Kitabı oku: «Alimentación, salud y sustentabilidad: hacia una agenda de investigación», sayfa 2
En el sexto capítulo Julio Goicochea analiza el comportamiento de la producción agrícola en México a través de cinco grupos de cultivos: i) oleaginosas, leguminosas y cereales; ii) hortalizas; iii) frutales y nueces; iv) en invernaderos, viveros y flores, y v) otros cultivos durante el periodo 2003 a 2017. La primera parte establece diversas asociaciones entre producción, crecimiento y participación laboral a partir de un ejercicio de estadística descriptiva, que son analizadas con mayor detalle en la segunda parte del trabajo a partir de un modelo de panel integrando los cinco grupos.
El séptimo capítulo, de Gerardo Torres Salcido, examina los cambios en las estrategias de distribución y la comercialización de alimentos en la Ciudad de México en los últimos 20 años, a través del estudio del principal mercado de mayoristas de la ciudad y los impactos de la diseminación de centros comerciales y cadenas de minoristas en este sector, tomando como marco de referencia la perspectiva del derecho a la alimentación.
El octavo capítulo, de David Monachon, indaga en algunas de las nuevas tendencias de distribución de alimentos que han sido desarrolladas a lo largo de los últimos años con base en alianzas estratégicas entre productores y consumidores para hacer frente a las deficiencias de los sistemas alimentarios de gran escala.
En el noveno capítulo Elena Lazos analiza las vulnerabilidades socioambientales anidadas desde hace varias décadas y sus relaciones con la creciente vulnerabilidad agroalimentaria en el sector rural indígena del país. Este trabajo se desarrolla a través de un estudio de caso elaborado en la comunidad nahua de Tatahuicapan, ubicada en la Sierra de Santa Marta al sur de Veracruz.
En el décimo y último capítulo de este libro Mariela Fuentes Ponce y Luis Manuel Rodríguez Sánchez subrayan la importancia del control local de los territorios como elemento central para la alimentación, proponiendo la noción de red como un elemento central para comprender la gobernanza del sistema alimentario y construir esquemas alternativos al control empresarial de las cadenas alimentarias. El estudio es desarrollado en una comunidad náhuatl ubicada en la Montaña de Guerrero y analiza una experiencia comunitaria dirigida a mejorar la autonomía alimentaria de la comunidad a través de la consolidación de una red rural-urbana, planteando este tipo de acuerdos como una vía para mejorar la calidad de los alimentos en las ciudades y el campo y servir como estrategia para la construcción de cinturones de servicios ecosistémicos para las ciudades.
Referencias
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Capítulo 1
Que los árboles no nos impidan ver el bosque: alimentación, salud y sostenibilidad
Jesús Contreras Observatorio de la alimentación Universidad de Barcelona
“Es necesario preservar la capacidad de analizar las situaciones complejas. Es necesario, pues, contrariamente al movimiento general de hyper-especialización, conservar estructuras y personas dotadas de capacidades de análisis y de observación generalistas (Savey, 1997: 116).”
El problema, su diagnóstico ¿y su solución?
Alimentación, salud y sostenibilidad son variables independientes y, a la vez, dependientes. La salud y la sostenibilidad pueden depender de la alimentación; la alimentación, de la sostenibilidad y de la salud [...] Una alimentación puede ser sana y/o sostenible o no serlo. También puede ser satisfactoria, cara, barata, suficiente, insuficiente, sabrosa, segura, ética […].
En abril de 2016 tuvieron lugar en Gran Canaria las jornadas Alimentación, Nutrición Comunitaria y Sostenibilidad, fruto de las cuales fue un “Decálogo para la alimentación sostenible en la Comunidad: Declaración de Gran Canaria 2016”. Dos años más tarde, noviembre de 2018, se celebró en Ciudad de México un Simposio Internacional sobre Alimentación, salud y sustentabilidad: hacia una agenda de investigación, cuyas ponencias se recogen en este libro; y el 8 de agosto de 2019, la ONU publicó el Informe Especial sobre el Cambio Climático y el Suelo del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (ipcc), culminación de un análisis de dos años realizado por más de un centenar de científicos de todo el mundo. La publicación de este Informe tuvo un amplísimo eco en los medios de comunicación. En definitiva, la sostenibilidad, y más concretamente las amenazas a la sostenibilidad, figura en las agendas científicas y políticas, las de los movimientos sociales de muy diverso signo y de la ciudadania en general. Asimismo, en el estudio del cambio climático hay que considerar cuestiones pertenecientes a campos científicos muy diversos: edafología, meteorología, física, química, biología, geografía […] y, también, la antropología, la economía, la política […].
