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La humanidad de Jesús

Así como la Escritura afirma en forma definitiva la divinidad de Jesús, de igual manera afirma su verdadera humanidad, porque él era verdaderamente hombre. “También él era de carne y hueso” (Heb. 2:14), como el resto de los hombres. Era “semejante a sus hermanos en todo”, excepto en el pecado.

Su vida terrenal fue genuinamente humana. Fue concebido en forma sobrenatural por obra del Espíritu Santo, pero nació como nacen todos los niños. Nació cuando se cumplieron los días del embarazo de María (Luc. 2:6). Además, Jesús creció de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Lucas menciona dos veces que el niño crecía (vers. 40, 52) y que durante su niñez estaba sujeto a sus padres (vers. 51). Asistía regularmente a los servicios religiosos (4:16); oraba en privado, a veces durante noches enteras (6: 12); y comía con quienes lo invitaban (Mat. 9:10). A veces hacía preguntas, no en forma retórica, como suele hacer un maestro como parte de su metodología pedagógica, sino como deseando obtener información. “¿Desde cuándo le sucede esto?” (Mar. 9:21), le preguntó al padre de un joven que estaba enfermo. No había algo “anormal” en Jesús: comía como los otros hombres, lloraba a veces y amaba. Aún los discípulos que tuvieron el privilegio de convivir con él y acompañarlo en su ministerio fueron impresionados más por lo que hacía que por su apariencia personal; se parecía a un hombre común.

Los evangelios lo presentan, además, como poseyendo toda la gama de emociones y necesidades de un hombre normal. “Jesús tuvo compasión de él” (Mar. 1:41); “Jesús los miró con enojo” (3:5); “Jesús se indignó” (10:14); “En ese momento, Jesús se regocijó” (Luc. 10:21); “Siento en el alma una tristeza de muerte” (Mat. 26:38); “Cuando Jesús volvió a la ciudad por la mañana, tuvo hambre” (21:18); “Jesús estaba cansado del camino” (Juan 4:6); “Tengo sed” (19:28). Su vida terrenal fue genuinamente humana. Era verdaderamente hombre.

No tenemos información alguna en la Biblia de su aspecto físico. Evidentemente, no había nada en él que llamara la atención; se había despojado de su gloria al venir a vivir entre los hombres. Como dijera el filósofo Kierkegaard hace 150 años, si alguien se cruzaba con Jesús en la calle, nunca iba a decir: “Ahí va el Dios encarnado”. Era un hombre entre los hombres. Contrariamente a ciertas impresiones que algunos han tratado de proyectar acerca de Jesús: débil y pálido, los evangelios dan la idea de que Jesús era fuerte y saludable, y llevaba un programa de trabajo que pocos podrían soportar. Caminaba largas distancias bajo todo tipo de climas. Entre Capernaúm y Jerusalén había por lo menos 120 kilómetros, y Jesús recorrió esa distancia varias veces. Solía pasar la noche orando y temprano por la mañana salía a cumplir su misión. No hay ninguna evidencia en los evangelios de que haya estado enfermo. El profeta Isaías se había referido proféticamente al Mesías diciendo: “No tendrá una apariencia atractiva, ni una hermosura impresionante. Lo veremos, pero sin atractivo alguno para que más lo deseemos” (Isa. 53:2).

Estas palabras no significan que la persona de Cristo fuera repulsiva. Ante los ojos de los judíos, Cristo no tenía belleza para que ellos lo desearan. Buscaban un Mesías que viniera con ostentación externa y gloria terrenal; que hiciera grandes cosas para la nación judía; que la ensalzara sobre toda otra nación de la Tierra. Pero Cristo vino con su divinidad oculta por la vestimenta de la humanidad: modesto, humilde, pobre (Comentario bíblico adventista, t. 7A, p. 1.169).

