Kitabı oku: «Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía», sayfa 2
Surgen en el siglo XIX diversas fórmulas como la iniciativa popular, el referéndum, el veto y el recall, con las variantes propias de cada realidad nacional, y se debate hasta hoy sobre su compatibilidad con el régimen parlamentario; debate que, preciso es puntualizarlo, se produce al interior del Estado constitucional. En la actualidad, como veremos, ese debate está presente ante la crisis del Estado representativo, pero también por el uso eventual y a veces frecuente de esas modalidades por regímenes autoritarios, especializados en falsear resultados o en utilizar descaradamente la publicidad y la propaganda para manipular a la opinión pública. Hay que tener presente que muchas de las razones que inicialmente justificaron las modalidades de la democracia directa y su incorporación normativa son un signo distintivo del constitucionalismo contemporáneo, que las considera como un complemento del sistema representativo, aunque no como una alternativa de este último.
2. Ahora bien, si se ha calificado al Estado de derecho como «institucionalización jurídica de la democracia liberal», es preciso recordar que la evolución conceptual de esa construcción jurídico-política se reconoce en nuestro tiempo como Estado social y democrático de derecho, que es además una calificación que encuentra sustento en nuestra Carta fundamental, y que tiene unos caracteres generales de amplia aceptación, tales como el imperio de la ley, la división de poderes, la fiscalización de la administración y el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales33. Como bien recuerda Elías Díaz:
a quien en última y más decisoria instancia se dirige el Estado de Derecho es precisamente al propio Estado, a sus órganos y poderes, a sus representantes y gobernantes, obligándoles en cuanto tales a actuaciones en todo momento concordes con las normas jurídicas, con el imperio de la ley, con el principio de legalidad, en el más estricto sometimiento a dicho marco institucional y constitucional34.
En consecuencia, tanto el sistema electoral que tiene como finalidad la elección de representantes como el uso de modalidades de la democracia directa se deben realizar respetando el Estado de derecho. Y si bien en ambas existe participación efectiva de los electores e igualdad en el voto, no ocurre con igual proporción con otros dos factores: la comprensión ilustrada de lo que está en debate, pues en este caso la democracia representativa suele ofrecer mayores posibilidades y, sobre todo, la determinación de cuáles son los puntos realmente importantes sobre los cuales votar.
3. Antes de terminar con este apartado, no es posible dejar de hacer mención de lo que ha constituido una extensa práctica en América Latina respecto de la forma como se ha entendido la democracia liberal. Dice Nino:
la adopción incómoda en América Latina de los dos componentes del constitucionalismo liberal democrático se refleja en el hecho de que ambos —la participación popular y el gobierno limitado— han sido internalizados solo parcialmente en la cultura política de la población. La investigación empírica apoya la hipótesis de que la adhesión de la gente a la democracia es mucho más fuerte en cuanto a su dimensión participativa que en relación a la dimensión liberal de la tolerancia y el respeto por los derechos35.
El constitucionalismo democrático precisa reconocer tanto su dimensión democrática participativa como la liberal, fundada esta última en los derechos de los individuos. Es necesario, entonces, crear un marco normativo que incorpore ambas dimensiones; pero también lo es no olvidar que aquellos que promocionan sin cautela la práctica de las modalidades de la democracia directa suelen ser ajenos a ese necesario intento.
4. No me parecen ajenas a estas consideraciones las poco numerosas propuestas en el Perú de una refundación republicana, que parte de un severo análisis histórico y sociológico sobre lo ocurrido en el país desde su independencia y cerca ya a los doscientos años de su proclamación. Esas propuestas conllevan siempre un contenido radical, pero de variaciones múltiples. Creo que es preciso rescatar el debate porque no solo no está agotado, sino que es necesario activarlo. Como parte de las últimas argumentaciones a favor de una refundación republicana, una Segunda República, se encuentra la propuesta de Nicolás Lynch en su reciente ensayo Cholificación, república y democracia36. Señala este autor que la tentación de considerar la refundación como la negación de todo lo existente está alejada de su intención, pues lo que él propone es la superación de un orden político, económico y social anterior; en otros términos, diseñar un gran acuerdo que deje definitivamente atrás la herencia colonial, la desigualdad, el Estado patrimonial y el sistema neoliberal. Busca recoger más bien la energía y logros de movimientos sociales y de partidos políticos progresistas, propone un Estado que tenga soberanía sobre su territorio y recursos naturales, y que sea expresión de la diversidad de sus habitantes, una república de ciudadanos caracterizada por su mestizaje, respeto por la propiedad privada en armonía con el interés social y una reforma política que promueva la participación y que tenga autonomía frente a los poderes fácticos, especialmente en las áreas de la economía y de los medios de comunicación. En algunas de estas propuestas —no en todas, por cierto— se podrá probablemente lograr un consenso democrático apoyado en una mayoría que respete a las minorías, consenso necesario para realizar las reformas de envergadura que el país requiere.
