Kitabı oku: «Homo Falsus», sayfa 3

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3. Definiendo lo trucho

La idea de que los consumidores son explotados en forma sistemática apunta al corazón de la economía tradicional y desafía el principio de Adam Smith. Si un individuo compra lo que no desea, entonces toda la teoría del consumidor moderna se desmorona. ¿Pero qué queremos decir con “muchas veces los consumidores adquieren bienes que no querían comprar”? Algunos críticos de Akerlof y Shiller sostienen que esta afirmación es, como mínimo, una arbitrariedad. Aun habiendo ganado el Nobel, estos dos economistas no son quiénes para decirnos lo que nos gusta y lo que no. Más aun, la afirmación misma podría constituir una contradicción en los términos, pues no se entiende cómo es que alguien termina haciendo de manera “voluntaria” aquello que en realidad no deseaba hacer en primera instancia.

Para resolver este enigma, es necesario alejarnos un poquito de la economía y comprender algo básico sobre el funcionamiento del cerebro humano. Dentro de nuestras cabezas no hay nada parecido a un componente único de control centralizado de las decisiones del estilo que nos muestra la película Intensamente. Al contrario, el cerebro está conformado por módulos relativamente independientes cuyos “deseos” suelen colisionar entre sí. Muchas veces esta ambivalencia puede incluso sentirse internamente; somos conscientes de ella.

A la hora de decidir comprar un paquete de cigarrillos, por ejemplo, nuestro cerebro se debate entre obtener placer en el corto plazo, y sufrir un problema de salud en el futuro. Si bien creemos que nuestra decisión final ha sopesado eficazmente costos y beneficios, en realidad lo normal es que prevalezca alguna de las opciones por motivos completamente azarosos. Ante una decisión dilemática, la mente termina decidiendo a partir de una buena justificación que solucione nuestro conflicto interno. Si se nos aparece el pensamiento “soy joven, ¿qué daño me puede hacer un atado de cigarrillos más?”, terminaremos comprando el paquete. Aunque menos común, también podría surgir una buena razón para no fumar, como cuando nos fijamos un objetivo desafiante del tipo: “hoy es mi cumpleaños, el día ideal para empezar a dejar de fumar, trataré de cumplir dos meses sin fumar un cigarrillo”. Como ni nuestro cerebro sabe lo que quiere, es inútil insistir con que “sobre gustos no hay nada escrito”, o afirmar democráticamente que “a cada uno le gusta lo que le gusta”. Básicamente, porque ese “uno” individual de estas frases simplemente no existe. Nuestros módulos cerebrales tienen literalmente deseos independientes y a veces contradictorios, y no hay un órgano central que juzgue ecuánime y económicamente las ventajas y desventajas de cada uno.

Ahora bien, aun cuando para un individuo sea difícil distinguir qué es lo que realmente desea y lo que no, un observador experto podría caracterizar y computar desde fuera los pros y los contras de cada opción. Para asegurarse de que su análisis fuese objetivo podría, por ejemplo, encuestar a los decisores tras sus compras, para verificar si se arrepienten o no de sus elecciones atolondradas. Y lo que se encuentra en la práctica, a través de cientos de experimentos, es que muchos consumidores se muestran descontentos por decisiones que fueron tomadas “en caliente”. Los ejemplos más comunes de compras compulsivas se producen al visitar otros países, donde todo resulta atractivo y fascinante, lo que se mezcla con el temor a perder la oportunidad del momento: ya que estoy aquí, sería una lástima no comprar este producto tan pintoresco. En su visita a Santiago de Compostela, hace tres años, Gerardo se entusiasmó con la compra de un bastón típico del lugar, y no dudó un instante en adquirir uno tan extravagante como enorme, que por supuesto le trajo un enorme dolor de cabeza para transportar durante el resto del viaje. El bastón aún se encuentra tirado en su pieza, sin siquiera exhibirse como adorno.

