Kitabı oku: «Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía», sayfa 4
IV.
Crisis y continuidad de la representación política
1. NOTAS SOBRE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA
1. Los orígenes de la noción de representación se remontan al derecho privado romano y luego ella emigra al derecho público, siendo ambigua y polisémica. En su significado central alude a ciertas situaciones en las que se pretende traer a la presencia algo que permanece, por definición, ausente. Se entiende como poner algo frente a los ojos de alguien o llamar o evocar algo, así como imitar o reproducir. En sus orígenes la representación no fue democrática, sino un instrumento a través del cual gobiernos no democráticos lograron hacerse de ingresos provenientes de la clase aristocrática y propietaria para, por ejemplo, hacer la guerra67. Pero una evolución posterior hizo posible que los reformistas democráticos en Inglaterra la utilicen y amplíen para el logro de sus propuestas de carácter igualitario. Así, pues, puede haber representación sin democracia, afirma Greppi, pero no democracia sin representación68. Hoy se entiende que hay representación democrática cuando esta tiene la capacidad para trasladar la voluntad o el interés de los representados al proceso político. Todo ello, actualmente, en un ambiente de aguda individualización de la base social y de fragmentación del espacio público, pues en varios aspectos las instituciones representativas han dejado parcialmente de ser soberanas.
2. Representación significa actuar en interés de los representados, independientemente, pero sin alejarse de sus intereses. La representación política suele versar sobre la acción, sobre lo que debería hacerse. Dice Pitkin:
en consecuencia, implica a la vez compromisos de hechos y de valores, fines y medios. Y característicamente, los juicios de hechos, los compromisos de valor, los fines y los medios, están inextricablemente entrelazados en la vida política. Con frecuencia, los compromisos con respecto a los valores políticos son profundos y significantes, a diferencia de las triviales preferencias de gusto69.
Por tanto, la representación no es necesaria donde existen soluciones científicamente verdaderas, cuando no están presentes compromisos de valor ni juicios, o cuando se produce una elección arbitraria y la deliberación es irrelevante.
Entonces, y ello es de especial interés para nosotros en el Perú, si hay en la sociedad divisiones asentadas en compromisos de valor, es importante que esas divergencias sean atendidas, pero sin olvidar que el Gobierno está obligado a perseguir el interés nacional; en otras palabras, estar atento a los intereses locales y parciales no debe tener preponderancia sobre las necesidades e intereses de la nación. Si bien es reconocido que una de las características más importantes del gobierno representativo es su capacidad para resolver las conflictivas pretensiones de las partes sobre la base de su común interés, ello no debe llevar a pensar que en ocasiones es necesario no posponer el bienestar de alguna de ellas. El representante está obligado a perseguir al mismo tiempo el interés nacional y el interés local; no tiene con sus electores una simple relación bilateral, pues en la realidad se presentan muchos intermediarios de intereses disímiles.
De otro lado, cuando un gobernante, autoritario o populista, manipula a sus seguidores mediante, por lo común, una maquinaria electoral bien montada, y en más de una ocasión utilizando con frecuencia modalidades de la democracia directa, debemos dudar si nos encontramos frente a un gobierno representativo, aunque se hayan cumplido determinadas formalidades. Un gobierno representativo no es el que controla a sus electores o súbditos, sino, muy por el contrario, aquel en el cual son los electores los que tienen el control mediante actos electorales frecuentes en los que eligen a sus representantes.
3. Los dos pilares organizativos básicos del sistema democrático son los principios de representación y la separación de poderes. Nos referiremos a continuación al primero. En palabras de Andrea Greppi, es «en la relación entre representación, separación de poderes y opinión pública donde radica el elemento específicamente democrático de esa forma de gobierno compleja que es la democracia constitucional»70. Sin las reglas que instituyen mecanismos de representación y separación de poderes es improbable que pueda constituirse una esfera pública democrática. Para formarse una opinión propia sobre cuestiones de dominio público los ciudadanos requieren pautas estables que organicen el flujo de comunicación y el debate; sin ellas el sistema entraría en un inexorable declive71. Sería un error, sin embargo, creer que hubo alguna vez un instante en el que esos ingredientes de la democracia moderna estuvieron en perfecto equilibrio.
