Kitabı oku: «La neoinquisición», sayfa 2

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Es a combatir ese reino de oscuridad del que habla Scruton, uno donde gobierna la intolerancia, el irracionalismo y el pensamiento único, que están dedicadas las próximas páginas.

Palo Alto, enero, 2020.


«Es mi firme convicción que esta insistencia irracional en la emoción y la pasión conduce, en última instancia, a lo que solo merece el nombre de crimen […] dicha actitud, que […] en el peor de los casos conlleva un desprecio por la razón humana, debe conducir al empleo de la violencia y la fuerza bruta como árbitro último en toda disputa».

Karl Popper

El fin de la verdad

Nazi, xenófobo, racista, homofóbico, transfóbico, islamofóbico. Entre muchos otros, estos apelativos pertenecen a la batería de insultos con los que el discurso de la corrección política dominante actualmente pretende acallar voces que le resulten incómodas o intolerables. Los alemanes se refieren a este tipo de adjetivos como «Totschlagargumente», lo que se podría traducir como «recursos retóricos que buscan de un solo golpe liquidar moralmente al oponente de modo de no hacerse cargo de sus argumentos». Su propósito es evadir a toda costa el enfrentamiento honesto y racional de ideas para, en lugar de ello, cosechar una espontánea aclamación pública basada en emociones impermeables a la evidencia y la lógica. Se trata, en otras palabras, de una forma de no-pensar que acepta como legítimas solo aquellas posturas que encuentran respaldo en el exhibicionismo moral de grupos dispuestos a indignarse fácilmente. El concepto central en este contexto es el de emociones, ya que todo lo que se diga debe procurar no ofender las sensibilidades de colectivos supuestamente victimizados por la sociedad, quienes pueden sentirse atacados incluso por las expresiones o errores más inofensivos. Un ejemplo que sintetiza a la perfección el espíritu que anima la neoinquisición sentimentalista de los tiempos que corren se daría en la presentación de los Golden Globes en 2017. Tras ser acusado de racista y discriminador por haber cometido el «crimen» de confundir los nombres de dos películas con repartos de actores de color —Fences y Hidden Figures— el actor Michael Keaton se disculpó declarando: «Me hace sentir tan mal que la gente se sienta mal. Si alguien se siente mal, eso es todo lo que importa»29. Las palabras de Keaton no constituyen una aislada reacción esperable del mundo hipersensible del espectáculo, sino la nueva normalidad. En 2019, un escándalo monumental asoló Virginia cuando las tres autoridades máximas del estado, todos demócratas, se vieron involucradas en actos de supuesto «racismo» y abuso sexual. Uno de los casos más escandalosos fue el del fiscal general Mark Herring, de quien se descubrió que, en 1980, cuando tenía diecinueve años, fue a una fiesta de disfraces con la cara pintada negra emulando a un rapero cuya música solía disfrutar. La respuesta de Herring a los ataques que sufrió por haber cometido ese pecado, lejos de invocar un mínimo de sentido común y sensatez, confirmó la motivación histérica de sus inquisidores: «Lamento profundamente el dolor que he causado con esta revelación […] conversaciones y discusiones honestas dejarán en claro si puedo o debo continuar sirviendo como fiscal general», dijo. Y como si su «falta» hubiera sido equivalente a haber pertenecido alguna vez al Ku Klux Klan, agregó: «Esa conducta muestra claramente que, cuando era joven, tenía una falta de conciencia insensible, e insensible al dolor que mi comportamiento podía infligir a los demás […] Esta conducta no refleja de ninguna manera al hombre en el que me he convertido en los casi cuarenta años desde entonces»30. Que, tras todos esos años, una de las máximas autoridades políticas de Estados Unidos se derrumbara pidiendo disculpas por haber usado un disfraz cuando era joven solo puede deberse al hecho de que hoy vivimos en lo que la intelectual Ayaan Hirsi Ali denominó «emocracia»31. Esta podría definirse como un tipo de vida común en la que todo lo que importan son las emociones, específicamente sentirse bien con lo que se dice y se hace, procurando no ofender a nadie que se declare víctima y, adicionalmente, como en las sociedades del tabú, autoflagelarse públicamente por cualquier conducta realizada en cualquier momento de la vida que se pueda subjetivamente considerar lesiva de esas emociones. El que una muchacha bienintencionada de dieciséis años, carente de todo conocimiento sobre temas ambientales, sea presentada casi como la salvadora de la humanidad por el movimiento ambientalista y diversos medios occidentales es una muestra del punto insensato al que ha llegado la emocracia. Este sinsentido es aún más evidente cuando se considera que el mediático cruce del Atlántico que Greta Thunberg realizó en velero en agosto de 2019 con el fin de no generar emisiones, terminó emitiendo mucho más CO2 que si hubiera volado, ya que fue necesario enviar a una tripulación de cinco personas en avión a Nueva York para ayudar a llevar el velero de regreso a Europa. Incluso el capitán del velero, Boris Herman, tomó un vuelo transatlántico de regreso, lo que elevó el número de pasajeros a seis incrementando en varias veces la huella de carbono que tanto les preocupa a los ambientalistas32. Pero como lo relevante aquí son las emociones —y probablemente el negocio tras ellas—, entonces el futuro de la humanidad que se declara defender pasa a un segundo plano y la pantomima se perpetúa sin que nadie se escandalice. Es el Zeitgeist, el espíritu de la época, que todo lo remece y del que nadie, como anunciara Hölderlin, puede esconderse. Si hubiera que elegir una frase de alguien que consiguió capturar la esencia de ese Zeitgeist, sería la de la joven demócrata de origen latino Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) —la nueva sensación de la política estadounidense—. En una entrevista con Anderson Cooper de CNN en la que él le enrostrara los innumerables errores de hecho que cometía en sus propuestas y declaraciones, AOC simplemente contestó: «Creo que hay mucha gente preocupada más de ser precisos con los hechos y la semántica que de proponer lo que es moralmente correcto»33.

