Kitabı oku: «Estereotipos interculturales germano-españoles», sayfa 2
Lo significativo, con todo, es que en términos generales muchos de los materiales que se utilizaban en una u otra dirección eran comunes, en positivo o en negativo, como ejemplo del atraso o del radicalismo, fuese éste religioso o liberal, pero con la referencia casi siempre a su animadversión al trabajo y propensión a otras actividades menos acordes a los tiempos modernos. Frente a esos tiempos, frente a un yo ilustrado, moderno, eficiente, basado en una sólida moral –un yo que podía ser alemán, francés, británico o, incluso, italiano–, ahí estaba España como ese otro romántico frente al que construirse. Porque España se convirtió, en efecto, de forma generalizada en el país romántico por excelencia: el país no moderno y, por ello, para bien o para mal, auténtico; además de configurarse como el otro-oriental frente a la modernidad misma, el occidente, identificado casi siempre con Francia o Gran Bretaña.8
Era la España de Carmen, de gitanos y bandoleros, de bailarinas ardientes, la reñida con el trabajo y la razón, la de los toros, la siesta, la pereza y el placer. O, por decirlo con las palabras de un liberal español harto de esta visión de España, Ayguals de Izco, no habría en España,
... más que manolos y manolas; que desde la pobre verdulera hasta la marquesa más encopetada, llevan todas las mujeres en la liga su navaja de Albacete, que tanto en las tabernas de Lavapiés como en los salones de la aristocracia, no se baila más que el bolero, la cachucha y el fandango; que las señoras fuman su cigarrito de papel, y que los hombres somos todos toreros y matachines de capa parda, trabuco y sombrero calañés.9
De nuevo tenemos aquí las dos caras de la misma moneda, el juego de espejos, el juego de identidades. Por una parte, la visión desde fuera, la del otro francés o británico, pero que puede ser también alemán e italiano, en esa dirección de afirmar la propia modernidad del occidente europeo, al que se pertenece, frente al otro ajeno a ella. Es la mirada orientalista que construye modernidad y modernidad burguesa al tiempo que legitima, o lo pretende, posiciones de poder, de hegemonía. Pero también, por otra parte, está la elección de los españoles, que vuelven a buscar al otro, la mirada –negativa– del otro, que es la que privilegian para reafirmar la propia identidad. Tal será la respuesta del costumbrismo, en la cual, de nuevo, son los mismos materiales los que se reformulan en un acto de reafirmación nacional y nacionalista. España podría ser, ciertamente, económicamente retrasada, pero ni esto tenía por qué ser definitivo, ni, sobre todo, proyectaba duda alguna sobre la moral, la calidad de los españoles. Una moral marcada por el amor a la razón, el valor para la lucha por la libertad ante sus enemigos; y si de la mujer española había que hablar, lo que la caracterizaba era la «sal», lo que no la hacía más inmoral, sino todo lo contrario.10
Podríamos proseguir nuestro viaje a través del tiempo, y de los estereotipos, hasta la crisis finisecular, pero esto nos llevaría seguramente demasiado lejos en el desarrollo de nuestra exposición. Primero, porque en esa crisis la idea de la decadencia, en todas sus facetas, pero especialmente en la nacional, reina por doquier. Segundo porque, precisamente por ello, los ejercicios de búsqueda de un carácter nacional adquieren dimensiones especialmente introspectivas, en el marco de unos procesos más amplios que conducirán al surgimiento de unos nuevos nacionalismos aliberales o antiliberales que harán precisamente del mito de las esencias una pieza básica de sus formulaciones culturales, ideológicas y políticas. En el caso español, no era ya demasiado necesario que nadie viniera a incidir con especial saña, o no, en el mito de la decadencia y de sus causas: de eso se ocupaban los españoles, que, eso sí, podían desarrollar líneas de argumentación antagónicas. Ya que si, para unos, la decadencia venía del abandono de las esencias católicas, entre las que estaba, claro, el mito favorable de la Inquisición, para otros era de ahí de donde venía la decadencia española, por lo que era en otros terrenos donde había que buscar las esencias de lo español, en su psicología, en su literatura, en su lengua, en su paisaje y en su paisanaje. En este auténtico fuego cruzado, el juego de los estereotipos podía ser utilizado a placer y de forma ilimitada. Unamuno por ejemplo, lo mismo podía arremeter contra Maurice Barrès por su visión de España, muy próxima al mito romántico, como presentarlo como el más lúcido de cuantos habían dicho algo sobre España.11
