrás y hacia adelante”. (Greek Philosophy, pág. 348); el profesor A. E. Taylor, citado por Heath, Greek Astronomy, pág. XLI, sugiere que ha de entenderse la frase como que la Tierra “se desliza abajo y arriba por el eje del universo”, y que Platón no hacía sino citar una teoría pitagórica (que él evidentemente no compartía), sin apoyarla. Independientemente de esta nebulosa frase, Platón no alude en ninguna otra parte al movimiento de la Tierra. Plutarco, al discutir el sistema de Filolao y su fuego central, informa que “se dice que también Platón, en la vejez, sostuvo estas ideas, pues también él pensaba que la Tierra se encontraba en una posición subordinada y que el centro del universo estaba ocupado por algún cuerpo más noble” (PLUTARCO, Vida de Numa, cap. 11, citado por Dreyer, pág. 82). Si bien es posible que el anciano Platón jugueteara con la idea del “fuego central” desde un punto de vista casi mitológico, en ningún otro lugar de sus escritos vuelve a referirse a ella.

11 Timeo, 33B-34B, citado por Heath, op. cit., págs. 49 y sig.

12 FARRINGTON, op. cit., pág. 56.

13 Sobre un conciso resumen de las diferentes actitudes de Aristóteles y Platón ante el cambio, véase Popper, op. cit., vol. II, págs. 4-6, y particularmente nota 11, págs. 271 y sig.

CAPÍTULO V

El divorcio de la realidad


I. ESFERAS DENTRO DE ESFERAS (EUDOXO)

En un universo cerrado, donde las estrellas fijas ya no planteaban ningún problema especial, aún faltaba comprender qué eran los planetas. La principal tarea de la cosmología consistía en idear un sistema que explicara cómo se movían el Sol, la Luna y los cinco planetas restantes.

Esta tarea resultó más urgente cuando la aseveración de Platón –según la cual todos los cuerpos celestes se movían en círculos perfectos– llegó a ser el primer dogma académico en la primera institución que llevó ese solemne nombre. La misión de la astronomía académica era la de demostrar que las líneas aparentemente irregulares y tortuosas que seguían los planetas eran la resultante de alguna combinación de varios movimientos simples, circulares, uniformes.

Eudoxo, el discípulo de Platón, realizó la primera tentativa seria, superada luego por su propio discípulo, Calipo. Trátase de una tentativa ingeniosa: Eudoxo era un matemático brillante a quien se debió la mayor parte del quinto libro de Euclides. En los anteriores modelos geocéntricos del universo cada planeta –según se recordará– estaba ligado a una esfera transparente propia, y todas las esferas giraban alrededor de la Tierra. Pero como esto no explicaba las irregularidades de sus movimientos, tales como los ocasionales altos y retrocesos temporales, y las “detenciones” y “regresiones”, Eudoxo asignó a cada planeta no una sola esfera, sino varias. El planeta está ligado a un punto del ecuador de una esfera, que gira alrededor de su eje A; los dos extremos de ese eje están fijos en la superficie interior de una esfera concéntrica mayor, S2, que gira alrededor de un eje diferente A2 y lleva consigo a A. El eje de S2 está fijado a la siguiente esfera, más grande, S3, que gira alrededor de un eje diferente, A3, y así sucesivamente. De esta suerte, el planeta participa de todas las rotaciones independientes de las varias esferas que forman su “juego” y, al hacer que cada esfera gire con la inclinación y velocidad apropiadas, es posible reproducir aproximadamente –aunque solo apenas aproximadamente– el verdadero movimiento de cada planeta.1 El Sol y la Luna necesitaban un juego de tres esferas cada uno. Los otros planetas, cuatro esferas cada uno, lo cual (con la única modesta esfera asignada a la multitud de estrellas fijas), hacía un total de veintisiete esferas. Calipo perfeccionó el sistema a costa de agregarle siete esferas más, lo cual hizo un total de treinta y cuatro. En aquel momento intervino Aristóteles.

