Kitabı oku: «La neoinquisición», sayfa 15
A la luz de la evidencia científica, sugiere Cronin, es simplemente un dogma ideológico afirmar que la cultura es la única responsable de los roles y posiciones que asumimos en nuestra vida profesional. Lo cierto es que nuestros cerebros, al ser distintos, no solo inciden en los resultados de representación en el extremo, sino que nos predisponen a tomar caminos diferentes en todas las áreas de la vida. Dicho de otro modo, si no hay tantas mujeres como hombres en ciencias, ingeniería, directorios o gerencias de empresas es, en buena medida, simplemente porque tenemos valoraciones distintas afirma Cronin. Como ha explicado Susan Pinker, en promedio las mujeres tienen mejores habilidades comunicacionales y sociales que los hombres y también son más empáticas, todo lo cual tiene una base neurológica que se desarrolla desde que son niñas y que luego se proyecta en sus decisiones laborales. De hecho, las mujeres que destacan en matemáticas optan mayormente por carreras como medicina y otras ciencias de la salud, mientras los hombres lo hacen por matemáticas, ingeniería y ciencias computacionales. Esto tiene que ver con la inclinación natural de las mujeres a incorporar una dimensión comunitaria y relacional en su vida laboral y ocurre tanto con las que tienen como las que no tienen hijos505. En consecuencia, forzar, como se pretende hoy, que exista paridad en ciencias u otras áreas solo llevaría a mujeres a tomar carreras que no las satisfacen y a hombres a seguir profesiones para las que no tienen las mejores capacidades. Por lo demás, en áreas como biología y medicina las mujeres superan en cantidad con creces a los hombres, lo que implicaría reducir el número de mujeres si la paridad fuera realmente lo que se busca506.
Pero Pinker va más allá señalando que toda esta obsesión con la representatividad de mujeres en todas las áreas, lejos de valorar a la mujer, la desprecia profundamente. Así, por ejemplo, cuando una mujer prefiere dedicar tiempo a su familia, a actividades sociales u otras que no confieren estatus, dinero o poder, es criticada o descalificada por el discurso feminista y social predominante, que lo atribuye a opresión, falsa conciencia o barreras culturales. Paradójicamente, esto implica esperar que las mujeres elijan carreras tradicionalmente masculinas en lugar de asignarle un valor a sus propias preferencias, lo cual, como es fácil advertir, es el efecto inevitable de una ideología como el feminismo de género que niega la existencia de algo propiamente femenino. En un artículo sintetizando la discusión sobre este tema, Pinker observó que «está claro que las mujeres en muchas naciones industrializadas todavía están bloqueadas no necesariamente por el patriarcado, sino por la expectativa de que deberían ‘apoyarse’ y elegir siempre lo que un hombre haría, ya sea una carrera STEM o el número de horas que uno quiere consagrarle a ella»507.
Que la vida en esas áreas sea una miseria debido a la cantidad de horas de trabajo, que casi no haya espacio para vacaciones, familia o amistades, nada de eso importa a las feministas y a todos los que repiten el dogma de género. «Cincuenta años después del nacimiento del feminismo de segunda ola, todavía es un tabú expresar la idea de que muchas mujeres encuentran la felicidad y la satisfacción en formas que pueden apartarse de la norma masculina», escribe Pinker. Esto es lamentable, agrega, pues la felicidad se obtiene teniendo más tiempo para formar comunidades afectivas, que es exactamente lo que las mujeres buscan en mayor proporción que los hombres porque su cerebro las inclina a ello. Holanda es buen ejemplo de este punto. En ese país existe la obligación del empleador de respetar jornada parcial si así lo eligieran sus empleados hombres o mujeres, pero el 76 por ciento de quienes trabajan tiempo parcial son mujeres, dentro de las cuales 2/3 no tienen hijos en casa. Como resultado, estas muestran niveles de satisfacción personal mucho mayores que sus pares estadounidenses que tienden a decicarse más al trabajo asumiendo todo el costo que eso significa en términos de relaciones humanas. «Sin tiempo para sus relaciones, hijos u otros intereses, los niveles de felicidad de las mujeres se han desplomado» desde la década de los 70 en países industrializados, escribe Pinker. En cambio, las mujeres holandesas, la mayoría de las cuales trabajan solo parte de la semana, «tienen más tiempo para actividades e interacciones que encuentran satisfactorias».