BOX 2: PREFERENCIAS EXTRAVAGANTES


En la teoría económica del consumidor tradicional, para identificar qué es lo que realmente desea un individuo, se suele recurrir a la llamada teoría de la preferencia revelada. Básicamente, se observan las decisiones individuales en el mercado y en base a ellas se construyen los deseos, que se organizan a través de la “función de utilidad”. El problema con esta aproximación es que, si nuestras decisiones individuales están sesgadas, las preferencias que estas decisiones revelan son en realidad un concepto borroso e incongruente. De los típicos fallos que cometemos en la aplicación de las preferencias, nuestra historia preferida es la siguiente (si es que realmente la preferimos). Entra una señorita a un bar y pide un café, pero la máquina está averiada y no es posible servirlo. Entonces pide una gaseosa de bajas calorías, pero el mozo le explica que ese bar solo vende bebidas azucaradas. Finalmente pide una botella de agua. Cuando se la están por servir, le avisan que la máquina ya fue reparada y que enseguida le traerán el café. Pero entonces la señorita le comenta al mozo: “está bien, igual tomaré el agua”. Esta historia, perfectamente natural para nuestros oídos, revela sin embargo una flagrante violación del orden transitivo de las preferencias. No parece muy racional que digamos preferir café a gaseosa, gaseosa a agua, y agua a café…

Un sesgo adicional preocupante es que no solemos reconocer nuestros errores. Todos intentamos racionalizar nuestras creencias y convencer a nuestra audiencia de que nuestras preferencias son estrictamente racionales. Si nuestro entorno es indulgente y educado, pocos se animarán a señalar la estupidez de habernos teñido el pelo de ese color, o de habernos tatuado el nombre de nuestra ex-novia en la frente, o de haber ido a ese recital de un viejo grupo de rock gastado y desafinado, que se vuelve a reunir décadas después de su último concierto. Nuestros amigos aceptarán gentilmente todo nuestro bagaje de argumentos falaces, inconsistentes o irrelevantes, con el único fin de no hacernos cargar con la culpa de haber tomado una decisión equivocada. Pero cuando sometemos esas elecciones a fino escrutinio, nuestro edificio coherente de preferencias bien puede derrumbarse.

Recapitulando, todo apunta a que nuestras elecciones tienen mucho menos que ver con la razón que con nuestros deseos, algo que las empresas saben muy bien cómo manipular. De hecho, si nuestras preferencias fueran consistentes, fijas e inmutables como afirma la teoría convencional, las firmas jamás invertirían un solo peso en tratar de afectarlas. En la práctica, muchos de nuestros errores como consumidores son propiciados por los pescadores de tontos, las empresas que dedican ingentes recursos para tratar de explotar nuestros fallos. Como se muestra con el ejemplo de la publicidad en el capítulo IV, la evidencia indica que la firmas invierten muchísimo dinero para ajustar nuestras preferencias y convencernos de que sus productos son absolutamente necesarios para nuestra supervivencia.

Akerlof y Shiller señalan en su libro múltiples ejemplos ubicuos de estas vivezas y sus consecuencias. Pero para nosotros, su libro es solo un punto de partida. Nuestra experiencia diaria insinúa que la mentira no es unidireccional, de las empresas a los consumidores, sino que se dispersa en muchos otros sentidos. En lo que sigue intentaremos demostrar al lector que todos podríamos estar viviendo en una gigantesca ficción económica. Sígannos los truchos.

— III —
A MI NO ME AGARRAN

Todos conocemos la frase de Abraham Lincoln que reza que no se puede engañar a todos todo el tiempo. Lo curioso es que esa afirmación implica que sí se puede engañar a algunos siempre, o a todos durante un tiempo. ¿Son factibles en la práctica estas implicancias no investigadas de la frase de Lincoln?

El economista típico tiende a creer, no sin justificación, que el mercado resuelve las mentiras por sí solo. Un cliente engañado seguramente informará del suceso a sus conocidos, de modo que el próximo comprador evitará el fraude. En poco tiempo, el boca a boca debería corregir la situación de manera definitiva. ¿Por qué? Porque las conexiones entre los individuos son muchas, y son rapidísimas. Una teoría popularizada como los “Siete Grados de Separación hasta Kevin Bacon”, sostiene que cada persona en la Tierra está separada del actor en hasta 7 grados. Un grado es igual a un contacto directo con un conocido. Si conocemos a la señorita A y ella conoce a B (pero nosotros no), entonces de B nos separan dos grados. La teoría dice que con 7 grados casi todos llegamos a contactarnos con Kevin Bacon, que es casi lo mismo que decir que podríamos llegar a conectarnos indirectamente muy rápido con cualquier otro ser humano del mundo. La teoría de redes dice que la hipótesis es realista si cada uno de nosotros tiene un grupo de al menos 100 conocidos. Cuando una empresa nos vende un producto que no vale lo que pagamos, pronto se enterará hasta Kevin Bacon, y la firma debería quebrar de inmediato.

