Kitabı oku: «Homo Falsus», sayfa 2
Este es un caldo de cultivo hermoso para el engaño, pero sólo falta un condimento para hacerlo definitivamente creíble: hacerlo parecer una ciencia. Como tendemos a creer que todo lo científico es cierto, si a una teoría la adornamos con cálculos matemáticos (y a veces con estudios estadísticos) de difícil interpretación, nos resulta más complicado resistirnos a creer. Más aun si a la pseudociencia se la etiqueta con un nombre que suene científico… ¿o acaso astrología no se parece a astronomía? Todos estos sesgos confluyen en una doble necesidad: conocer el futuro y creer que eso es posible.
Así que podemos decir que mercado para la adivinación del futuro hay. Y por supuesto, si hay demanda quiere decir que alguien está dispuesto a pagar, y dado que el costo de producción de inventar el futuro es cero, la oferta aparecerá de inmediato. Pero esto no es suficiente, porque si los que predicen no lo hacen bien (que es lo que esperamos que suceda), irán perdiendo su clientela. ¿Cómo hacer entonces para sostener el negocio en el tiempo? Por un lado, la magia está en la viveza de la adivinadora: utilizar un lenguaje ambiguo, como dijimos anteriormente, tener a mano buenas excusas para los fallos, predecir a muy largo plazo para evitar ser evaluado, son todas técnicas que le permitirán sobrevivir. La oferta debe, de alguna manera, esforzarse para no quedar como una truchada. Por el otro, necesitamos de cierta ingenuidad del cliente o, visto de otra manera, de una tolerancia al engaño suficientemente grande: como ya dijimos, todo agente racional detectaría la trampa con relativa rapidez, tras verificar que el futurólogo no le pega al futuro más de lo que predice el azar.
He aquí una rápida explicación de por qué persisten durante muchísimo tiempo en nuestra sociedad actividades fraudulentas: un oferente con ingenio más un demandante ingenuo. Insistimos, en un mundo racional como el de los modelos económicos tradicionales, nada de esto debería suceder. Quizás el lector dude de la relevancia cuantitativa de este fenómeno: un conjunto pequeño de “vivos” no es toda la economía, y la mayoría de los consumidores no pueden ser tan incautos como los compradores de futuro.
Este libro, sin embargo, quiere sembrar una sospecha, y es que estas vivezas podrían estar más extendidas de lo que creemos. ¿Cuántas veces usted compró cosas que no le brindaron la utilidad o la felicidad que esperaba? Ese cuadro carísimo que miró solo un par de veces y ya ni registra; ese libro que prometía hacer de usted una persona más segura; ese auto nuevo que finalmente no tiene un andar tan distinto del anterior. Seguro estas decepciones le han ocurrido, le ocurren, y le seguirán ocurriendo. Mal que les pese a los defensores de la eficiencia de los mercados, lo cierto es que todos nosotros compramos porquerías que parecen prometernos un bienestar enorme, pero que luego se evapora hasta hacernos dudar incluso de la real justificación de la compra. Demandantes ingenuos, oferentes con ingenio… recuerden la máxima y miren a su alrededor. Y también sigan leyendo.
Gerardo cuenta que, en la proximidad del Día de la Madre, las ideas para un regalo para su esposa eran escasas y sus hijas, muy niñas aún, no podían aportar propuestas. Atribulado por este problema, pasó frente a una casa especializada en productos deportivos, llamándole enormemente la atención unos patines artísticos, esos tradicionales de cuatro ruedas, pero con botas. Su esposa no se dedicaba al patinaje (mucho menos al patinaje artístico) y en la casa jamás se había hablado del tema. Pero por alguna razón él sintió que era el regalo perfecto. Al abrir el regalo, su mujer no sabía si se trataba de una broma, de una indirecta, o de otro inútil intento de su marido por parecer original. Un tipo de cambio que hace regalos que serán para el cambio… ¿Qué fue lo que hizo que Gerardo cometiera semejante torpeza? Un demandante ingenuo, sin dudas, pero también un vendedor de patines que seguramente hizo muy poco por desalentarlo.