Aquí, Pinker toca un punto esencial y poco discutido en el clima de opinión políticamente correcto influido por doctrinas feministas. Diversos estudios muestran que el nivel de felicidad de las mujeres en el mundo desarrollado es hoy menor que hace cincuenta años a pesar de que jamás han tenido mejores oportunidades educativas y laborales, mayores ingresos, estatus y prestigio. Un famoso paper publicado por el National Bureau of Economic Research en 1999 en Estados Unidos habló de «la paradoja del declive de la felicidad femenina». Los investigadores Betsey Stevenson y Justin Wolfers, ambos de la prestigiosa escuela de negocios Wharton School, concluyeron que si bien muchas brechas socioeconómicas entre hombres y mujeres en países industrializados se habían reducido, la brecha de felicidad se había incrementado sustancialmente:
Según muchas mediciones objetivas, la vida de las mujeres en los Estados Unidos ha mejorado en los últimos treinta y cinco años. Sin embargo, demostramos que las medidas de bienestar subjetivo indican que la felicidad de las mujeres ha disminuido tanto en términos absolutos como en relación con los hombres. La paradoja de la disminución del bienestar relativo de las mujeres se encuentra en varios conjuntos de datos y medidas de bienestar subjetivo, y es generalizada en los grupos demográficos y los países industrializados. Las disminuciones relativas en la felicidad femenina han erosionado una brecha de género en la felicidad según la cual las mujeres, en la década de los 70, típicamente informaban un mayor bienestar subjetivo que los hombres. Estas disminuciones —en felicidad— han continuado y está surgiendo una nueva brecha de género que refleja un mayor bienestar subjetivo para los hombres508.
En otras palabras, las mujeres no solo eran más felices en los años 70 que hoy en día, sino que además eran más felices que los hombres, al contrario a lo que sucede actualmente. Pero nada de esto significa que las mujeres deban quedarse en casa con sus hijos y renunciar a su desarrollo profesional, aunque sea esa una opción tan válida como la de ser CEO de una gran empresa. El punto es que debe reconocerse que la biología influye en el destino de hombres y mujeres y que hay diferencias naturales entre ambos que hacen que las cosas que puedan resultar deseables para un género no lo sean del mismo modo para el otro. Esto es algo que la neoinquisición se niega a reconocer y que muchos rechazan visceralmente, sin entender que están haciendo un enorme daño a las mismas mujeres. Como observa Susan Pinker, «afirmar que la mayoría de las mujeres puede querer algo diferente de la vida de la mayoría de los hombres es explosivo»509. El hecho de que existan algunas diferencias entre el comportamiento masculino y el femenino ancladas en la naturaleza, agrega, «se ha convertido en un tema altamente politizado» porque «muchos argumentan a favor de la fluidez de género en toda la especie humana», suponiendo que las «diferencias sociales observables entre los sexos son inculcadas por las normas sociales» y que, por tanto, si eliminamos esas normas eliminaremos «cualquier diferencia entre hombre y mujer»510. Así, continúa Pinker reflexionando sobre la ideología de género, nos convertiremos en una «sociedad neutral en cuanto al género» aunque paradójicamente el ideal de comportamiento que se postula «es masculino para ambos sexos»511. Todo esto es absurdo, concluye Pinker, señalando que la ciencia ha demostrado de manera contundente que hay diferencias biológicas entre hombres y mujeres que tienen efectos sociales. «Estas diferencias influenciadas biológicamente inciden en la elección de metas y en las preferencias de vida distintas» tanto entre la gente común y corriente como entre los que consiguen «logros estratosféricos»512. En general, continúa Pinker, los hombres como grupo valoran el trabajo a tiempo completo, la posibilidad de generar un impacto y ganar altos ingresos, mientras que las mujeres valoran más el trabajo a tiempo parcial, el tiempo para las relaciones cercanas, la participación familiar y comunitaria. Estas preferencias son tan marcadas que entre los hombres y mujeres más dotados, ellos dedican más horas a trabajar que las mujeres, incluso cuando ambos trabajan a tiempo completo. Estudios muestran que el 30 por ciento de las mujeres, pero solo el 7 por ciento de los hombres, querían trabajar menos que tiempo completo en su trabajo ideal. Ante toda esta evidencia, Pinker concluye que «frente a los datos que surgen de las nuevas tecnologías, los estudios del genoma, la neurociencia social, los estudios con animales y las influencias hormonales que alteran nuestra arquitectura cerebral tanto como esculpen nuestros cuerpos, negar la existencia de cualquier diferencia sexual biológica equivale a negar la existencia de la ciencia»513.