Por supuesto, la extrema complejidad de este juego de visiones internas y externas no impide señalar su gran transcendencia para el futuro político de los españoles. Toda vez que en el franquismo se articularían de forma más o menos armónica, más o menos enfrentada, muchas de estas representaciones. Pero sí podría decirse que todo ello no alteraría en lo sustancial los estereotipos foráneos sobre España. Más aún, todos ellos mostraron su «vitalidad» en ese momento culminante de la Guerra Civil y la gran paradoja que la acompañó: presentada y vivida como la gran causa europea e incluso mundial, fuera en clave antifascista o anticomunista, era analizada a la vez con el arsenal de todos los materiales del estereotipo, de los sucesivos estereotipos.
De ahí que la visión orientalista de aquel agregado británico cuyos juicios reproducíamos al inicio, y que, desde luego, tenía una buena dimensión de autojustificación de la vergonzosa política británica de no intervención que de modo tan decisivo favorecería a los sublevados, no careciese de puntos de contacto con la de los más entusiastas defensores británicos de la República. Así, el poeta W. H. Auden, ferviente defensor de la República, no dejaba de referirse a España como a «aquel cuadrado árido, aquel fragmento cortado de la caliente África, soldado de forma tan rudimentaria a la Europa inventiva».12
Y de nuevo hay que constatar que el peso del estereotipo se filtra hasta la médula, también, entre los mejores historiadores. Eric Hobsbawm y François Furet, por ejemplo, desarrollan un análisis antitético de la Guerra Civil española, filorrepublicano y filocomunista el primero, más atento a denunciar la estrategia antifascista del comunismo, el segundo. Para ambos, la Guerra Civil es un acontecimiento crucial en la época de los fascismos, prefigurador incluso de muchos de los avatares de la Europa de las décadas sucesivas. De ahí la paradoja de que de país tan poco europeo se derivaran tan grandes consecuencias europeas. Porque poco europeo lo era sin duda para Furet: «encerrada en su pasado, excéntrica, violenta, España ha seguido siendo un país católico, aristocrático y pobre...» (Furet, 1995: 287). Y no lo era menos para Hobsbawm, aquella parte «periférica» de Europa, con una historia diferente de la del resto de un continente del que le separaba «la muralla de los Pirineos». Un país «peculiar y aislado», en suma, y al tiempo, símbolo cierto de una gran lucha europea y mundial (Hobsbawm, 1994: 162-164).
No hace falta ir más lejos para recapitular algunas de las cuestiones centrales de nuestra exposición. Creo, en efecto, que a lo largo de ella hemos podido observar cómo, a través de los siglos, el mito de los caracteres nacionales (del español) fue multifuncional para explicar imperios (siglo XVI) y decadencias (del siglo XVII en adelante); para construir identidades múltiples (de la Ilustración, del occidente europeo, de la modernidad, de las naciones que se incluían en esas dimensiones), y, por reacción, más o menos espontánea, más o menos inventada, más o menos construida, también la española.
Nada habría de extrañar, pues, que todos los materiales disponibles fueran utilizados en diversos momentos, en España y fuera de ella, en clave positiva o negativa, y desde luego en todos los sentidos imaginables. Todos los materiales del estereotipo podían ser utilizados y lo serían para explicar, en fin, todo el siglo XX español, de la Guerra Civil al franquismo.
