Kitabı oku: «La neoinquisición», sayfa 12
Pero tampoco Oxford, donde Biggar se desempeña como profesor de teología, se encuentra libre de la invasión de lo que Ferguson denominó el «ejército rojo» de mediocridades imponiendo una agenda de clara inspiración totalitaria. En 2019, un movimiento de cuatrocientos estudiantes exigió que la universidad expulsara a John Finnis, uno de los filósofos de derecho natural más prominentes del último siglo. El razonamiento que dos de ellos expusieron en una columna en The Guardian para justificar su postura es revelador sobre la forma en que el posmodernismo ha infectado de celo totalitario el pensamiento de buena parte de la nueva generación de estudiantes. La libertad académica, dijeron, no se juzga mejor en abstracto, pues «se trata de dinámicas de poder y sistemas de desventaja que afectan la calidad de esa libertad en el mundo real»399. Finnis, al enseñar en Oxford, estaría intimidando a miembros de la comunidad LGTB y por tanto impidiéndoles ejercer su verdadera libertad, agregaron los estudiantes, explicando que la idea de «libertad académica» era un cliché para no enfrentar la real naturaleza del problema, que es la discriminación400. Así, con la teoría de las estructuras de poder ocultas que tanto obsesionaría a Foucault, una conquista tan valiosa como la libre expresión intelectual y académica se convierte, en un abrir y cerrar de ojos, en una forma de opresión y la censura del pensamiento en un acto de auténtica «liberación» de quienes son oprimidos por determinados lenguajes y los sistemas que les permiten desplegarse. Con este tipo de mentalidad revolucionaria extendiéndose en occidente no es extraño que las universidades se estén convirtiendo en centros de adoctrinamiento para los cuales la verdad es, en el mejor de los casos, un instrumento al servicio de las agendas de poder y justicia social de grupos determinados. Es obvio que si se acepta la lógica de que no se pueden publicar ideas o pensamientos que ofendan a ciertos grupos, entonces no solo los homosexuales tendrán derecho de censurar a todo el que no apruebe la homosexualidad, sino que los creyentes podrían censurar a los profesores ateos cuya visión resulte ofensiva, los ateos a los profesores creyentes, los musulmanes a los judíos y así sucesivamente.
En defensa de Oxford hay que decir que, a diferencia de otras universidades, las autoridades no cedieron ante los inquisidores de Finnis, lo que fue esencial en poner freno al afán purgatorio de los estudiantes, quienes, según constó posteriormente, no habían analizado los escritos de Finnis en su real contexto. Finnis mismo, en lugar de retractarse y pedir disculpas, diplomáticamente afirmó que defendía cada palabra que alguna vez había escrito sobre el asunto de la homosexualidad, con lo cual dejó claro que no se dejaría amedrentar por los neoinquisidores.
Algo similar ocurrió a la icónica intelectual y referente emblemática del feminismo de segunda ola Camille Paglia en la University of Arts en Filadelfia, donde ha sido profesora por más de treinta años. En 2019, un numeroso grupo de alumnos, indignados por reflexiones que Paglia ha realizado sobre el movimiento LGTB, exigió su expulsión. Paglia, ella misma lesbiana, ha dicho que se ha instalado una moda que ha llevado a muchos a querer identificarse como trans sin serlo y que el movimiento #MeToo ha alcanzado niveles histéricos, convenciendo a muchas mujeres que jamás fueron atacadas sexualmente de que hubo agresión en su contra. «Camille Paglia debe ser eliminada de la facultad de UArts y reemplazada por una persona queer de color», decía la petición de los estudiantes, y agregaba que, si debido a su estatus de profesora con permanencia era ilegal retirarla, entonces la universidad debía, al menos, «ofrecer secciones alternativas de las clases que imparte, enseñadas por profesores que respetan a los estudiantes transgénero y sobrevivientes de agresión sexual»401. Además exigían que las autoridades, especialmente el presidente de la universidad David Yager, se disculparan y se sentaran con un grupo de personas transgénero, estudiantes y sobrevivientes de agresión sexual, para hablar sobre la mejor manera de apoyarlos. Este grupo debía incluir «estudiantes de color», concluían, dejando clara la jerarquía social de la pirámide victimista.
