Kitabı oku: «Los sonámbulos», sayfa 6
El principal interés es “salvar las apariencias”. La significación original de esta ominosa frase es la de que una teoría debe ajustarse a los fenómenos observados o “apariencias”; es decir, que debe concordar con los hechos. Pero, poco a poco, la frase fue significando otra cosa. Un astrónomo “salvaba” los fenómenos, si lograba inventar una hipótesis que resolviese los movimientos irregulares de los planetas según órbitas de forma irregular, en movimientos regulares según órbitas circulares, sin atender al hecho de que la hipótesis fuese verdadera o no; esto es, si era físicamente posible o no. Después de Aristóteles la astronomía se convierte en una abstracta geometría celeste, divorciada de la realidad física. Su principal misión consiste en explicar y eliminar el escándalo de los movimientos no circulares del cielo. Sirve a los efectos prácticos como método para elaborar tablas de cálculo de los movimientos del Sol, de la Luna y los planetas, pero nada tiene que decir sobre la naturaleza real del universo.
El propio Ptolomeo es bien explícito en este punto: “Creemos que el objeto, que el astrónomo debe esforzarse por alcanzar, es este: demostrar que todos los fenómenos del cielo se producen por movimientos circulares y uniformes...”.18 Y en otra parte: “Nos hemos impuesto la tarea de demostrar que las irregularidades aparentes de los cinco planetas, del Sol y de la Luna pueden representarse todas mediante movimientos circulares y uniformes, porque solo tales movimientos son apropiados a su naturaleza divina... Nos asisten razones para considerar el cumplimiento de esta misión como la finalidad última de la ciencia matemática basada en la filosofía”.19 Ptolomeo también aclara por qué la astronomía debe renunciar a toda tentativa de explicar la realidad física: porque los cuerpos celestes, en virtud de su naturaleza divina, obedecen a leyes diferentes de las que se dan en la Tierra. No existe ningún lazo común entre ambas esferas. Por eso no podemos conocer nada sobre la naturaleza física de los cielos.
Ptolomeo era un platónico sincero. Aquí la influencia de los dos astros gemelos en el desenvolvimiento de la ciencia se hace sentir en toda su plenitud. El divorcio que ellos establecen entre los cuatro elementos de la región sublunar y el quinto elemento de los cielos conduce directamente al divorcio de la geometría celeste de la física, la astronomía de la realidad. El mundo así disociado se refleja en el espíritu disociado. El espíritu sabe que, en realidad, el sol ejerce una influencia física en los planetas; pero la realidad ya no es cosa que interese al espíritu.20
La situación se resume en un notable pasaje de Teón de Esmirna, contemporáneo de Ptolomeo. Tras expresar su opinión de que Mercurio y Venus bien podrían, después de todo, girar alrededor del Sol, continúa diciendo que el Sol debiera llamarse el corazón del universo, el cual es tanto “un mundo como un animal”. “Pero –reflexiona el autor– en los cuerpos animados el centro del animal es distinto del centro de su masa. Por ejemplo, en nosotros, que somos tanto hombres como animales, el centro de la criatura animada está en el corazón, siempre en movimiento y siempre caliente, que es, por lo tanto, la fuente de todas las facultades del alma, del deseo, de la imaginación y de la inteligencia; pero el centro de nuestro volumen reside en otra parte, alrededor del ombligo... Análogamente, el centro matemático del universo es el lugar en que está la Tierra, fría e inmóvil; pero el centro del mundo, como animal, está en el Sol, que es, por decirlo así, el corazón del universo”.21
El pasaje es atractivo y asombroso. Hay en él una nota que repercutió en toda la edad de tinieblas y en la Edad Media. Responde al anhelo arquetípico de comprender el mundo como un animal vivo, latente; asombra por su nefanda mezcla de afirmaciones alegóricas y físicas, por sus pedantescas variaciones sobre la inspirada broma de Platón. La diferencia entre ombligo y corazón es aguda, pero poco convincente; no explica por qué dos planetas deban girar alrededor del corazón y los otros tres alrededor del ombligo. ¿Creían en esta clase de cosas Teón y sus lectores? Aparentemente, la respuesta es la de que un comportamiento estanco de su espíritu creía, y el otro no. El proceso de divorcio estaba casi completo. La observación astronómica progresaba aún, pero ¡qué retroceso en la filosofía, comparada con la escuela pitagórica y hasta con la jónica de siete siglos antes!