Por supuesto, todo esto no hace sino reincidir en lo que hay de falacia en el mito del carácter nacional. Pero lo hace también en el sentido de demostrar que esas falacias construyen realidad de forma generalmente peligrosa. La visión orientalista tiene, lo sabemos de sobra, dimensiones de poder. Puede legitimar imperios y deslegitimar al «otro», al dominado. Pero puede también servir para legitimar políticas hegemónicas y autóctonas. El mito romántico en su más pobre expresión pudo servir para justificar la benevolencia británica hacia Franco. Pero ese mismo mito, también en su más pobre y miserable expresión, pudo servir a este último para justificar su régimen: los españoles, ya se sabe, en libertad, se matan entre ellos.
¿Ha muerto, en fin, el mito del carácter nacional? No está claro, desde luego, que lo haya hecho en el plano de la extrema banalización, del recurso al lugar común, del derecho a la simplificación y a la extrema pereza. Es posible, ciertamente, que el mito de los caracteres nacionales haya desaparecido en cuanto tal en el campo de las ciencias sociales. Pero seguro que no han muerto con él muchas de sus eventuales permutaciones. Al fin y al cabo, el enfoque orientalista siempre estará ahí para analizar choques de civilizaciones (Huntington, 1997), descubrir la terrible amenaza chicana para la sacrosanta cultura norte(americana) (Huntington, 2004) o recordarnos, en suma, que el oriente no debe morir si se aspira a (re)construir un nuevo, y poderoso, occidente.
BIBLIOGRAFÍA
ANDREU, Xavier (2004): «La mirada de Carmen: el mito oriental de España y la identidad nacional», en J. Beramendi (coord.): Memorias e identidades: VII Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea, Universidad de Santiago de Compostela.
— (2009): «¡Cosas de España! Nación liberal y estereotipo romántico a mediados del siglo XIX», Alcores 7, pp. 39-61.
BALFOUR, Sebastian (1998): «El hispanismo británico y la historiografía contemporánea en España», Ayer, pp. 163-181.
BILLIG, Michael (2006): Nacionalisme banal, Catarroja, Afers.
BODIN, Jean (1992): Los seis libros de la República, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales.
CARO BAROJA, Pío (2004): El mito del carácter nacional, Madrid, Caro Raggio.
CARRERAS, Juan José (1998): «Distante e intermitente: España en la historiografía alemana», Ayer, pp. 267-277.
COLMEIRO, José Francisco (2003): «El Oriente comienza en los Pirineos (La construcción orientalista de Carmen)», Revista de Occidente 264, pp. 57-83.
FURET, François (1995): El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, Madrid, FCE.
HOBSBAWM, Eric (1995): Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica.
HUNTINGTON, Samuel (1997): El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona, Paidós.
— (2004): ¿Quiénes somos?: Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, Barcelona, Paidós.
MARAVALL, José Antonio (1963): «Sobre el mito de los caracteres nacionales», Revista de Occidente 1/2, pp. 257-276.
MONTESQUIEU (1997): Cartas persas, edición de Francisco Javier Hernández, Madrid, Cátedra.
MORADIELLOS, Enrique (1998): «Más allá de la Leyenda Negra y el Mito Romántico: el concepto de España en el hispanismo británico contemporaneísta», Ayer, pp. 183-199.
— (2008): «Another Country. Las imágenes sobre España en Gran Bretaña durante la guerra civil española», Historia del presente 11, pp. 45-60.
RUIZ, Pedro (2010): «La historia en el primer nacionalismo español: Martínez Marina y la Real Academia de la Historia», en I. Saz y F. Archiles (eds.): Estudios sobre nacionalismo y nación en la España contemporánea, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico». En prensa.
SAID, Edward (1990): Orientalismo, Madrid, Libertarias.