4. La presente desconfianza en el sistema representativo y, en general, en el Derecho y el Estado, no debe hacer suponer que en el pasado ambos hayan gozado de una mayor legitimidad; es preciso, pues, relativizar esa extendida creencia72. Lo que ha ocurrido es que en la actualidad las exigencias para gobernar y legislar son mayores, debido al más alto nivel educativo, la mejor información y las demandas ciudadanas para participar en los asuntos públicos, manifestadas ya no mediante partidos políticos cerrados e ideologizados, sino desde una amplia variedad de iniciativas y organizaciones civiles. No puede olvidarse, entonces, la extensa legitimidad que tiene la aceptación del principio democrático que implica la participación del pueblo en la toma de decisiones sobre asuntos de interés general.
5. Hay en nuestros días una corriente de opinión que combate la política representativa, pero que al mismo tiempo destruye aquellos espacios donde se pueda deliberar, esto es, hacer vida política. Esa corriente suele reivindicar la democracia directa, pero se desplaza hacia el terreno de la autopolítica, olvidando que la representación garantiza el pluralismo en una sociedad como la peruana, multicultural y pluriétnica, lo que no puede lograrse haciendo uso continuo de las modalidades de la democracia directa, una forma de democracia asamblearia que nunca ha dado buenos resultados.
En general, la democracia directa es atractiva para el ciudadano pasivo, para aquellos que prefieren no opinar ni intervenir en el espacio público; personas a las que les parecen mejores formas plebiscitarias de decisión, que no pueden reemplazar a los debates y al intercambio de opiniones, porque reducen los procedimientos de decisión a posibilidades binarias, alegando que así hay más transparencia y menos ideología, cuando en realidad éstas impiden la creatividad política y el uso con matices de la libertad de opinión.
La predominancia de los mercados globalizados y las exigencias contradictorias y disfuncionales tanto en los llamados grupos de derecha como de izquierda son dos obstáculos para que la representación política pueda cumplir a cabalidad su cometido, sin atreverse a reconocer que es el sistema más adecuado para proteger a la ciudadanía contra su inmadurez e ineficiencia.
Los malentendidos frecuentes entre la ciudadanía y sus representantes han dado lugar a que se proponga como remedio la proximidad, la cercanía entre el representante y sus representados, en parte tomando como modelo la forma en que operan las redes sociales. En otras palabras, hay una extendida y fomentada desconfianza en las mediaciones, una búsqueda de que todo sea transparente y se castigue a los intermediarios. Dice Innerarity: «La nueva figura del ciudadano es la de un amateur que se informa por sí mismo, expresa abiertamente su opinión y desarrolla nuevas formas de compromiso; por eso desconfía tanto de los expertos como de los representantes»73. Este sueño de la espontaneidad, de la transparencia ilimitada, del considerar como realidad absoluta lo que resulta de las encuestas —en otras palabras, la ausencia de límites— resulta un peligro que puede poner en duda nuestros derechos y los procedimientos que dificultan la arbitrariedad y frenan el populismo. No es que la transparencia y la proximidad no sean importantes, lo son, pero hay una imparcialidad democrática igualmente relevante y necesaria. Para funcionar bien, la representación política necesita, al igual que los mercados, límites adecuados y legítimos.
Si bien la proximidad, sobre todo en el ámbito local, se presenta como uno de los medios para hacer frente al descrédito de la política, no puede olvidarse que la distancia ha sido considerada necesaria para el ejercicio de la imparcialidad y para combatir el favoritismo. Esa exigencia de proximidad se entiende además por la preponderancia que ha adquirido la figura del consumidor en las sociedades modernas, por la inmediatez del corto plazo, por la influencia de la televisión. Pero las políticas de largo plazo que protegen el desarrollo continuo y sólido se hacen generalmente desde la distancia y la reflexión, y para tal tarea los representantes políticos son esenciales.
Ahora bien, reconozcamos que la lejanía elitista es un problema tan grave como la cercanía oportunista inclinada a halagar malos instintos, deseos cambiantes y mal definidos. Son muchos los problemas políticos que no pueden resolverse bajo las presiones que exigen inmediatez, sobre todo aquellos que son impopulares pero que es necesario enfrentar, como ocurre con muchos casos de contaminación ambiental. Si no existiera una cierta distancia frente a los electores, los gobiernos no podrían decir lo que deben hacer. Si criticamos ese necesario distanciamiento caeremos en un populismo plebiscitario, que puede surgir tanto de posiciones de derecha como de izquierda. Así, pues, «equilibrar proximidad y lejanía, lo local y lo global, la inmediatez y la prospectiva, es una de las grandes tareas que aguardan a la política, una tarea que no puede ser llevada a cabo privilegiando uno de sus términos»74.