Es ese oscurantismo el que practica la escuela feminista hegemónica y aquellos que han comprado el discurso ideológico de que el género es una construcción social. Al hacerlo son ellos, finaliza Pinker, quienes están creando un mundo peor: «Cuando se trata de sexo, un mundo sin diferencias no es solo una ficción. Es un lugar más intolerante, infeliz y, en última instancia, menos democrático»514.
Sin duda uno de los resultados que han conseguido los famosos estudios feministas y de género, con su negación científica, ha sido convertir a muchos de sus estudiantes en activistas resentidos. Como explica la feminista de Yale Camille Paglia, «no se puede tener un feminismo que es hostil a las ciencias». Los programas de estudio de hoy sobre la materia agrega, carecen de «integridad académica» y son más bien «células políticas intocables y sacrosantas»515. Paglia se lamenta de que la necesidad de incorporar «genética, anatomía, neurología, endocrinología y un análisis histórico de alto nivel» haya sido reemplazada por el «posestructuralismo pernicioso» que invadió las universidades americanas516. La consecuencia ha sido que estos programas de género han creado «la nueva policía de pensamiento de la corrección política»517.
La brecha salarial
En el contexto de la discusión sobre igualdad de género, ha emergido un dogma, repetido varias veces en la discusión pública global, según el cual la brecha salarial existente entre hombres y mujeres estaría fundada esencialmente en la discriminación de género injusta que se daría en un orden dominado por hombres. Incluso más, para algunas agrupaciones femenistas estadounidenses y europeas, gracias a los movimientos feministas de la década de 1960 la mujer pudo liberarse y acceder a mejores oportunidades.
Los estudios revelan, sin embargo, que la proporción de mujeres profesionales en Estados Unidos fue mayor en las primeras dos décadas del siglo XX, mucho antes del auge feminista y de las leyes antidiscriminación, que a mediados de siglo. En efecto, entre 1921 y 1932 el porcentaje de mujeres que conseguía doctorados en universidades estadounidenses era de 17 por ciento comparado con un 10 por ciento en las décadas de 1950 y 1960. En la década de 1930 las mujeres obtenían entre un 20 por ciento y 25 por ciento de los doctorados en biología y un 10 por ciento de los doctorados en economía, comparado con un 12,5 por ciento y un 2 por ciento, respectivamente, en la década de 1950518. La misma tendencia a la baja se verificó en las humanidades, derecho y química. Adicionalmente, en 1961 la cantidad de mujeres con posiciones académicas era menor que en 1930 y la edad promedio de matrimonio era también mayor a principios que a mediados de siglo519. Estos datos sin duda sorprenderían a muchas personas convencidas de la narrativa feminista que hoy en día lleva a tantos al agotador ejercicio de estar contando mujeres en todas partes y a asumir que cualquier diferencia de ingresos entre hombres y mujeres en tanto grupos es totalmente injustificada.