La Trinidad

La doctrina bíblica de la Trinidad ha sido con frecuencia cuestionada, incluso desde el mismo comienzo de la iglesia. A veces se usa como argumento para negar esta doctrina el hecho de que la palabra “Trinidad” no se encuentra en las Escrituras. Es verdad que no se encuentra, pero eso no necesariamente la niega. La palabra “encarnación” tampoco se encuentra en el Nuevo Testamento, pero se usa para referirse a una verdad claramente revelada: “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); es decir, se encarnó. Tampoco se encuentra en la Escritura la palabra “milenio”, pero simplemente se usa para designar un período de mil años del que sí habla la Biblia (Apoc. 20).

Más significativo, sin embargo, es el hecho que se trata de un misterio que va mucho más allá de la capacidad humana para comprenderlo. Al acercarnos a este tema, debemos recordar la experiencia de Moisés al acercarse a la zarza ardiente; la orden fue: “Quítate el calzado de tus pies, porque el lugar donde ahora estás es tierra santa” (Éxo. 3:5). Además, Dios no ha revelado en detalle todo lo que tiene que ver con su persona. Hay cosas que por alguna razón Dios ha mantenido en secreto mientras que hay otras que han sido reveladas (Deut. 29:29). Un estudio serio de la Escritura debe limitarse a lo que está revelado, porque todo intento de ir más allá de eso será sencillamente especulación.

El Antiguo Testamento dice categóricamente que hay un solo Dios: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno” (Deut. 6:4). El rey David expresó: “¡Cuán grande eres, Señor y Dios! ¡No hay nadie como tú! Tal y como lo hemos sabido, ¡no hay más Dios que tú!” (2 Sam. 7:22). Pero el Nuevo Testamento dice, también en forma categórica, que el Señor Jesús es Dios. El apóstol Pablo también dice que “Dios sí es uno” (Gál. 3:20), pero al mismo tiempo afirma también en forma categórica que Jesús es Dios. Notemos. “El misterio de la piedad es grande: Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16).

La Deidad es un misterio, pero la Biblia sí dice que, en la encarnación, “Dios fue manifestado en carne”. En otro lugar afirma que “en él [Cristo] habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). Todo esto pareciera paradójico, contradictorio, hasta que leemos más cuidadosamente el Antiguo Testamento.

La Deidad en el Antiguo Testamento

Algo que llama la atención es el hecho de que en el Antiguo Testamento la Deidad es presentada a veces en forma plural. En el relato de la Creación, se lee: “Dijo Dios: ‘¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza!’ ” (Gén. 1:26). Luego del pecado de Adán y Eva, Dios dijo: “Ahora el hombre es como uno de nosotros” (3:22). En ocasión de la construcción de la torre de Babel, el Señor dijo: “Descendamos allá y confundamos su lengua” (11:7). Mucho más adelante en la historia, cuando Isaías recibió un llamamiento divino, Dios hizo la pregunta: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?” (Isa. 6:8).

El uso del plural, especialmente en Génesis 1:26, “hagamos”, ha sido interpretado de diversas maneras. Pero evidentemente la que mejor corresponde con el resto de la Escritura es que se trata de un plural de plenitud, lo que sugiere una complejidad en la Deidad. Aunque no está dicho en forma específica, el plural sugiere o insinúa la idea de una pluralidad en la Deidad. “Este plural presupone que existe dentro del Ser divino una distinción de personalidades, una pluralidad dentro de la Deidad” (Gerhard Hasel, “The Meaning of Let Us in Gn. 1:26”, en Andrews University Seminary Studies, vol. XIII, primavera de 1975, núm. 1). Se trata, entonces, de una unidad compuesta; Dios es uno, pero hay tres Personas que lo componen.

Es difícil para la mente humana captar un concepto que no admite comparación con algo conocido. Algunos, tratando de ayudar en la comprensión de este misterio, han sugerido la idea de un triángulo: aunque está compuesto por tres lados, es un solo triángulo. O la conocida fórmula H2O. El agua está compuesta por tres partículas: dos de hidrógeno y una de oxígeno, pero es agua.

Hay quienes creen ver en el Antiguo Testamento, también en forma insinuada, una idea de pluralidad en el Ser divino en el uso repetido tres veces de la palabra “santo”. En el texto ya mencionado, en la visión de Isaías, se lee: “¡Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!” (Isa. 6:3).