Yager, por su parte, a diferencia de lo ocurrido en muchas universidades, optó por apoyar a Paglia, condenando las protestas durante sus clases y desechando la petición de los estudiantes bajo el argumento de que constituían un atentado en contra de la libertad académica. Paglia, discípula de Harold Bloom, en tanto, ha dedicado toda su vida a promover la libertad de la expresión personal en materias como el género, pero ha sido siempre crítica de sus excesos y de las desviaciones patológicas y totalitarias de sus representantes. En los últimos tiempos se ha convertido en una devastadora crítica del feminismo de tercera ola, así como del posmodernismo que ha infectado las humanidades, hablando sin temor a romper los tabúes más sagrados de la neoinquisición. «El silencio del establishment académico sobre la corrupción de las universidades occidentales por el posmodernismo y el posestructuralismo ha sido una absoluta vergüenza», declaró en 2018 cargando en contra de Lacan, Derrida y Foucault402. «Los venenos del posestructuralismo —agregó— se han extendido por todo el mundo y han hecho un daño enorme a los estándares académicos básicos, socavando desastrosamente la creencia, incluso en la posibilidad de conocimiento […] El declive constante en las carreras de humanidades es una señal inequívoca de que este antiguo campo noble se ha convertido en un páramo»403.
Ahora bien, aun cuando es claro que el posmodernismo y posestructuralismo con su inspiración marxista han sido fuerzas centrales en arruinar las humanidades y, desde ahí, crear una cultura del victimismo de espíritu totalitario, existe otro cuerpo de pensamiento de origen marxista que ha hecho una contribución no menos importante al desmantelamiento de la cultura de la tolerancia. Se trata de la llamada teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, cuyos exponentes son mucho más serios, claros y rigurosos de lo que suele ser la escuela francesa, aunque con objetivos similares. El mismo Foucault expresaría su admiración por la Escuela de Frankfurt señalando que si en su tiempo hubiera «sabido de la Escuela de Frankfurt me habría ahorrado mucho trabajo», agregando que no habría dicho «ciertas tonteras» y no habría tomado ciertas pistas para tratar de no perderse cuando «la Escuela de Frankfurt ya había despejado el camino»404.
Sus intelectuales son ampliamente conocidos e incluyen a Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Max Horkheimer, Walter Benjamin y posteriormente a Jürgen Habermas, entre otros. Aunque excedería con creces las pretensiones de este libro explicar el pensamiento de la Escuela de Frankfurt con todos sus matices y diferencias, resulta necesario al menos repasar brevemente su origen y propósito. Este se encuentra en el Instituto de Investigación Social fundado por el alemán Felix Weil en 1923, quien había heredado una fortuna de su padre Herman, un magnate de la agricultura argentina. Con el instituto, Weil buscaba crear un centro de investigación que profundizara el pensamiento marxista para algún día entregarlo a un victorioso estado soviético alemán. La Escuela de Frankfurt, que luego de la ascensión de Hitler al poder en Alemania se trasladaría a Estados Unidos, se abocó, entonces, desde el inicio al estudio de diversas disciplinas que incluían desde asuntos económicos, filosóficos y políticos a estéticos y psicoanalíticos. La teoría que su primera generación desarrollaría incorporando todos esos elementos sería conocida como «critical theory» o teoría crítica (TC). Como ha explicado Rolf Wiggershaus en su monumental estudio sobre la Escuela de Frankfurt, la TC era «teoría marxista camuflada»405. Sus exponentes, partiendo por Horkheimer, quien haría popular el término, al igual que los posmodernos franceses, se veían a sí mismos como herederos de los principios marxistas, aunque no tanto en su crítica al sistema capitalista, sino a las condiciones sociales responsables de la alienación. Se trataba así de rescatar la esencia del ser humano de la destrucción a la que lo sometía el capitalismo en todas sus dimensiones y no solo de la explotación del proletariado. Esta preocupación había ocupado los escritos de juventud de Marx406. En su ensayo sobre el concepto de TC, Horkheimer explicó cómo, a diferencia de las tradicionales, la TC no representaba el status quo de grupos que mediante sus teorías buscaban afirmar su poder. Esta más bien reflejaba una desconfianza radical en las normas instaladas con el fin de lograr la emancipación real del individuo:
La actitud crítica de la que estamos hablando es totalmente desconfiada de las reglas de conducta con las que la sociedad actualmente constituida proporciona a cada uno de sus miembros. La separación entre individuo y sociedad en virtud de la cual el individuo acepta como natural los límites prescritos para su actividad se relativiza en la teoría crítica. Esta última considera que el marco general que está condicionado por la interacción ciega de las actividades individuales (es decir, la división existente del trabajo y las distinciones de clase) es una función que se origina en la acción humana y, por lo tanto, es un posible objeto de decisión planificada y racional de determinación de objetivos407.