No es necesaria una reflexión filosófica demasiado sofisticada para entender que si aceptamos la idea según la cual, más allá de las normas de decencia tradicionales, debemos, a como dé lugar, evitar ofender a personas de distinto tipo —homosexuales, mujeres, minorías étnicas, religiosas, inmigrantes, etc.—, estamos renunciando irremediablemente al compromiso con la verdad y con la democracia. Con la verdad porque, como es obvio, esta no tiene obligación de ser emocionalmente agradable con ningún grupo ni persona en particular; y con la democracia, porque el diálogo racional, es decir, aquel basado en la evidencia y las leyes de la lógica, es el único método de resolución pacífica de conflictos existente en las sociedades humanas. Puesto que las emociones son por naturaleza subjetivas, asumir los sentimientos como criterio de validez de las expresiones implica que desaparezcan aquellas reglas generales e imparciales que permiten diferenciar lo que es verdadero de lo que es falso y lo que es correcto de lo que es incorrecto. Cada persona o grupo puede reclamar que tiene su propia verdad, una que es contingente a la interpretación personal de sus experiencias y por tanto incomprensible para aquellos que no la comparten, quienes simplemente tienen la obligación de aceptarla. Este marco comunicativo, promovido de manera irreflexiva por los campeones de la corrección política, se transformaría en un verdadero «diálogo de sordos», ya que el lenguaje perdería la capacidad de referirse a realidades universalmente comprensibles.

La anécdota relatada por el periodista Andrew Sullivan en una de sus columnas ilustra las consecuencias que para la conveniencia social supone el irracionalismo cultivado por la corrección política interesada más en los sentimientos que en la verdad objetiva. Cuenta Sullivan que tras celebrar el hecho de que ya no existieran las leyes Jim Crow34, el grupo con el cual conversaba en un evento lo miró atónito afirmando que la segregación racial seguía viva en Estados Unidos. No solo eso, una mujer afroamericana que se encontraba presente lo increpó advirtiéndole que la esclavitud jamás se había terminado. Al manifestarse en desacuerdo, la mujer le contestó que a él, como hombre blanco, no le correspondía cuestionar «su realidad de mujer negra»35.