Otro ejemplo de demandante particular son los coleccionistas, esa gente que siente atracción por lo económicamente innecesario. Estampillas, marquillas de cigarrillos, coches en miniatura, monedas, latas y hasta muñecas, no parecieran tener valor económico, a menos que en un futuro alguno de ellos tenga la intención de poner todo a la venta, con la esperanza de que el tiempo valorice lo inútil. Se podría argumentar que un filatelista disfruta de repasar una y otra vez su colección de estampillas. Gerardo, por caso, colecciona películas en DVD y admite que rara vez vuelve a proyectarlas, con excepción de aquellas pocas películas muy buenas (de acuerdo a su propio gusto, ciertamente dudoso). O sea que podría existir un disfrute en el solo hecho de tener y mantener cosas, más allá de la utilidad concreta que uno le quiera dar a lo que adquiere. Para la economía clásica, éstas no parecen ser decisiones del todo racionales. La compulsión a gastar en estas obsesiones puede traernos más de un dolor de cabeza cuando no alcanzamos a llegar a fin de mes.
Lamentablemente, los costos de una compra equivocada no terminan al notar la ociosidad del producto. Una vez decepcionados, solemos buscar desesperadamente razones para justificar nuestros fallos. Una más o menos inmediata es que no hay posibilidad de determinar si algo funciona o no hasta probarlo. La aspiradora no aspira tanto, el vestido no queda tan bien según otros ojos, el libro nos aburrió demasiado rápido. Algunos plantearán que este es un problema menor, ya que algunas tiendas permiten la devolución de un producto que no nos satisface. Amazon hasta nos invita a hojear parte del libro antes de comprarlo. Pero aun así, la mayoría no utiliza demasiado esta opción. ¿Por qué? Quizás devolver algo semi-usado simplemente nos dé vergüenza. O tal vez no queremos reconocer que nos equivocamos: Roberto Moldavsky, en uno de sus geniales monólogos, afirma que la razón por la que un pueblo como el de EEUU termina con Trump como presidente, es que devuelven el dinero si el producto no te gustó. Cuando los efectos de inacción predominan y no hacemos saber al mercado que ese sillón nuevo no es tan cómodo como lo sentimos la primera vez, las “correcciones” tardan en producirse. O dicho más claramente, el producto trucho se sigue vendiendo y solo dejará de producirse mucho tiempo después. El resultado es que un montón de consumidores terminan poco satisfechos con su compra durante demasiado tiempo.
Como ya reconocimos previamente, a primera vista esto no parece demasiado generalizable. Dimos ejemplos arbitrarios de compras de bienes de consumo durable, y uno esperaría que al comprar alimentos o servicios el feedback del mercado fuera más rápido y efectivo. Una empresa que vende una marca de leche podrida, definitivamente no durará en el mercado. Y un peluquero que corte el pelo con tenazas probablemente tampoco. Pero en este libro intentaremos demostrar que hay un mundo intermedio que puede sobrevivir gracias a las astucias del oferente, y a nuestra innata cualidad de equivocarnos una y otra vez como clientes.
Para evitar malas interpretaciones, este libro no es un libro de quejas destinado a denunciar la maldad del capitalismo empresarial y de los daños que infringe sobre el pobre consumidor. La razón es que, según nuestra tesis, para sobrevivir en la jungla capitalista todos tenemos que aprender a ser astutos para vender algo, aprovechando la ingenuidad de nuestra potencial clientela. Es cierto que muchas veces nos compran por los méritos reales de nuestro producto o servicio, pero a los que exageran estos méritos les suele ir mejor. Y como revelaremos enseguida, todos en mayor o menor medida exageramos.