Es posible también ver insinuada la doctrina de la Trinidad en el evento del Éxodo, en la experiencia del pueblo de Israel al ser liberados de la esclavitud en Egipto. Aunque no es posible ni tampoco prudente tratar de determinar precisamente la función de cada una de las personas de la Deidad, se puede notar lo siguiente: cuando Dios oyó el clamor de los hijos de Israel, se acordó de su pacto y llamó a Moisés para encargarle la misión libertadora. Cuando Moisés le preguntó a Dios en nombre de quién debía presentarse en Egipto, Dios le dijo que les dijera a sus hermanos: “A los hijos de Israel tú les dirás: ‘YO SOY me ha enviado a ustedes’ ” (Éxo. 3:14). Esto sugiere la presencia del Padre, del Dios del pacto, de la primera persona de la Trinidad. La segunda, el Hijo, se identifica claramente con el cordero que fue seleccionado con cuidado y anticipación, que fue inmolado, y su sangre sirvió de amparo y protección para los primogénitos que estaban condenados a muerte. Finalmente, en la columna de nube y de fuego que apareció para guiar a los redimidos de la esclavitud en su viaje a la Tierra Prometida, puede verse representada la obra del Espíritu Santo. Dice al respecto la Escritura: “Durante el día, la columna de nube no se apartó de ellos para guiarlos en su camino; durante la noche, tampoco se apartó de ellos la columna de fuego para alumbrarles el camino que debían seguir. Les enviaste tu buen espíritu para instruirles” (Neh. 9:19). En este contexto, son notables las palabras de Jesús: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, los consolará y les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14:26).

Uno podría preguntarse: ¿por qué esta doctrina, tan básica en el cristianismo, está apenas insinuada en el Antiguo Testamento, cuando en el Nuevo se presenta con mucha más claridad? No debemos olvidar que el Antiguo Testamento, con la excepción del libro de Génesis, tiene que ver directamente con el pueblo de Israel, su esclavitud, liberación y vida posterior. Los israelitas vivieron por varios siglos en Egipto, sin duda el pueblo más politeísta de la antigüedad. Los eruditos calculan que los egipcios tenían aproximadamente ochenta dioses. El rey mismo era considerado un dios. El título “faraón”, que significa “casa grande”, se usaba originalmente para describir la casa del faraón, pero eventualmente fue aplicado al rey mismo.

Los egipcios consideraban sagrados los siguientes animales: el león, el buey, el macho cabrío, el lobo, el perro, el gato, el ibis, el halcón, el hipopótamo, el cocodrilo, la cobra, el delfín, diferentes variedades de peces, animales pequeños incluyendo la rana, el escarabajo, la langosta y otros insectos (ver John J. Davis, Moses and the Gods of Egypt, p. 87). Dios tuvo que tener esto en cuenta al relacionarse con los ex esclavos; ellos tenían que sacar de sus mentes la idea de una multitud de dioses como los que habían conocido en Egipto. Las plagas en sí mismas fueron un juicio contra los dioses de Egipto: “Esa noche yo, el Señor, pasaré por la tierra de Egipto y heriré de muerte a todo primogénito egipcio, tanto de sus hombres como de sus animales, y también dictaré sentencia contra todos los dioses de Egipto” (Éxo. 12:12).

La Trinidad en el Nuevo Testamento

Si bien, como ya mencioné, en el Antiguo Testamento no se encuentra evidencia clara en cuanto a una trinidad en la Deidad, sí hay evidencia que insinúa una pluralidad, una unidad compuesta especialmente expresada en el uso del plural para referirse a Dios, un plural de plenitud.

En cambio, al llegar al Nuevo Testamento, la evidencia es mucho más específica y abundante, como puede notarse en lo que ocurrió en torno al bautismo del Señor Jesús. Dice el Evangelio:

“Después de ser bautizado, Jesús salió del agua. Entonces los cielos se abrieron y él vio al Espíritu de Dios, que descendía como paloma y se posaba sobre él. Desde los cielos se oyó entonces una voz, que decía: ‘Este es mi Hijo amado, en quien me complazco’ ” (Mat. 3:16, 17).