SAZ, Ismael (1998a): «Introducción», en España: la mirada del otro, Ayer, pp. 11-17.
— (1998b): «Regeneracionismos y nuevos nacionalismos. El caso español en una perspectiva europea», en I. Burdiel y R. Church (eds.): Viejos y nuevos imperios. España y Gran Bretaña. S. XVII-XX, Valencia, Episteme, pp. 135-156.
VILAR, Pierre (1964): Crecimiento y desarrollo, Barcelona, Ariel.
1. Anotemos que la misma reflexión-explicación de Bodin sobre los caracteres de españoles –más meridionales que los franceses– servía también para retratar de paso a los alemanes: «De más de que las historias antiguas conciertan en que los pueblos septentrionales no son maliciosos, ni astutos, como lo son las naciones meridionales. Y a este propósito hablando Tácito de los alemanes dize que es vn pueblo no sagaz, ni astuto, antes descubren sus secretos a manera de entretenimiento, y fácilmente se apartan de sus promesas» (op. cit.: 808).
2. Citado en Moradiellos (2008: 51).
3. Encontraríamos, desde luego, muchas más referencias, de nuevo en todos los sentidos imaginables, en el excelente trabajo de Julio Caro Baroja, El mito del carácter nacional (2004).
4. Al respecto, Caro Baroja (2004: 81). Y téngase en cuenta también esa forma especial de banalización del estereotipo que es el chiste. Banalización que, en el sentido de Billig (2006), lo hace tanto más fuerte, operativo y resistente.
5. Vale aquí, naturalmente, como referencia privilegiada el Montesquieu de las Cartas Persas, cuyo personaje imaginario remitente de la carta reproduce, a su vez, una carta remitida por un francés en viaje por España. En realidad, Montesquieu toma lo fundamental de La relación del viaje por España de Madame d’Aulnoy y algo de El Estado presente de España del abate de Vayrac. Sin embargo, Montesquieu era también un buen conocedor de la historia de España, especialmente preocupado por los orígenes de la decadencia española (para todo esto, la introducción y notas (pp. 32-33 y 195) del editor del volumen por el que citamos). Añádase, en fin, que la literatura de la decadencia y sobre la decadencia española –y consecuentemente de muchos de sus tópicos– es en el siglo anterior esencialmente española, como puede constatarse entre otros muchos en «El tiempo del “Quijote”» de Pierre Vilar (Vilar, 1964: 431-448).
6. Otra demostración, sin duda, no ya de la fuerza de los estereotipos, que también, sino de su inextricable dimensión interna y externa. Véase al respecto Ruiz (2010).
7. Todas las referencias en Carreras (1998: 268-269).
8. La obra de referencia sobre el orientalismo es, como se sabe, la de Said (1990) de igual título. Aunque, tal y como se le reprochó en su momento, este dejó fuera de sus referencias a muchas naciones, hoy en día parece claro que el discurso orientalista se construye frente a un otro oriental, que puede estar en Oriente, en África, al sur del río Bravo o al de los Pirineos. El carácter orientalista de las percepciones sobre España ha sido justamente subrayado últimamente en trabajos como los de Colmeiro (2003) y Andreu (2004).