El filósofo y ensayista Zygmunt Bauman escribió una crítica enérgica a la sociedad moderna en su libro Una Vida de Consumo. Su título en inglés es más explícito: A Consuming Life juega con el doble sentido de una vida dedicada al consumo, y una sociedad que nos compele a hacerlo, consumiendo en ese viaje nuestras vidas. Bauman opina con desdén que el consumo no es más que la cristalización de los excesos de la sociedad. Vivimos, explica Bauman, una economía del engaño basada en la insensatez y la emoción, pero casi nunca en la razón. Lejos de representar un fracaso, indica, este estado de cosas es óptimo para su propia reproducción, fortaleza y expansión. El consumismo, ataca Bauman, es un proceso de desafección, de silenciamiento social, y desactiva la protesta contra el orden imperante. En esta distopía consumista, los objetivos de ser más generosos y de cuidarnos los unos a los otros quedan opacados, nos han dejado sin propósito en la vida.
Nosotros no estamos en condiciones de ir tan lejos. Compartimos con Bauman que los engaños y autoengaños en esta sociedad de consumo son evidentes y generalizados, pero no estamos tan seguros de las perspectivas sombrías del autor. Y en lugar de juzgar a quienes presumiblemente nos mienten, preferimos ser juzgados junto a ellos, todos formados en una fila interminable de tramposos que, inevitablemente, constituyen una parte indisociable de la realidad, de nuestras relaciones económicas. Y si nos fijamos bien, quizás encontremos al propio Bauman en la misma hilera vendiendo libros que, bueno, al final no eran tan reveladores como pensábamos cuando los compramos.
Este libro está repleto de hipótesis excéntricas, pero totalmente comprensibles. Algunas de nuestras especulaciones se basan en situaciones perfectamente identificables que vivimos a diario. Otras son teorías que el lector juzgará por sí mismo como conducentes o no. Por si no se entendieron bien los párrafos anteriores, nuestra primera conjetura imprudente es que, en una palabra, todos vivimos engañados y engañando. Pero esto no termina aquí: nuestra segunda hipótesis es que esto no es necesariamente malo, y que de no ser por estos engaños la pasaríamos bastante peor. Una tercera hipótesis, bastante relacionada con la segunda, es que el engaño generalizado no debe preocuparnos demasiado, siempre y cuando no nos pasemos de la raya y tengamos los instrumentos institucionales para compensar sus potenciales efectos negativos. Como estos instrumentos hay que pensarlos y diseñarlos bien, los responsables deben ser conscientes de que en este sueño económico en que vivimos, en esta suerte de capitalismo onírico, la mentira está bastante más diseminada de lo que nos imaginamos. No somos homo œconomicus sino homo falsus, y en honor a la verdad, esto es una bendición.
3. Hoja de ruta
Se suele decir que el camino hacia la verdad es espinoso, pero el camino que seguirá este libro es hacia la mentira, y es endemoniadamente placentero. El estímulo que desató nuestro interés por escribir este libro fue La Economía de la Manipulación de Akerlof y Shiller (AyS), un recorrido fantástico por los engaños de las empresas a sus clientes. De su contribución, de sus consecuencias y de sus implicancias nos encargamos en el capítulo II. El capítulo III reexamina los argumentos de AyS con mayor cuidado, tratando de entender en qué casos el mercado puede resolver la venta de humo, y en qué casos no. Allí aprovechamos para recorrer diversos sesgos cognitivos que nos hacen a todos permeables al engaño, abordando desde la neurociencia las razones para entender que, nos guste o no, estamos condenados a la irracionalidad. El capítulo IV presenta por separado uno de los fenómenos más salientes de la sensación de engaño: la publicidad. La publicidad es un fenómeno persistente y en el que se gastan una enorme cantidad de recursos. ¿Cuál es la razón de semejante inversión en un mundo de consumidores racionales, y cómo afecta nuestras decisiones? También nos vamos a referir a la autopublicidad, entendida como la imagen que uno transmite al mercado de sí mismo. El capítulo V se mete de lleno en la hipótesis central del libro: la fastidiosa idea de que, en realidad, todos somos un poquito truchos. Empresas grandes y familiares, banqueros y financistas, profesionales, políticos, trabajadores y estudiantes. Todos intentan, aunque en distinto grado y con éxito dispar, venderse por más de lo que valen. Con estas herramientas en mano, en el capítulo VI presentamos las justificaciones teóricas y conceptuales de nuestra hipótesis, y describimos el sistema económico donde la mentira es un componente más, con sus ventajas y sus desventajas. En el capítulo VII presentamos un modelo propio, un tanto fraudulento, que explica cómo la mentira también se puede matematizar con simpáticos algoritmos, repletos de letras griegas que uno siempre se olvida qué cuernos significan. El capítulo VIII recorre una vez más la relación entre la mentira y la economía, y propone razones para que los lectores, en lugar de enojarse con nosotros porque los acusamos de mentirosos, reconozcan que esto no podía ser de otra manera. El libro no tiene conclusiones. Mentira, sí las tiene. Y están al final.