Jesús, en quien habita toda la plenitud de la Deidad, estaba siendo bautizado en el Jordán; el Espíritu descendió sobre él al tiempo que se oyó una voz del cielo que habló de Jesús como su Hijo amado. El apóstol Pedro introduce su primera carta con una mención de las tres Personas de la Deidad:

“Pedro, apóstol de Jesucristo, saludo a los que se hallan expatriados y dispersos en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, y que fueron elegidos, según el propósito de Dios Padre y mediante la santificación del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser limpiados con su sangre (1 Ped. 1:1, 2).

El apóstol Pablo concluye su segunda carta a los Corintios con una mención similar: “Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes” (2 Cor. 13:14). Se pueden mencionar, además, las palabras de Jesús al entregar la Gran Comisión a sus discípulos en momentos de su partida: “Vayan y hagan discípulos en todas las naciones, y bautícenlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28:19). Es notable que, al mencionar a las tres Personas de la Deidad, no dice que el bautismo debe ser en “los nombres”, sino en el nombre, singular. Dios es uno en tres Personas.

Capítulo 6
Semejante a sus hermanos en todo

A principios de la era cristiana, como hemos visto ya, el tema central de discusión fue en torno a cristología. Era necesario contestar preguntas para las cuales los evangelios parecían no tener respuestas definitivas. ¿Era Jesús realmente divino y humano al mismo tiempo? Si era divino, ¿cómo se explica lo que el Antiguo Testamento afirma, que Dios es uno? Con el tiempo, las dificultades se allanaron y la iglesia siguió adelante afirmando que Jesús es Dios, la segunda Persona de la Trinidad.

Curiosamente, en un sentido, uno de los temas más disputados y controversiales en la Iglesia Adventista hoy es otra vez la “cristología”. No se trata de las preguntas que surgieron hace dos mil años, si Jesús era en verdad Dios y hombre en una naturaleza, sino que la controversia gira en torno a la naturaleza humana del Señor Jesús. ¿Fue su naturaleza humana prelapsaria o poslapsaria? Es decir, la naturaleza humana de Jesús ¿era como la naturaleza de Adán antes de su caída o después de su caída? ¿Tenía Jesús tendencias naturales al pecado como el resto de los hombres o no? De la manera en que se contesten estas preguntas, se derivan dos soteriologías diferentes, en realidad opuestas la una a la otra.

¿Qué es el pecado? Para poder entender la naturaleza humana del Señor Jesús, es necesario definir claramente qué es el pecado, qué dice la Biblia al respecto. Encontramos que el pecado, en la Biblia, tiene varias dimensiones. Puede ir desde equivocarse o no dar en el blanco, hasta una rebelión abierta. En primer lugar, el pecado es un acto de oposición a la voluntad de Dios. Estos actos pueden ser de comisión, es decir, hacer algo malo, porque: “El pecado es quebrantamiento de la ley” (Juan 3:4).También, pueden ser de omisión, es decir, dejar de cumplir con el deber. Dice el apóstol Santiago: “El que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, comete pecado” (Sant. 4:17).

Según lo enseñó Jesús en Mateo 25, los que estarán a la izquierda cuando él divida a la humanidad en dos grupos en ocasión de su segunda venida estarán allí debido a pecados de omisión; pero no menciona ninguno de comisión. La religión cristiana es más que no hacer mal a nadie, es hacer todo el bien posible. La Escritura indica que el pecado tiene que ver, además de actos de comisión y omisión, con los motivos que los impulsan. Jesús censuró severamente a aquellos que daban limosnas “para que la gente los alabe” (Mat. 6:2), mientras que elogió a una viuda que pudo dar una ofrenda muy mínima, solo dos moneditas (Mar. 12:42), porque era todo lo que tenía.

