Kitabı oku: «Jesucristo, divino y humano», sayfa 3
6. Nestorio
Patriarca de Alejandría, a principios del siglo V, trató de mantener completa la naturaleza humana de Cristo. Sostenía que en Cristo había dos sustancias distintivas, divinidad y humanidad, con características diferentes, completas en cada caso, aunque unidas en Cristo. En esencia, esta posición implicaba que Jesús tenía una doble personalidad; que era, en realidad, dos personas. Pronto la iglesia rechazó este concepto, y mantuvo firme la creencia de que en Cristo había una persona con dos naturalezas. Nestorio también rechazó el uso del término theotokos, que significa “madre de Dios”, atribuido a María, porque según él ninguna mujer puede ser la madre de Dios, que es eterno.
7. Eutiques
Este monje de Constantinopla, también del siglo V, fue el originador de lo que se conoce como monophysitismo (mono=uno, physis=naturaleza); es decir, que Jesús tenía solo una naturaleza. La iglesia estaba tratando de entender la relación entre las dos naturalezas en Jesús. Eutiques afirmó que después de la encarnación la naturaleza de Cristo era solamente divina, no humana. Abogaba por un tipo de fusión de las dos naturalezas, en la cual la humana era absorbida por la divina. La iglesia también rechazó este intento de explicar la encarnación. La resolución final en lo que tiene que ver con cristología fue lograda en el año 451 en el concilio de Calcedonia. En un lenguaje bastante filosófico, el Credo de Calcedonia reza así:
“Nosotros, entonces, siguiendo a los santos Padres, todos de común consentimiento, enseñamos a los hombres a confesar a Uno y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en deidad y también perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero hombre, de cuerpo y alma racional; consustancial (coesencial) con el Padre de acuerdo a la deidad, y consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado; engendrado del Padre antes de todas las edades, de acuerdo a la deidad; y en estos postreros días, para nosotros, y por nuestra salvación, nacido de la virgen María, de acuerdo a la humanidad; uno y el mismo, Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, para ser reconocido en dos naturalezas, inconfundibles, incambiables, indivisibles, inseparables; por ningún medio la distinción de naturalezas desaparece por la unión, más bien es preservada la propiedad de cada naturaleza, y concurrentes en una Persona y una Sustancia, no partida ni dividida en dos personas, sino uno y el mismo Hijo, y Unigénito, Dios, la Palabra, el Señor Jesucristo; como los profetas desde el principio lo han declarado con respecto a él, y como el Señor Jesucristo mismo nos lo ha enseñado, y el Credo de los Santos Padres que nos ha sido dado. AMÉN”.
La resolución adoptada en este concilio ha sido considerada desde entonces como la ortodoxia en el cristianismo bíblico.
Capítulo 4
La encarnación
El estudio de la encarnación del Hijo de Dios va más allá de la comprensión humana, y no admite una explicación lógica. Es un misterio, como lo expresara el apóstol Pablo: “Indiscutiblemente, el misterio de la piedad es grande. Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16, énfasis añadido). Es el milagro de los milagros. Nadie lo puede explicar. Lo creemos en virtud de la autoridad de la Escritura, porque está revelado. Cuando Pedro confesó su fe en Jesús como el Hijo de Dios, Jesús le respondió: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos” (Mat. 16:17). Por eso, a pesar de que nunca podremos obtener una comprensión completa de este misterio, eso no nos limita para tratar de entender todo lo que está revelado.
La palabra encarnación no se encuentra en la Biblia pero se usa para señalar una verdad claramente contenida en la Escritura: que Dios se hizo hombre en la persona de su Hijo; que Emanuel, el niño que nació de la virgen María, era en realidad “Dios con nosotros” (Mat. 1:23). El discípulo amado comienza su Evangelio estableciendo la procedencia divina del Hijo de Dios: “En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1, 14).