— II —
PESCANDO TRUCHOS
1. Los pescadores Akerlof y Shiller
La economía de la manipulación, de Akerlof y Shiller, es un libro extraño para la idea moderna que tenemos de economía. Primero, porque lo escribieron dos economistas galardonados con el Premio Nobel. Segundo, porque sus ideas se transmiten de manera perfectamente inteligible para el lector común. Y tercero, porque sus argumentos tienen profundidad teórica y buena justificación empírica. Como Akerlof y Shiller se encuentran cómodamente entre nuestros economistas favoritos, presentamos a continuación brevemente quién es esta gente y cuáles son sus contribuciones, para luego charlar un poco sobre el libro que escribieron.
El interdisciplinario Akerlof
George Akerlof compartió el Nobel nada menos que con Joseph Stiglitz en 2001, por sus contribuciones a la teoría de la información asimétrica, y se hizo famoso por su modelo sobre el mercado de autos usados que detallaremos en el capítulo III. Akerlof tiene la extraordinaria virtud de inventar nuevas formas conceptuales de analizar la economía. Fue uno de los pocos economistas que se opuso explícitamente al programa de Gary Becker y su intento de conquistar con el método económico a otras disciplinas. Pero en lugar de quejarse, Akerlof hizo una propuesta superadora haciendo exactamente lo contrario: tomó conceptos de otras disciplinas sociales y las incorporó a la economía tradicional, enriqueciendo sus conclusiones.
Por ejemplo, Akerlof desarrolló la llamada Economía de la Identidad, una idea proveniente de la sociología según la cual todos pertenecemos a algún grupo identitario (político, religioso, social, de género, o incluso a identidades imaginarias). Esto tiene consecuencias sobre las decisiones económicas, porque cuando uno se afilia con una identidad no solo es diferenciado (o discriminado) por otros, sino que además se autodiscrimina, para evitar sufrir costos individuales. Akerlof demostró que los condicionantes sociales tienen efectos económicos nada triviales.
Otro campo de interés de este autor son los modelos en los que se aplican los conocimientos de la psicología económica (behavioral economics) a problemas importantes como el desempleo o el ahorro insuficiente. Junto con Janet Yellen, que fue Presidente de la Reserva Federal de EEUU (y además su esposa), estudiaron el impacto de las decisiones no del todo racionales de los individuos sobre la macroeconomía, en particular sobre el mercado de trabajo y sobre la política monetaria. En estas explicaciones, Akerlof enfatiza el rol primordial que tienen en los enigmas económicos las normas sociales, un concepto proveniente de la sociología que establece la relación entre lo que la gente hace y lo que debe hacer.
El burbujeante Shiller
Robert Shiller se ha interesado específicamente en el funcionamiento de las finanzas. Curiosamente, en 2013 la Academia lo premió con el Nobel de manera compartida con Eugene Fama. Decimos curiosamente porque Fama ha defendido históricamente la eficiencia del sistema financiero, mientras que Shiller asegura que éste es riesgoso, en especial porque las burbujas especulativas son muy peligrosas (en el capítulo V profundizamos sobre este curioso episodio). Parte de la culpa de estas burbujas tiene que ver con la escasa racionalidad individual a la hora de tomar decisiones financieras.