En ese contexto de desconfianza de todas las reglas que caracterizan la sociedad capitalista, uno de los objetivos centrales de parte de este grupo fue atacar la Ilustración y la idea de que, gracias al uso de la razón, occidente había progresado dejando atrás la mitología y otras formas oscuras de encontrar explicaciones a los fenómenos que nos rodean. La racionalidad, afirmaban Adorno y Horkheimer en su libro Dialectic of Enlightenment, era el nuevo mito y sus consecuencias serían devastadoras, pues los impulsos más propiamente humanos serían sometidos a una «razón instrumental» a partir de la cual cualquier cosa podía ser justificada. «La Ilustración —escribieron—, entendida en el sentido más amplio como el avance del pensamiento, siempre ha tenido como objetivo liberar a los seres humanos del miedo e instalarlos como amos. Sin embargo, la tierra completamente iluminada está radiante con un desastre triunfante»408. Lo propio del pensamiento ilustrado, postulan Horkheimer y Adorno, cuyo origen, señalaron, es anterior al período conocido como la «Era de la Razón», es la dominación sobre la naturaleza, la que a su vez implica la dominación del hombre sobre su propia naturaleza debilitándola a través de la represión pensada de sus impulsos y deseos. De ahí que Horkheimer y Adorno, refiriéndose ahora sí a la Ilustración moderna afirmaran que para ella «todo lo que no se ajuste al estándar de cálculo y utilidad debe verse con sospecha» y que no importa «qué mitos se invocan en contra de él, al ser usados como argumentos, están hechos para reconocer el principio mismo de la racionalidad corrosiva en la que se basa la Ilustración. La Ilustración es totalitaria», concluyeron409. El mundo creado por ella, incluyendo su idea de derechos humanos, sería, de este modo, nada más que otro mito, pero uno que sustenta una opresión brutal que llega incluso a ejercerse por parte del individuo sobre sí mismo:
La dominación no solo se paga con el alejamiento de los seres humanos de los objetos dominados, sino que las relaciones de los seres humanos, incluida la relación de los individuos con ellos mismos, han sido embrujadas por la objetivación de la mente […] Las innumerables agencias de producción en masa y su cultura imprimen un comportamiento estandarizado en el individuo como el único natural, decente y proporcional. Los individuos se definen ahora solo como cosas, elementos estadísticos, éxitos o fracasos. Su criterio es la autoconservación, la adaptación exitosa o no exitosa a la objetividad de su función y los esquemas asignados a ella410.