Esta doctrina no fue puesta en duda en la iglesia cristiana sino hasta mediados del siglo XVIII cuando el racionalismo comenzó a ocupar el centro del escenario teológico y como consecuencia la teología se tornó liberal. El siglo XIX es conocido como el siglo del liberalismo protestante, cuando la razón continuó ejerciendo su predominio. La diferencia fundamental entre “conservador” y “liberal” tiene que ver precisamente con la postura que se tome en cuanto a la Biblia: ¿es la Biblia la Palabra de Dios o es la palabra acerca de Dios? ¿Es inspirada por Dios o contiene en gran medida las reflexiones de los autores acerca de Dios?
Alta crítica
Fue en ese tiempo cuando se desarrolló lo que se conoce como la alta crítica: una metodología inspirada por el racionalismo de los siglos anteriores que niega la dimensión vertical de las Escrituras y tiene como una de sus presuposiciones principales que los milagros no corresponden a la historia humana. Pretende estudiar la Escritura con el mismo enfoque con el que se estudia cualquier otro libro, donde la razón tiene la última palabra. Algunos postulados básicos de esta metodología son:
Correlación. Ningún evento puede ser entendido a menos que sea visto en su contexto histórico. Existe un continuo no interrumpido de causa y efecto. No se puede aceptar una causa divina para un evento. Un milagro sería un evento cuya causa no está dentro de la historia. Es un principio que no admite lo sobrenatural.
Analogía. El presente y el pasado son análogos. El presente es la clave para entender el pasado. Nada ocurrió en el pasado que no ocurra en el presente. Este principio excluye todo lo que es único y particular, como, por ejemplo, la encarnación y la resurrección del Señor Jesús.
Crítica. Por medio de este principio se trata de descubrir lo que quiso decir el autor bíblico, pero además, si es posible, justificar su creencia. Los escritores bíblicos vivieron en un mundo precientífico, por lo que no tenían los elementos de juicio con que cuentan los eruditos de hoy. Sus escritos, por lo tanto, no deben ser aceptados sin una cuidadosa evaluación.
No hay que confundir la alta crítica con lo que se conoce como la baja crítica, o crítica textual. La baja crítica trata básicamente sobre asuntos lingüísticos, textuales, así como la historia de la transmisión de texto. Trata de rescatar el texto de los autógrafos, es decir, de los escritos originales, o acercarse lo más posible a ellos. No se posee hoy ninguno de los originales de los escritos bíblicos, y la baja crítica trata de restablecer lo más posible el texto a su condición original.
La teoría kenótica
En el siglo XIX ganó popularidad en Alemania una nueva forma de explicar la encarnación, conocida como la teoría kenótica, que trata de descubrir las limitaciones que Jesús aceptó al venir a esta Tierra. Esta teoría fue desarrollada por personas cristianas que creían en la encarnación pero querían hacerla comprensible para el pensar del momento, fuertemente influenciados por la nueva ciencia de la alta crítica. Tres factores motivaron la formulación de esta teología:
Un factor bíblico. Al venir a la tierra, el logos de alguna manera tomó sobre sí limitaciones. La Escritura dice que Jesús, aun cuando era igual a Dios, “se despojó a sí mismo y tomó forma de siervo” (Fil. 2:7). La palabra “despojó” también puede traducirse como “vació”; en realidad, así lo traducen la mayoría de las versiones en inglés: “He emptied Himself”. De ahí la pregunta: ¿de qué se vació? En otro contexto, la Escritura afirma que Jesús “siendo rico se hizo pobre” (2 Cor. 8:9). ¿En qué consistió su empobrecimiento? ¿En qué sentido dejó de ser rico?
Un factor lógico. ¿Cómo pueden lo infinito y lo finito coexistir en una persona? ¿Cómo puede una persona ser omnipotente, omnipresente y estar al mismo tiempo restringida a un lugar?