7. En una democracia representativa los ciudadanos no gobiernan: son gobernados por otros. Y ello es aceptable porque existe la alternancia en el poder, porque los gobiernos son provisionales, reemplazables por otros mediante elecciones libres. Es esta realidad la que hace aceptable la ficción de que nos gobernamos a nosotros mismos. La representación es un proceso en el que compromisos diversos se articulan y conjugan y que hace posible actuar eficazmente sin olvidar la pluralidad constitutiva. «La representación es una relación autorizada, que en ocasiones decepciona y que, bajo determinadas condiciones, puede revocarse. Pero la representación no es nunca prescindible salvo al precio de despojar a la comunidad política de coherencia y capacidad de acción»75. Hay que recordar que son los representantes los que, al tomar decisiones, acertadas o no, asumen la responsabilidad por sus actos y deben tener el coraje para hacerlo, y no buscar escabullirse mediante el uso de plebiscitos o referéndums. No es tarea del ciudadano analizar los costos y beneficios de toda política pública o de una decisión gubernamental compleja por la real imposibilidad de conocer los fundamentos y detalles de gran importancia. Nada de ello impide opinar, cuestionar y exigir razones y resultados. Pero acudir a las modalidades de la democracia directa para superar emotivamente ese desconocimiento es peligroso y no suele construir institucionalidad.
8. Por democracia representativa se entiende entonces aquella en la que los ciudadanos no ejercen directamente el gobierno, sino que lo hacen a través de representantes a quienes eligen periódicamente, representantes que no están sujetos a mandato imperativo, es decir, toman sus decisiones con libertad, debiendo tener presente el interés general. Aunque, como veremos en el punto siguiente, en la práctica no siempre es así. Dice Bobbio: «en términos generales la expresión democracia representativa quiere decir que las deliberaciones colectivas, es decir, aquellas que involucran a toda la colectividad, no son tomadas directamente por quienes forman parte de ella, sino por personas elegidas para ese fin»76. Y si bien el término o concepto de representación puede utilizarse en muchos contextos distintos, el que nos interesa aquí es el vinculado a aquellos que han sido designados por elección popular, de modo que la idea de representación queda vinculada a la de elección77.
9. En la actualidad, en el mundo occidental la inmensa mayoría de las sociedades se gobiernan por medio de representantes que son los que deliberan y votan de acuerdo con sus propias convicciones o conveniencias. Ello se origina en la libertad entendida como independencia, y es así como se ha extendido la convicción de que la mejor forma de gobierno es la representativa. El órgano más representativo de esta clase de democracia es el parlamento, lugar donde en teoría se toman decisiones de gran importancia. El control sobre los representantes tiene lugar en cada proceso electoral, momento en el cual los ciudadanos manifiestan su parecer sobre la actuación o conducta desplegada durante el período en que tales representantes estuvieron en el cargo. La democracia representativa es, en la actualidad, en buena medida, una democracia «de partidos políticos»78.
Hay que recordar que la concepción liberal de la representación se caracteriza por considerar que los ciudadanos no tienen más participación que el uso del derecho de sufragio durante las elecciones; y que ello en estos días se considera una visión limitada que debe superarse dando lugar a una mayor participación a través de varios mecanismos, pero sin alterar el núcleo del sistema representativo tradicional. En este proceso, que podríamos calificar de contemporáneo, están presentes los temas de hasta dónde alcanza la independencia del representante tanto en relación con sus votantes cuanto frente al partido al que pertenece, y hasta dónde la representación parlamentaria interpreta correctamente el interés general.
En síntesis:
la representación política tiene en cuenta […] no las voluntades de personas, particulares, o de determinados grupos de las mismas, sino más bien intereses generales de toda la colectividad popular tal como vienen a resultar de las fuerzas sociales y políticas que en ella se mueven, de las corrientes de pensamiento que en ellas se determinan y de los variados programas de gobierno que se formulan y sostienen79.
10. Como bien señala Ángel Garrorena:
dentro de la triada democracia-participación-representación, el elemento fundamental es el concepto de representación. Es verdad que las otras dos categorías, participación y democracia, tienen una mayor carga ideal y casi mística, pero, visto el tema desde una perspectiva estrictamente instrumental, la clave está en el concepto de representación porque es a esta a quien le corresponde organizar la representación y realizar la democracia80.