V. LA NUEVA MITOLOGÍA
Parecería que la rueda, completado el círculo, hubiera retornado a los primitivos babilonios. También ellos fueron observadores en sumo grado competentes, y autores de calendarios, que combinaron su ciencia exacta con un mundo mitológico de sueños. En el universo de Ptolomeo, los canales entrelazados de círculos perfectos volvieron a establecer las vías de agua celestes a lo largo de las cuales navegaban en sus barcas los dioses-astros, en jornadas calculadas con toda precisión. La mitología platónica del cielo era más abstracta y menos colorida que la antigua, pero tan irracional y fundada en sueños como aquella.
Las tres nociones fundamentales de esta nueva mitología eran: el dualismo del mundo celestial y del mundo sublunar, la inmovilidad de la Tierra en el centro, y el carácter circular de todo movimiento celeste. Procuré mostrar que el común denominador de los tres, y el secreto de su atracción inconsciente, eran el temor al cambio, el deseo de la estabilidad y permanencia de una cultura en curso de desintegración. Una leve disociación de la mente y un pensamiento doble acaso no fueran un precio demasiado alto para acallar el temor a lo desconocido.
Pero que el precio fuera alto o no, lo cierto es que hubo que pagarlo: el universo quedó profundamente congelado y la ciencia paralizada, y se postergó por un milenio, o algo más, la fabricación de lunas artificiales y armas nucleares. Nunca sabremos si, sub specie aeternitatis, esto fue bueno o malo; pero dentro de la limitada esfera del campo de que nos estamos ocupando fue claramente malo. La concepción circular dualista, con la Tierra como centro del cosmos, excluyó todo progreso y todo compromiso, por temor a poner en peligro su principio fundamental: la estabilidad. De manera que ni siquiera podía admitirse que los dos planetas interiores girasen alrededor del Sol, porque una vez sentada una concesión acerca de este punto sin importancia, aparentemente inofensivo, el paso lógico siguiente era el de extender la idea a los planetas exteriores y a la propia Tierra, como lo mostró claramente la desviación de la cosmología de Heráclides. El espíritu atemorizado, siempre a la defensiva, tiene conciencia particularmente aguda de los peligros que entraña ceder una pulgada al demonio.
El complejo de temor de los últimos cosmólogos griegos se hace casi palpable en un curioso pasaje22 del propio Ptolomeo, donde este defiende la teoría de la inmovilidad de la Tierra. Comienza con el habitual argumento, fundado en el sentido común, de que si la Tierra se moviese, “todos los animales y todos los cuerpos separados quedarían flotando detrás de ella en el aire”, lo que parece bastante plausible, aunque los pitagóricos y los atomistas hubiesen comprendido mucho antes de Ptolomeo la naturaleza falaz de tal argumento. Pero Ptolomeo continúa luego diciendo que si la Tierra realmente se moviera, “dada su gran velocidad, habría quedado por completo fuera del propio universo”. Ahora bien, esto no es plausible ni siquiera en el nivel más ingenuo, pues el único movimiento atribuido a la Tierra era el movimiento circular alrededor del Sol, lo cual no comportaba riesgo alguno de salirse del universo, así como tampoco el Sol corría tal riesgo por el hecho de moverse alrededor de la Tierra. Desde luego que Ptolomeo lo sabía muy bien o, para decirlo con mayor precisión, lo sabía uno de los compartimientos estancos de su espíritu en tanto que el otro estaba hipnotizado por el temor de que si se conmovía la estabilidad de la Tierra, el mundo se desharía en pedazos.
El mito del círculo perfecto se arraigó profundamente y ejerció un enorme poder hipnótico. Es, después de todo, uno de los símbolos más antiguos. El ritual de trazar un círculo mágico alrededor de una persona, obedece al designio de protegerla, contra espíritus hostiles y peligros del alma: el círculo señalaba el lugar de un santuario inviolable y se lo usaba, habitualmente, para trazar el sulcus primigenius, el primer surco, cuando se fundaba una nueva ciudad. Además de ser un símbolo de estabilidad y protección, el círculo, la rueda, tenía una ventaja técnica, pues era un elemento apropiado para cualquier máquina. Pero, por otra parte, las órbitas planetarias, evidentemente, no eran círculos, sino que eran excéntricos, combas, órbitas ovales o de forma de huevo. Se las podía representar, mediante artificios geométricos, como el producto de una combinación de círculos, pero solo al precio de renunciar a toda semejanza con la realidad física. Existen algunos restos fragmentarios, procedentes del siglo I d. C., de un aparato planetario griego de pequeñas dimensiones, un modelo mecánico construido para reproducir los movimientos del Sol, la Luna y, acaso también, de los planetas. Pero sus ruedas o, por lo menos, algunas de ellas, no son circulares, sino ovoides.23 Si echamos una mirada a la órbita de Mercurio en el sistema ptolemaico de la pág. 68 veremos, del mismo modo, una curva ovoide evidente. Sin embargo, se ignoraban estos indicios, se los relegaba al limbo, como sacrificio en honor del círculo.