Pero además, y sin duda más serio aún, el pecado va más allá de las acciones o motivos que lo inspiran; no es tanto lo que hacemos sino lo que somos, que afecta lo que hacemos o dejamos de hacer. El pecado es una condición, es algo que heredamos al nacer. El rey David comentó: “¡Yo fui formado en la maldad! ¡Mi madre me concibió en pecado!” (Sal. 51:5). Así es como David confesó que su pecaminosidad se remontaba al momento mismo de su concepción.

Necesitamos redención no solo por lo que hacemos sino por lo que somos. Edward Heppenstall, un erudito adventista, escribió:

“Dios creó a Adán y Eva en armonía con él, en un estado de inocencia. Pero pecaron. Esto los separó de Dios y fueron alejados del jardín. Su relación con Dios se perdió no solamente para ellos, sino para todos sus descendientes. Como resultado, todo hombre nace en un estado de separación de Dios, sujeto al pecado y a la muerte, incapaz de regresar por sí mismo a la inocencia” (The Man Who is God, p. 109).

Quienes abogan por una cristología poslapsaria normalmente definen el pecado en el nivel de acciones solamente, no de tendencias, y usan como primer apoyo lo que se encuentra en el libro de Hebreos. “Le era necesario ser semejante a sus hermanos en todo: para que llegara a ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiara los pecados del pueblo” (Heb. 2:17). La palabra “todo” se toma en sentido absoluto, por lo que incluye tendencias pecaminosas. Un conocido escritor que sostiene esta idea indicó: “No había algo especial o único en su naturaleza humana que le diera alguna ventaja sobre sus hermanos” (Herbert Douglass, citado en Jon Sobrino, Christology at the Crossroads, p. 365).

El texto, Hebreos 2:17, será estudiado en detalle más adelante, pero debemos notar aquí que nunca es sabio basar una doctrina sobre un solo texto sin tomar en cuenta otros pasajes de la Escritura que pueden arrojar luz sobre el particular. En el mismo libro, el autor habla de manera más específica sobre la naturaleza de Jesús:

“Jesús es el sumo sacerdote que necesitábamos tener: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y exaltado por encima de los cielos. No es como los otros sumos sacerdotes, que diariamente tienen que ofrecer sacrificios, primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo” (Heb. 7:26, 27).

Los sacerdotes del sistema levítico tenían que ofrecer sacrificios por ellos mismos, por sus pecados, pero no el Señor Jesús, porque él era “santo, inocente, sin mancha”.

En el texto posiblemente mejor conocido de la Escritura se da otro detalle en cuanto al Señor que debe ser tomado en cuenta al tratar este tema tan importante: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino tenga vida eterna” (Juan 3:16). La palabra “unigénito” es traducida de la palabra griega monogenes, que significa “único”, especial, que no hay otro como él. Por lo tanto, cuando dice la Escritura que Jesús fue semejante a sus hermanos “en todo”, no hay que olvidar que al mismo tiempo era único, y si era único, tuvo que haber habido alguna diferencia fundamental entre él y sus hermanos. Al respecto, escribió R. S. Wallace: “El nacimiento virginal [de Jesús] y su resurrección son indicaciones de que tenemos algo único en lo tocante a su humanidad” (en Walter A. Elwell (ed.), Evangelical Dictionary of Biblical Theology, p. 221). ¿En qué sentido fue único Cristo, especial, diferente de sus hermanos?

1. En su nacimiento

La mayor diferencia entre Jesús y sus hermanos residió en su nacimiento; fue diferente del de cualquier otro ser humano. Dice la Escritura: “María, la madre de Jesús, estaba comprometida con José, pero antes de unirse como esposos se encontró que ella había concebido del Espíritu Santo” (Mat. 1:18). Adán llegó a la existencia por medio de una creación; nosotros por una concepción y Jesús por la encarnación. Adán y Jesús fueron monogenes, únicos, en lo que tiene que ver con su existencia. Adán fue el único hombre creado del polvo de la tierra y Jesús, el segundo Adán, el único que fue concebido por el Espíritu Santo. Por eso Pablo lo llama “el postrer Adán” (1 Cor. 15:45). Jesús no fue un descendiente común de Adán, fue el segundo Adán.