Por su parte, Adela Cortina afirma que:
la democracia comunicativa es representativa, sabe que el mejor modelo entre los que hemos ideado consiste en la participación del pueblo en los asuntos públicos a través de representantes elegidos, a los que pueden exigirse competencia y responsabilidades. Pero exige llevar a cabo al menos cuatro reformas: tratar de asegurar a todos al menos unos mínimos económicos, sociales y políticos, perfeccionar los mecanismos de representación para que sea autentica, dar mayor protagonismo a los ciudadanos, y propiciar el desarrollo de una ciudadanía activa, dispuesta a asumir con responsabilidad su protagonismo81.
El fomento de una sociedad activa y alerta a los intereses generales no es posible si se la mantiene en la ignorancia o si se fomenta el odio frente a los demás, estrategia común en los partidos totalitarios cuando no pueden aplicar la fuerza para imponerse y prevalecer abusivamente. Nace entonces la inmensa importancia de la docencia que enseña a pensar bien y a expresarse libremente, que es estar libre de prejuicios y manipulación.
2. CRISIS Y SOBREVIVENCIA DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
1. La crisis de representación política tiene su origen en un creciente distanciamiento entre los ciudadanos y las instituciones, lo que se manifiesta en apatía y desconfianza, así como en el debilitamiento de los partidos políticos y la instauración de otros cauces de representación de intereses como las corporaciones multinacionales. Los medios de comunicación han multiplicado el efecto de estos cambios en beneficio de intereses privilegiados y minoritarios. Así, muchas de las críticas al funcionamiento de la democracia representativa tienen carácter plural. Determinados sectores han afirmado que si bien lo que está presente es la democracia representativa, el Estado ideal es aquel que se basa en las modalidades de la democracia directa y semidirecta, por lo que es preciso implantarlas y ampliar los mecanismos propios de la democracia participativa. Olvidan, sin embargo, que el indispensable pluralismo político tiene una expresión más acabada con la democracia representativa, pues el pueblo soberano, en un referéndum, por ejemplo, responde a lo que le preguntan, no a otra cosa; en otros términos, quien plantea la pregunta influye directamente en la respuesta final, como un debate recortado, simplificado. Más coherente es afirmar que tanto la democracia participativa como la deliberativa solo tienen consistencia y viabilidad en la democracia representativa, pues son actores secundarios, aunque complementarios solo en ciertos temas y ocasiones.
La contraposición entre las llamadas «representación-mandato» y «representación-independencia» ha puesto de manifiesto, una vez más, el tema del mandato imperativo. A ello se agregan las críticas por no haber sabido responder adecuadamente a los estragos causados por la crisis financiera reciente ¿CUÁL?, al aumento de la desigualdad social, la percepción de una clase política autónoma desconectada de los votantes y la extendida corrupción descubierta, en un ambiente de cambio por la globalización de los mercados y la irrupción de las nuevas tecnologías.
Los críticos más agudos argumentan que el poder se encuentra donde están los ciudadanos y no en las instituciones llamadas a representar la voluntad general. Retomar ese control, afirman, es retomar la soberanía, y se apoyan en el constitucionalismo clásico que afirma que hay que controlar el poder poniéndolo al lado de los ciudadanos, para volver a utilizar su fuerza inclusiva. La soberanía se convierte así en la clave para interpretar la crisis que ya anunciaba el proceso de globalización, en virtud del cual el poder de las corporaciones trasnacionales supera el poder de los Estados de tamaño medio. Esta crisis ha hecho, dicen esos críticos, que tanto los ciudadanos como las instituciones que los representan hayan perdido el poder que hoy detentan los mercados financieros, lo que desafía al constitucionalismo democrático que se construye teniendo como base la dignidad humana, constitucionalismo que ha combatido y triunfado en el terreno de los principios. La crisis de legitimidad se deriva, según esa argumentación, de la incapacidad de las instituciones para defender justamente los postulados alcanzados por el constitucionalismo democrático, porque sus estructuras jurídico-políticas no pueden contener la brecha entre lo que postulan los principios y la realidad. «La crisis —dice Guillén— es la brecha entre la sociedad y el Estado, la expresión de la fuerza normativa de lo fáctico, la muestra de la incapacidad del Estado de integrar el conflicto social aportando soluciones satisfactorias a los titulares de la soberanía»82.