Un factor crítico. Este factor surgió como resultado del uso de la metodología crítica recientemente desarrollada. Jesús citaba con frecuencia el Antiguo Testamento y atribuía citas a ciertos autores, por ejemplo a Moisés. Pero la ciencia de la crítica histórica lo estaba cuestionando. Ponía en duda no solo las afirmaciones de estos autores, sino también a los autores mismos y aun la historicidad de los eventos. Parecía haber conflicto entre las conclusiones de los eruditos bíblicos y el dogma de la omnisciencia de Cristo.
Así, Gottfried Thomasius (1802-1875), teólogo luterano, introdujo en Alemania el concepto de la cristología kenótica. Basó su teoría en un análisis de los atributos divinos, los cuales, según él, pueden ser clasificados como inmanentes y relacionales (o espirituales y naturales). Los atributos inmanentes se refieren a lo que Dios tiene y es en sí mismo, independientemente de lo que hace en relación con la creación: Dios es poder, verdad, amor, santidad, justicia. Estos atributos son los que definen a Dios; no sería Dios si no los tuviera. Los atributos relacionales tienen que ver con la relación de Dios con la creación, pero no son esenciales para lo que define a Dios. Sería lo que es aunque nunca hubiera creado nada. Estos atributos son: omnipotencia, omnipresencia, omnisapiencia. Lo que el logos hizo al encarnarse, según este autor, fue abandonar los atributos relacionales mientras que retuvo los atributos inmanentes, por lo que Jesús era poder, amor, santidad, justicia, pero no poseía omnipotencia, omnisapiencia ni omnipresencia.
Es necesario distinguir entre el motivo kenótico, que es bíblico, y la teoría kenótica, que es una explicación humana, un intento de explicar el misterio de la encarnación. Es verdad que Jesús se vació, que se anonadó, que se hizo pobre, pero no hay justificación bíblica para que no haya sido, aun en la carne, verdadero Dios. El apóstol Pablo nos amonesta: “Cuídense de que nadie los engañe mediante filosofías y huecas sutilezas, que siguen tradiciones humanas y principios de este mundo, pero que no van de acuerdo con Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:8, 9).
Se despojó a sí mismo
Entonces, ¿de qué se despojó Jesús en su misión redentora? Su oración intercesora nos ayuda a contestar la pregunta. “Glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera” (Juan 17:5). Se vació, dejó a un lado la gloria que tenía junto al Padre, vino como un simple ser humano, vino de incógnito para poder cumplir con su misión. En armonía con el Padre, decidió no actuar como Dios; vino sin desplegar su divinidad. Su divinidad estaba velada. No se despojó de ninguno de sus atributos divinos; su vaciamiento consistió en que no los usaría, viviría como hombre entre los hombres en el cumplimiento de su misión.
Sin embargo, a pesar de las limitaciones que aceptó al venir, había muchas evidencias innegables de su divinidad. Era más que un hombre. Si no hubiera habido en él algo diferente, los judíos habrían tenido razón para rechazarlo. En el próximo capítulo exploraremos algunas de las evidencias bíblicas de su divinidad.
Capítulo 5
Jesús, divino-humano
A pesar de que la encarnación del Señor Jesús es un misterio, el más profundo de los misterios, la Biblia nos da suficiente información para tener un conocimiento seguro de quién era él. Un incidente registrado en tres de los evangelios arroja luz sobre este misterio. Según lo relata Marcos:
“Ese mismo día, al caer la noche, Jesús les dijo a sus discípulos: ‘Pasemos al otro lado’. Despidió a la multitud, y partieron con él en la barca donde estaba. También otras barcas lo acompañaron. Pero se levantó una gran tempestad con vientos, y de tal manera las olas azotaban la barca, que esta estaba por inundarse. Jesús estaba en la popa, y dormía sobre una almohada. Lo despertaron y le dijeron: ‘¡Maestro! ¿Acaso no te importa que estamos por naufragar?’ Jesús se levantó y reprendió al viento, y dijo a las aguas: ‘¡Silencio! ¡A callar!’ Y el viento se calmó, y todo quedó en completa calma. A sus discípulos les dijo: ‘¿Por qué tienen tanto miedo? ¿Cómo es que no tienen fe?’ Ellos estaban muy asustados, y se decían unos a otros: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y las aguas lo obedecen?’ (Mar. 4:35-41).