1 Ferrajoli, L. Derechos y garantías. (7.ª edición). Madrid: Editorial Trotta, 2010, p. 23.
2 Ibid.
3 Entre ellos este de Burdeau, citado por Adell: «la democracia es hoy día una filosofía, una manera de vivir, una religión y, casi accesoriamente, una forma de gobierno» (en «El poder de los contrapoderes», en Ignacio Gutiérrez (Coord.), La democracia indignada. Granada: Comares, 2014, p. 122).
4 Held, D. Modelos de democracia. Madrid: Alianza Editorial, 2009, p. 332.
5 Considero que el Gobierno de Alberto Fujimori ha tenido un impacto social e institucional de gran importancia en la vida política del Perú, razón por la cual no puede dejársele de mencionar: su prédica se ha mantenido vigente hasta nuestros días en especial en los más jóvenes. En la Introducción del libro Nuevos tiempos, nueva política, de R. Grompone y C. Mejía (1995), publicado cuando aún estaba en el poder Fujimori, se señala —en mi opinión, acertadamente—: «el Perú ha ingresado a un nuevo ciclo político en el decenio de los 90. Fujimori proclama ser el abanderado de “la política de la antipolítica”. No encuentra contendores que consigan persuadir a la mayoría de los ciudadanos de la dignidad de la actividad pública y de la importancia de los partidos como representantes de los intereses de una sociedad diversa y plural, defensores de proyectos y utopías, promotores de la participación. Se extiende en el país un malestar con la política como ámbito de liberación. Se cuestiona a la democracia como construcción de instituciones con capacidad de alentar acuerdos, regular consensos, proteger a las minorías y permitir la expresión de derechos» (Lima: IEP, 1995, p. 9).
6 Nino, C. S. La constitución de la democracia deliberativa. Barcelona: Gedisa, 2003, p. 101.
7 Bobbio, N. El futuro de la democracia. México: FCE, 1994, p. 47.
8 Greppi, A. «La democracia sin enemigos», en La democracia y su contrario. Madrid: Trotta, 2012, p. 10.
9 Hernández, R. «¿Qué es democracia?», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia. Lima: IEP, 2005, p. 152.
10 Tanaka, M. «El regreso del Estado y los desafíos de la democracia», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia, op. cit., p. 98.
11 Mires, F. Civilidad. Madrid: Trotta, 2001, p. 108.
12 Inerarity, D. La política en tiempos de indignación. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2016, p. 172.
13 Sobre el tamaño de los Estados y la práctica democrática vid. Dahl, R. La democracia. Buenos Aires: Taurus, 1999, pp. 123 y ss., quien afirma: «La ley del tiempo y el numero: Cuantos más ciudadanos contenga una unidad democrática, tanto menos podrán participar los ciudadanos directamente en las decisiones políticas y tanto más tendrán que delegar su autoridad sobre otros».
14 Biscaretti di Ruffia, P. Derecho constitucional. Madrid: Tecnos, 1987, p. 217.
15 El constitucionalismo democrático, dice Greppi, se origina a partir de la feliz convergencia de una exigencia liberal y una democrática: la garantía de los derechos individuales y el reconocimiento de la igualdad política, lo que fue posible de alcanzar al establecerse mecanismos de representación política y control reciproco entre poderes funcionalmente diferenciados, en «Representación y deliberación», en La democracia y su contrario, op. cit., p. 41.
16 Afirma Elías Díaz: «La soberanía popular por definición solo lo es cuando es producida por la libertad de todos, empezando como mínimo por la libertad crítica de expresión y participación en consultas y comicios […] la soberanía popular se construye y se va forjando a través de la crítica de todos ejercida de modo constante» en De la maldad estatal y la soberanía popular. Madrid: Debate, 1984, p. 58.