Este espíritu inquisitorial, que forma parte de la cultura popular, se reflejó perfectamente en 2019 cuando una periodista preguntó a Rafael Nadal qué le parecía el hecho de que los hombres ganaran más que las mujeres en el tenis. Ante ello Nadal contestó que no sabía la respuesta y que tampoco sabía la respuesta a la pregunta de por qué las mujeres ganaban más que los hombres en el modelaje, agregando que ahí nadie dice nada520. La respuesta de Nadal fue brillante, pues logró dejar en evidencia la falacia de que hombres y mujeres deben ganar lo mismo solo por hacer lo mismo y enrostrar la hipocresía que atraviesa todo el debate sobre brecha salarial, en el que solo se mencionan los casos en que los hombres ganan más. El entonces número uno del ranking ATP, Novak Djokovic, fue aún menos diplomático y argumentó —desatando de paso la indignación de Serena Williams— que le parecía injusto que en el tenis las mujeres y los hombres ganaran lo mismo si los partidos de los hombres tenían más audiencia y vendían más entradas521. Con su respuesta, tanto Djokovic como Nadal dieron a entender los principios básicos de economía que están en juego: el ingreso es una función de la productividad; por lo tanto, si los hombres generan más dinero para el circuito que las mujeres, es evidente y justo que ganen más. Quien decide esto finalmente son los espectadores, que prefieren ver partidos de hombres antes que de mujeres porque, en general, les resultan más atractivos y competitivos.
Ahora bien, en tenis, aquellos torneos en que juegan hombres y mujeres, como las Grand Slam, reparten premios iguales, pero aquellos donde solo juegan mujeres reparten bastante menos comparados con aquellos donde solo juegan hombres. ¿Es esto pura discriminación? Los datos dicen que no. En 2015, 973 millones de personas vieron los partidos de los hombres en el ATP contra 395 millones que vieron los partidos de las mujeres de la WTA. La final de hombres Wimbledon el mismo año fue vista por 9,2 millones de personas versus 3,3 millones la misma final de mujeres; y la del US Open de hombres alcanzó 3,3 millones de vistas contra 1,6 millones la de mujeres, aunque aquí ha habido excepciones ocasionales. También en general los hombres venden muchas más entradas que las mujeres522.
Un debate similar se ha producido en el fútbol luego de que la selección femenina de Estados Unidos ganara el mundial en 2019, ocasión en que recibieron un premio de 4 millones de dólares, comparado con los 38 millones de dólares del equipo de hombres francés por lograr la victoria en el campeonato mundial en el 2018. Esto significa que las mujeres ganan apenas un 10,5 por ciento de lo que ganan los hombres por hacer exactamente lo mismo, lo que bajo cualquier perspectiva de igualdad de género es un escándalo. La economía, sin embargo, no se doblega ante la ideología de la corrección política. Mientras la copa mundial de hombres en 2018 generó ganancias por 6 mil millones de dólares, la de mujeres en 2019 consiguió ingresos de apenas 131 millones de dólares, lo que equivale a un 2 por ciento de lo que generaron los hombres523. Si el salario debiera ser función del aporte productivo real como sugiere Sam Frank, del American Institute for Economic Research, entonces las mujeres deberían ganar ese 2 por ciento en relación a los hombres y no el 10,5 por ciento que ganan, lo que significa que estas obtendrían una remuneración cinco veces más alta de lo que deberían524. Hay que decir, en todo caso, que el reclamo de las jugadoras estadounidenses se refería a la diferencia de ingresos con los jugadores hombres de su propio país, respecto de los cuales alegaban que, a pesar de generar ingresos semejantes o mayores, eran mejor pagados. La polémica alcanzó el máximo nivel con la demanda que el equipo de fútbol femenino interpuso en contra de la Federación de Fútbol de Estados Unidos por «discriminación institucionalizada de género». Como de costumbre, las redes sociales y la prensa incendiaron el país e incluso decenas de congresistas enviaron una carta al presidente de la Federación, Carlos Cordeiro, declarando su indignación por la injusta discriminación a que supuestamente eran sometidas las mujeres. No pasó demasiado tiempo hasta que las auditorías encargadas por la Federación se hicieron públicas revelando que las mujeres recibían un pago incluso mayor que a sus pares masculinos. El informe es sintomático no solo por mostrar que la diferencia de pago en salarios y bonos en el período 2010-2018 era casi de un 30 por ciento en beneficio de ellas —34,1 versus 26,4 millones de dólares—, sino que dejó en evidencia una serie de beneficios que reciben las mujeres a los cuales los hombres no tienen acceso. Entre ellos se encontraban seguros de salud con cobertura completa, plan de pensiones, planes de maternidad pagados, asistencia con el cuidado de niños y protección garantizada en caso de lesión. El carácter ideológico del ataque a la Federación fue aún más evidente cuando se consideran las cifras de los ingresos generados por hombres y mujeres. Según la auditoría, entre 2009 y 2019, las mujeres generaron ingresos brutos de 101,3 millones de dólares en 238 juegos, dando un promedio de US$425.446 por juego. Los hombres, en tanto, generaron ingresos brutos de 185,7 millones de dólares en 191 juegos, dando un promedio de US$972.147 por juego. Es decir, en promedio, los hombres generaron el doble de ingresos que las mujeres. Todavía más, la auditoría concluyó que, a lo largo de todo el período de once años, las mujeres generaron una pérdida neta de 27,5 millones de dólares. Para las feministas, el demoledor golpe que estos datos implicaron para el dogma de la brecha salarial solo empeoró con la conclusión «patriarcal» que el informe ofreció: «US Soccer no considera estas como pérdidas, sino más bien como una inversión importante en nuestro Equipo Nacional Femenino y en el crecimiento a largo plazo del fútbol femenino»525.