Con esas críticas, Adorno y Horkheimer parecen arrojarse al pacto con Mefistófeles renunciando a un mundo dirigido por la razón, a la que se acusa de ser el instrumento opresor por excelencia en la sociedad burguesa de mercado, para, en cambio, abrazar una especie de «verdadera Ilustración», que es la que ellos han desarrollado con el fin de moderar la dominación que el hombre pretende ejercer de la naturaleza411. La razón en tanto principio de organización social y económica ha de rechazarse por ser «una herramienta universal para la fabricación de todas las demás herramientas, dirigida de forma rígida y tan calamitosa como las operaciones de producción material»412. La pregunta obvia en este punto es cómo es posible discutir siquiera sobre el orden social mismo si el instrumento que hace posible el debate, a saber, la razón, funciona con reglas que ya predeterminan el resultado de la discusión. Mejor abandonarla por completo. O, en otro ejemplo, si la libertad se encuentra definida en términos racionalistas y, por tanto, serviles a la sociedad opresiva del orden burgués, ¿no será la violencia y la revolución total la única alternativa para romper el embrujo racionalista y la verdadera libertad, algo totalmente opuesto a lo que la sociedad burguesa sostiene que es la libertad? Precisamente en esa dirección apuntó la respuesta de Herbert Marcuse, uno de los representantes más influyentes de la Escuela de Frankfurt y crítico acérrimo de la cultura occidental. En su ensayo «Repressive Toleranz» (Tolerancia represiva), dedicado a sus alumnos de la Brandeis University, Marcuse argumentó que la tolerancia era un fin en sí mismo que nos permitía protegernos de la violencia de terceros y, por tanto, una condición necesaria de una sociedad humana. Sin embargo, en su visión, esa sociedad no existía aún en la década de los 60, cuando escribía el ensayo, pues, sostuvo, jamás la opresión y violencia habían sido más grandes. Las democracias occidentales, con su combate en contra del comunismo, su colonialismo y otras prácticas eran tan opresivas como las dictaduras, agregó Marcuse. En consecuencia, la tolerancia no existía más que como disfraz para legitimar un orden establecido que era inherentemente inmoral. «La tolerancia se extiende a medidas políticas, actitudes, condiciones y comportamientos que no deben ser tolerados, porque obstaculizan, donde no destruyen, las posibilidades de estar allí sin miedo y sin miseria»413, escribió. Entre ellos, añadió, se encontraban el mercado y la oposición política en las democracias, las que se encuentran neutralizadas bajo la tiranía de la tolerancia que las obligan a aceptar un estado de cosas contrario a la libertad humana. Incluso el ejercicio de derechos civiles como votar, escribir a senadores y la manifestación de opiniones críticas en la prensa, explicó Marcuse, solo sirve para validar el orden realmente represivo que se ha impuesto. En ese contexto, agrega, la libertad de expresión, de reunión y de habla se convierten meramente en «un instrumento para exculpar a la esclavitud»414. La democracia liberal es, a la luz de lo anterior, una «democracia totalitaria»415. Y es que es solo en circunstancias de igualdad total, agrega, que puede hablarse de verdadera tolerancia, lo cual no es posible en una sociedad de clases, la que puede ser compatible con la «igualdad constitucional», pero nunca con la igualdad real. En suma, en la sociedad liberal burguesa la tolerancia se reduce a un estado pasivo en el que se acepta un orden de cosas que daña al ser humano y la naturaleza.
Este es el modo en que Marcuse realiza la alquimia lingüística, propia de todo pensamiento totalitario, que permite convertir a una idea como la tolerancia liberal en su completo opuesto. La transmutación de la auténtica tolerancia, de la democracia y del estado de derecho en cruda opresión y violencia es, por supuesto, el paso previo para justificar la destrucción del sistema de libertades burguesas con el fin de instaurar la «real libertad». «La libertad debe todavía establecerse incluso en las sociedades más libres existentes», sentencia Marcuse416. Y ello implica que la tolerancia excluya todas aquellas posturas que no promuevan la verdadera liberación, es decir, todas las posiciones que no adhieran a un diagnóstico marxista del tipo que hace Marcuse: «La tolerancia no puede ser indiscriminada e igual con respecto al contenido de la palabra y la expresión de la palabra; no puede proteger las palabras equivocadas y los actos injustos que, de manera demostrable, contradicen y contrarrestan las posibilidades de liberación»417. Y aunque el mismo Marcuse defendió la idea de que una tolerancia más amplia debía permitirse en la discusión académica y privada, al afirmar que «la tolerancia general se vuelve cuestionable cuando ya no existe su base racional, cuando se prescribe la tolerancia y se capacita a individuos que toman como propia la opinión de sus amos y las repiten como loros», dejó abierta la puerta para que esta sea destruida en todos los espacios. Esto porque la racionalidad de las opiniones, según Marcuse, consiste en abrazar la verdad que el mismo Marcuse ha descubierto418. De este modo, la única tolerancia posible, la «verdadera tolerancia» como la llama, es aquella en que se aceptan solo las opiniones de todos los que están de acuerdo con Marcuse y su diagnóstico según el cual la sociedad burguesa occidental es intrínsecamente opresiva: «La tolerancia liberadora significaría, por lo tanto, intolerancia con los movimientos de la derecha y tolerancia con los movimientos de la izquierda», escribió sin un atisbo de duda419. Como consecuencia, en la construcción de la sociedad auténticamente tolerante la libertad académica, de asociación y de expresión deben ser eliminadas en nombre de la «libertad humana» para permitir solo aquellas formulaciones que se ajusten a la narrativa neomarxista:
Esto incluiría privar de la libertad de expresión y reunión a los grupos y movimientos que abogan por políticas agresivas, armamento, chovinismo y discriminación racial y religiosa, o que se opongan a la ampliación de entrega de servicios públicos, seguridad social y asistencia médica. Además, la restauración de la libertad de pensamiento puede requerir nuevas y severas restricciones a las doctrinas y prácticas de las instituciones educativas, que, por sus propios métodos y términos, sirven para integrar la mente en el universo establecido de habla y comportamiento impidiendo una evaluación racional de la alternativa. En la medida en que la libertad de pensamiento conduce a la lucha contra la inhumanidad, la restauración de tal libertad también implica la intolerancia con la investigación científica que vaya en interés de los ‘elementos disuasivos’ mortales y busque el retorno de condiciones anormales e inhumanas420.