La lógica que subyace al reclamo de la mujer es que «su realidad» es válida simplemente porque es suya, una víctima autoproclamada del sistema, mientras la realidad a la que se refiere Sullivan es falsa porque corresponde a su privilegiada experiencia de hombre blanco. La pregunta, por supuesto, es cómo determinar quién tiene razón. Dos alternativas surgen de inmediato: o uno se impone censurando al otro, que fue lo que intentó la mujer utilizando el Totschlagargument de que el ser víctima le daba automáticamente la razón, o se establece un estándar objetivo sobre qué es la esclavitud para luego determinar hasta qué punto se verifica en los hechos, que es a lo que apuntaba Sullivan. Nótese que la crítica aquí formulada no es a la existencia efectiva del sentimiento de esclavitud que se declara, pues bien puede ser el caso que la persona se sienta efectivamente algo parecido a una esclava, como también podría ocurrir que un esclavo con un amo bondadoso se sienta libre aunque realmente no lo sea. La crítica es a la pretensión de que ese sentimiento se refiera a una realidad objetiva y que por tanto deba tomarse como si fuera verdadero y no producto de la impresión de la persona que se declara victimizada. En otras palabras, la esclavitud no puede ser mero sentimiento o producto del lenguaje, pues si lo fuera dejaría de tener validez como categoría de análisis, ya que podría haber tantas nociones de esclavitud como humanos hay en el mundo, lo que haría imposible hablar de ella con sentido.

Nada de lo anterior significa, por supuesto, que no deba existir una preocupación por el sufrimiento ajeno. Cuando, en su The Theory of Moral Sentiments, Adam Smith afirmó que «independientemente de lo egoísta que sea un ser humano, evidentemente su naturaleza contiene principios que lo hacen preocuparse por la fortuna de otros», daba cuenta de una de la virtudes más nobles y útiles de nuestra especie: la empatía o, en sus palabras, la simpatía36. Sin embargo, el mismo Smith propuso un criterio racional para calibrar el nivel de empatía que hemos de sentir: «No podemos formarnos una idea de la manera en que otros son afectados más que concibiendo lo que nosotros mismos sentiríamos en una situación similar»37. La idea crucial en este pasaje es que existe una realidad externa que induce un determinado clima interior y que es solo tomando los hechos objetivos que configuran dichas condiciones externas la manera en como logramos empatizar con el que sufre. Como es obvio, es imposible hacer esto con una persona que se declara esclava y que, no obstante, trabaja libremente, con un buen ingreso y con las mismas garantías legales de las que gozan todos los demás ciudadanos sin excepción. Así, uno de los efectos más perniciosos de la corrección política actual es que al fomentar un ambiente cargado de irracionalismo relativista no solo se hace imposible la comunicación significativa entre posturas divergentes, sino que se destruye la capacidad misma de empatizar con otros de una manera no patológica, pues esta solo puede darse, como sugiere Smith, sobre la base de un principio de realidad que trasciende a la mera subjetividad. Sin esa verdad objetiva, todo lo que queda es la sumisión al capricho de una de las partes.

Ahora bien, la discusión en torno a la existencia de la verdad, y si acaso es posible o no acceder a ella y hasta qué punto, se ha dado durante milenios y ciertamente se seguirá dando. Sin embargo, más allá de los fascinantes e inacabables debates epistemológicos en que se han enfrascado pensadores de todos los tiempos, no cabe duda de que, como ha sostenido el filósofo estadounidense Harry Frankfurt, ninguna sociedad puede ser mínimamente funcional sin una «apreciación robusta de la infinita utilidad proteica de la verdad»38. Sería imposible, agrega Frankfurt demoliendo la lógica expuesta por AOC, tomar decisiones y hacer juicios informados sobre los temas públicos más relevantes sin conocer suficiente sobre los hechos, y menos aún conseguir prosperidad si no pensáramos que la verdad existe independientemente de la experiencia subjetiva de cada individuo. Bertrand Russel argumentaba en esa línea cuando, constatando la fragmentación filosófica y cultural que la reforma protestante había generado en la idea de verdad, sostuvo que ninguna sociedad «espiritualmente sana» tolera un subjetivismo radical, pues este abre rápidamente el paso a la irracionalidad destruyendo la idea de comunidad39. Por ello, no es exagerado decir, como Frankfurt, que toda la empresa civilizadora depende de la claridad y honestidad con que se debatan los hechos40.