9. Citado en Andreu (2009: 59).
10. Ibíd.
11. Saz (1998b).
12. Citado en Balfour (1998: 172).
LAS TABLAS ETNOGRÁFICAS (VÖLKERTAFELN) DEL SIGLO XVIII Y SU GÉNESIS*
Berta Raposo Fernández
Universitat de València
Muchos siglos, incluso milenios, antes de surgir las nacionalidades como instituciones políticas, ya nos encontramos con testimonios literarios en los que se caracteriza, define o juzga de manera esquemática a los pueblos, extranjeros o no. En la épica homérica la utilización del epitheton ornans como recurso estilístico revela muchas de esas caracterizaciones. Así, se nos aparecen los «aqueos de hermosas grebas» o «aqueos de vivaces ojos», los abios, «los más justos de los hombres», los tracios, «diestros jinetes» (Homero, 1985: 73, 33, 234), los misios, «luchadores cuerpo a cuerpo», los «nobles hipemolgos, que se nutren de leche» (Homero, 1996: 347). Los etíopes pasan por ser «excelentes e irreprochables»; los egipcios son un pueblo de buenos médicos, los carios balbucean de manera incomprensible (Weiler, 1999: 97 y ss.). En el caso de los cíclopes y los feacios, los poemas homéricos llegan incluso más allá de la esquematización del etpitheton ornans y esbozan una descripción de las costumbres, el orden social, las herramientas y la indumentaria de esos pueblos extraños.
Según Wilfried Nippel (2007: 35), algunas de estas opiniones y visiones surgieron, por un lado, en el contexto de la expansión colonizadora de los griegos en el ámbito mediterráneo y, por otro, en el de su enfrentamiento con los persas. Por otra parte, los excursos etnográficos del llamado «padre de la historia», Heródoto de Halicarnaso, en sus logoi, describen antropológicamente a los pueblos con los cuales los griegos entraron en conflicto en el curso de su expansión desde Egipto hasta Escitia e India. Heródoto se esfuerza por no emitir juicios de valor y se remite a los egipcios al designar como bárbaros a todos los que hablan otro idioma, lo cual no tiene por qué ser en un principio peyorativo (Nippel, 2007: 34, 36). El contraste entre griegos y bárbaros fue politizado en la tragedia ática de la segunda mitad del siglo V a. C. y acompañado de una tendencia a la generalización (Nippel, 2007: 39): en vez de escitas, tracios, persas, egipcios, se habla simplemente de bárbaros y se los caracteriza como esclavos que se dejaban dominar por soberanos déspotas, en contraposición a los griegos, que vivían en libertad.
En la época alejandrina, los juicios etnográficos se hacen más excluyentes y sesgados, basándose en teorías ecológico-climáticas, formuladas igualmente por Heródoto, además de por Hipócrates, el padre de la medicina (Beller, 2007). Uno de los ejemplos más llamativos, conocido como la llamada paradoja de Epiménides, se formula en la Epístola de San Pablo a Tito, al remitirse a las palabras de un falso profeta: «Dijo uno de ellos (...): “Los cretenses, siempre embusteros, malas bestias, panzas holgazanas”. Verdadero es tal testimonio» (Nácar y Colunga, 1975: 1502).
En época romana nos encontramos con el primer tratado puramente etnográfico en la Germania de Tácito (98 d. C.), que es una colección de lugares comunes que se habían ido acumulando desde hacía tiempo sobre los bárbaros del norte. Tácito nunca nombra sus fuentes ni pretende basarse en observaciones personales (Nippel, 2007: 42). Lo que le interesa es establecer un contraste, una oposición con el mundo romano, variando a su conveniencia la valoración de los germanos en sentido negativo o positivo: o como un pueblo retrasado y primitivo, o como amante de la libertad, sencillo y puro. Los germanos se convierten en sucesores de los escitas, de los galos y de los celtas, para lo bueno y para lo malo, ya que las cualidades que se les atribuyen son ambivalentes. Basta comparar algunas de las afirmaciones de otros historiadores sobre dichos pueblos. Tácito afirma sobre los germanos: «si indulseris ebrietati suggerendo quantum concupiscunt, haud minus facile vitiis quam armis vincentur» («Si cedieras a su embriaguez, dándoles cuanto desean, podrías vencerlos más fácilmente por sus vicios que por las armas»).1 (Tacitus, 1972: 34). Pompeyo Trogo dice algo semejante sobre los escitas: «Priusque Scythae ebrietate quam bello vincuntur» («A los escitas los vence la embriaguez antes que la guerra») y sobre los galos: «gens aspera, audax, bellicosa» («pueblo huraño, osado, belicoso») (Seel, 1985: 189-190). Sobre los hispanos: «Corpora hominum ad inediam laboremque, animi ad mortem parati (...). Bellum quam otium malunt» («Sus cuerpos están preparados para el hambre y las penurias, sus ánimos, para la muerte (...). Prefieren la guerra al ocio») (Seel, 1985: 297-298).