“¿Quién es este?” Evidentemente, más que un carpintero, más que un hombre. La tormenta lo encontró durmiendo, cansado por las actividades incesantes del día: propio de la humanidad; era humano como sus hermanos. Pero de pronto, con el poder de su palabra, calmó el tempestuoso mar, al punto de que “todo quedó en completa calma”. Reveló su poder. El Creador tenía poder sobre la naturaleza; era en verdad Emanuel, Dios con nosotros.
Aunque nunca podremos entender en toda su amplitud y profundidad quién de veras era Jesús, la Escritura afirma sin lugar a dudas que era divino y humano, era Dios en carne humana, porque “la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). La Escritura contiene abundante información con respecto a su divinidad. Hay una cantidad de textos que específicamente lo enseñan.
Textos específicos
Notamos ya que desde el mismo comienzo de la iglesia cristiana comenzaron a surgir filosofías que tendían a minimizar, de una manera u otra, la persona del Señor Jesús. Algunas negaban su divinidad; y otras, su humanidad. Los escritores del Nuevo Testamento estuvieron en guardia defendiendo la verdad bíblica. Un ejemplo lo tenemos en una de las cartas que escribió el apóstol Pablo:
“Cuídense de que nadie los engañe mediante filosofías y huecas sutilezas, que siguen tradiciones humanas y principios de este mundo, pero que no van de acuerdo con Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y en él, que es la cabeza de toda autoridad y poder, ustedes reciben esa plenitud (Col. 2:8-10).
Además del pasaje mencionado, donde el apóstol establece que en Cristo habita “toda la plenitud de la Deidad”, hay una cantidad de otros textos que enfatizan lo mismo. Por ejemplo: “El cual [Jesucristo] es Dios sobre todas las cosas. ¡Bendito sea por siempre!” (Rom. 9:5); “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); “Del Hijo dice: ‘Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre’ ” (Heb. 1:8); “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (Juan 5:20); “A Dios nadie lo vio jamás; quien lo ha dado a conocer es el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18); “Antes de que Abraham fuera, yo soy” (Juan 8:58); “Tomás respondió y le dijo: ‘¡Señor mío, y Dios mío!’ ” (Juan 20:28); “La gloriosa manifestación de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13).
Evidencia indirecta
Además de los textos que en forma directa atestiguan de la divinidad de Cristo, hay otros pasajes que si bien no lo mencionan en forma tan directa, también corroboran la misma verdad. El Evangelio de Juan registra, por ejemplo, un episodio entre Jesús y los judíos. Jesús había sanado a un paralítico junto al estanque de Betesda, donde solían congregarse los enfermos. El hecho de que Jesús le haya ordenado al hombre sanado que se levantara, tomara su lecho y se fuera molestó profundamente a los judíos porque el milagro fue hecho en sábado, y según sus tradiciones el hombre no debía estar llevando su lecho en ese día. Él respondió que lo hacía en obediencia a quien lo había sanado porque él mismo le había indicado que llevara su lecho. Dice el relato que “los judíos lo perseguían y procuraban matarle, porque hacía esto en el día de reposo” (Juan 5:16). La respuesta de Jesús fue: “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” (vers. 17). Los enfureció a lo sumo. “Por esto los judíos con más ganas procuraban matarlo, porque no solo quebrantaba el día de reposo sino que, además, decía que Dios mismo era su Padre, con lo cual se hacía igual a Dios” (vers. 18).