El literato y científico alemán Johann Wolfgang von Goethe advirtió esto perfectamente en su obra más célebre, Fausto. En ella, el demonio, Mefistófeles, hace una apuesta con Dios de que puede corromper a Fausto, el humano ideal, la cual Dios acepta. Finalmente, Fausto, un personaje obsesivo, incapaz de disfrutar la vida y que había llegado a despreciar las ciencias y la razón porque no podían proveerle de todo el conocimiento del universo, realiza el pacto con Mefistófeles, a quien, a cambio de su alma, le exige una vida entregada a la furia desatada de los sentimientos y las pasiones:

Se ha rasgado el hilo del pensar, hace mucho que me asquean los saberes […] Me entrego al vértigo, al placer más doloroso, al amado odio, al fastidio que reconforta. Mi pecho, que se ha sanado del ansia de saber, jamás se cerrará a ningún dolor. Quiero disfrutar dentro de mí de lo que ha disfrutado el conjunto de la humanidad41.

Ese sería el origen de la tragedia de Fausto, quien luego de rejuvenecer se enamoraría de Gretchen y la terminaría seduciendo con la ayuda de una pócima mágica. Sin quererlo, Gretchen quedaría embarazada de Fausto viéndose obligada a matar a su propio hijo debido a las circunstancias de su embarazo, crimen por el que sería apresada y luego ejecutada, a pesar de los esfuerzos de Fausto por rescatarla.

Parte de la enseñanza de Goethe en esta historia es que la naturaleza del pensar implica un compromiso con los hechos, con la idea de verdad y la razón como el instrumento para descubrirla o, al menos, para acercarse a ella. Además, se debe ser humilde, pues la verdad nunca se consigue de manera absoluta como esperaba Fausto, quien frustrado se arrojó a los brazos del demonio para buscar el conocimiento en las emociones, donde no puede encontrarse más que relativismo y caos. Por eso, el filósofo de las ciencias Karl Popper, un admirador de Goethe, afirmó que «el relativismo es uno de los muchos delitos que cometen los intelectuales. Es una traición de la razón y de la humanidad», ya que el conocimiento «consiste en la búsqueda de la verdad, la búsqueda de teorías explicativas objetivamente verdaderas»42. Es esa idea de verdad la que permite un clima de tolerancia, humildad y libertad, y no la pretensión de absolutismo subjetivista que postulan los emócratas de hoy.

La cultura del victimismo

Lamentablemente, hoy la educación que se da a niños y jóvenes apunta a todo lo contrario a lo que enseña el Fausto de Goethe. Desde la escuela en adelante, explican Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, se crea una cultura del «safetyism», sobreprotección de los niños y jóvenes, a quienes se busca resguardar cada vez más de opiniones y realidades que afecten sus sentimientos. Tres mitos, dicen los autores estadounidenses, han probado ser particularmente devastadores para la salud mental de las nuevas generaciones fundamentalmente por su disociación con la verdad. El primero es la falsa idea de que «lo que no te mata te hace más débil»; el segundo es la creencia de que siempre debes confiar en tus sentimientos, y el tercero, la visión de que la vida es un conflicto entre buenos y malos43.

El primer mito revierte la sabiduría de Nietzsche, quien sostendría que «lo que no te mata te hace más fuerte». Esto plantea un problema porque, así como el sistema inmunológico requiere de ser expuesto a agentes patógenos para fortalecerse, nuestra psiquis, explican Haidt y Lukianoff, necesita de niveles de estrés para el mismo propósito. Impedir, por lo tanto, que niños pasen malos momentos o sean expuestos a ideas que los afectan lo único que consigue es fragilizarlos psicológicamente e incapacitarlos para enfrentar los desafíos de la vida adulta44.