Los estereotipos étnicos se convierten así pues en ambulantes e intercambiables, pasando de unos pueblos a otros. Así se va formando un repertorio de lugares comunes que serán utilizados una y otra vez por los escritores antiguos y medievales para caracterizar a los distintos pueblos y naciones.
En la Edad Media reina de manera generalizada la idea de que las gentes están viviendo en un territorio al cual han llegado después de un largo peregrinaje; de ahí la importancia de ser conscientes de los orígenes (Hoppenbrouwers, 2007: 45). La existencia de muchos y muy diferentes pueblos e idiomas siempre ha causado estupor e incluso inquietud, y esto se expresa, por ejemplo, en el mito de Babel, que es más tarde deconstruido en el de Pentecostés. En un intento de poner orden en este caos, el obispo hispanovisigodo Isidoro de Sevilla, en las Etimologías, hace una triple división de la humanidad en descendientes de Sem, Cam y Jafet, y deriva de ahí el concepto de «pueblos elegidos» típico de la Edad Media. Esto se expresa en la literatura por medio de una forma retórica más que de un estereotipo: el autoelogio. En su Historia Gothorum, Wandalorum et Suevorum, Isidoro declara a los godos como descendientes de Magog, hijo de Jafet, y los caracteriza como un pueblo brillantísimo (Rodríguez Alonso, 1975: 171). En el reino franco de los merovingios, el prólogo largo de la Lex Salica (entre el 576 y el 641) define a los francos como un famoso pueblo, consagrado por Dios, fuerte en las armas, valeroso, rápido y austero (Raposo, 1998: 306). En época carolingia, el monje franco-renano Otfrid von Weissenburg, en el prólogo a su refundición épica del Nuevo Testamento conocida como Libro de los Evangelios (hacia el 870), con el fin de justificar el uso de la lengua vernácula en esta obra, compara a sus compatriotas los francos con los romanos:
Sie sint so sáma chuani, / sélb so thie Románi (...) Sie éigun in zi núzzi / so sáma-licho wízzi, // in félde ioh in wálde, / so sint sie sáma balde (...) joh sint ouh fílu kuani, // zi wáfane snelle / so sint thie thégana alle. (Son tan valerosos como los romanos (...) y gozan de las mismas excelentes cualidades; en el campo abierto y en el bosque son igualmente válidos (...) siempre prestos a las armas; así son todos estos guerreros) (Erdmann, 1973: I.1, vv. 59-64).
Esas excelentes cualidades legitiman, e incluso obligan, a los francos a difundir por escrito en su propia lengua la palabra de Dios (Raposo, 1998: 308). La autoalabanza estereotipada es instrumentalizada aquí para un fin externo.
Una variante muy tosca de la autoalabanza la encontramos en las Glosas de Kassel2 combinada con un estereotipo negativo, aunque tampoco se puede descartar un uso irónico de ambas figuras. Se trata de un glosario con frases breves de la vida cotidiana en un latín bastante deficiente y en antiguo bávaro, probablemente para uso de viajeros, donde se puede leer:
Stulti sunt Romani, sapienti sunt Paioari, modica est sapientia in Romana, plus habent stultitia quam sapientia. Tole sint Uualhâ, spâhe sint Peigira; luzîc ist spâhi in Uualhum, mêra hâpent tolaheitî denne spâhi (Los italianos son estúpidos, los bávaros son listos; la sabiduría es escasa entre los italianos, tienen más estupidez que sabiduría).3
La palabra que se usa aquí para designar a los extranjeros es uualhâ, que en alemán moderno pasará a ser Welsche y que, según la zona y la proximidad geográfica, puede designar a los italianos o a los franceses; en cualquier caso, a los vecinos de lengua romance, que se concretizan en italianos en el sur y en franceses en el suroeste de Alemania. Ésta es la palabra que luego, en las Tablas etnográficas del siglo XVIII, se usará para los italianos.