La sostenibilidad está en la base, en el centro de todas las preocupaciones. Se estudia y maneja a diversos niveles temporales (corto, medio, largo plazo) y espacio (local o regional, ecosistema, nacional, planeta) y en muchos contextos de organización económica, cultural, social y ambiental. Se enfoca desde la sostenibilidad total del planeta a la sostenibilidad de sectores económicos, países, municipios; bienes y servicios, ocupaciones, empleos, estilos de vida, etcétera. En resumen, puede incluir el total de las actividades humanas y biológicas o partes más o menos específicas de ellas (Conceptual Framework Working Group of the Millennium Ecosystem Assessment, 2003).
¿Qué entendemos por sostenibilidad? Para las ciencias ambientales (Komiyama y Takeuchi, 2006), sostenibilidad describiría cómo los sistemas biológicos se mantienen productivos con el transcurso del tiempo y cómo se mantiene el equilibrio de una especie con los recursos de su entorno. Desde la perspectiva humana (Informe Brundtland, 1987, la sostenibilidad consiste en satisfacer las necesidades de la actual generación sin sacrificar la capacidad de futuras generaciones de satisfacer sus propias necesidades y, en términos operacionales, promover el progreso económico y social respetando los ecosistemas naturales y la calidad del medio ambiente. Con posterioridad, la Cumbre de Río de 1992 presentó La Carta de la Tierra1 una declaración de principios y valores éticos relacionados con la sostenibilidad.
Entre las principales amenazas a la sostenibilidad se cita un sistema alimentario basado en una agricultura y ganadería intensivas y, como consecuencia de todo ello y de las constataciones científicas en las que se fundamentan, abundan las recomendaciones alimentarias para promover la sostenibilidad del planeta: sostenibilidad nutricional, sostenibilidad de la producción y del consumo de alimentos […]. El Informe especial sobre el cambio climático y la tierra del ipcc describe las dietas basadas en alimentos de origen vegetal y de origen animal producidos de manera sostenible como una gran oportunidad para mitigar y adaptarse al cambio climático e incluye una recomendación política para reducir el consumo de carne.
“No queremos decirle a la gente qué comer, pero de hecho sería beneficioso, tanto para el clima como para la salud humana, si las personas en muchos países ricos consumieran menos carne, y si la política creara incentivos apropiados para ese efecto” (Hans-Otto Pörtner, copresidente del grupo de trabajo del ipcc).
En la misma dirección, preservar la salud humana y la de los sistemas naturales, la eat-Lancet Commission2 planteaba una dieta ideal de 2 500 kilocalorías diarias que consistiría, básicamente, en reducir el consumo mundial de carnes rojas y azúcar; duplicar la ingesta de frutas, verduras y legumbres. Ello permitiría al sector agrícola y ganadero dejar de emitir dióxido de carbono y reducir drásticamente la contaminación por nitrógeno y fósforo; limitar el empleo de agua y no aumentar más el uso de tierras; reducir un 50% el desperdicio alimenticio [...].
La dieta diaria3 perfecta para salvar el planeta y la salud del ser humano
Verduras | 300 gramos |
Leche entera o equivalentes de productos lácteos | 250 gramos |
Arroz, trigo, maíz y otros cereales | 232 gramos |
Proteínas (legumbres 75 g, frutos secos 50 g, pollo yotras aves 29 g, pescado 28 g, ternera, cordero y cerdo 14 g) | 209 gramos |
Frutas | 200 gramos |
Grasas añadidas (aceites insaturados 40 gr, aceites saturados 12 g) | 52 gramos |
Patatas y yuca | 50 gramos |
Huevos | 13 gramos |
Fuente: eat-Lancet Commission (2019)
Los medios de comunicación, en general, se hicieron eco de estos informes y abordaron de manera particular el tema de la dieta, tanto por cómo ésta puede afectar a la salud humana como a la sostenibilidad del planeta. Un par de titulares, uno de un importante medio de comunicación español, y otro del Newsletter de una notable revista científica, son del todo ilustrativos, significativos y representativos de los comentarios que siguieron a la publicación del Informe.