Por supuesto, en esta sociedad auténticamente «libre», el poder para determinar lo que se acepta y se rechaza, lo que se permite y se prohíbe debe ejercerlo alguien. Ahora bien, dado que, según Marcuse, se requieren conocimientos empíricos elevados y una racionalidad desarrollada que no se encuentra disponible en el pueblo, los indicados para ejercer ese poder son los expertos como él: «La cuestión de quién califica todas estas distinciones, hacer definiciones e investigaciones para la sociedad en su conjunto ahora tiene una respuesta lógica: cualquiera […] que haya aprendido a pensar de manera racional y autónoma. La respuesta a la dictadura educativa de Platón es la dictadura educativa democrática de los hombres libres»421.
Recapitulando y resumiendo en pocas palabras los postulados anteriores, Marcuse afirma que la verdadera libertad es la de la dictadura que personas como él van a dirigir y que la verdadera racionalidad que conduce a esa libertad es aquella a la cual personas marxistas como él tienen acceso. Todo lo demás es engaño y debe ser extirpado.
La visión ideológica de Marcuse y varios teóricos colegas suyos vino a reforzar la condena que el posmodernismo francés hizo de occidente como una civilización opresora que debía ser destruida, aun cuando, a diferencia del nihilismo y pensadores como Derrida y Foucault, Marcuse no negaba la existencia de una verdad superior. De hecho, fue su defensa lo que le permitió ofrecer un modelo social alternativo de tipo dictatorial, algo que es más dudoso de encontrar en los franceses. Aunque este no llegara a realizarse, su idea de tolerancia represiva instaló una tradición de censura entre la izquierda occidental que ha resurgido con fuerza en los últimos tiempos, particularmente en Estados Unidos, donde Marcuse mismo enseñó muchos años. Es a esa tradición que se puede atribuir al menos en parte el clima de persecución y terror intelectual que se vive entre académicos, estudiantes y cada vez más entre el público general de países desarrollados. Marcuse mismo defendió el uso de la violencia por parte de minorías que se sienten oprimidas, distinguiendo entre la violencia injustificada, que es la que ejerce el opresor a través de las instituciones de la democracia liberal y sus libertadas, y la violencia justificada o reaccionaria, que es la que ejercen los oprimidos en contra de los opresores: «Cuando —los oprimidos— usan la fuerza, no comienzan una nueva cadena de violencia, sino que rompen la establecida. Ya que serán golpeados conocen el riesgo y, cuando están dispuestos a tomarlo, ninguna tercera persona, y menos el educador e intelectual, tienen el derecho de predicar su abstención»422.