En los albores de la Edad Moderna asistimos a un proceso de sistematización de los estereotipos que es testimonio del creciente impulso de ordenación de una realidad cada vez más inabarcable. Joannes Boemus (Johann Böhm) pasa por ser el fundador de la etnografía (Stanzel, 1999b: 14 y ss.) con su obra Omnium Gentium Mores, Leges et Ritus de 1520, que proporciona informaciones sobre diversos pueblos extraídas exclusivamente de lecturas, no de datos empíricos o de viajes, y muestra una clara tendencia a la clasificación, comparación y elaboración de listados. Además, es muy característica de esta época la difusión de estereotipos en la literatura de ficción. Son sobre todo los autores dramáticos quienes utilizan a menudo diccionarios de epítetos para componer personajes-tipo (Stanzel, 1987: 89). Pueden valer como ejemplos de ello la lista que aparece en los Poetices Libri Septem de Escalígero (1561), o el Thesaurus Epithetorum del francés Ravisius Textor de 1617, adaptado al inglés por Joshua Poole en 1657, con su lista de cualidades aplicables a diferentes naciones.
Otro ejemplo de la aplicabilidad de los esterotipos nacionales a la literatura lo da Agrippa von Nettesheim en su obra De incertitudine et vanitate scientiarum (1530), que alcanzó gran difusión en el siglo XVI y pronto se tradujo a varios idiomas, cuando compara el comportamiento amoroso de diferentes naciones con el fin de demostrar la vanidad del mundo:
El francés finge estar enamorado, el alemán oculta su amor, el español se convence a sí mismo de que es amado, pero el italiano no sabe amar sin celos.
Al francés le gusta una mujer agradable, aunque no sea bella; al español le gusta una bella, aunque sea vaga e indolente; el italiano prefiere a una tímida, el alemán desea a una que sea más atrevida y descarada.
El francés, con su amor tozudo al final se convierte de sabio en necio; el alemán lo gasta todo y al final se vuelve listo, pero demasiado tarde; el español acomete grandes empresas por amor; el italiano lo desprecia todo porque sólo quiere disfrutar del amor (citado según Bleicher, 1980: 15).
Aquí se traslucen caracteres típicos de novela o de obra teatral, y este potencial literario de los estereotipos se mantendrá, con mayores o menores restricciones, hasta nuestros días. El resurgimiento de la teoría del clima en los siglos XVII y XVIII (Beller, 2007) refuerza la creación y propagación de estereotipos en esta etapa de la Edad Moderna, fundamentando los caracteres nacionales en las tres zonas climáticas fría, templada y cálida.
Por último, este proceso de formación de los estereotipos nacionales encuentra su expresión más palpable en lengua alemana en dos curiosas producciones gráficas llamadas Völkertafeln (Tablas etnográficas).4 La primera de ellas es una litografía realizada por Friedrich Leopold en Augsburg, probablemente hacia el año 1725. La segunda, un cuadro al óleo anónimo procedente de la región austríaca de Estiria, que está basado en la litografía de Leopold y que data probablemente de mediados del siglo XVIII. La primera, perteneciente a una colección privada, suele denominarse como Litografía de Leopold; la segunda, que actualmente se conserva en el Museo Austríaco de Etnografía en Viena (Österreichisches Museum für Volkskunde), se designa como Tabla etnográfica de Estiria.