Con todo, nada había de tremendo a priori, en las curvas ovales o elípticas: también ellas eran curvas “cerradas” que volvían a sí mismas y mostraban una tranquilizadora simetría y una armonía matemática. En virtud de una irónica coincidencia debemos al mismo hombre el primer estudio exhaustivo de las propiedades geométricas de la elipse, es decir, a Apolonio de Perga, quien sin comprender que tenía la solución en sus manos, inició la concepción del universo monstruo epicíclico. Y veremos así que, dos mil años después, Johannes Kepler –que curó a la astronomía de la obsesión circular– aun vacila en adoptar las órbitas elípticas porque, según escribe, si la solución fuera tan sencilla, “el problema ya habría sido resuelto por Arquímedes y Apolonio”.24
VI. EL UNIVERSO CUBISTA
Antes de despedirnos del mundo griego, un paralelo imaginario podría ayudarnos a concentrar estas cuestiones en un foco.
En 1907, simultáneamente con la exhibición conmemorativa de los cuadros de Cézanne, se publicó en Paris una colección de cartas del maestro. Un pasaje de una de ellas rezaba así:
Toda cosa de la naturaleza está modelada según la esfera, el cono y el cilindro. Debemos apoyar nuestra pintura en esos cuerpos simples y podremos luego realizar cuanto queramos.
Y más adelante:
Hay que tratar la naturaleza reduciendo sus formas al cilindro, a la esfera y al cono, poniéndolo todo en perspectiva, de manera que cada lado de un objeto, cada plano, se enderece hacia un plano central.25
Este postulado se convirtió en el evangelio de una escuela de pintura conocida con el equívoco nombre de “cubismo”. El primer cuadro cubista de Picasso fue diseñado por entero con cilindros, conos y círculos, en tanto que otros representantes del movimiento veían la naturaleza como cuerpos angulares: pirámides, paralelepípedos, octaedros.26
Pero, sea que pintaran desde el punto de vista de los cubos o que lo hicieran desde el punto de vista de los cilindros o de los conos, la finalidad declarada de los cubistas era reducir todo objeto a una configuración de cuerpos geométricos regulares. Ahora bien, el rostro humano no está hecho de cuerpos regulares, así como las órbitas de los planetas no representan círculos regulares. Pero, en ambos casos, es posible “salvar los fenómenos”: en Femme au miroir, de Picasso, la reducción de los ojos y del labio superior del modelo a un juego de esferas, pirámides y paralelepípedos, exhibe la misma inventiva y la inspirada locura de las esferas metidas dentro de esferas, de Eudoxo.
Es bastante deprimente imaginar qué habría ocurrido con la pintura si el postulado cubista de Cézanne se hubiera convertido en un dogma, como lo fue el de Platón acerca de la esfera: Picasso se habría visto condenado a seguir pintando vasos cilíndricos cada vez más elaborados, hasta el extremo más estéril. Y ciertos talentos menores no habrían tardado en comprobar que era más fácil “salvar los fenómenos” con la regla y el compás, en el papel cuadriculado y bajo una lámpara de neón, que enfrentando los escándalos de la naturaleza. Afortunadamente, el cubismo fue solo una fase pasajera, porque los pintores tienen la libertad de elegir su estilo; pero los astrónomos del pasado no tenían esa misma libertad. El estilo en que el cosmos se representaba tenía, como vimos, relación directa con las cuestiones fundamentales de la filosofía, y luego, durante la Edad Media, guardó relación fundamental con la teología. La maldición del “esferismo” pesó sobre la visión humana del universo durante dos mil años.
En los últimos siglos –desde aproximadamente 1600 d. C. en adelante– el progreso de la ciencia fue continuo y sin pausa; por eso sentimos la tentación de extender la curva al pasado y dar en la errónea creencia de que el progreso del conocimiento fue siempre un proceso continuo de acumulación a lo largo de un camino que sube permanentemente desde los comienzos de la civilización hasta nuestra altura actual y vertiginosa. Pero, desde luego, esto no es así. En el siglo VI a. C., los hombres ilustrados sabían que la tierra era una esfera. En el siglo VI d. C. se creía de nuevo que era un disco o que se asemejaba a la forma del Sagrado Tabernáculo.