Otros críticos consideran que uno de los problemas más graves en las sociedades modernas se encuentra en la falta de lealtad política de los dirigentes, en la adulteración de los derechos y en su falta de transparencia y su conducta corrupta. Ello se refleja en el clientelismo político y la crisis de los partidos tradicionales, pues se ha extendido su financiamiento ilegal y la falta de publicidad, control y rendición de cuentas. También, por cierto, en la delegación de una autoridad enorme en representantes que gozan de una discrecionalidad casi absoluta de la que no suelen dar cuenta a sus representados, lo que se agrava cuando ese poder se otorga a quienes actúan en organismos internacionales de gran impacto en materias de gran importancia, lo cual hace poco «democrático» su accionar83.
2. Otro tema vinculado a la crisis de representación es la constatación de que la división de poderes desarrollada en el siglo XVIII e incorporada en prácticamente todos los textos constitucionales —es decir, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial— ha sufrido en la realidad una alteración radical por el surgimiento de potentes contrapoderes, formales e informales, tales como los medios de comunicación, las empresas trasnacionales, el mercado financiero y gobiernos de ámbito regional representativos no solo de intereses materiales sino también de composición étnica, cultural o religiosa distinta a la de la población mayoritaria. «Por lo tanto —afirma Ramón Adell—, la idea rousseauniana que parte de que un pueblo es una unidad histórica de costumbres y hábitos de vida en común, cuyos integrantes acuerdan formar un Estado para gobernarse mejor, estableciendo equilibrios entre tres poderes, se aleja de la realidad»84. En un contexto de individualismo exacerbado y de quiebra de lo colectivo, la sociedad se atomiza en la soledad del propio individuo y se vuelve descreída tanto de las instituciones como de los proyectos colectivos, a lo que se suma la desigualdad y la corrupción, así como mayorías silenciosas conservadoras y poco participativas. Este es el contexto que da lugar a la crisis de representación.
3. El Perú no es ajeno a esa crisis, la que está asociada a la de los partidos políticos, pues casi todos ellos han perdido identidad y carecen de idearios y programas. De cierta forma, esto se ha extendido a otras importantes instituciones políticas fundamentales, como el Congreso, del cual la población tiene una opinión muy desfavorable85. Es preciso asimismo señalar que los procesos electorales son cada vez menos deliberativos y más dependientes de una propaganda audiovisual con poco contenido. Por ejemplo, la institucionalización de la conflictividad social, las continuas protestas en varias partes del territorio son parte de la escena política en el Perú y ello, afirma Carmen Ilizarde, es fruto de una crisis de representación, que ha sido incluso reconocida por el Estado, tal como lo ponen en evidencia los informes de la Defensoría del Pueblo. Quienes intervienen lo hacen reivindicando un mayor espacio. Esa conflictividad social, dice Ilizarde:
merece pensarse como una forma de participación política independiente del sistema de representación política que tiene en los partidos a su institución central. Más que frente a una forma alterna de representación, nos encontramos con formas diversas de ejercer la auto representación [sic] para afirmar el desacuerdo y lograr un cambio en el Estado a partir de acciones colectivas de incidencia directa. Este tipo de participación política ha ido consolidándose en el tiempo en el que los partidos políticos han ido desapareciendo y dándole paso, a su vez, a otras formas de organización para la competencia electoral, una suerte de emprendimientos políticos que no buscan ejercer la representación sino llegar al poder y enseñorearse en él86.
Resulta comprobable que después del colapso de los partidos políticos tradicionales durante el fujimorismo, el sistema fue remplazado por un modelo autoritario y vertical, que no ha podido superarse o recomponerse en los últimos años de gobiernos democráticos. Ello ha influido para que varios intentos de representación fueran en la práctica reemplazados por la prebenda y un clientelismo relacionado con intereses concretos lejanos de los mayoritarios y de las necesidades más apremiantes de la población. Uno de los efectos de la práctica fujimorista ha consistido en que la sociedad prescinda cada vez más del referente estatal y los partidos tengan dificultades para interpretar lo que ocurre en la sociedad, lo que favoreció la idea de emplear procedimientos plebiscitarios para consultar a la población, ya que los gobiernos autoritarios se muestran desconfiados y hasta hostiles respecto a las mediaciones políticas. En ese escenario, la idea de representación se asocia de modo más transparente con el Poder Ejecutivo que con el Parlamento. En efecto, no hay duda de que esa deslegitimación autoritaria de la política, en la que se pone en discusión la validez de los que la ejercen, restringe el espacio público como ámbito de participación y de deliberación87.
Lo que está en juego, en palabras de Greppi, es:
si en el futuro podrá establecerse todavía alguna clase de equivalencia entre lo que piensan, creen, dicen, sienten los representados y la actividad de quienes actúan en su nombre, entre las expectativas que unos cultivan y las prestaciones que los otros pueden razonablemente ofrecer. En términos clásicos, el problema que hoy corroe a la teoría de la representación está en saber si cabe la posibilidad de darle forma política a la multitud88.