“Luchar contra el cambio climático pasa también por cuidar la manera de comer (El País, 9/8/2019).
“Eat less meat: un climate-change report calls for change to human diet” (A Nature Research Journal, 8/8/ 2019).
La “manera de comer” y, más específicamente, el consumo “excesivo” de carne […]. A partir de ahí, profusión de recomendaciones más o menos concretas a la población, particularmente a la de los países más desarrollados […].
Una vez que la sociedad se ha persuadido de la realidad del cambio climático, lo que ha hecho ha sido echarle la culpa a la industria energética, a los empresarios depredadores que deforestan el Amazonas para obtener biocombustible, y a cualquier otro sospechoso que haya incurrido en prácticas poco ortodoxas […]. Y todo eso es cierto, pero sólo escribe la mitad de la historia. La otra mitad es la responsabilidad individual, la que corresponde a cada uno de los habitantes del mundo. Comer como se come en los países desarrollados, y cada vez más en los que se van desarrollando, calienta el planeta. Frente a la costumbre habitual de echar balones fuera, es hora de que cada uno adopte unos hábitos de consumo más frugales, racionales y sostenibles. Reducir el consumo de carne y grasas animales es una responsabilidad personal con todas las credenciales científicas en regla. [...] En realidad, la responsabilidad de alimentarse bien es de cada individuo, y la lucha contra el cambio climático se convierte así también en algo personal (El País, 9/8/2019).
Además de “reducir el consumo de carne y grasas animales”, una enumeración no exhaustiva pero sí bastante consensuada de las recomendaciones que proliferaron en los días inmediatamente posteriores a la publicación del Informe, por parte de diversos expertos y organizaciones podría ser la siguiente4:
Consumir preferentemente alimentos de proximidad y temporada, del territorio, en mercados locales.
No comprar alimentos envasados en plástico; preferir el vidrio a las latas.
Comprar a granel.
Leer las etiquetas.
Planificar los menús y las compras. Reducir los desechos, evitar el despilfarro de alimentos y reciclar adecuadamente.
Preferir el pescado sostenible.
Pedir sostenibilidad al supermercado.
Revalorizar alimentos y recetas tradicionales y locales.
Priorizar los alimentos vegetales y moderar el consumo de carne y derivados cárnicos y lácteos.
Fomentar y desarrollar acciones comunitarias que promuevan los patrones alimentarios saludables de proximidad ligados al territorio (terrestre y acuático), la cultura, la equidad y a la economía.
Consumir, comprar o no, leer, planificar, preferir, pedir, priorizar, moderar, interesarse [...] son recomendaciones a la ciudadanía que toma decisiones relativas a qué comer o no comer, qué hacer y qué evitar […]. Es obvio que las “elecciones” alimentarias son uno de los factores más decisivos por su impacto sobre los tipos de uso del suelo, agua y energía. Se trataría, entonces, de conciliar el derecho a la libertad de elección alimentaria con las necesarias garantías de salud individual y pública y a la muy amenazada sostenibilidad ambiental. En este punto, cabe preguntarse ¿Cuál o cuáles son los tipos y los grados de libertad de elección alimentaria de los que goza la ciudadanía? ¿Cuánta ciudadanía no goza de ninguna libertad? ¿Cuáles son los tipos y grados de libertad de un neoyorquino medio al que un plato de comida le cuesta un 0.6% de lo que gana al día y el de un sursudanés al que le cuesta 115%?5 ¿Cuál y cuánta libertad tiene el consumidor que desecha y cuál y cuánta la persona que rebusca en los desechos?6
Derecho a la alimentación, hambre y despilfarro
La gestión de las reservas siempre ha formado parte de las responsabilidades de las autoridades políticas, que la combinan con políticas de aprovisionamiento y exportación, almacenamiento de comestibles, racionamiento, asistencia social, regulación de los mercados, etcétera. Todo ello para garantizar a la población el acceso a un mínimo de subsistencia, incluso en situaciones de escasez, que garantice a todos los miembros de la sociedad una vida decente y digna de acuerdo con sus propias definiciones culturales. En 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoció el derecho a la alimentación como parte del derecho a un nivel de vida adecuado. Este derecho fue consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Para la fao (2010, 9), todos los seres humanos, sin distinción, tienen derecho a una “alimentación adecuada” y a “vivir libres del hambre”; el derecho a la alimentación no es, “simplemente, un derecho a una ración mínima de calorías, proteínas y otros elementos nutritivos concretos”, sino que presupone el “acceso, de manera regular, permanente y libre, sea directamente, sea mediante compra en dinero, a una alimentación cuantitativa y cualitativamente adecuada y suficiente, que corresponda a las tradiciones culturales de la población a que pertenece el consumidor y que garantice una vida psíquica y física, individual y colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna”.
