Kitabı oku: «La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada», sayfa 2
La exposición anterior demuestra la gran influencia cultural de los jesuitas, en gran parte debida, menester es decirlo, a los favores de los borbones por medio de sus diferentes gobiernos. Por eso, resulta tan sorprendente el decreto de extrañamiento, sin duda el acto más despótico del reinado de Carlos III.
No hay duda de que la influencia cultural de la Compañía era grande y así lo reconocían amigos y enemigos. Burriel, al recibir el encargo de dirigir la Comisión de Archivos, redactó un ambicioso proyecto, que tituló «Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las letras» (Echánove, 1967). En él confesaba sin rubor y con sincera convicción que sin los jesuitas no se podía llevar a cabo ninguna reforma cultural seria en España.
Influencia confesada, asimismo, por sus émulos manteístas. Cerdá y Rico escribía a Mayans el 7 de abril de 1767, apenas expulsados los jesuitas:
Ahora es la ocasión más a propósito para que levanten la cabeza las letras, pues se ha quitado el mayor estorbo... Ninguna ocasión mejor que ésta para reformarse los estudios en España (Mayans, 1998).
Más explícito todavía fue Mayans en carta al ministro Roda:
Aquí la juventud está animosa para llenar el vacío que han dejado los de la Compañía que, aunque estava vanamente ocupado, por fin era grande, i toda la habilidad consiste en que los maestros que pueden aver suplan con la facilidad del método y solidez de la enseñanza lo que les falta saber (5-V-1767, Mayans, 2000: 225).
Queda claro el deseo de los manteístas de llenar, con el favor del Gobierno, el vacío cultural dejado por los jesuitas. También en el caso concreto que nos ocupa. Era la hora de los tomistas. Era la hora de Pérez Bayer.
Los trabajos de Enrique Giménez (1990; 2006) han demostrado que, durante las primeras décadas posteriores a la Guerra de Sucesión, los gobiernos de Madrid siempre miraron a los valencianos como rebeldes y peligrosos. Ese concepto se extendía a los hombres de letras. Hubo una excepción: Jorge Juan. Como guardia marina realizó trabajos al servicio del Estado: viaje a América para medir un grado del meridiano terrestre, espía industrial o tareas diplomáticas (A. Alberola, 2006). Otros intelectuales, cuya actividad quedaba dentro de nuestros límites territoriales (Tosca, Corachán o Miñana), no sufrieron discriminación alguna. Pero cuando nuestros hombres de letras se acercaron a la Corte y al centro del poder, fueron rechazados sin contemplaciones. Así, el deán Martí, que vio impedido su acceso a bibliotecario mayor del monarca, por considerársele austracista y enemigo de los jesuitas. Y a Gregorio Mayans, que fue nombrado bibliotecario del rey por el favor de los austracistas (¡extraña paradoja!), no se le permitió desarrollar actividad cultural alguna (Mestre, 1999).
Sin embargo, a mediados de siglo, la actitud de los gobernantes respecto a nuestros hombres de letras cambió. En el verano de 1751, el catedrático de medicina jubilado, Antonio García y Cervera («García el Gran»), fue llamado a la Corte para atender a la reina Bárbara de Braganza. Y todos los testimonios manifiestan la buena acogida recibida: «Su santa sinceridad y su habilidad le han granjeado en Palacio el aplauso» decía Asensio Sales a Mayans el 6 de octubre de 1751 (Peset, 1975: 325, 8). Blas Jover, Fiscal de la Cámara del Consejo de Castilla, escribía el 28 de agosto de 1751:
El Dr. García está muy bien admitido en esta corte, y saliendo todos los días la Reina nuestra Señora me parece que con su conocido alivio no dejará de conseguir sus ventajas y la de su universidad.
Poco pudo gozar el Dr. García de su éxito, pues, dada su avanzada edad, murió pronto. Pero, como pronosticaba Jover, su faena favoreció al Estudi General, y su discípulo Andrés Piquer fue llamado a la Corte. El mismo Jover confirma esa conexión y las razones de la llamada de Piquer a Madrid:
Es cierto que nuestro Dr. García está bien admitido en toda la Corte, lo cual no es poco, a vista de tanto malignante médico como hay en ella, y que la Reina nuestra Señora se esparce más que lo hacía y con menos aprehensión; con lo cual le estamos muy agradecidos y porque haga venir acá a nuestro Piquer, con lo cual no dudo que la escuela valentina sea más atendida (V. Peset 1975: 327, 20).