Y ello es así, dice el autor citado, porque cada vez son mayores las demandas destinadas a migrar hacia esferas de acción que no están directamente involucradas con la política representativa, ya no son de carácter distributivo sino tienen una relación con la condición individual, apareciendo nuevos enclaves de poder, informales y ajenos a los cauces típicamente democráticos de agregación de preferencias, con lo cual se origina un vacío pues cada vez hay menos que representar89.
Para combatir esa crisis se persigue un mayor acercamiento con los electores como una forma de evitar que el representante esté sujeto a las órdenes del partido, a sus propios intereses o a los de aquellos que lo promocionan; es decir, se busca que sea un auténtico representante de los intereses generales. De otro lado, se afirma que el sistema ha contribuido a acentuar el carácter elitista de la clase política. El sistema, se señala, carece de transparencia, a lo que se suma el escaso interés de los ciudadanos en la deliberación política, desafección causada por el individualismo extremo de las sociedades capitalistas contemporáneas y por la preeminencia de intereses fácticos de oscuro origen. Todo lo cual debilita grandemente el sistema del que venimos tratando90. Los correctivos propuestos son muchos; entre otros, elecciones primarias en los partidos, financiamiento público a éstos para evitar el «blanqueo» de dinero y hasta la introducción de algunos mecanismos propios de la democracia directa.
4. A pesar de las sentencias pesimistas y la intensidad de las polémicas sobre esta materia, cabe señalar que la democracia representativa sigue teniendo muchas ventajas que mostrar y sigue siendo por ello profusamente utilizada como sistema de gobierno. Es difícil encontrar hoy a alguien que cuestione la necesidad de contar con instituciones representativas, y, «por tanto se ha renunciado a la utopía de que todos los ciudadanos puedan participar directamente en todos los procesos de toma de decisiones»91. En efecto, para J. L. Martí: «nadie ha cuestionado la idea de representación, que es considerada necesaria y hasta valiosa, ni defendido en su lugar un modelo de democracia directa»92. Las propuestas que veremos más adelante no buscan su desaparición sino el perfeccionamiento de la «democracia representativa».
El objetivo es mostrar que la representación debe poner a los ciudadanos en condiciones de elaborar y revisar las demandas que se proyectan sobre el espacio público. Si bien no existe sistema electoral que consiga reflejar las preferencias de todos, el proceso de representación es indispensable para que puedan proyectarse las demandas y para que el sistema tenga legitimidad; no suele haber solicitudes instantáneas: todas pasan necesariamente por mediaciones representativas, por el intercambio discursivo entre las demandas de los ciudadanos y las respuestas de las instituciones. Hay, pues, que reinventar la representación, recordando la progresiva pérdida de centralidad de la política y de su fuerza legitimadora cuando la deliberación languidece. «La voz que expresa la voluntad soberana no está ni del lado de los representantes, como siempre han dicho los elitistas, ni del lado de los ciudadanos, como han pretendido los populistas, sino que emerge paulatinamente en el continuo intercambio entre los distintos niveles de formación de la opinión y la voluntad»93. Podemos entonces afirmar que sin representación no hay deliberación ni puede haber opinión.
En ese entendido, no puede olvidarse que la política debe ser un espacio de encuentro entre personas que se juntan en libertad para hablar de las ideas y asuntos que comparten; ha sido justamente el abandono del espacio común lo que ha llevado a la crisis que hay que superar. Y buscar ese encuentro es la primera tarea por desarrollar para lograr una representación cabal, pues la consecución del interés público debe ser liderada por alguien. No basta pues el acto electoral; la iniciativa grupal juega un rol determinante para seleccionar a quien debe representar los intereses comunes. En cierta medida, el desarrollo tecnológico y la información más precisa hacen que el acto electoral sea en nuestros días un acto plebiscitario que recobra parte del antiguo encanto de la decisión popular como acto de soberanía. No es que el principio de representación desaparezca; lo que sucede es que el principio de identidad está ahora más presente que antes, consecuencia de un mayor desarrollo educativo. Por ello, resulta innecesario buscar fórmulas clásicas de democracia directa, pues la manifestación de voluntad es expresada en los comicios. Lo contrario es poner en entredicho los logros democráticos que con tanto esfuerzo se ha logrado conseguir.