El segundo mito apunta a una distorsión cognitiva que los autores llaman «razonamiento emocional» y que se caracteriza por generar dañinas alteraciones en la comprensión de la verdad, la que al filtrarse por las emociones es exagerada catastróficamente y dramatizada. Como parte de la solución, Haidt y Lukianoff proponen una terapia llamada Cognitive Behavioural Therapy (CBT)45, que tiene por objeto precisamente lidiar con aquellos patrones de pensamiento irracional que generan ansiedad y depresión recurriendo a creencias más cercanas a la realidad46.

El tercer mito a que se refieren Haidt y Lukianoff, a saber, la idea de que el mundo es una lucha entre buenos y malos —pensamiento propio de las cacerías de brujas—, engendra una peligrosa actitud tribal que predispone al conflicto violento entre grupos47. A este tribalismo dedicaremos un análisis separado y más extenso en el próximo capítulo, pues constituye en sí mismo un aspecto específico y particularmente peligroso de la cosmovisión postulada por la corrección política.

Por ahora diremos que estas falsedades han sido avaladas y reforzadas por las universidades de élite anglosajonas, cuyos académicos, predominantemente de izquierda, han desarrollado toda una jerga para facilitar la fáustica entrega de los alumnos a la furia de las pasiones. En palabras de la intelectual Heather Mac Donald, las universidades a través de Estados Unidos están creando «individuos extraordinariamente frágiles que resultan dañados por la menor colisión con la vida», lo cual tendrá consecuencias duraderas48. A tal punto ha llegado este culto a la hipersensibilidad en el mundo académico, que en 2019 el College Board, entidad encargada de diseñar el SAT, uno de los exámenes de ingreso universitario en Estados Unidos, decidió incluir un «adversity score», esto es, un puntaje por «adversidad» de modo de beneficiar a aquellos postulantes que provinieran de circunstancias socioeconómicas más duras. Lo que el plan realmente pretendía, sin embargo, era dar un apoyo artificial a minorías étnicas normalmente desaventajadas, de modo que el desempeño individual fuera menos relevante a la hora de determinar los ganadores. Debido a las críticas, este programa finalmente no fue ejecutado siendo reemplazado por otro que pondría esa información a disposición de los oficiales de admisión de las universidades de modo de que puedan contemplarla a la hora de decidir a quién aceptar. Lo sintomático en este contexto es que las razones del rechazo no fueron basadas en criterios de justicia liberal, a saber, que todos deben ser sometidos al mismo estándar independientemente de sus circunstancias, sino a que resultaba casi imposible técnicamente ponerle un puntaje fijo a la «adversidad» que han sufrido las personas49.

Dentro de las universidades, esta idea de que la vida está en deuda con quienes han «sufrido» y que ese sufrimiento es constitutivo de su identidad se ha promovido en lo que la neolengua de la corrección política ha llamado «espacios seguros». Un estudiante de George Mason University los definió para The Washington Post como «un lugar donde usualmente las personas que están marginadas hasta cierto punto pueden reunirse, comunicarse, dialogar y desentrañar sus experiencias»50. Se trata, en otras palabras, de un espacio de encuentro entre supuestas víctimas, donde está prohibido disentir y poner en duda sus sentimientos, ideas o creencias y en el cual se cultiva un ánimo de intolerancia con cualquier opinión incómoda que no se ajuste a su ideología.