En el capítulo anterior me limité a los rasgos generales y a las consecuencias metafísicas de la concepción aristotélica del universo, sin ocuparme de detalles astronómicos. Hablé, pues, de las nueve esferas clásicas, desde la esfera de la Luna a la del Primer Motor (que fueron en verdad las únicas recordadas durante la Edad Media), sin decir que cada una de esas nueve esferas era realmente un juego de esferas dentro de otras esferas. En realidad, Aristóteles empleó cincuenta y cuatro esferas en total para explicar los movimientos de los siete planetas. Es interesante la razón por la cual agregó estas veinte esferas más. Ni a Eudoxo ni a Calipo les interesaba construir un modelo que fuera físicamente posible. No tenían interés en el mecanismo real de los cielos; construyeron un dispositivo puramente geométrico que, como ellos sabían muy bien, solo existía en el papel. Aristóteles deseaba algo mejor y transformó el esquema en un verdadero modelo físico. La dificultad estribaba en que todas las esferas adyacentes debían relacionarse mecánicamente y, sin embargo, el movimiento individual de cada planeta no debía transmitirse a los otros. Aristóteles trató de resolver este problema intercalando una serie de esferas “neutralizadoras” que giraban en dirección opuesta a la de las “esferas operantes”, entre dos juegos sucesivos; de esta manera el efecto de los movimientos de Júpiter sobre su vecino, por ejemplo, quedaba eliminado, y el juego de Marte podía moverse por sí mismo; pero, como reproducción de los movimientos planetarios reales, el modelo de Aristóteles no representaba ningún progreso.

Además quedaba otra dificultad. Mientras cada esfera participaba en el movimiento de la mayor siguiente, en que estaba encerrada, necesitaba una fuerza motora especial para rotar independientemente sobre su propio eje, lo cual significaba que debían existir no menos de cincuenta y cinco “motores inmóviles” o espíritus, para mantener el sistema en movimiento.

Tratábase de un sistema extremadamente ingenioso y completamente insensato, aun para el nivel de los contemporáneos de Aristóteles, como lo demuestra el hecho de que, a pesar del enorme prestigio de este, el sistema quedó pronto olvidado y sepultado. Sin embargo, era solo el primero de los diversos sistemas –igualmente ingeniosos e igualmente insensatos– que los torturados cerebros de los astrónomos crearon obedeciendo a la sugestión poshipnótica de Platón: que todo el movimiento celeste debe ser movimiento circular alrededor de la Tierra.

Y había también cierta pizca de fraude en tal sistema. Las esferas de Eudoxo podían explicar –aunque imprecisamente– el fenómeno de las “detenciones” y “retrocesos” en la marcha de un planeta; pero no podían explicar jamás los cambios de tamaño y brillo producidos por las variaciones de la distancia a que el planeta se hallaba respecto de la Tierra. Esta circunstancia era particularmente evidente en los casos de Venus y Marte y, sobre todo, en el de la Luna. Por ejemplo, los eclipses centrales del Sol son “anulares” o “totales”, según la momentánea distancia a que la Luna se halle de la Tierra. Ahora bien, todo esto se sabía antes de Eudoxo y, desde luego, lo sabían el propio Eudoxo y Aristóteles;2 sin embargo, sus sistemas ignoran sencillamente tal hecho: por complicado que sea, el movimiento del planeta se limita a alguna esfera alrededor de la Tierra, y la distancia del planeta respecto de la Tierra, por ende, nunca puede variar.

Esta insatisfactoria explicación dio nacimiento a esa rama de cosmología no ortodoxa que desarrollaron Heráclides y Aristarco (véase cap. III). El sistema de Heráclides eliminaba (aunque solo en el caso de los planetas interiores) los dos escándalos más llamativos: las “detenciones y retrocesos” y las variadas distancias respecto de la Tierra. Además, explicaba (como lo ilustra la fig. B de la pág. 45) la relación lógica que mediaba entre los dos escándalos: por qué Venus brillaba siempre del modo máximo cuando se movía como un cangrejo, y por qué le sucedía también lo contrario. Cuando Heráclides y (o) Aristarco hicieron que los restantes planetas, incluso la Tierra, se moviesen alrededor del Sol, la ciencia griega echó a andar por el recto camino que podía haberla conducido al universo moderno. Luego lo abandonó. El modelo de universo de Aristarco, con el Sol en el centro, se descartó por extravagante, y la ciencia académica avanzó triunfante desde Platón, vía Eudoxo, y las cincuenta y cinco esferas de Aristóteles, hasta llegar a un artefacto aún más ingenioso e improbable; el laberinto de epiciclos ideado por Claudio Ptolomeo.