¿Por qué las palabras de Jesús “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” enfurecieron tanto a los judíos? ¿Por qué vieron que con esas palabras se hacía igual a Dios? Según las tradiciones que habían desarrollado, Dios era el único que podía trabajar en sábado, y además debía hacerlo, porque él mantenía en su lugar la complejidad del universo. Además, a veces llovía el día sábado, y Dios es quien manda la lluvia; niños nacían en sábado, y Dios es quien abre la matriz; personas morían en sábado, y Dios es quien da la vida y quien la quita. Por eso, cuando Jesús afirmó que él trabajaba por la misma razón que su Padre lo hacía, ellos vieron claramente que se hacía igual a Dios. Aunque la evidencia aquí es, en un sentido, indirecta, es sumamente clara. Jesús quiso que los judíos entendieran precisamente eso, su procedencia divina. Si lo hubieran entendido mal, él muy fácilmente podría haberlo aclarado; pero no, habían entendido bien. Mencionaremos, sin mucho comentario, otros pasajes que afirman lo mismo.
La autoridad de su persona: “Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mat. 7:29). Los profetas, como mensajeros de Dios, hablaban con autoridad, pero con frecuencia expresaban la Fuente de su autoridad, al decir: “Vino a mí la palabra del Señor”, o “Así ha dicho el Señor”. Pero a diferencia de los profetas, la autoridad de Jesús era inmediata, no derivada. Él podía decir: “Han oído que se dijo a los antiguos […]. Pero yo les digo” (Mat. 5:21, 22). “Pero si bien sus modales eran amables y sencillos, impresionaba a los hombres con una sensación de poder escondido que no podía ocultarse totalmente” (E. G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 111).
Su autoridad sobre el sábado: La manera en que Jesús se relacionó con el sábado revela mucho cuando se trata de entender su identidad. La santidad y la permanencia del sábado como día de reposo están claramente establecidas en la Biblia. Al finalizar la semana de la Creación, “Dios bendijo el día séptimo, y lo santificó” (Gén. 2:3). También, en el Sinaí, cuando Dios dio la Ley al pueblo de Israel poco tiempo después de que salió de la esclavitud en Egipto, quedó para siempre registrado: “Te acordarás del día de reposo, y lo santificarás” (Éxo. 20:8). Es muy claro que el sábado fue instituido por Dios. Por lo tanto, solo Dios tiene la autoridad para abrogarlo o modificar sus obligaciones; solo él tiene autoridad sobre su creación. Cierto día, al ser criticado por los fariseos porque sus discípulos recogieron espigas en el día de sábado al pasar por un sembradío, Jesús se defendió con las palabras bien conocidas: “El día de reposo se hizo por causa del género humano, y no el género humano por causa del día de reposo. De modo que el Hijo del hombre es también Señor del día de reposo” (Mar. 2:27, 28). Es que en tiempos de Jesús el sábado había dejado de ser “santo y glorioso del Señor” (Isa. 58: 13), y se había convertido en una carga con innumerables reglamentos de cómo debía guardarse, qué podía hacerse y qué estaba prohibido.
Recibe adoración: Los evangelios registran ocasiones en que alguien adoró a Jesús, ante lo cual él guardó silencio, no lo impidió (ver, p. ej.: Mat. 28:9). La Escritura es clara al afirmar que solo Dios es digno de adoración. El libro de los Hechos registra, por ejemplo, la historia de Cornelio, el centurión romano, que instruido por una visión celestial, mandó a buscar a Pedro para que le hablase del evangelio. Cuando Pedro llegó a su casa, Cornelio no pudo contenerse y se postró a sus pies para adorarlo, pero Pedro no se lo permitió; lo reprendió cortésmente diciendo: “Levántate. Yo mismo soy un hombre, como tú” (Hech. 10:26). Durante su primer viaje misionero, el apóstol Pablo llegó a Listra acompañado por Bernabé; allí fue sanado un paralítico. Al ser testigos de esta maravilla, los habitantes de la ciudad se entusiasmaron y quisieron rendirles culto. La reacción de Pablo y de Bernabé fue inmediata y decidida: rasgaron sus ropas en señal de desaprobación y corrieron ante la multitud para detenerlos, diciendo: “Nosotros somos unos simples mortales, lo mismo que ustedes” (Hech. 14:15).