Ahora bien, ciertamente no es objetable que existan espacios en que personas similares compartan sus experiencias sin ser expuestas a conflicto. El problema es que las universidades constituyen instancias de reflexión y discusión de todo tipo de ideas y visiones, incluso las más desagradables, pues su compromiso es, siguiendo a Goethe, con la verdad y la razón. No es casualidad que el lema fundacional de Harvard sea «veritas» —verdad— y el de Yale «lux et veritas» —luz y verdad—. Hoy, sin embargo, la mentalidad del «espacio seguro» ha llevado a que ni en Harvard ni en Yale, ni en muchas otras universidades del mundo, exista el mismo compromiso con la verdad de antaño dado el miedo que prevalece a la reacción de los estudiantes, administrativos y académicos. En Harvard, por ejemplo, los profesores de derecho encuentran crecientes dificultades en enseñar el delito de violación debido a que muchos alegan que es demasiado traumático para los estudiantes51. Pero es peor, porque de acuerdo a muchos de sus alumnos de color, Harvard es un lugar donde campea la opresión y la discriminación. Así lo «demostró» en 2013 una estudiante afroamericana que inició un proyecto de investigación para saber precisamente cómo se sentían los estudiantes de color en la universidad. Las devastadoras conclusiones fueron viralizadas en forma de imágenes que ilustraban las experiencias de los alumnos en la plataforma Tumblr, y fueron el inicio de toda una campaña llamada «I Too Am Harvard» o «Yo también soy Harvard». Su fin era exponer el sufrimiento que implica para la gente de color convivir con otros —sobre todo blancos— en esa universidad. Según lo que declara la plataforma oficial del proyecto, I Too Am Harvard se trata de «una campaña fotográfica que destaca las caras y las voces de los estudiantes negros en Harvard College». Y luego agrega: «Nuestras voces a menudo no se escuchan en este campus, nuestras experiencias son devaluadas, nuestra presencia es cuestionada. Este proyecto es nuestra forma de responder, de reclamar este campus, de pararnos para decir: Estamos aquí. Este lugar es nuestro. Nosotros, también, somos Harvard»52. Lo anterior revelaría un marcado tono de victimización y exageración, ya que quienes pertenecen a Harvard forman parte de la ínfima élite mundial, asistiendo a una de las universidades más progresistas y cuidadosas con los derechos de estudiantes de color en el mundo.

Pero si de llevar la fragilidad psicológica y la capacidad de victimizarse a niveles inverósimiles se trata, pocas universidades superan a Yale. En 2015, la profesora de psicología Erika Christakis desató la ira de los estudiantes tras instar a la burocracia de la universidad a no involucrarse en los disfraces que estos usarían para la fiesta de Halloween. Por lo visto, para Yale, los disfraces que los alumnos escogerían para dicha fiesta era, y sigue siendo, un tema de alta sensibilidad y potencialmente devastador para la comunidad universitaria. Vale la pena reproducir parte del mail enviado a los alumnos en octubre de 2015 por el Comité de Asuntos Interculturales de la universidad para hacerse una idea del nivel al que ha llegado la cultura del safetyism en Estados Unidos:

Queridos estudiantes de Yale,

El fin de octubre se acerca rápidamente y, junto con las hojas caídas y las noches más frescas, llegan las celebraciones de Halloween en nuestro campus y en nuestra comunidad […] Sin embargo, Halloween también es, lamentablemente, un momento en el que a veces se puede olvidar la consideración y sensibilidad normales de la mayoría de los estudiantes de Yale y se pueden tomar algunas decisiones erróneas, como el uso de tocados de plumas, turbantes, usar ‘pintura de guerra’ o modificar el tono de la piel o usar la cara negra o la cara roja […] esperamos que las personas eviten activamente aquellas circunstancias que amenazan nuestro sentido de comunidad o que no respeten, alienen o ridiculicen a segmentos de nuestra población por motivos de raza, nacionalidad o creencia religiosa o expresión de género. Las elecciones culturalmente inconscientes o insensibles hechas por algunos miembros de nuestra comunidad en el pasado no solo se han dirigido a un grupo cultural, sino que han impactado en las creencias religiosas, nativos americanos/indígenas, estratos socioeconómicos, asiáticos, hispanos/latinos, mujeres, musulmanes, etc. En muchos casos, el estudiante que usa el disfraz no tiene intención de ofender, pero sus acciones o falta de previsión han enviado un mensaje mucho mayor que cualquier disculpa después del hecho...53.

Luego de afirmar que «existe una creciente preocupación nacional en los campus universitarios sobre estos temas» y alentar «a los estudiantes de Yale a que se tomen el tiempo para considerar sus disfraces y el impacto que puede tener» los administrativos ofrecieron un catálogo de indicaciones sobre cómo decidir un asunto tan complejo:

Por lo tanto, si planea disfrazarse para Halloween o asistir a alguna reunión social planeada para el fin de semana, hágase estas preguntas antes de decidir sobre su elección de disfraz:

¿Lleva un disfraz divertido? ¿El humor se basa en ‘burlarse’ de personas reales, rasgos humanos o culturas?