El proceso de globalización alimentaria, también de industrialización y “artificialización”, supuso beneficios obvios: mayor accesibilidad alimentaria, disponibilidad de alimentos de conveniencia que ahorran tiempo y no exigen aprendizaje culinario pues, en muchos casos, se trata de “alimentos listos para servir” (Contreras y Gracia, 2005; Fischler, 1990; Goody, 1984; Martí Henneberg et al., 1987). Se ha innovado en nuevos alimentos y en nuevos conceptos. Algunas de las novedades alimentarias de las últimas décadas son más conceptuales que fácticas: funcional o nutraceútico, transgénico, surimi, enriquecido, dop, igp, trazabilidad, fecha de caducidad, étnicos, precocinados, light, productos con, sin, modificados, de síntesis, análogos, dietéticos, integrales, equilibrados, suplementados, listo para consumir, inteligentes, embutidos vegetales, ecológicos, biológicos, orgánicos, transgénicos, certificados, exóticos, reformulados, tradicionales, casi tradicional, adaptado, “salvaje”, proximidad, circuito corto, comercio justo, auténtico, etcétera.
El interés por lograr producir más alimentos y a menor costo continuará influyendo en el sentido de producir –y de consumir– productos cada vez más ultraprocesados. Todo ello supone un cambio cualitativo importante tanto en la producción como en la percepciones y formas de consumo alimentario. Así pues, los avances en las ciencias agronómicas y genéticas y las aplicaciones tecnológicas derivadas contribuyeron eficazmente a mejorar la producción y productividad alimentarias en todas las regiones del planeta. Los científicos han hecho bien su trabajo y, con toda probabilidad, lo seguirán haciendo. Podría decirse que el problema de la escasez alimentaria ha sido superado. Los aumentos de producción y productividad son espectaculares, tanto por unidad de superficie, caso de la agricultura, como por cabeza y tiempo de engorde, caso de la ganadería; y, también, en la piscicultura. Un pollo se comercializa hoy en día a las 8-9 semanas frente a los 5-6 meses en que se hacía hace apenas unas décadas (Martínez Álvarez, 2003). Asimismo, otros progresos tecnológicos han sido decisivos en la transformación de las dietas y hábitos alimentarios. La rapidez de los transportes ha contribuido en un doble sentido: espacial (productos de ámbito local pueden transportarse rápidamente de cualquier lugar a cualquier otro) y temporal ya que las diferencias climáticas de unos países a otros permiten, por ejemplo, consumir fresas o melones durante todo el año. También, las nuevas tecnologías aplicadas al hogar (neveras y congeladores, sobre todo) han disminuido la importancia de los ritmos estacionales. En definitiva, los sistemas alimentarios plenamente globalizados se rigen cada vez más por las exigencias marcadas por los ciclos propios de la economía de mercado que suponen, entre otras cosas, intensificación de la producción agrícola, orientación de la política de la oferta y la demanda en torno a determinados alimentos, concentración del negocio en empresas de carácter multinacional, ampliación y especialización de la distribución alimentaria a través de redes comerciales cada vez más omnipresentes.