Otra contrariedad de los mercados financieros que suele remarcar Shiller es la ausencia de racionalidad colectiva. Una buena razón por la cual un individuo A le compraría una acción que cotiza en bolsa a otro individuo B son sus expectativas discordantes: el individuo A piensa que la acción subirá, y B que bajará. Pero esto barre con la idea de que todos tenemos las mismas expectativas basadas en información real y bien procesada.
En los últimos años, Robert Shiller se puso a estudiar la influencia de las narrativas relevantes para las fluctuaciones económicas, y las resumió en su último libro Narrative Economics: How Stories Go Viral and Drive Major Economic Events (Economía narrativa: cómo las historias se vuelven virales e impulsan los principales acontecimientos económicos). Señala que el cerebro humano siempre ha estado altamente sintonizado con las narrativas, ya sea objetivas o no, para justificar decisiones económicas importantes como el consumo o la inversión. Las historias motivan y conectan actividades con valores y necesidades, suelen volverse virales y generan impactos económicos de magnitud. La Gran Depresión de la década de 1930, la llamada “Gran Recesión” de 2007-9 y el particular escenario político-económico que caracteriza a la situación global previa a la aparición del COVID19, son considerados como los resultados de las narrativas que fueron populares en el pasado.
2. Teoría de la manipulación
Como hemos visto, las ideas de Shiller están conectadas con las de Akerlof: ambos le dan importancia a nuestra insuficiente racionalidad para tomar decisiones económicas, al poco satisfactorio funcionamiento de ciertos mercados (los de información asimétrica y los financieros) y a la importancia de incorporar nociones de otras disciplinas para entender mejor algunos fenómenos económicos (identidad y narrativas). Tan bien conectados están que, antes de La economía de la manipulación, escribieron juntos otro libro de gran éxito titulado Animal Spirits. Allí se reconsideran acontecimientos macroeconómicos con la ayuda de los hallazgos teóricos y empíricos de la economía del comportamiento (Behavioral Economics), un libro que en buena parte inspiró Economía al diván, el libro anterior de Pablo. Y La economía de la manipulación pasa a ser ahora la inspiración del libro que usted está leyendo. Si piensa que nos estamos copiando, le recordamos que transcribir una frase es plagio, pero copiar un libro entero se llama investigación. Homo falsus es nuestra orgullosa investigación.
En La economía de la manipulación, Akerlof y Shiller presentan una tesis que ha sido ignorada por la economía tradicional, pese a ser extremadamente intuitiva (¿será por eso que fue ignorada…?). Sencilla y popularmente: muchas empresas se aprovechan de sus clientes. El subtítulo en inglés del libro no deja dudas: Phishing for Phools significa literalmente “Pescando tontos” (el reemplazo de ‘f’ por ‘ph’ se supone que suaviza la ofensa de llamar “tonta” a la gente). Aunque tienta pensarlo así, el libro está lejos de denunciar una conspiración de empresas que acuerdan para perjudicar a los consumidores. Esta es una idea descartada como general hace rato por los economistas, porque se supone que la mayoría de las empresas que engaña a sus clientes no puede durar demasiado en el mercado. ¿Cuánto subsistiría una ferretería que vendiera repuestos fallados como si fueran buenos? ¿Y una pescadería que ahorrara electricidad y vendiera productos en mal estado? El sistema de mercado debería asegurar que estos engaños no tengan futuro, y solo sobrevivan los honestos.