Como es evidente, no existirá ahora un movimiento de protesta por la discriminación salarial a la que se encuentran sujetos los hombres, pues en la cultura del victimismo actual ellos serían los opresores. Pero incluso en esa cultura, Megan Rapinoe, la capitana del equipo de fútbol femenino estadounidense, mostró entender principios básicos de economía cuando declaró en una entrevista en CNN que los fans debían apoyarlas asistiendo a los juegos de liga, comprando camisetas de jugadoras y boletos de temporada526. Esa es exactamente la lógica que en el mercado determina salarios cuando no hay presiones externas.
La productividad es también la razón por la que la modelo mejor pagada en 2016, Giselle Bündchen, ganó 42 millones de dólares contra 1,5 millones de Sean O’Pry, el modelo mejor pagado. Esto se explica porque la industria de la moda femenina obtiene ingresos por 621 mil millones de dólares comparado con 400 mil millones de dólares en el caso de los hombres527. Además, las mujeres se convierten en figuras asociadas a casas de moda, lo que no ocurre igualmente con los hombres.
Pero la discusión sobre la brecha salarial y su causal de género trasciende con creces el rubro de los deportes y de la moda extendiéndose a prácticamente todas las áreas profesionales en todos los países. Es usual oír hablar de que en promedio las mujeres ganan entre un 5 por ciento a 30 por ciento menos que los hombres y que esto es una injusticia que merece ser reparada. Según la Unión Europea, en sus países miembros el promedio de la brecha salarial, definida como «la diferencia relativa en el ingreso bruto promedio de mujeres y hombres dentro de la economía en su conjunto», es de 16 por ciento, variando desde menos de 8 por ciento en naciones como Bélgica, Rumania, Italia y Polonia a más de 20 por ciento en Austria, Alemania y el Reino Unido528. En Estados Unidos esta es de 22 por ciento entre hombres y mujeres trabajando tiempo completo, según el Bureau of Labor Statistics. En otras palabras, por cada dólar que gana un hombre, una mujer gana 78 centavos529.
El problema con todo este análisis es que, de la forma en que se suele plantear, la mera existencia de que la brecha salarial ya demuestra discriminación contra la mujer es simplemente falso. Un excelente ejemplo de lo absurda que resulta esta narrativa lo ofrece un estudio de la Universidad de Stanford sobre brecha salarial en más de un millón de conductores de Uber. Como se sabe, la plataforma es completamente ciega a diferencias de género, pagando a los choferes exclusivamente por su desempeño con clientes. A pesar de ello, el estudio publicado en 2019 concluyó que había un 7 por ciento de brecha de ingresos entre hombres y mujeres, la cual era enteramente atribuible a la experiencia de los conductores con la plataforma, las preferencias sobre dónde trabajar y la velocidad en el manejo. Así, ni siquiera una economía totalmente ciega a diferencias de género como la digital, donde la discriminación es imposible, garantiza que se elimine la brecha salarial. De ahí que los autores del estudio concluyeran: «No encontramos que los hombres y las mujeres se vean afectados de manera diferente […] por la discriminación del cliente. Nuestros resultados sugieren que no hay razón para esperar que la economía «gig» cierre las brechas de género». Y luego añadieron que «incluso en ausencia de discriminación y en mercados laborales flexibles, el costo de oportunidad relativamente alto de las mujeres que significa el tiempo de trabajo no remunerado y las diferencias de preferencias y limitaciones basadas en el género pueden sostener una brecha salarial de género»530. En otras palabras, tal como ha sugerido Susan Pinker, hombres y mujeres tienen distintas aproximaciones hacia el trabajo ya que valoran diferentes factores. De ahí que la diferencia de ingresos no tenga que ver con la capacidad de cada género, sino más bien con la cantidad de horas que hombres y mujeres le dedican al trabajo —diariamente o a lo largo de toda su carrera— y con la experiencia adquirida en ese tiempo.