Piquer llegó a Madrid el 10 de septiembre de 1751 y, según Jover, gracias al gran concepto que había alcanzado el Dr. García y los méritos del propio Piquer, fue nombrado médico de la Real Cámara, como superintendente. Pronto ganó el favor de Ensenada, que en 1752 aumentó el sueldo del médico y le permitió importar libremente cualquier libro del extranjero, «liberalidad ciertamente singular», en palabras de Mayans. Como era miembro de la Real Academia de Medicina desde 1739, tomó posesión de su escaño y pronto fue nombrado vicepresidente pero, por la oposición de los académicos, nunca llegó a la presidencia que deseaba. Tampoco logró ser médico de la familia real. He aquí las palabras de Vicente Peset sobre el paralelismo que hacían los coetáneos en Valencia comparándolo con Cerví.
Pero el cert és que no arribà a ésser així. Perquè, encara que ens manca per a aquesta època l’examen de documents que, sens dubte, hi ha a Madrid, a base dels que he pogut desposar fins ara, sospito que Piquer, més que no pas un metge de família, era un consultor per als reis. D’aquí que, en les referències fins avui impreses, només hi figuri en casos extrems. Si, tal com sembla, això fou així, és evident que mai no assolí el lloc que Cerví ocupà prop de Felip V, Suñol amb Ferran VI, o el valencià Martínez de la Raga amb Carles III (Peset, 1975: 330).
De hecho, Piquer desarrolló una gran actividad científica y profesional. Publicó en Madrid libros de filosofía, anteriores (Lógica moderna, 1747 y 1771) y nuevos (Filosofía moral, 1755; Discurso sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de religión, 1757), y científicos, editados anteriormente en Valencia (Física moderna y Medicina Vetus et nova, 1735, 1743, 1758 y 1768; Tratado de las calenturas, 1751, 1760 y 1769; Institutiones medicae, 1762; Praxis médica, 1764-1766). Y, sobre todo, desarrolló una gran actividad profesional como médico protegido por Ensenada, Carvajal y después por nobles y políticos. En palabras de Peset,
I, tanmateix, aquell prestigi no fou degut solament al patrocini de La Ensenada, ni al mèrit de les seves publicacions –pot dir-se que Borbón, ell i Amar foren els únics protometges que publicaren alguna cosa d’un cert volum–, sinó als seus èxits professionals (Peset, 1975: 334).
Y a esto parece haberse limitado –lo que no es poco– la actividad de Piquer en la Corte. En el fondo, hay una razón que explique la actitud: no pertenecía a escuela alguna. De hecho, no formó un equipo que desarrollase e impulsara sus ideas y proyectos.
Ahora bien, Bayer sí era hombre de escuela y su actividad en la Corte fue muy diferente. Francisco Pérez Bayer, nacido en la parroquia de los Santos Juanes, al ingresar en el Estudi General, se inscribió en la escuela tomista, y amplió estudios en Salamanca, donde fracasó en su intento de ingresar en un Colegio Mayor. Pero, como clérigo, consiguió el favor del obispo y del cabildo salmantinos, quienes le proporcionaron el cargo de secretario del arzobispo de Valencia, Andrés Mayoral, que, por lo demás, era tomista, aunque había sido colegial. La habilidad de Bayer era proverbial. Al servicio de un arzobispo tomista, mantuvo excelentes relaciones con jesuitas y colegiales. Y si ganó la cátedra de Hebreo en el Estudi General con el favor de Mayoral (tomista), consiguió la de Salamanca con el apoyo de colegiales (Manuel Villafañe y Díaz Santos de Bullón) y jesuitas que alcanzaron a los máximos representantes culturales como eran el P. Fèvre, confesor de Felipe V, y el P. Panel, preceptor del infante don Luis.
La actividad de Bayer en la universidad salmantina no fue pacífica. Tuvo numerosos enfrentamientos con el claustro, pero siempre encontró el apoyo del confesor del monarca, así como de la Secretaría de Estado del Gobierno español. El premio le llegó con el nombramiento de colaborador en la Comisión de Archivos, creada por el Gobierno (Ensenada, Carvajal y F. Rávago) y dirigida por el jesuita Andrés Marcos Burriel. A juzgar por unas palabras de Burriel, su esfuerzo no debió de ser muy grande, pero fue premiado con un canonicato en Barcelona y una beca para la ampliación de estudios en Roma.