Cuando miramos hacia atrás la parte de camino recorrido hasta ahora, bien podemos maravillarnos de la brevedad de aquellos trechos en que el progreso de la ciencia fue guiado por el pensamiento racional. En el camino hay túneles –cuya longitud temporal puede medirse por millas– que alternan con trechos que corren a plena luz del sol y que no miden más que unas pocas yardas. Hasta el siglo VI a. C. el túnel está colmado de figuras mitológicas; luego, durante tres siglos, reina una luz penetrante; después nos hundimos en otro túnel lleno de sueños diferentes.

1 El de Eudoxo es la primera tentativa seria para fundar la astronomía sobre bases geométricas exactas. El modelo de Eudoxo no puede pretenderse que haya representado la realidad física, pero por su elegancia puramente geométrica no tiene rival en la astronomía prekepleriana y es superior al de Ptolomeo. Estaba constituido del modo siguiente: la más exterior (E4) de las cuatro esferas que constituían el “nido” de un planeta, reproducía la aparente rotación diaria; el eje (A.) de E. era perpendicular a la eclíptica, de manera que su ecuador giraba en el plano de la eclíptica, en el período zodiacal de los planetas exteriores, y en un año de los planetas interiores. Las dos esferas más interiores servían para explicar el movimiento en la latitud y las detenciones y retrocesos. E. Tenía sus polos en el ecuador de E3, es decir, en el círculo zodiacal; E1 giraba en el período sinódico del planeta. E2 giraba en el mismo período, pero en la dirección opuesta; y A1 estaba inclinado respecto de A, según un ángulo diferente en cada planeta. El planeta se encontraba en el ecuador de E1. Las rotaciones combinadas de E1 y E2 hacían que el planeta describiera una lemniscata (es decir una figura en forma de ocho alargado), que se extendía a lo largo del Zodíaco. A mayor abundamiento, véase Dreyer, op. cit., cap. 4 y Duhem, op. cit., págs. 111-23.
2 Ello no obstante, las teorías de Eudoxo y de sus discípulos no salvan los fenómenos. Y no solo aquellos que únicamente se advirtieron después, sino ni siquiera aquellos que se conocían antes, y eran aceptados por los propios autores... Me refiero al hecho de que los planetas parecen a veces hallarse cerca de nosotros, y a veces lejos. Esto, en verdad, resulta evidente para nuestros ojos en el caso de algunos de ellos. En efecto, el astro llamado con el nombre de Afrodita y también la estrella de Ares, parecen, en la mitad de sus retrocesos, ser muchas veces mayores, tantas que la estrella de Afrodita hace realmente proyectar sombras de cuerpos en las noches sin luna. Tampoco la Luna, incluso para la percepción visual, guarda siempre la misma distancia respecto de nosotros, porque no siempre parece ser de las mismas dimensiones en las mismas condiciones de medio. Además, el mismo hecho se confirma si observamos la Luna mediante un instrumento. En efecto, una vez la Luna es un disco de once dedos de diámetro; y otra vez, un disco de doce dedos que, colocado a igual distancia del observador, oculta la Luna (exactamente), de manera que el ojo del observador no la ve”. Simplicio sobre De caelo, citado por Heath, op. cit., págs. 68 y siguiente.
3 Aquí el lector bien pudiera pensar que me estoy repitiendo, pues el diagrama de esta página parece expresar la misma idea de la fig. B de la pág. 45, es decir, la idea de Heráclides. Pero hay una diferencia: en el esquema de Heráclides el epiciclo del planeta tiene como centro el Sol; en el del Ptolomeo no tiene ningún centro: es una construcción puramente geométrica.
4 El “excéntrico móvil” es, en verdad, tan solo una especie de epiciclo al revés, y puesto que ambos son geométricamente intercambiables, emplearé el término “epiciclo” para ambos.