Lo que el caso de Uber revela no es que no exista una diferencia entre los ingresos promedios de los hombres y de las mujeres, sino lo que esta realmente esconde. Cualquier grupo de personas a los que se realice el ejercicio de comparación presentará diferencias de ingresos. Perfectamente se podría medir el ingreso promedio de las personas rubias y compararlo con el de las personas pelirrojas, o las altas y las bajas, o las gordas y las flacas; y lo más probable es que habría una brecha de ingresos, pero eso no habla necesariamente de que exista una discriminación o sesgo en contra de ningún grupo. Es más, si fuera cierto que por exactamente el mismo trabajo las mujeres ganan menos que los hombres, entonces todos los empleadores contratarían solo mujeres, pues obtendrían igual productividad a menor costo, con lo cual aumentarían sus ganancias. Esto no quiere decir que no haya culturas donde las mujeres son desaventajadas social y legalmente y que no se den casos de discriminación y abuso. El punto es que cuando se mide la brecha salarial entre hombres y mujeres, o cualquier grupo, hay un sinnúmero de factores que se deben tomar en cuenta para explicarlo y que no se incorporan en la dogmática de la corrección política actual. Científicamente no tiene sentido medir meros promedios de ingresos sin corregir esas mediciones por el tipo de trabajos que se realiza, pues si es el caso que la mayoría de los hombres medidos son ingenieros y la mayoría de las mujeres enfermeras, obviamente habrá una brecha salarial, pero eso tiene que ver con la productividad de la profesión y no con algún tipo de injusticia. La misma brecha existirá entre mujeres ingenieras y hombres obreros o enfermeros. Pero además se debe corregir por tipo de jornada laboral, por ausencia del mercado del trabajo debido a maternidad o enfermedad, por nivel de calificaciones, cargo, disposición al riesgo físico y así sucesivamente. Cuando se corrige por todos los factores que corresponden, la verdad es que la brecha salarial casi desaparece en prácticamente todos los países occidentales en que hay buena información disponible. Como observó The Economist, cuando se hacen bien las mediciones, «en Gran Bretaña, como en otros países europeos, la brecha media en el pago entre hombres y mujeres, en exactamente los mismos trabajos, es pequeña o inexistente»531. Y si bien se ve en las posiciones mejor pagadas, esto, según The Economist, poco tiene que ver con discriminación. Lo mismo ocurre en Estados Unidos, donde este tema se ha tomado por completo la agenda pública. Ya un trabajo de 2009 del Department of Labor del gobierno de ese país, analizando múltiples datos del mercado del trabajo, llegó a la «conclusión inequívoca de que las diferencias en la compensación de hombres y mujeres son el resultado de una multitud de factores y que la brecha salarial no debe utilizarse como base para justificar la acción correctiva. De hecho, puede que no haya nada que corregir. Las diferencias en los salarios brutos pueden ser casi enteramente el resultado de las decisiones individuales hechas por trabajadores tanto hombres como mujeres»532.
En cuanto a la brecha salarial de género más general en Estados Unidos, podría comenzar señalándose que a pesar de que los hombres representan el 54 por ciento del mercado del trabajo, estos constituyen el 92 por ciento de los muertos por accidentes laborales. La razón es que los hombres toman trabajos más riesgosos —y por tanto mejor pagados— que las mujeres, algo que sin duda tiene una explicación evolutiva. Que las mujeres son menos del 4 por ciento de la fuerza de trabajo en construcción y mantenimiento, menos del 2 por ciento de instaladores de techos y albañiles y menos del 1 por ciento de los mecánicos y técnicos de maquinaria pesada no puede explicarse solo por la cultura patriarcal533.