17 Desgraciadamente ello ha dado lugar a continuas referencias en la mejor doctrina internacional del pobre desempeño democrático en esa región del mundo. Así, por ejemplo, K. Loewenstein afirma: «En Iberoamérica, sin embargo, el estado de sitio (o de asamblea) es el método corriente para que el gobierno asuma poderes ilimitados ante situaciones de excepción reales o pretendidas. Los pueblos de Iberoamérica, con su perenne turbulencia política, su violenta lucha por el poder entre camarillas, facciones, partidos y clases, y con la tradicional impotencia e incapacidad de los parlamentos, es el campo clásico para las dictaduras presidencialistas bajo el manto del estado de excepción constitucional. Para el caudillaje, el estado de sitio es el medio más apropiado y típico para montar un gobierno autoritario» (Teoría de la Constitución. Barcelona: Ariel, 1982, p. 287).
18 Rousseau, J. J. El contrato social. Madrid: Colección Austral, Espasa Calpe, 1975, libro tercero, capítulo XV.
19 Montesquieu, Del espíritu de las leyes. Madrid: Istmo, 2002, libro XI, capítulo 6.
20 Sieyes, E. ¿Qué es el tercer Estado? Madrid: Alianza, 1973, capítulo III.
21 Wieland C., H. El referéndum en el Perú. Lima: Palestra Editores, 2011, p. 105.
22 Sobre el principio de soberanía, dice Sebastián Soler: «El principio de la soberanía del pueblo ha arraigado tan firmemente, que, por una parte, los príncipes actuales todos invocan al pueblo como fuente o como instancia justificante de su poder y, por otra parte, los propios dictadores modernos —los nuevos príncipes— aun cuando acaso se sientan iluminados y escogidos por Dios, se dicen representantes de su pueblo y buscan desesperada y ostentosamente el tumultuario apoyo de las muchedumbres» (en Fe en el derecho y otros ensayos. Buenos Aires: Tipográfica Editora Argentina, 1956, p. 152).
23 Wieland C., H. El referéndum en el Perú, op. cit., ibid.
24 Afirma Elías Díaz que «la soberanía popular solo ha podido llegar a prevalecer en la historia en virtud precisamente de los valores y las exigencias éticas que están en su base: entre ellas, en primerísimo lugar, la libertad, núcleo central, origen y fundamento de todo lo demás» (en De la maldad estatal y la soberanía popular, op. cit., p. 57).
25 García-Pelayo, M. Derecho constitucional comparado. Madrid: Alianza Editorial, 1984, p. 169.
26 Ibid., p. 177.
27 Ibid.
28 Biscaretti di Ruffia, P., op., cit., p. 288.
29 Es preciso advertir sobre la controversia y discusión referente a cómo se forman las mayorías. Así, se afirma que pueden formarse por la manipulación de los sentimientos de los ciudadanos mediante una propaganda emotiva que no respeta la autonomía de las personas; pero también a través del diálogo y la deliberación. Si la mayoría aparece como un «proceso de decisión», entonces recordar que son los individuos los que toman las decisiones al votar y que es preciso establecer un método que permita pasar de las decisiones individuales a las colectivas. Y para tal efecto se dan como características atractivas de ese proceso la neutralidad y el anonimato. La primera, porque no favorece a ningún partido o programa: es una oportunidad igual para todos. La segunda, porque la identidad de quienes votan no influye sobre el resultado de la elección: el voto de una persona cuenta tanto como el voto de cualquier otra. Por cierto, la votación por mayoría tiene límites, pues para que sea válida debe respetar los derechos fundamentales, reconocer a los que piensan de forma diferente y asumir que los que votan son personas bien informadas sobre los asuntos en debate (vid. Cortina, A. ¿Para qué sirve realmente la ética? Barcelona: Paidós, 2014, pp. 143 y ss.; Blackburn, P. La ética. Fundamentos y problemáticas contemporáneas. México: Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 262 y ss.).
30 En efecto, como señala E. Díaz, «sin elecciones libres las mayorías no pueden probar que lo son. Sin libertad individual y sin libertad de las minorías, las mayorías no pueden probar que, efectivamente, son mayoría ni pueden legitimarse como tales. La libertad crítica es así la base de todo, el necesario requisito para la democracia y para la existencia de los derechos humanos» (en De la maldad estatal y la soberanía popular, op. cit., p. 60).