¿Lleva un traje histórico? Si este traje pretende ser histórico, ¿es más información errónea o inexactitudes históricas y culturales?

¿Lleva un traje ‘cultural’? ¿Este traje reduce las diferencias culturales a bromas o estereotipos?

¿Lleva un traje ‘religioso’? ¿Este disfraz se burla o menosprecia la profunda tradición de fe de alguien?

¿Podría alguien ofenderse con tu disfraz y por qué?

La historia de los disfraces de Halloween adquirió un cariz violento, con protestas masivas que finalmente terminaron en la renuncia de Christakis y de su marido Nicholas, también profesor de la universidad, que se desempeñaba como encargado del campus donde ocurrieron los hechos y quien osó cometer el «crimen» de sugerir que si a alguien le molestaba un disfraz lo conversara con la persona o mirara para otro lado. El video del encuentro entre Nicholas Christakis, que fue encarado y rodeado por un grupo de estudiantes que le exigía que se disculpara, muestra la histeria a la que se está llegando en las instituciones educacionales de élite estadounidenses. Luego de callarlo con un grito, una alumna le espetó que su rol como Master del college en que vivían ellos era «crear un lugar de confort, un hogar para los estudiantes». Al manifestarse en desacuerdo, la alumna le gritó a la cara: «¿Entonces por qué carajo aceptaste la posición? ¡¿Quién diablos te contrató?! ¡Deberías renunciar! Si eso es lo que piensas de ser un maestro, ¡debes renunciar! ¡No se trata de crear un espacio intelectual! ¡No lo es! ¿Entiendes eso? Se trata de crear un hogar aquí. ¡No estás haciendo eso!... ¡No deberías dormir en la noche!, ¡eres un asco!»54.

Peor aún sería el hecho de que el nivel de agresión al que se vieron expuestos los Chrsitakis por intentar introducir un mínimo de sentido común en un ambiente patológico no fuera condenado por las autoridades universitarias sino celebrado. En lugar de expulsar o sancionar a los alumnos y proteger a los profesores, el presidente de Yale, Peter Salovey, anunció que la universidad haría aún más esfuerzos por incrementar la diversidad en la burocracia universitaria y daría más apoyo a los centros culturales de los campus. El tono de la reacción de Salovey es un buen reflejo del tipo de sentimentalismo o distorsión de la realidad que se ha tomado la esfera pública al más alto nivel: «En mis treinta y cinco años en este campus —escribió— nunca me han movido, desafiado y alentado simultáneamente por nuestra comunidad, y todas las promesas que encarna, como en las últimas dos semanas»55. Enseguida, agregó que había «escuchado las expresiones de aquellos que no se sienten totalmente incluidos en Yale, muchos de los cuales han descrito experiencias de aislamiento e incluso de hostilidad durante su estancia aquí», concluyendo que era la universidad la que tenía que cambiar y no los estudiantes, cada vez más fragilizados, incapacitados de tolerar una opinión diferente y violentos: «Está claro que debemos realizar cambios significativos para que todos los miembros de nuestra comunidad se sientan realmente bienvenidos y puedan participar por igual en las actividades de la universidad, y para reafirmar y reforzar nuestro compromiso con un campus donde el odio y la discriminación nunca se toleran». Toda esta declaración producto de unos disfraces de Halloween.