En este momento tuvo lugar la crisis de 1754. La muerte de Carvajal y, sobre todo, la destitución de Ensenada produjeron en Bayer un momento de temor. Habían desaparecido sus protectores y otro grupo accedía al poder. Pero la habilidad de nuestro hebraísta era grande, hizo olvidar su pasado y el carácter de sus favorecedores y pronto ganó la confianza del nuevo equipo gubernamental. Roda, embajador español en Roma, se convirtió en su confidente y Ricardo Wall, el secretario de Estado, lo nombró visitador del Colegio Español de Bolonia, cargo que con anterioridad sólo habían desempeñado altos cargos eclesiásticos. Más aún, máximo gesto de habilidad, con el favor del embajador Clemente de Aróstegui, colegial, consiguió una visita privada al futuro Carlos III, entonces rey de Nápoles y ganó el afecto del monarca. Bayer regresó a España en 1758 como canónigo de Toledo y su fama de hebraísta y numismático le abrió las puertas de su influencia en el Gobierno.
Probablemente, con la ayuda del arzobispo de Valencia, Andrés Mayoral, de quien había sido secretario, consiguió el nombramiento de obispos tomistas. El último filojesuita fue Asensio Sales como obispo de Barcelona. Después, todos tomistas. Pedro Albornoz de Orihuela (1760) y Felipe Bertrán de Salamanca (1763). La carrera política de Bayer dio dos pasos más. El primero, con el nombramiento de su íntimo amigo Manuel de Roda como ministro de Gracia y Justicia, que entrañaba el control de las universidades y era un poderoso interventor en el nombramiento de cargos y beneficios eclesiásticos. Así, de obispos como José Climent en Barcelona (1766) y José Tormo en Orihuela (1767), canónigos en el cabildo de Valencia, todos ellos tomistas, por supuesto. El segundo paso fue el decreto de expulsión de los jesuitas, con la cédula real de Carlos III en 1767 (Mayans, 1977; Pérez Bayer, 1998: 9-16).
El problema era grande. Era menester llenar el vacío dejado por los padres de la Compañía en múltiples campos: docente y cortesano. Para el cargo de director del Colegio de Nobles de Madrid fue elegido Jorge Juan. Y mucho más decisivo, Pérez Bayer era llamado con urgencia (estaba enfermo en Benicasim) para ocupar la preceptoría de los infantes reales.
Ahora bien, Bayer pensaba que su cargo como preceptor no se limitaba a enseñar latín a los pequeños retoños de Carlos III. Su método de enseñanza debía servir de modelo y, sobre todo, convenía su intervención para reformar los estudios en España. En tres líneas orientó su actividad. Dirección y reforma de los Reales Estudios de San Isidro, sucesor del Colegio Imperial de los jesuitas. Control del cabildo y Universidad de Valencia. Y, finalmente, aunque fue más tardía, la reforma y, en el fondo, supresión de los colegios mayores.
Para conseguir estos fines, Bayer necesitaba un equipo de colaboradores. Y no tardó en rodearse de amigos fieles. En 1768, aprovechando un viaje de fray Vicente Blasco, el futuro rector del Estudi General, a la Corte para solventar las diferencias con su superior, el lugarteniente general de la orden de Montesa, con motivo de la edición del Bulario, consiguió su nombramiento como colaborador en la preceptoría del Infante don Francisco Xavier. Blasco sirvió con fidelidad las directrices gubernamentales, y en consonancia con Bayer, aprobó los planes de estudio de los Reales Estudios de San Isidro, en cuya dirección nuestro hebraísta había colocado a su amigo Manuel Villafañe (con el apoyo de Roda y la irritación de Campomanes) (Mayans, 1977; Mestre, 2003b). No será la última vez que Bayer discrepe del fiscal Campomanes. La Real Academia de la Historia dirigida por Campomanes había decidido traducir la Historia de América de Robertson. Pero en el último momento hubo cambio de criterio. Se suspendió la traducción y se pensó en un planteamiento apologético de España en América. Y Bayer impuso su candidato, al valenciano, su amigo Juan Bautista Muñoz, creador del Archivo de Indias y autor de Historia del Nuevo Mundo, de la que sólo apareció el volumen I (1793).
Pero Bayer tenía especial interés por controlar el mundo intelectual valenciano. En primer lugar el cabildo de la catedral, porque el rector del Estudi General tenía que ser un canónigo. Así, fue nombrando una serie de canónigos tomistas, desde su hermano Pedro hasta el montesiano Vicente Blasco. Apoyó a los escolapios –también tomistas– y émulos de los jesuitas en las escuelas de Gramática. Y finalmente colocó a un familiar suyo, el canónigo Joaquín Segarra, en la dirección del Colegio de San Pablo, anteriormente controlado por los PP. de la Compañía. Con esa actitud estaba creando las circunstancias propicias para la posterior polémica sobre la Gramática latina de Mayans, rechazada por los tomistas como texto del Estudi General.