El apóstol Juan relata un incidente interesante que ocurrió durante su estadía en la isla de Patmos. Recibió la visita de un ángel del Señor y Juan se dispuso a adorarlo. Dice el discípulo amado: “Yo me postré a sus pies para adorarlo, pero él me dijo: ‘¡No hagas eso! Yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios’ ” (Apoc. 19:10). Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, el señor Jesús recibió la visita del tentador, quien en un momento le ofreció todos los reinos del mundo si lo adoraba. Jesús le respondió: “Vete, Satanás, porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás’ ” (Mat. 4:10). Así pues, es claro que el hecho de que Jesús aceptara adoración es una evidencia clara de su divinidad.
Sus requerimientos: La misión de los profetas y los apóstoles fue ayudar a la gente a elevar su mirada a Dios para que pusieran su fe exclusivamente en él. Eran solo instrumentos que con frecuencia confesaban sus limitaciones; el apóstol Pablo exclamó en cierta oportunidad: “Tenemos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor. 4:7). Por otro lado, Jesús, sin tener jamás que confesar alguna limitación, instó a sus oyentes a creer en él de la misma manera que creían en Dios: “No se turbe vuestro corazón. Ustedes creen en Dios; crean también en mí” (Juan 14:1). A las entristecidas hermanas de Lázaro, les dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (11:25).
Sus afirmaciones: Aunque los evangelios no registran ninguna ocasión en que Jesús haya dicho: “Yo soy Dios”, él hizo afirmaciones que serían totalmente inadmisibles si provinieran de alguien que no fuera Dios. La Biblia habla de “los mandamientos de Dios” (Apoc. 14:12), y Jesús se refirió a ellos como “mis mandamientos” (Juan 14:15). Habla de “los ángeles de Dios” (Luc. 15:10) y del “reino de Dios” (Rom. 14:17), y Jesús dijo: “El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y ellos recogerán de su reino [...]” (Mat. 13:41). Los ángeles de Dios y el Reino de Dios son los ángeles de Jesús y el Reino de Jesús.
Su relación única con el Padre: Los judíos quedaron atónitos cierto día cuando escucharon a Jesús decir: “El Padre y yo somos uno” (Juan 10:30). La blasfemia fue tan grande, según ellos, que Jesús se había hecho merecedor de la muerte, y ahí mismo comenzaron a recoger piedras para arrojarlas contra el irreverente profeta. Cuando Jesús les preguntó cuál era la causa de tal enojo, le respondieron: “No te apedreamos por ninguna buena obra, sino por la blasfemia; porque tú eres hombre, pero te haces Dios” (vers. 33). Lo notable es que Jesús no se disculpó, no les dijo: “Me entendieron mal; yo no quise decir eso”. Lo único fuera de lugar fue la reacción de ellos. En otra ocasión, Jesús afirmó que el que guardara su palabra no vería la muerte (8:51). Otra vez los judíos se ofendieron y señalaron a Abraham, el venerado padre de la nación judía, el amigo de Dios, quien al igual que los profetas había muerto, y le preguntaron si él se creía mayor que Abraham. Jesús les contestó: “Abraham, el padre de ustedes, se alegró al saber que vería mi día. Y lo vio, y se alegró” (vers. 56). La respuesta de Jesús los dejó aún más ofuscados; él no tenía aún cincuenta años, observaron, y el patriarca había vivido hacía un par de milenios, a lo que Jesús respondió: “De cierto, de cierto les digo: Antes de que Abraham fuera, yo soy” (vers. 58).