II. RUEDAS DENTRO DE RUEDAS: PTOLOMEO

Si consideramos que el universo de Aristóteles era como una cebolla, podríamos llamar al de Ptolomeo el universo de la gran rueda de un parque de diversiones. La concepción empezó con Apolonio de Perga, en el siglo III a. C., fue desarrollada por Hiparco de Rodas en el siglo siguiente y completada por Ptolomeo de Alejandría en el siglo II d. C. El sistema ptolemaico continuó siendo, con modificaciones menores, la última palabra en astronomía hasta Copérnico.

Cualquier movimiento rítmico, hasta la danza de un pájaro, puede concebirse como el producto de un mecanismo de relojería, en el cual una gran cantidad de ruedas invisibles contribuyen a crear los movimientos. Desde que “el movimiento circular uniforme” se convirtió en la ley que regía el firmamento, la tarea de la astronomía quedó reducida a idear aparatos de relojería imaginarios, que explicaran la danza de los planetas como resultado de movimientos componentes perfectamente circulares, etéreos. Eudoxo había empleado esferas como componentes; Ptolomeo se valió de ruedas.

Acaso resulte más fácil representarse visualmente el universo ptolemaico, no como un mecanismo de relojería ordinario, sino como un sistema de grandes ruedas, como las que se ven en los parques de diversiones: una rueda alta, gigantesca, que gira lentamente con asientos o pequeñas cabinas suspendidas del borde. Imaginemos al pasajero sentado, sin riesgo, en la pequeña cabina; e imaginemos también que el mecanismo se haya descompuesto y que la cabina, en lugar de colgar serenamente desde el borde de la gran rueda, comenzara a girar, con violencia, alrededor del brazo de que está suspendida, mientras el propio brazo se moviera lentamente con la rueda. El desdichado pasajero –o planeta– describiría, por lo tanto en el espacio, una curva que no sería un círculo, pero que obedece, ello no obstante, a una combinación de movimientos circulares. Variadas las dimensiones de la gran rueda, la longitud del brazo que sostiene la cabina y las velocidades de ambas rotaciones, puede producirse una asombrosa variedad de curvas, tales como las que se muestran en el diagrama; y también curvas en forma de riñón, de guirnalda, de óvalo; ¡y aun líneas rectas!

Visto desde la Tierra, que ocupa el centro de la gran rueda, el planeta–pasajero de la cabina se moverá en la dirección de las agujas del reloj hasta alcanzar el “punto estacionario” S1 ; luego retornará a S2, en sentido contrario al de las agujas del reloj; después se moverá otra vez como el reloj hasta S3; y así sucesivamente.3


El borde de la gran rueda se llama círculo deferente y el círculo descrito por la cabina se llama epiciclo. Elegida una proporción conveniente entre los diámetros del epiciclo y del deferente, así como las velocidades convenientes para cada uno, era posible llegar a una aproximación bastante precisa de los movimientos observados en los planetas, en lo tocante a las “detenciones y retrocesos” y a las variables distancias que los separan de la Tierra.

Con todo, no eran estas las únicas irregularidades de los movimientos planetarios. Quedaba aún otro escándalo, producido (como hoy sabemos) por el hecho de que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas, esto es, de forma ovalada, en forma de “comba”. Para superar tal anomalía se acudió a otro recurso llamado “el excéntrico móvil”: el centro de la gran rueda ya no coincidió con la Tierra, porque se movía en un pequeño círculo, próximo a la Tierra, y así se llegó a una órbita excéntrica conveniente, es decir, “combada”.4


Órbita ovoide de Mercurio, según Ptolomeo: T = Tierra; M = Mercurio

En la figura anterior el centro de la gran rueda se mueve en la dirección de las agujas del reloj en el círculo pequeño de A a B; el punto del borde –del cual está suspendida la cabina– se mueve en dirección contraria a las agujas del reloj, en una curva ovoide de a a b; y la cabina gira alrededor del epiciclo final. Pero esto no bastaba aún; en el caso de algunos planetas recalcitrantes se estimó que era necesario colgar una segunda cabina de la cabina suspendida en la gran rueda, con un radio distinto y una velocidad también distinta. Y luego una tercera, una cuarta y una quinta, hasta que el pasajero de la última cabina describía, en verdad, una trayectoria que se conformaba más o menos a la que se pretendía describir.