Vimos antes la obsesión de los ilustrados por llenar el vacío cultural dejado por los jesuitas. Pues bien, el Gobierno se encargó, en primer lugar, de suprimir las cátedras de la escuela antitomista, con la prohibición de utilizar los textos de jesuitas, basada en la excusa de que defendían el probabilismo y el tiranicidio. Concretamente en Valencia, según el decreto del Consejo de Castilla, del 12 de agosto de 1768, el Claustro Mayor del Estudi General acordó la supresión de 3 cátedras de Filosofía antitomista y las 6 cátedras de Teología antitomista. Este último aspecto entrañaba un problema profundo, porque 3 de las cátedras de Teología eran pavordías que se regían por la Bula Pontificia fundacional de Sixto V en 1585.
Cualquiera que conozca la vida universitaria comprenderá la convulsión entre profesores y alumnos. Porque, de hecho, los profesores de la escuela suareciana (jesuítica) quedaban destituidos y cualquiera que hubiese sido alumno de la escuela antitomista quedaba sin posibilidades de acceder al profesorado universitario. Sin duda alguna, la escuela tomista se convirtió en el gran beneficiario y al grupo se adhirieron personas ajenas a la doctrina filosófica o teológica de Santo Tomás. En realidad, se convirtió en un instrumento de poder (Mestre, 2003b).
En esas circunstancias, los proyectos surgidos en el círculo tomista no encontraron oposición por parte del poder local y central. En 1768, año en que se fundó la Real Academia de San Carlos, las únicas excepciones eran algunos regidores del Ayuntamiento de Valencia, y éstos no siempre podían controlar la elección de rector del Estudi General. Pero, aún en la Universidad, su poder era tal que la elección del 18 de diciembre de 1768, que recayó en el canónigo antitomista Cebrián de Valda, fue reiteradamente recusada. Por lo demás, el arzobispo de Valencia era Andrés Mayoral, tomista; también lo era el obispo auxiliar (Rafael Lasala); la dirección del Colegio de San Pablo estaba ocupada por el familiar de Bayer, Joaquín Segarra, asimismo tomista; los escolapios, favorecidos por Mayoral, émulos de los jesuitas, con la presencia del P. Benito Feliu de San Pedro, amigo de Vicente Blasco; y, en Madrid, la presencia de Pérez Bayer, de la escuela tomista, como preceptor de los infantes reales y la colaboración del montesiano Blasco, también tomista. Además, en la Corte estaban el pintor Ponz; Raimundo Magí, predicador oficial y después obispo de Guadix; Villafañe, que, si bien era castellano, había residido en Valencia y era amigo de Bayer; Manuel Monfort, hijo del impresor y protegido del hebraista, y más tarde Juan Bautista Muñoz, cronista de Indias y fundador del Archivo de Indias. Aunque el bibliotecario real Cerdá y Rico, amigo de Mayans, no acabó de encajar en el círculo, la presencia de tantos valencianos en la Corte, bajo la dirección de Bayer, constituía una fuerza innegable. Los coetáneos eran plenamente conscientes de ello y no dudaban en calificarlos como los turianos.
Y sin afán de insistir en todos los puntos de afinidad entre los protagonistas en Valencia y en Madrid, baste recordar la amistad de Ignacio Vergara aquí y Manuel Monfort en la Corte, en el círculo de Bayer con el arquitecto Villanueva. Este supuesto, la amistad de Pérez Bayer con Manuel de Roda y el afecto de Carlos III, propició la aceptación de la Corte. El contraste con el fracaso de los intentos anteriores de crear instituciones culturales entre nosotros (Academia de Ciencias de Bordazar y Corachán) o la Academia Valenciana de Mayans resulta evidente y clarificador. Es cierto que no todos los tomistas valencianos veían con buenos ojos la fundación de la Academia propiciada por Mayans, que encontró apoyo en los antitomistas. En general, los tomistas no se inscribieron entre sus miembros, pero no parece que se opusieran a su funcionamiento. Los obstáculos vinieron de las instituciones de la Corte controladas por el Gobierno central. En el caso de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos tampoco hubo oposición de los antitomistas en Valencia. Las divergencias posteriores con motivo del discurso de Mayans en la Real Academia de San Carlos, conocido como Arte de pintar, se debieron a otras razones. La diferencia estuvo en que los valencianos, que en 1768 controlaban las líneas culturales del Gobierno de Madrid, apoyaron con calor esa fundación.
No deja de constituir un motivo de esperanza constatar que las escuelas académicas no sólo buscaron el poder. Algunas veces, y en este caso con motivo de la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, también se preocuparon de aspectos estrictamente culturales. Y lo que es más interesante, estas preocupaciones culturales encontraron –aunque no siempre, como hemos podido observar– el apoyo y favor de las autoridades públicas.
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