31 No puede dejar de advertirse que la discusión sobre el ejercicio de la soberanía supone la autonomía de un Estado; esto es, si el Estado no puede disponer de sus recursos para desarrollarse tiene, más allá de lo que pueda decir la normativa legal, una soberanía disminuida. Este tema ha sido ampliamente debatido en el ámbito político y por lo que se denominó «la teoría de la dependencia». Referencias cercanas las encontramos en N. Lynch, Cholificación, república y democracia (Lima: Otra Mirada, 2014, pp. 101 y ss.) y en Paulo Drinot, «Foucault en el país de los incas: soberanía y gubernamentalidad en el Perú neoliberal», en Paulo Drinot (Editor), El Perú en teoría. Lima: IEP, 2017, pp. 238 y ss.
32 Aguiar de Luque, L. «Democracia directa y Estado constitucional». Editorial Revista de Derecho Privado. Madrid, 1977, p. 3.
33 Díaz, E. «Estado de derecho», en Filosofía política. Madrid: Trotta, 1996, p. 65.
34 Ibid., p. 67.
35 Nino, C. S. La constitución de la democracia deliberativa, op. cit., p. 21.
36 Lynch G., N. Cholificación, república y democracia, op. cit., 2014, pp. 53, 221 y ss.
II.
Democracia gobernante y democracia crítica
1. DEMOCRACIA GOBERNANTE Y DEMOCRACIA GOBERNADA
1. En el año 1959, Georges Burdeau afirmaba que:
la democracia es hoy día una manera de vivir, una filosofía e incluso, para muchos, una religión y casi accesoriamente una fórmula política. Un significado tan amplio proviene, tal vez no tanto de lo que ella es efectivamente, sino de la idea que se forman los hombres de la democracia, cuando le entregan sus esperanzas de una vida mejor. Se debe considerar, sin embargo, que si el significado de la democracia es tributario de la imagen que nosotros nos formamos de ella, no se puede pretender que tenga para todos el mismo sentido. Depende de nuestras representaciones y puesto que se encuentra sujeta a esas interpretaciones divergentes, está, por lo mismo, amenazada; de ahí la paradoja de que mientras más adictos se proclamen los hombres a las instituciones democráticas —y lo son, efectivamente— más comprometida se encuentra la suerte misma de la democracia, ya que el ardor de sus convicciones crea entre ellos oposiciones irremediables37.
Y a continuación detalla las ideas, percepciones y prácticas sobre su evolución.
Burdeau afirma que esa evolución se explica por la forma en que los hombres entienden lo que debe ser un gobierno democrático. Se ha pasado de calificar como tal la forma de gobernar a través de una élite de representantes, la «democracia gobernada», que permitía decantar el sentir popular, a una llamada «democracia gobernante», en la cual el Gobierno es ejercido por los más fuertes y numerosos, un régimen en el que el pueblo real no tiene ya necesidad de que se designe en ella a los mejores, que era la característica de la «democracia gobernada». Y afirma: «el paso de la democracia gobernada a la democracia gobernante es simplemente consecuencia de la renovación de los fines, de los objetivos del Poder»38. Pero dice también que la búsqueda de ese poder fuerte reduce la vida política a esa búsqueda, y, siendo cada vez más enérgica, más imperativa, más carente de jerarquías, condena al pueblo a no obtener nada, con lo que se convierte en una democracia impotente. Sostiene Burdeau, asimismo, que la democracia gobernada ha sido una forma histórica que ya quedó atrás, pero que hay que pensar en el precio que es preciso pagar por la democracia gobernante, y que ese precio no es aceptable si para instaurarla se impone el silencio y se eliminan las opiniones discrepantes. Porque «si es cierto que la democracia gobernada merece ser reprochada en cuanto a la modestia de sus objetivos sociales, supone excederse en la crítica razonable el olvidarse que al hacer del individuo el asiento de una libertad inalienable, de una libertad imprescriptible, va a dar a la persona humana una estatura cuyo aminoramiento no puede ser aceptado»39. Y termina afirmando que existen dos tipos de demócratas irreconciliables: los que quieren para el pueblo el Poder, y los que quieren para él la libertad, concluyendo que las democracias occidentales se han empeñado en llevar adelante la opción más difícil, aquella que consiste en querer lo uno y lo otro, es decir, «querer el Poder de un pueblo que permanezca libre»40.