Pese a esta defensa de la teoría económica, muchos consumidores siguen sintiendo que las empresas tienen ventajas sobre ellos. Akerlof y Shiller proponen entonces un argumento sutil para dar cuenta de esta sensación generalizada. Comencemos por remarcar que, durante las últimas tres o cuatro décadas, miles de experimentos han revelado una alarmante ausencia de racionalidad en las decisiones económicas de los individuos. Por supuesto que no nos equivocamos comprando dos kilos de palta cuando en realidad queríamos gastar ese dinero yendo al cine, pero cuando se trata de elecciones no tan obvias podemos pifiar y mucho.
Los individuos solemos tomar decisiones solos, en caliente y con información bastante limitada. Además, caemos usualmente presos de una excesiva confianza en nosotros mismos, que nos compele a creer que siempre tomaremos la decisión correcta. También solemos hacer mal las cuentas, especialmente las que involucran al futuro, como cuando compramos en cuotas porque nos parece barato, pero luego durante 50 meses seguimos sufriendo pagos cada vez más insoportables, y deseamos terminar cuanto antes con esta eterna obligación. En relación a las empresas que nos venden, un sesgo de racionalidad importante de las familias es su sensibilidad a las señales no siempre honestas de las firmas, como la publicidad engañosa, el orden en que se presentan las opciones de compra o la forma en que se exhibe la información sobre los productos y servicios que se ofrecen.
La cosa es un poco distinta en el caso de las empresas. Allí las decisiones no se toman de manera inconsulta y atolondrada, sino a partir de una planificación explícita basada en consultas previas a especialistas con una larga experiencia en el rubro al que se dedican. Las empresas conocen su negocio y están presionadas continuamente por la competencia, por lo que seguramente toman decisiones mucho más racionales que los consumidores. Más aun, las decisiones más importantes son debatidas y votadas por varias personas, lo que suele acotar la aparición de sesgos.
Si es cierto que los consumidores cometen fallos, y si esos fallos son menos comunes en el caso de las empresas, entonces la predicción es que las firmas aprovecharán esta asimetría de racionalidad, y literalmente tratarán de desplumarnos. Este es el aporte conceptual de Akerlof y Shiller. Sin necesidad de hablar raro, escribir ecuaciones intrincadas, citar bibliografía aburrida, demostrar teoremas irrelevantes o hacer estimaciones econométricas de difícil interpretación, los autores logran dejar una marca en el terreno más preciado de la teoría económica tradicional. Adam Smith se hizo famoso por su conjetura de que debemos el pan en nuestra mesa al egoísmo del panadero. Lo que Smith quiso decir con esto es que, en un contexto de libre mercado, se produce una compatibilidad muy conveniente entre la actitud materialista de los individuos por un lado, y la producción y distribución eficiente de los recursos por el otro. Donde haya una necesidad habrá un precio mayor, y por lo tanto una oportunidad de beneficio que algún oferente aprovechará si provee los bienes y servicios que satisfacen esta necesidad. La teoría económica ha decidido llamar a este robo descarado “apropiación del excedente del consumidor”. Genios de la metáfora.
Akerlof y Shiller utilizan ese mismo principio para hablar del engaño y del fraude económico, ya que donde haya una ocasión para engañar a los consumidores, habrá quienes la aprovechen, generando una tendencia automática hacia lo que los autores llaman “equilibrio de pesca” (phishing equilibrium). Este estado se alcanza cuando los “pescadores” (manipuladores) han agotado toda posibilidad de continuar engañando a los “pescados” (incautos). Por supuesto, se trata de un equilibrio subóptimo, ya que los estafados podrían estar mejor de no haber sido engañados.
Si Akerlof y Shiller tienen razón, entonces los individuos se equivocan al elegir, al menos en promedio. Pero ¿qué significa exactamente que alguien compra algo que en realidad no desea? ¿Es posible determinar si alguien está tomando una mala decisión de gasto? ¿O hay aquí una subjetividad irreductible e inapropiada de la naturaleza humana y su circunstancia dialéctica autohegemonizada? Ok, nos pasamos un poco con la retórica, pero queremos ser un poco más precisos y definir mejor lo que entendemos por una consumidora engañada, por una persona que compra lo que, según parece, no deseaba.