Ambas obras ofrecen una clasificación de los representantes «típicos» de diez naciones europeas alineados horizontalmente siguiendo una dirección aproximada de oeste a este y de sur a norte. La clasificación tiene lugar con arreglo a diecisiete conceptos o cualidades alineados verticalmente. Cada uno de estos tipos –español, francés, italiano, alemán, inglés, sueco, polaco, húngaro, ruso y turco o griego (sic, es decir, identificando a ambos en uno)– aparece representado por una imagen con una indumentaria característica.5 Ello da lugar a una doble estructura, ya que las descripciones se pueden leer en sentido horizontal/sintagmático o vertical/paradigmático. Leídas de manera horizontal ofrecen la perspectiva comparatística típica de la literatura etnográfica, lo cual se refleja a veces en la gramática, con formas comparativas o superlativas. Por ejemplo: la naturaleza del sueco es calificada de «cruel»; la del polaco, de «aún más salvaje»; y la del ruso, «la más cruel». El culto divino del español es «el mejor»; el del francés, «bueno»; el del italiano, «algo mejor»; y el del alemán, «el más devoto». En cambio, la lectura vertical ofrece el retrato completo de una nación y exige un mayor esfuerzo de combinación de conceptos, que a veces pueden resultar contradictorios, o simplemente inconexos; sobre todo cuando aparece una forma comparativa o superlativa cuyo término de comparación no se conoce si no se consulta la casilla anterior en sentido horizontal.
Aunque es evidente que la Tabla etnográfica de Estiria está basada en la Litografía de Leopold, ambas obras difieren sobre todo en las imágenes representativas de las naciones: las de la Litografía de Leopold muestran una indumentaria aún muy cercana a la del siglo XVII, mientras que la de la Tabla etnográfica de Estiria está modernizada de acuerdo con los usos de mediados del siglo XVIII (quizá con la única excepción de la imagen del español, que aparece vestido con un ropaje que más bien correspondería al siglo XVI, lo cual parecería denotar un carácter anticuado). Los textos son casi idénticos en una y en otra, con algunas excepciones.
Ofrecemos una traducción aproximada de los textos de la Litografía de Leopold (tabla 1) y de la Tabla etnográfica de Estiria (tabla 2), siguiendo los resultados de la investigación lexicográfica realizada por los autores del volumen colectivo Europäischer Völkerspiegel. Imagologisch-ethnographische Studien zu den Völkertafeln des frühen 18. Jahrhunderts, editado por Franz K. Stanzel (v. bibliografía).6
A la vista de la breve panorámica histórica aquí expuesta, puede afirmarse que las Tablas etnográficas no representan un hecho aislado, sino que se inscriben en la tradición milenaria de la formación de estereotipos nacionales iniciada, como se indicó más arriba, mucho antes de que existieran las naciones modernas. La primera mitad del siglo XVIII puede considerarse como una etapa de culminación de este proceso. Prueba de ello es la aparición en esa época de obras comprables a las Tablas etnográficas que contribuyen a engrosar la literatura popular sobre estos temas. Se trata, por un lado, del Laconicum Europae Speculum, una serie de nueve litografías publicadas a partir de 1736 en la ciudad de Augsburg, al igual que la Litografía de Leopold. En cada una de ellas aparece una nación representada por un cuadro alegórico enmarcado por diferentes emblemas alusivos al carácter y las cualidades de sus gentes.7 Los textos están en latín y se acompañan de una breve traducción al alemán. Por otro lado, hay que consignar la monumental enciclopedia de Johann Heinrich Zedler Grosses vollständiges UniversalLexicon aller Wissenschaften und Künste, aparecida entre 1723 y 1750, que dedica un extenso artículo al tema «Naturaleza (o carácter) de los pueblos» (Naturell der Völker), en el cual se aducen causas físicas (clima) y morales (educación) para explicar las diferencias entre los caracteres de los pueblos, que se presentan como algo casi inmutable y científicamente comprobado. Además, en cada artículo dedicado a cada nación, se encuentra un subapartado que trata del carácter nacional respectivo.8