5 Acaso sea significativo el hecho de que Ptolomeo haya sido el único entre los astrónomos famosos que fue además un famoso autor de mapas. El redescubrimiento de su Geografía, que se tradujo al latín en 1410, señaló el comienzo de la geografía científica en Europa. Copérnico y Kepler, a quienes también se les confió la tarea de elaborar mapas, la consideraron lo bastante tediosa para eludirla. Hasta Hiparco y Tico, los más grandes autores de mapas celestes, evitaron la geografía de la Tierra. Pero fue Hiparco quien bosquejó los principios del arte de hacer mapas matemáticamente mediante la proyección regular, principios que Ptolomeo adoptó. Tanto el universo de epiciclos como la Geografía de Ptolomeo son trabajosas realizaciones de los originales designios de Hiparco.
6 De Al-majisty, corrupción árabe del griego Megisty Syntaxis.
7 DREYER, op. cit., pág. 175.
8 Ibid., pág. 184. La distancia del Sol no podía calcularse, ni siquiera aproximadamente, antes de la invención del telescopio: Ptolomeo daba la de seiscientos diez diámetros terrestres (el verdadero valor es de once mil quinientos); pero Copérnico tampoco pudo calcularla bien. Su estimación era de quinientos setenta y un diámetros terrestres (Dreyer, op. cit, págs. 185 y 339). En cuanto a las estrellas fijas, Ptolomeo sabía que su distancia era enorme comparada con el sistema solar; dice que, comparada con la esfera de las estrellas, “la Tierra es como un punto”.
9 Salvo, claro está, el carácter elíptico de las órbitas; pero véase infra, nota 16.
10 Citado por Ernst Zinner, Entstehung und Ausbreitung der Copernicanischen Lehre, Erlangen, 1943, pág. 49.
11 Loc. cit.
12 Idid., pág. 52 y sig.
13 Ibid., pág. 50.
14 Loc. cit.
15 De facie orbe lunae, cap. 6, citado por Heath, op. cit., pág. 169.
16 Los filósofos jónicos eran sospechosos de ateísmo, y acarrearon a la astronomía cierta mala reputación; pero aquello había ocurrido siglos atrás y aún entonces no habían sufrido daños por ello. Plutarco informa en la Vida de Nicias, el general griego del siglo VI, que este temía los eclipses, que la gente era igualmente supersticiosa y que “en aquellos días no había tolerancia para los filósofos de la naturaleza o ‘charlatanes de las cosas del cielo’ como se les llamaba. Se les acusaba de soslayar lo divino y sustituirlo por causas irracionales, por fuerzas ciegas y por el imperio de la necesidad. De esta manera, Protágoras fue desterrado, Anaxágoras encarcelado y eso fue todo lo que pudo obtener Pericles en su favor. Y Sócrates, aunque nada tenía que ver con la cuestión, fue condenado a muerte por ser filósofo. Solo mucho después, por obra de la brillante reputación de Platón, dejaron de reprocharse los estudios astronómicos, que llegaron a ser accesibles libremente a todos. Esto obedeció al respeto que inspiraba su vida, y a que Platón hizo que las leyes naturales se subordinaran a la autoridad de los principios divinos” (Citado por Farrington, op. cit., págs. 98 y siguiente).
Ahora bien, ni Sócrates ni Protágoras tenían nada que ver con la astronomía y el único ejemplo de persecución en toda la antigüedad es el encarcelamiento de Anaxágoras, en el siglo VI a. C. aunque, según otra fuente, tan solo se le impuso una multa y se le desterró por un tiempo; murió a los setenta y dos años.
A la luz de esto, difícilmente pueda uno estar de acuerdo con el comentario de Duhem:
“Los obstáculos que, en el siglo XVII la Iglesia protestante y luego la católica opusieron al progreso de la teoría copernicana, solo pueden darnos una pálida idea de las acusaciones de impiedad de que era objeto, en la antigüedad pagana, el mortal que se atrevía a sacudir la perpetua inmovilidad del fogón de la divinidad (sic) y colocar a esos seres divinos e incorruptibles, las estrellas, en el mismo pie de igualdad que la Tierra, el modesto dominio de la generación y la decadencia” (op. cit., I, pág. 425).
El único apoyo que encontramos para esta afirmación es, una vez más, la observación anecdótica de Plutarco sobre Cleantes. Cabe advertir que en la versión de Duhem se trata la metafísica aristotélica como si esta fuera el equivalente pagano del dogma cristiano; al mismo tiempo, el propio Aristóteles se convierte en un hereje, pues también él puso sus manos en “el fogón de la divinidad”.