Estas ideas fueron enormemente influyentes en las acciones violentas de estudiantes de las décadas de los 60 y 70 en Europa y su lógica es la misma que utilizan hoy para atacar, agredir y censurar las opiniones y personas que no se ajustan a la narrativa de las políticas identitarias. En 1968 el fundador del grupo terrorista alemán de izquierda Baader-Mainhof, Andreas Baader, citó directamente el ensayo de Marcuse para justificar el atentando que había realizado a una tienda comercial423. Actualmente, Marcuse ha sido resucitado por académicos norteamericanos de izquierda, quienes lo han invocado para defender el derecho a clausurar la libertad de expresión en las universidades apoyando la acción violentista del grupo llamado Antifa, el que, reclamando combatir el fascismo, recurre a métodos violentos propiamente fascistas. «El principio de tolerancia», escribieron dos profesores en un paper, «se ha convertido en un instrumento de fuerzas reaccionarias en la supresión de la izquierda radical. Entendida dialécticamente, la bandera de la tolerancia se está utilizando como un medio para neutralizar la oposición de los estudiantes contra un sistema injusto y explotador»424, afirmaron. De este modo, agregaron los académicos, «la tolerancia se invierte» convirtiéndose «en un instrumento de opresión», cumpliendo así con la condición que Herbert Marcuse advirtió en uno de sus ensayos más controvertidos, «Tolerancia represiva». Para ellos, «la tolerancia represiva no solo persiste», sino que se encuentra entre «el arsenal del establishment como un instrumento de lo que Marcuse calificó como contrarrevolución en la sociedad industrial avanzada. Es decir —concluyen—, bajo la demanda de que deberían ser más ‘abiertos’, se instruye a los estudiantes de izquierda para que escuchen de manera pasiva y no expresen oposición a lo que es intolerable»425.
De este modo, inspirada en el espíritu marcusiano, legitimaban representantes de la izquierda académica la reacción violenta en contra de voces distintas a las de ellos, pues todas buscan salvaguardar el orden capitalista y liberal opresor. Por eso, escribieron, «debemos resistir […] agresivamente la demanda de que toleremos las expresiones o promulgaciones de estas opresiones bajo el disfraz de tolerancia liberal». Pues tolerar opiniones distintas sería una «demanda repugnante, nauseabunda, asesina» que exige «rebelarnos en todas las formas que podamos»426.
Esta vocación inquisitorial para imponer agendas de justicia social que eliminen la supuesta «tolerancia represiva» liberal es cada vez más frecuente entre las nuevas generaciones, las que, como hemos visto, están menos dispuestas a aceptar y escuchar puntos de vista opuestos a los propios. Como ha observado April Kelly Woessner, la inclinación totalitaria de la nueva izquierda en las universidades se deriva directamente de la ideología de Marcuse427. Pero incluso si no fuera ese el caso, hay pocas dudas de que su ideología se encuentra ampliamente extendida hoy. En palabras del profesor de derecho de Yale Stephen Carter: «Los censores de hoy en el campus, ya sea que hayan leído a Marcuse o no, han emprendido claramente su proyecto […] Marcuse vive. Los censores seguirán comportándose deplorablemente y recordándonos al resto de nosotros que el verdadero presagio de un futuro autoritario no vive en la Casa Blanca, sino en los bosques de la academia»428.
La situación de la libertad de expresión en los campus universitarios de Estados Unidos —que, como hemos visto, se extiende más allá de ese país y de las universidades— es lo suficientemente crítica como para que varias instituciones educacionales hayan adoptado resoluciones oficiales comprometiéndose en la defensa de la libertad de expresión. Una de las pioneras en esta materia fue la Universidad de Chicago, que en 2015 emitió una resolución ratificando su compromiso con la libre expresión que la izquierda más radical rechaza. En la declaración oficial, la Universidad de Chicago afirmaba que «no es el rol apropiado de la universidad tratar de proteger a los individuos de las ideas y opiniones que les resultan desagradables o incluso profundamente ofensiva», añadiendo que «aunque la universidad valora mucho la civilidad, y aunque todos los miembros de la comunidad universitaria comparten la responsabilidad de mantener un clima de respeto mutuo», estas preocupaciones «nunca se pueden utilizar como justificación para el cierre de la discusión de ideas, por más ofensivas y desagradables que esas ideas puedan ser para algunos miembros de nuestra comunidad»429. Y en una reflexión genuinamente liberal que Marcuse habría detestado, la universidad agregó que aunque los miembros de la comunidad universitaria «son libres de criticar y disputar a los oradores que están invitados a expresar sus puntos de vista en el campus, no pueden obstruir ni interferir con la libertad de los demás para expresar puntos de vista que rechazan o incluso detestan». En consecuencia, concluía, «la universidad tiene la solemne responsabilidad no solo de promover una libertad de debate y deliberación animada e intrépida, sino también de proteger esa libertad cuando otros intentan restringirla»430.