Ahora bien, cuando de ingresos se trata, un factor que no puede dejar de considerarse es la decisión de muchas mujeres de tener familia durante su vida laboral, lo que influye directamente sobre el tipo de carrera y jornada que estas están dispuestas a perseguir. Asimismo, los años que las mujeres se ausentan del trabajo por sus hijos tienen un efecto directo sobre su salario, ya que son cientos de horas las que dejan de trabajar acumulando, como consecuencia, menos experiencia que los hombres. Esto explica que incluso a iguales calificaciones en el mismo trabajo a muchas mujeres se les pague menos, ya que tienen menos experiencia que sus pares hombres, quienes se han podido desarrollar por más tiempo en su carrera. Nada de eso es discriminación, sino simple ejercicio de preferencias y realidades económicas. De hecho, en Estados Unidos, entre mujeres calificadas de cuarenta a sesenta y cuatro años que jamás tuvieron hijos ni se casaron, las mujeres ganan sustancialmente más que los hombres en la misma categoría —47 mil versus 40 mil dólares—, lo cual no podría ocurrir si existiera una discriminación contra la mujer solo por ser mujer534. Más aún, ya en 1969 las mujeres académicas nunca casadas tenían ingresos superiores a los hombres académicos no casados, y lo mismo ocurría en 1971 con aquellas mujeres solteras en otras áreas profesionales, cuyos ingresos superaban levemente los de los hombres. Del mismo modo, en 1994, el ingreso de entrada al mercado de graduados de derecho era también en promedio superior para las mujeres que para los hombres: 50 mil versus 48 mil dólares. Por eso, el economista Thomas Sowell concluye que «la principal razón por la que las mujeres ganan menos que los hombres no es que se les pague menos por hacer el mismo trabajo sino que tienen menos horas de experiencia por una distribución diferente de su tiempo invertido en él y una menor continuidad en la fuerza de trabajo»535. De hecho, el diferencial de ingreso es muy bajo al inicio de la carrera laboral entre hombres y mujeres con idénticas profesiones y cargos e inexistente para trabajadores de tiempo completo entre veintiún y veinticinco años sin hijos ni parejas536.
Es en el trascurso de la vida laboral que emerge una diferencia salarial que está basada en las decisiones que toman las mujeres, alejándose muchas veces del mundo profesional para priorizar la realización personal. Esto es lo que ha concluido la economista de Harvard Claudia Goldin, quien ha dedicado décadas al estudio de la diferencia salarial: «Los factores más importantes que explican la brecha de ingresos por género son las horas semanales y el tiempo que se pasa fuera de la fuerza laboral»537, afirma. Entre otros, Goldin estudió el comportamiento de las mujeres con las mejores proyecciones laborales, aquellas con MBA de la Universidad de Chicago, para compararlas con sus pares hombres del mismo programa. Lo que encontró fue que cuando tienen hijos, las mujeres se mueven a posiciones de jornada flexibles, lo que las lleva a ganar incluso por hora menos que quienes no lo hacen. «Los sectores financieros y corporativos penalizan en gran medida las menores horas», dice Goldin, agregando que esto es «tanto para hombres como para mujeres», de modo que no existe una discriminación basada en el género que explique la brecha salarial. Goldin demostró que se produce un fenómeno llamado «no linealidad de los salarios», y que conduce a que las personas que trabajan más horas reciban una recompensa por cada hora trabajada en relación a quienes trabajan menos horas. En otras palabras, si una persona trabaja tiempo parcial y otra igual de calificada trabaja tiempo completo en el mismo trabajo, no van a recibir exactamente el mismo sueldo por hora trabajada. Los abogados egresados de Michigan Law School confirman la tendencia mostrada por los MBA: «Las ganancias son claramente no lineales, y las personas que trabajan más horas por semana ganan más por hora. Estos hallazgos resisten los controles durante años fuera del trabajo y años trabajando a tiempo parcial», dice Goldin, y añade que «la fracción de mujeres en el grupo de menos horas es mucho más alta, y la fracción de las mujeres que tienen hijos también es mucho más alta en el grupo de horas más bajas»538.