Este no ha sido el único episodio que da cuenta de la progresiva decadencia de la educación en Estados Unidos. Otro que vale la pena mencionar se produjo en 2015 en el Pierson College de la misma universidad de Yale, cuando alumnos de color se quejaron de que la palabra «Master» con la que históricamente se ha denominado al encargado del college les traía a la memoria la forma en que los esclavos se referían a sus dueños en el sur de Estados Unidos. Ante la queja de los estudiantes, el Master del Pierson College accedió a eliminar el uso del título argumentando que él debía crear un ambiente de bienvenida para los estudiantes de color en una universidad dominada por la cultura blanca anglosajona y masculina, cuyas tradiciones podían resultar ofensivas para minorías. La decisión unilateral fue tomada a pesar de que, como cualquier persona con un mínimo de conocimiento sabe, el título «Master» en el contexto de una universidad significa algo enteramente distinto a lo que significaba en los tiempos de la esclavitud. Peor aún, luego de la decisión del administrativo de Pierson College, la universidad completa anunció que ya no utilizaría más dicho título para referirse a los directores de los college. Esta anécdota fue relatada con alarma por el ex decano de derecho de Yale y profesor de esa universidad Athony Kronman en la introducción de su libro The Assault on American Excellence. Según Kronman, entre muchas otras, ella refleja el ataque que está teniendo lugar en contra del principio de excelencia —y de las jerarquías que este supone— de manos de activistas e ideólogos igualitaristas en Estados Unidos. En el fondo se trata de una visión radical que impide reconocer, aun en casos específicos como la universidad, un espíritu aristocrático según el cual algunas personas se encumbran por sobre otras en un sentido integral. Kronman explica que esto es grave ya que pequeñas islas de aristocracia son fundamentales por dos razones: por la belleza de lo que estas protegen y porque la democracia depende de la independencia de pensamiento cultivada por la excelencia de universidades como Yale. En consecuencia, señala Kronman refiriéndose a las universidades, «un ataque a la idea de la aristocracia dentro de ellas perjudica no solo a los pocos que viven y trabajan en el espacio privilegiado que ofrecen, sino a todos los que, en la frase de Edward Gibbon, ‘disfrutan y abusan’ de los privilegios democráticos que pertenecen a todos fuera de sus muros»56. Siguiendo a Alexis de Tocqueville, Kronman formula una convincente defensa de la idea de la excelencia cultural, moral e intelectual como necesaria para mantener un orden civilizado y libre, tesis que contraviene de frentón el relativismo promovido por cierta izquierda y su virulento esfuerzo por desmantelar las jerarquías occidentales basadas en la idea de que hay cosas grandiosas y otras que no lo son. Para Kronman, es solo gracias a la presencia de un espíritu aristocrático que se pueden juzgar los hechos y las personas desde un punto de vista resistente a la inercia de la opinión común tan propia del instinto igualitarista y democrático. En ese sentido, el espíritu aristocrático fomenta la autonomía de aquellos que, precisamente por entender la diferencia entre lo que es excelente y lo que es común, no basan sus criterios en lo que «todo el mundo sabe» o lo que está de moda, buscando en cambio niveles más elevados de verdad y justicia57. Hoy, por el contrario, la universidad, el espacio natural de ese espíritu, se ha pervertido producto del irracionalismo que la ha infectado: «El ataque a la idea de una comunidad de conversación, dedicada a la búsqueda de la verdad, en nombre de una comunidad de inclusión donde no se herirán los sentimientos ni se cuestionará el juicio, es también un ataque al ideal socrático de una aristocracia de buscadores de la verdad que nuestros college y universidades deberían defender», escribió Kronman58. Pero esta tendencia en contra de la libertad de expresión como vehículo para alcanzar la verdad no es la única que está destruyendo la excelencia en las universidades. Kronman es casi más duro cuando se refiere al daño que en ellas ha hecho la búsqueda de diversidad como un fin en sí mismo. Según Kronman, «la creencia de que la diversidad racial, étnica y de género es buena para la educación superior […] ha hecho un daño tremendo a la cultura académica» de la universidades en Estados Unidos59. Esto porque la forma en que se ha dado ha afirmado el tribalismo animando a los estudiantes «a verse a sí mismos como víctimas y malhechores; actuar como portavoces de los grupos raciales, étnicos y otros a los que pertenecen; y creer que están fatalmente limitados en sus lealtades y juicios por características más allá de su poder de cambio». Además, ha convertido en sospechosas «todas las formas de jerarquía, excepto las de logro inocuo en actividades vocacionales estrechamente definidas».

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Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
492 s. 5 illüstrasyon
ISBN:
9789569986550
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
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