Con el tiempo, el sistema ptolemaico se perfeccionó: los siete pasajeros, el Sol, la Luna y los cinco planetas, necesitaron un mecanismo de no menos de treinta y nueve ruedas para moverse a través del cielo. Con la rueda más exterior –la que llevaba las estrellas fijas– el número alcanzaba a cuarenta. Este sistema era aún el único reconocido por la ciencia académica en los días de Milton, quien lo caricaturizó en un pasaje famoso de El Paraíso Perdido.

From man or angel the great Architect Did wisely to conceal, and not divulge His secret to be scanned by them who ought Rather admire; or, if they list to try Conjecture, he his fabric of the Heavens Hath left to their disputes, perhaps to move His laughter at their quaint opinions wide Hereafter, when they come to model Heaven And calculate the stars, how they will wield The mighty frame, how build, unbuild, contrive To save appearances, how gird the sphere With centric and eccentric scribbled o’er, Cycle and epicycle, orb in orb.

(Al hombre y al ángel, el gran Arquitecto

sabiamente ocultó y no difundió

su secreto, para que no lo escudriñaran quienes deberían

antes bien admirarlo; y a quienes se lanzaran

a conjeturas, les abandonó la construcción de los cielos

a sus disputas, acaso para

reír de las opiniones extravagantes

cuando llegan a modelar el cielo

y a calcular las estrellas, a urdir cómo levantar

el poderoso marco, cómo construir, cómo demoler e imaginar

para salvar las apariencias, cómo adornar la esfera

con centros y excéntricos, garabateados en ella,

con ciclo y epiciclo, orbe en orbe).

Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, que fue hombre piadoso y gran protector de la astronomía, expuso la cuestión más sucintamente. Cuando se inició en el sistema ptolemaico dijo con un suspiro: “Si el Señor Todopoderoso me hubiera consultado antes de empezar la Creación, yo le habría recomendado algo más sencillo”.

III. LA PARADOJA

En el universo de Ptolomeo hay algo que desagrada profundamente. Se echa de ver que es la obra de un engreído que tenía mucha paciencia y poca originalidad, que fue metiendo tenazmente “orbe en orbe”. Todas las ideas básicas del universo epicíclico, y los instrumentos geométricos que se necesitaban para construirlo, habían sido perfeccionados por su predecesor Hiparco; pero Hiparco los aplicó solo a la construcción de las órbitas del Sol y de la Luna. Ptolomeo completó la obra inconclusa, sin contribuir con ninguna idea de gran valor teórico.5

Hiparco floreció alrededor del año 125 a. C., más de un siglo después de la época de Aristarco; y Ptolomeo floreció alrededor de 150 d. C., es decir casi tres siglos después de Hiparco. Durante ese período, casi igual a la duración de la edad heroica, no se realizó prácticamente ningún progreso. Los hitos del camino fueron escaseando y pronto se desvanecieron el todo en el desierto. Ptolomeo fue el último gran astrónomo de la escuela alejandrina. Recogió los hilos que habían quedado sueltos detrás de Hiparco, y completó la estructura de curvas entrelazadas con curvas. Construyó una obra de tapicería monumental y deprimente, que era el producto de una filosofía cansada y de una ciencia decadente; pero nada la remplazó durante cerca de un milenio y medio. El Almagesto6 de Ptolomeo continuó siendo la Biblia de la astronomía hasta comienzos del siglo XVII.

Para examinar este extraordinario fenómeno con una perspectiva apropiada, debemos guardarnos no solo de incurrir en un desdén excesivo, fundado en cuanto hoy sabemos, sino también de la actitud opuesta, esa especie de benévola condescendencia que contempla las locuras científicas pasadas como consecuencias inevitables de la ignorancia o la superstición: “Nuestros antepasados no lo sabían”. Pero lo que quiero hacer notar es precisamente que lo sabían, y que para explicar el extraordinario cul-de-sac en que la cosmología se metió debemos buscar causas más específicas.