2. La realidad social de nuestros días nos enseña que el ciudadano común no conoce en la mayoría de los casos cuáles son los problemas y las soluciones que atañen a los asuntos públicos, ni cuáles serán las probables consecuencias de las opciones que escoja. A pesar de ello, en las democracias gobernantes se ha establecido una omnipotente voluntad popular que se impone sobre el Estado utilizando una retórica populista. Por esta vía, afirma Sartori, llegaríamos a la democracia por aclamación, a una manipulación masiva de la soberanía popular, a un estado de ingobernabilidad que utiliza el poder de vetar la acción41. Frente a ello se erige la concepción de una democracia gobernada, la búsqueda de un ideal. Su éxito depende del comportamiento del ciudadano medio, pero no puede exigírsele a este que exprese juicios informados y articulados frente a cada problema. Para tal propósito es pertinente considerar a la opinión pública «como pauta de actitudes y como un abanico de demandas básicas», porque el ciudadano medio no es un ciudadano ausente, ya que las decisiones políticas no se generan normalmente —dice Sartori— en el pueblo soberano, sino que se someten a él, y los procesos de formación de opinión no se inician desde el pueblo, sino que pasan a través de él42.
2. ÉTICA POLÍTICA Y DEMOCRACIA CRÍTICA
1. Ahora es necesario mencionar algo sobre la ética política, que suele oscilar entre dos extremos: del dogmatismo al escepticismo, del absolutismo al relativismo de los valores. Seguiremos en esto las apreciaciones críticas de Gustavo Zagrebelsky43. Este considera que tanto el dogmático como el escéptico, aunque no lo parezcan, son falsos amigos de la democracia, porque el primero puede aceptar la democracia únicamente si le sirve como fuerza para imponer su verdad, mientras que el escéptico no cree en nada y por tanto puede tanto aceptarla como repudiarla, pues no encontrará ninguna razón para preferir la democracia a la autocracia. En determinadas circunstancias podrían ser compatibles con la democracia, pero detrás de las apariencias la suya no es una adhesión sino una adulación interesada. Ambos están, sin duda, presentes entre nosotros, aunque en proporción desconocida. A esas dos formas de pensar, dice Zagrebelsky, hay que contraponer otra que no presuma de poseer la verdad y la justicia, pero que tampoco considere insensata su búsqueda; este es el pensamiento de la posibilidad, «propio de quienes rechazan tanto la arrogancia de la posesión de la verdad como la renuncia a la realidad aceptada»44. Y la democracia que asume como propia esta actitud del espíritu la califica como «democracia crítica».
La posibilidad combate tanto el dogma como la realidad, porque postula que en toda situación hay algo que falta, que puede salir a la luz, por lo que es un régimen que acepta la autocrítica y mira hacia delante. Esta visión de la democracia que no se hace tontas ilusiones rechaza aquellos conceptos de ella que atribuyen al pueblo la capacidad de no equivocarse nunca, de hallarse siempre en lo justo, pero no lo hace para condenar al pueblo mismo sino el exceso de expectativas que en él se han depositado. Porque el pueblo, así como puede equivocarse, también puede tener razón. Por tanto, no abandona la confianza en la autoridad popular, porque considera peor cualquier otra alternativa45. Ello no significa buscar soluciones de élite porque las carencias de algunos no justifican las pretensiones de otros al privilegio político. «El espíritu de la posibilidad, dice Zagrebelsky, puede ser una fuerza que promueve energías y las orienta, no hacia el bien, sino, más modestamente, hacia lo mejor»46.
La democracia crítica es incompatible con las decisiones políticas inmodificables, por lo que cuestiona el uso cada vez más promovido del referéndum, porque la decisión que adopta significa la última palabra que no puede discutirse ni oponerse a ella. La democracia acrítica derrota al Estado de derecho, poniendo en tela de juicio la articulación de los poderes públicos construida sobre la experiencia del constitucionalismo, basada en instancias de garantía y compensación independientes. De esa manera, la apelación repetida de llevar a cabo consultas tales como los referéndums o las reiteradas disoluciones de órganos electivos, cuyos resultados suelen ser muy publicitados, debilitan la institucionalidad y contribuyen a que se instalen concepciones totalitarias, reduciendo la pluralidad de voces características de los sistemas democráticos.
37 Burdeau, G. «Dilema de nuestro tiempo: democracia gobernante o democracia gobernada», en Revista de Derecho N.° 109, jul.-set. 1959, Universidad de Concepción, p. 293.
38 Ibid., p. 308.
39 Ibid., p. 311.
40 Ibid., p. 312.
41 Sartori, G. Teoría de la democracia. 1. El debate contemporáneo. Madrid: Alianza Editorial, 1995, p. 164.
42 Ibid., p. 166.
43 Zagrebelsky, G. La crucifixión y la democracia. Barcelona: Ariel, 1996, pp. 8 y ss.
44 Ibid., p. 8.
45 Ibid., p. 106.
46 Ibid., p. 109.