Es interesante notar que el idioma griego usa dos verbos diferentes en este versículo: antes de que Abraham fuera; es decir, antes de que él viniera a la existencia (el verbo es ginomai, que significa llegar a ser). Pero cuando Jesús dice: “Yo soy”, el verbo es eimi, que significa ser. En otras palabras: “Antes de que Abraham existiera, yo ya era”. La misma combinación de verbos se encuentra en la Septuaginta, una traducción del hebreo al griego: “Antes que naciesen [ginomai] los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres [eimi] Dios” (Salm. 90:2). Habla de la eternidad de Dios en contraste con el mundo natural, que fue creado. Este texto nos ayuda a entender las palabras de Jesús: “Antes que Abraham fuera, yo soy”. Leon Morris, un destacado erudito del Nuevo Testamento, comenta al respecto: “Juan comenzó su Evangelio al hablar de la preexistencia de la Palabra. Esta afirmación no va más allá de eso, no podría; sin embargo, resalta el significado de [su] preexistencia en la forma más notable” (The Gospel According to John, p. 473).
Juan 8:58 no es un texto fácil de interpretar; prueba de ello es la diversidad de interpretaciones que se han ofrecido. Una regla elemental de hermenéutica al estudiar un texto es tratar de descubrir lo que entendió la gente en el contexto original. Obviamente, para los judíos, lo que dijo Jesús era una blasfemia porque intentaron otra vez apedrearlo, pero Jesús “salió del templo” (Juan 8:59). La Traducción del Nuevo Mundo, de los Testigos de Jehová, quienes niegan la eternidad de Jesús, traduce este texto así: “Antes que Abraham fuese, yo he sido”, como si fuera un pretérito perfecto, para lo cual no hay ninguna justificación gramatical, porque el tiempo del verbo en el original es presente, y debe ser traducido “Yo soy”.
Su poder de hacer milagros: Si bien es cierto, el Señor Jesús en su misión terrenal no hacía milagros en beneficio propio, tenía el poder de hacerlos, y hay mucha evidencia en los evangelios de que en ciertos momentos los hizo. Dio vista a los ciegos, sanó a personas flageladas por la lepra, resucitó muertos, calmó tormentas. Con respecto al primer milagro de Jesús que registra la Escritura, cuando transformó el agua en vino en las bodas de Caná, dice el apóstol: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11). En ese milagro, el Señor manifestó su gloria y lo hizo por sus discípulos, quienes creyeron en él.
En otra oportunidad, mientras enseñaba en una casa, algunos hombres trajeron a su presencia a un paralítico con la esperanza de que lo sanara. El Señor Jesús, movido por la misericordia y percibiendo cuál era la necesidad real del enfermo, le dijo: “Hijo, los pecados te son perdonados” (Mar. 2:5). Estas palabras de Jesús irritaron a ciertos escribas que estaban en la audiencia y que cavilaban en sus corazones: “¿Qué es lo que dice este? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados? ¡Nadie sino Dios!” (vers. 7). El relato dice:
“Enseguida Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, así que les preguntó: ‘¿Qué es lo que cavilan en su corazón? ¿Qué es más fácil? ¿Que le diga al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o que le diga: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados’, este le dice al paralítico: ‘Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa’ ”. Enseguida el paralítico se levantó (vers. 8-12).
Su vida inmaculada: La vida pura y sencilla del Hijo de Dios contrastaba incómodamente con el formalismo y la hipocresía del ambiente que lo rodeaba. Lucía como un blanco lirio en el fango. Comenta Elena de White: “No fue simplemente la ausencia de gloria externa en la vida de Jesús lo que indujo a los judíos a rechazarlo. Era él la personificación de la pureza, y ellos eran impuros. Moraba entre los hombres como ejemplo de integridad inmaculada” (El Deseado de todas las gentes, p. 210).