En primer lugar, difícilmente pueda acusarse a los astrónomos alejandrinos de ignorancia. Tenían instrumentos más precisos que Copérnico para observar los astros. El propio Copérnico, como veremos, no se molestó en contemplar las estrellas; contaba con las observaciones de Hiparco y Ptolomeo. Sobre los movimientos de los astros no sabía más que aquellos. El catálogo de estrellas fijas de Hiparco y las tablas de Ptolomeo para calcular los movimientos planetarios eran tan seguros y precisos que sirvieron, con algunas correcciones insignificantes, como guías de navegación a Colón y a Vasco da Gama. Eratóstenes, otro alejandrino, calculó que el diámetro de la Tierra era de 12.560 km, con un error de solo ½ %;7 Hiparco calculó la distancia a la Luna en 30 ¼ diámetros terrestres, con un error de solo 0,3%.8

De suerte que, en cuanto a conocimientos positivos, Copérnico no estaba mejor informado –y en algunos aspectos lo estaba aún peor– que los astrónomos griegos de Alejandría que vivían en la época de Jesucristo. Disponían de los mismos datos observados, de los mismos instrumentos, del mismo saber geométrico que Copérnico. Eran gigantes de la “ciencia exacta” y, sin embargo, no vieron lo que Copérnico vio después, y Heráclides y Aristarco habían visto antes: que, de manera obvia, el Sol regía los movimientos de los planetas.

Ahora bien, dije antes que debernos guardarnos de la palabra “obvio”; pero, en este caso particular, su uso es legítimo. Porque, en efecto, Heráclides y Pitágoras no llegaron a la hipótesis heliocéntrica por una afortunada conjetura, sino por el hecho, observado, de que los planetas interiores se comportaban como satélites del Sol, y de que el propio Sol gobernaba asimismo los retrocesos y cambios de distancia de los planetas exteriores respecto de la Tierra. De manera que a fines del siglo II a. C. los griegos tenían en sus manos los elementos fundamentales para resolver el rompecabezas.9 Y, sin embargo, no lograron armarlo o, mejor dicho, habiéndolo armado, volvieron luego a dispersar las piezas. Sabían que las órbitas, los períodos y las velocidades de los cinco planetas se relacionaban con el Sol y dependían de este; sin embargo, en el sistema del universo que legaron al mundo se las arreglaron para ignorar por completo ese importantísimo hecho.

Tal ceguera mental es tanto más notable cuanto que como filósofos, tenían conciencia del papel dominante que desempeñaba el Sol, un papel que, sin embargo, negaban como astrónomos.

Unas pocas citas ilustrarán esta paradoja. Cicerón, por ejemplo, cuyos conocimientos astronómicos, naturalmente, se basaban por entero en fuentes griegas, escribe en la República: “El Sol... gobernante, príncipe y jefe de los otros astros, principio único y ordenador del universo (es) tan grande que su luz ilumina y lo llena todo... Las órbitas de Mercurio y Venus lo siguen como sus compañeras”.10

Plinio escribe, un siglo después: “El Sol se mueve en medio de los planetas, dirigiendo no solo el calendario y la Tierra, sino también las propias estrellas y el cielo”.11 Plutarco habla de análoga manera en Sobre la superficie del disco lunar:

Pero, en general, ¿cómo podemos decir que la Tierra está en el centro? ¿En el centro de qué? El universo es infinito, y el infinito, que no tiene comienzo ni fin, tampoco tiene centro... El universo no asigna ningún centro fijo a la Tierra, que se desplaza vagabunda e inestable a través del vacío infinito, sin tener una meta propiamente dicha...12

En el siglo IV d. C., cuando la oscuridad terminó por cernirse sobre el mundo de la antigüedad, Juliano el Apóstata escribió sobre el Sol: “Dirige la danza de los astros, su previsión guía todo cuanto se genera en la naturaleza. Alrededor de él, su rey, los planetas danzan sus rondas y giran alrededor de él en la perfecta armonía de sus distancias exactamente limitadas, como observan los sabios que contemplan cuanto ocurre en los cielos...”. 13

Por fin, Macrobio, que vivió alrededor del año 400 d. C., comenta del modo siguiente el pasaje de Cicerón que acabo de citar:

Llama al Sol el gobernante de los otros astros porque el Sol regula el progreso y retroceso de los astros dentro de límites espaciales, pues hay límites espaciales que restringen el progreso y retroceso de los planetas respecto del Sol. De manera que la fuerza y el poder del Sol rigen el curso de los otros astros dentro de límites fijos.14

Como vemos, hay pruebas de que en vísperas de la propia extinción del mundo antiguo, se recordaba bien la doctrina de Heráclides y Aristarco, esto es, que una verdad, una vez hallada, podrá ser ocultada y enterrada, pero no podrá ser anulada. Y sin embargo, el universo ptolemaico, con la Tierra como centro, que ignoraba el papel específico del Sol, mantuvo el monopolio del pensamiento científico durante quince siglos. ¿Hay alguna explicación de esta notable paradoja?