Cuando el ángel dio a María la noticia de que sería la madre del Hijo de Dios, usó palabras de un profundo significado: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Luc. 1:35). Sobre el significado de las palabras del ángel, David Wells señala:

“Para la mente judía, estas palabras [el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra] señalan a la nube divina que cubría el campamento israelita en el desierto. Esa nube era la presencia misteriosa de Dios presentada visiblemente. Es posible que también tengamos aquí un paralelo con el relato de la Creación. En ambos, el Espíritu está activo; en ambos, imparte vida. A lo que surge de la actividad creativa del Espíritu en el principio se llama ‘bueno’; a lo que surge de la obra del Espíritu en María se lo llama ‘santo’ ” (The Person of Christ, p. 429).

2. En su vida

La vida de Jesús fue también en todo sentido diferente de la de sus hermanos. Hay mucha evidencia en los evangelios que atestigua acerca de su vida pura, sin pecado; por ejemplo: “Yo hago siempre lo que a él le agrada” (Juan 8:29); “Viene el príncipe de este mundo, que ningún poder tiene sobre mí” (14:30); “Santo, inocente, sin mancha” (Heb. 7:26); “En él no hay pecado” (1 Juan 3:5). Por otro lado, la vida del hombre contrasta en forma marcada con la vida ejemplar del Señor Jesús. Dice la Escritura: “Si acaso pecan contra ti [pues no hay nadie que no peque]” (1 Rey. 8:46); “No hay en la tierra nadie tan justo que siempre haga el bien y nunca peque” (Ecl. 7:20); “¡No hay ni uno solo que sea justo!” (Rom. 3:10); “Todos cometemos muchos errores” (Sant. 3:2). Nada de esto puede aplicarse a Jesús.

3. En su muerte

La muerte de Cristo fue diferente de la muerte de cualquier otro hombre, en el sentido de que su muerte fue vicaria; es decir, murió en lugar del hombre, murió la muerte que le tocaba al ser humano. “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Cor. 15:3). En realidad, ese fue el propósito de su nacimiento, morir: “Como los hijos eran de carne y hueso, también él era de carne y hueso, para que por medio de la muerte destruyera al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo” (Heb. 2:14). Murió como Sustituto. Dice la Escritura: “El Señor descargará sobre él todo el peso de nuestros pecados” (Isa. 53:6); “Al que no cometió ningún pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado” (2 Cor. 5:21); “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, y por nosotros se hizo maldición” (Gál. 3:13).

Jesús murió como sacrificio, no como mártir, como algunos pretenden enseñar. Él no nació separado de Dios. Experimentó la separación que causa el pecado al final de su ministerio, en el Getsemaní, cuando estaba cargando los pecados del mundo sobre su alma inocente y cuando exclamó, pendiendo de la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mat. 27:46). Él murió como Sustituto; jamás Dios pedirá a un ser humano que muera así.

4. En su resurrección

Jesús murió el viernes a las tres de la tarde, después de haber pasado seis horas en la cruz; pero temprano el domingo por la mañana salió victorioso de la tumba: “El primer día de la semana por la mañana, después de que Jesús resucitó” (Mar. 16:9). Jesús es el único ser que resucitó después de haber muerto “la segunda muerte”, que es la paga del pecado. ¿Cómo se explica que haya salido de la tumba, cuando la muerte segunda significa separación definitiva de Dios? Sencillamente, porque él no debía nada. Al morir bajo la ira de Dios, pagaba deudas ajenas; ninguna propia.

5. En su misión

Además de morir por nosotros, él también vivió por nosotros. Con frecuencia no prestamos atención a su vida, vamos directamente a la Cruz. Pero antes de morir él vivió unos treinta años. ¿Cuál fue el propósito de su vida de perfecta obediencia? El apóstol Pablo contesta:

“Si cuando éramos enemigos de Dios fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su Hijo, mucho más ahora, que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida.

[…] Porque así como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:10, 19).

Él también obedeció en favor de nosotros.

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