Paradójicamente, en lugar de disminuir, la precarización socioeconómica y la desigualdad social han aumentado sensiblemente desde la década de 1990. Las desigualdades sociales referidas al acceso, distribución y consumo son sorprendentes. Aumenta el número de personas que perciben situaciones de pobreza o extrema pobreza en su entorno y, a su vez, se pone de manifiesto la persistencia en el tiempo de altos niveles de precarización. Las diferencias alimentarias entre clases siguen presentes en torno al precio y exclusividad de algunos productos. Así, hoy como antes, uno de los problemas centrales que deben afrontar las administraciones públicas, y el conjunto de la sociedad, es el de satisfacer las necesidades básicas de la población en riesgo de exclusión con el fin de garantizar sus derechos alimentarios básicos. De acuerdo con la fao (2010):
Podría pensarse que se deniega a las personas el derecho a la alimentación porque no hay suficientes alimentos para todos. No obstante, el mundo produce suficiente cantidad de alimentos para alimentar a toda su población. La causa básica del hambre y la desnutrición no es la falta de alimentos sino la falta de acceso a los alimentos disponibles […] La pobreza, la exclusión social y la discriminación suelen menoscabar el acceso de las personas a los alimentos, no sólo en los países en desarrollo sino también en los países económicamente más desarrollados, donde hay alimentos en abundancia.
La pregunta es obvia: Si la producción alimentaria es suficiente para alimentar a toda la población mundial ¿Por qué persiste el hambre? Si el problema no es la falta de disponibilidad ni la producción ¿Cuál es entonces? Parte de la respuesta está en cómo son producidos los alimentos y cómo son utilizados. Por ejemplo, no todo el grano cultivado es para consumo humano; una buena parte sirve para producir proteínas animales. Algunas interrogantes a partir de algunos ejemplos. ¿Por qué, en Ecuador, el maíz es su segundo producto más importado y el tercero más exportado (faostat, 2010)? ¿Por qué Monsanto no suprime, en sus contratos con los agricultores, la cláusula que les impide reservar simiente para el futuro, en lugar de obligarles a adquirir las semillas patentadas cada año? ¿Por qué Walmart obliga a “sus” agricultores a destruir las zanahorias que no cumplen con las medidas estandarizadas impuestas en los contratos (Stuart, 2011)? Muchas más interrogantes son posibles.
Una de las cuestiones más críticas en este contexto es la importancia cuantitativa y cualitativa del despilfafarro. El despilfarro es una de las dimensiones incoherentes e inaceptables de nuestro sistema alimentario. En eu, la mitad de la comida se desecha. En gb, se generan cada año 20 millones de toneladas de residuos alimentarios y se tira suficiente grano para aliviar el hambre de más de 30 millones de personas. En Japón, el despilfarro alimentario cuesta anualmente 11 trillones de yenes. Minoristas, servicios de restauración y hogares de eu desechan aproximadamente un tercio de todos los alimentos compuestos principalmente por cereales (Stuart, 2011:113). En la ue, la media de desperdicio es de 179 kilos de comida por persona al año. En los hogares españoles, se tiraron a la basura 1 339 millones de kilos/litros de comida y bebida en 2018. La mayoría de la comida se tira sin haber sido cocinada. Un 84.2% de los productos que acaban en la basura va directamente de la nevera al cubo, sobre todo frutas, hortalizas y lácteos. El otro 15.8% acaba en el vertedero después de cocinado (Agudo y Delle Femmine, 2019). El tema del despilfarro no es trivial en absoluto. La producción de alimentos es suficiente para alimentar a toda la población mundial.
Las carencias no son el resultado de una escasez alimentaria sino de la desigualdad en la distribución de los recursos. La desnutrición, la malnutrición y las enfermedades que surgen como consecuencia de ello podrían evitarse si las políticas públicas fueran eficaces y si la distribución de la renta y los recursos fuera más igualitaria. Stuart (2011) llama la atención en el imperativo social de hallar una solución para el desperdicio alimentario:
[…] al comprar más comida de la que vamos a consumir, el mundo industrializado devora el suelo y recursos que se podrían utilizar para alimentar a los más necesitados. Hay casi mil millones de personas mal nutridas en el mundo, pero sería posible alimentarlas con sólo una fracción de la comida que se desperdicia actualmente en los países ricos.
De acuerdo con Gascón y Montagut (2014), el despilfarro alimentario constituye una “incongruencia sangrante” y uno de los mayores dilemas éticos con los que se enfrenta la humanidad. Además, los análisis sobre causas y efectos del desperdicio alimentario suelen ser reduccionistas porque tienden a centrarse en aspectos concretos del fenómeno, sin valorar su complejidad y globalidad pues se centran en las últimas fases de la cadena alimentaria (distribución y consumo) como responsables del problema, restando importancia al ingente desperdicio que tiene lugar en la fase de la producción.