Se ha dicho con frecuencia que la explicación radica en el temor a la persecución religiosa. Pero todas las pruebas que se aducen en apoyo de esta opinión consisten en una sola observación chistosa que hace un personaje del diálogo de Plutarco Sobre la superficie del disco lunar, ya mencionado antes. El personaje, Lucio, se ve acusado, en broma, de “volver de arriba abajo el universo”, al pretender que la Luna está hecha de materia sólida, como la Tierra. Se lo invita, pues, a que aclare mejor sus opiniones:

Lucio sonrió y dijo: –Muy bien; solo que no me hagáis un cargo de impiedad, como el que Cleantes pretendía que los griegos debían imputar a Aristarco de Samos por mover el corazón del universo, ya que él trató de explicar los fenómenos suponiendo que el cielo estaba en reposo y que la Tierra se movía según una órbita oblicua, sin dejar también de girar sobre su propio eje.15

Sin embargo, el cargo nunca se formuló. Ni Aristarco, que era tenido en muy alta estima, ni Heráclides, ni ningún otro adepto de la teoría del movimiento de la Tierra, fue perseguido o condenado. Si Cleantes realmente hubiese tratado de acusar a alguien por “mover el corazón del universo”, la primera persona a quien habría tenido que acusar de impiedad hubiera sido el venerado Aristóteles, pues Aristarco solo es responsable de que el corazón se moviera con la Tierra a través del espacio, en tanto que Aristóteles lo trasladó a la periferia del mundo, privó completamente a la Tierra de la presencia divina, y la convirtió en el lugar más bajo del mundo. En realidad el “corazón del universo” no era más que una alusión poética al fuego central pitagórico y habría sido absurdo mirarlo como se mira un dogma religioso. El propio Cleantes era un filósofo estoico, bastante severo e inclinado a la mística, que escribió un himno a Zeus y despreció la ciencia. Su actitud respecto de Aristarco –hombre de ciencia y además ciudadano de Samos, esa isla de la que nada bueno podía esperarse–, era evidentemente la de que “el hombre merece que se lo ahorque”. Fuera de esta chismografía académica que aparece en Plutarco, en ninguna fuente consta que en la edad helenística hubiera habido intolerancia religiosa respecto de la ciencia.16

IV. CONOCER Y DESCONOCER

De manera que ni la ignorancia ni las amenazas de una inquisición alejandrina imaginaria sirven para explicar por qué los astrónomos griegos, tras descubrir el sistema heliocéntrico, le volvieron la espalda.17 Sin embargo, nunca lo hicieron del todo; tal como lo indican los citados pasajes de Cicerón, Plutarco y Macrobio, los astrónomos griegos sabían que el Sol regla los movimientos de los planetas, pero, al propio tiempo, cerraban los ojos a ese hecho. Y acaso sea este mismo carácter irracional el que ofrece la clave de la solución, obligándonos a abandonar el hábito de tratar la historia de la ciencia desde el punto de vista puramente racional. ¿Por qué estamos dispuestos a admitir que los artistas, los conquistadores y los estadistas son guiados por motivos irracionales y, en cambio, no admitimos que ocurra lo propio con los héroes de la ciencia? Los astrónomos postaristotélicos negaban el gobierno del Sol sobre los planetas y, al mismo tiempo, lo afirmaban; o sea: mientras el razonamiento consciente rechaza semejante paradoja, es propio de la naturaleza del inconsciente afirmar y negar simultáneamente, responder que sí y que no a la misma pregunta; conocer y desconocer, por así decir, al mismo tiempo. En la época decadente la ciencia griega se vio ante un conflicto insoluble que terminó con una disociación del espíritu. Y esa “esquizofrenia reprimida”, continuó a través de toda la edad de las tinieblas y de la Edad Media, hasta dársela casi por sentado como la condición normal del hombre. Se mantuvo, no por amenazas exteriores, sino por una especie de censor instalado dentro de la mente que la mantuvo separada en compartimientos estrictamente estancos.

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