El motivo de este desliz y de la falsa importancia atribuida a la historia de Cleantes se hacen evidentes cuando Duhem cita a Paul Tannery (cuyas convicciones religiosas él comparte) a los efectos de demostrar que si bien Galileo fue equivocadamente condenado por la Inquisición, probablemente habría incurrido en peligros más graves, si hubiera tenido que luchar contra las supersticiones de los adoradores de los astros de la antigüedad”. A causa de la autoridad de Duhem, la leyenda de Cleantes se abrió camino hasta la mayor parte de las historias populares de la ciencia (como hermana gemela de la igualmente apócrifa frase Eppur si muove); y se cita en apoyo de esta opinión: (cosa que ciertamente no pretendía Duhem) que siempre existió y siempre debe existir una irreconciliable e innata hostilidad entre la religión, en cualquier forma, y la ciencia. Una notable excepción es Dreyer (cotéjese op. cit., pág. 148), quien comenta sencillamente que en los días de Aristarco “hacía ya mucho tiempo que había pasado la época en que se convocaba judicialmente a un filósofo para que diera cuenta de sus alarmantes teorías astronómicas” y que la “acusación de impiedad, en el caso de que realmente se produjera, no podía dañar gran cosa a la propia teoría”.
17 Debemos discutir brevemente otra explicación que se ha intentado. Dreyer cree que la razón de que se abandonara el sistema heliocéntrico, ~
~ fue el surgimiento de la astronomía alejandrina, basada en la observación. Aristarco podía explicar los movimientos de retroceso de los planetas y sus cambios de brillo, pero no las anomalías derivadas del carácter elíptico de sus órbitas. Y “la imposibilidad de explicarlos con la idea, hermosamente sencilla, de Aristarco, debió de dar el golpe de gracia a su sistema” (pág. 148). Duhem da la misma explicación (págs. 425-6); pero esto parece una petición de principio, pues la llamada “segunda anomalía” podía, asimismo, explicarse mediante epiciclos, tanto en el sistema heliocéntrico como en el sistema geocéntrico, y eso fue en verdad lo que hizo Copérnico. En otras palabras, cualquiera de los dos sistemas podía servir como punto de partida para construir una gran rueda”; pero tomando a Aristarco como punto de partida la tarea habría sido incomparablemente más sencilla, porque “la primera anomalía” estaba ya eliminada. Parece que, en segunda instancia, Dreyer se dio cuenta de esto, pues luego (págs. 201 y sig.) dice: “Para el espíritu moderno, acostumbrado a la idea heliocéntrica, es difícil comprender por qué a un matemático como Ptolomeo no se le ocurrió despojar a todos los planetas exteriores de sus epiciclos, que no eran otra cosa que reproducciones de la órbita anual de la Tierra, trasladados a cada uno de esos planetas, y despojar también a Mercurio y a Venus de sus deferentes y colocar los centros de sus epiciclos en el Sol, como había hecho Heráclides. En efecto, es posible reproducir los valores que da Ptolomeo de la proporción de los radios del epiciclo y deferente del semi-eje mayor de cada planeta, expresados en unidades del eje de le Tierra... Evidentemente, la idea heliocéntrica de Aristarco pudo evitar tanto la teoría de los epiciclos como la de los excéntricos móviles”.
Dreyer señala luego que el sistema ptolemaico fracasó aún más drásticamente que el de Aristarco en su finalidad de explicar los fenómenos, en el caso de la Luna, cuyo diámetro aparente debería variar, según Ptolomeo, en una medida que la observación más sencilla contradecía (pág. 201).
18 Almagesto III, cap. 2 citado por Duhem, pág. 487.
19 Ibid , II, citado por Zinner, pág. 35.
20 En una obra posterior, más breve, Hipótesis referentes a los planetas, Ptolomeo hizo un vacilante intento de conferir a su sistema apariencias de realidad física, al representar cada epiciclo mediante una esfera o disco que se deslizaba entre una superficie esférica convexa y una superficie esférica cóncava. Pero el intento fracasó. Cotéjese Duhem, II, págs. 86-99.
21 Citado por Dreyer, pág. 168.
22 Almagesto, I.
23 Cotéjese Zinner, op. cit., pág. 48.
24 JOHANNES KEPLER, Carta a Fabricio, 4.7.1603, Gesammelte Werke, vol. XIV, págs. 409 y sig.
25 Citado por R. H. Wilenski, Modern French Painters, Londres, 1940, pág. 202.
26 El nombre del movimiento deriva de una despectiva observación de Matisse, quien dijo, a propósito de un paisaje de Braque, que estaba “enteramente construido con pequeños cubos”. Ibid., pág. 221.