Aunque declaraciones de este tipo, adoptadas por diversas universidades, son vitales para preservar la libertad de expresión, especialmente si la universidad la protege efectivamente sancionando a quienes la busquen censurar, en un clima en que las sanciones son sociales y laborales, no resultan suficientes como demostró la misma universidad en el caso de Ted Hill. Si bien la Universidad de Chicago no admite que se calle a académicos o charlistas polémicos, de ahí a que sus profesores y estudiantes se atrevan a publicar y expresar opiniones políticamente incorrectas hay una gran distancia. El acoso por redes sociales y la destrucción de imagen que son capaces de hacer estos y los medios de comunicación, como hemos visto en numerosos ejemplos, a los que se podrían agregar muchísimos más, crean un clima de miedo y persecución casi imposible de superar. La censura violenta que proponía Marcuse podrá ser eliminada, pero la autocensura no desaparecerá hasta que cambie definitivamente el clima de intimidación predominante del que se nutre una serie de prácticas, burocracias, formas de enseñar ideas y sentimientos menos visibles.
El odio al odio
En su clásico libro On Liberty, el filósofo inglés John Stuart Mill formuló una defensa maximalista de la libertad de expresión bajo dos argumentos centrales. El primero consiste en que la verdad solo puede determinarse permitiendo competir las distintas visiones, y que esta jamás se alcanza definitivamente, por lo que el proceso de confrontación entre las distintas posturas no debe cerrarse jamás. El segundo es que la diversidad de formas de expresión permite el dinamismo de la sociedad, anticipándose a una uniformidad decadente que asfixia la capacidad de crear y progresar. Respecto al primer argumento, Mill sostuvo que aquellos que desean suprimir una opinión, alegan que es falsa, pero ellos no son infalibles y, por lo tanto, no tienen el derecho de excluir a toda la humanidad de oír esa opinión basados en la falsa presunción de su infalibilidad. Mill escribió: «Si la opinión —que se pretende censurar— es verdadera, se elimina la posibilidad de intercambiar la verdad por el error; si es falsa, se pierde lo que es un beneficio casi igual de grande: la percepción más clara y viva de la verdad producida por su colisión con el error»431. Por ello, argumentó Mill, es que la región de la libertad humana, es decir, aquella que debe encontrarse exenta del poder del gobierno y de la tiranía social, «comprende la libertad de conciencia en el sentido más comprehensivo, libertad de pensamiento y sentimiento y absoluta libertad de opinión en todos los temas, prácticos o especulativos, científicos, morales o teológicos»432. Cuando ello no es el caso y solo existe una «convención tácita» de que «las grandes discusiones que ocupan a la humanidad se consideran cerradas», agregó refiriéndose al segundo argumento, la «actividad mental» que ha forjado los grandes períodos de la historia humana desaparece433.
La defensa de Mill sobre la utilidad de la verdad y la humildad intelectual que nos debería caracterizar lo llevó a afirmar que si toda la humanidad menos una persona está de acuerdo en una idea, eso no le da más derecho a la humanidad para censurar la opinión de esa persona que lo que esta tendría de censurar la opinión de la humanidad entera. En ambos casos, advirtió, se impide la discusión que permite aproximarse a la verdad y que alimenta la vitalidad social. Esto es fundamental para entender cómo opera la corrección política en tanto tiranía de la opinión común que silencia a los disidentes, censura que se produce, ante todo, socialmente. Y es que la sociedad, dijo Mill, puede practicar «una tiranía social más formidable que muchos tipos de opresión política», y si bien no suele recurrir a penas tan extremas, «deja menos medios de escape, penetra mucho más profundamente en los detalles de la vida y esclaviza al alma misma». Por eso, añadió Mill, la protección contra la tiranía del magistrado no es suficiente. Se necesita también la protección «contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevaleciente, contra la tendencia de la sociedad de imponer, por otros medios que los civiles y penales, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a los que disienten de ellas»434.