Pero lamentablemente, este sistema de ajuste no siempre funciona, básicamente por dos razones. Primero, porque una de las partes de la transacción podría tener más información que la otra, explotando esta asimetría en su beneficio. La segunda razón proviene de las debilidades de la naturaleza humana, nuestros proverbiales sesgos cognitivos que nos separan en varios grados del homo œconomicus. Veamos cada uno.

1. Información asimétrica

En el libro de Akerlof y Shiller la posibilidad de que algunos pesquen y otros sean pescados (seamos pescados…, nos ponemos del lado de los engañados) proviene de dos imperfecciones. Una de ellas es la llamada información asimétrica, que se produce cuando el vendedor del producto sabe más sobre las características del mismo que el comprador. Esta imperfección y sus implicancias no es una novedad teórica. George Akerlof elaboró hace algunas décadas modelos con información asimétrica, que permiten comprender por qué, cuando la información no es la misma para las partes, el equilibrio de mercado termina siendo ineficiente.

El modelo que le valió el Nobel a Akerlof fue un estudio específico sobre información asimétrica aplicado al mercado de autos usados “truchos” o “fallados”, que en EEUU tiene un nombre específico: los lemons (limones). Su idea es simple y profunda: si el comprador no conoce la calidad del auto que desea comprar, entonces ofrecerá menos que el precio de mercado, por las dudas que esté por adquirir un lemon. Pero si los compradores ofrecen poco dinero por los autos usados asumiendo que podrían ser truchos, los autos que están en buenas condiciones no encontrarán comprador. Esto sucede porque en el modelo de Akerlof no hay forma de que el vendedor pueda “convencer” al comprador de que el auto funciona bien, pues éste sabe que el que vende tiene incentivos a mentir, dado que dispone de más información sobre cómo funciona su propio auto. En consecuencia, en el mercado se terminan intercambiando solo los autos de mala calidad, es decir, los lemons, y los buenos autos solo se venderán a un precio más bajo que el que valen en realidad. Esto explica en parte por qué, recién salido de una concesionaria, el auto nuevo pierde inmediatamente valor.

Pero el problema de la información asimétrica no acaba en los lemons. Todos llevamos a arreglar el auto al mecánico, o hemos necesitado de algún trabajo de plomería o gas en nuestro hogar. Son momentos tensos, en los que ingenuamente esperamos que se nos cobre un “precio justo” por el arreglo solicitado, que en lo posible tenga alguna relación con el costo de realizarlo. Pero la realidad es otra: el especialista intentará aprovecharse de nosotros gracias a la información asimétrica. Es que nosotros solo tenemos una idea vaga de lo que realmente cuestan los arreglos que necesitamos. No siempre sabemos qué es lo que realmente está roto o no, cuáles son los repuestos que debe reemplazarse y su valor, y cuánto tiempo lleva el arreglo en general. Nuestra falta de información de por sí constituye una oportunidad para cobrarnos un poco más.

Las ventajas de estos especialistas no acaban en la información asimétrica. Otra fuente de información vital es determinar cuánto estamos dispuestos a pagar por los servicios de reparación. Esto constituye un límite infranqueable, porque por más que nos logren engañar y nos quieran cobrar una fortuna, si no tenemos plata no podrán sacarnos ni un peso de más. Pero la información sobre nuestra capacidad económica es bastante fácil de estimar, porque al taller llevamos el auto, y porque el plomero necesita ingresar a nuestro departamento para arreglar la canilla que gotea. Normalmente una inspección rápida basta para hacerse una idea bien aproximada de nuestros ingresos, que correlacionan con nuestro modelo de auto o los metros cuadrados de nuestro hogar. Nos están pescando desvergonzadamente, en nuestra propia cara y con mediomundo.

La información asimétrica se generaliza además gracias al fenómeno de “viralización de la mentira”, que identifica a la transmisión de un tipo de engaño entre oferentes de un mismo producto. Siguiendo con el ejemplo del taller mecánico, supongamos que un tallerista descubre que es mucho más fácil vender repuestos si, en lugar de arreglar la pieza que ya se encuentra en el vehículo, recomienda cambiarla porque “ya está muy desgastada”. Este truco, de resultar exitoso, es transmitido como un virus a otros talleristas, hasta convertirse en un engaño más de su catálogo y ampliando la información asimétrica entre oferentes y demandantes.

Hay más variables que afectan el precio cobrado por un bien o servicio. En general, cuanto más urgida esté la persona para solucionar el problema por el que acude al especialista, más se aprovechará éste de nosotros. No cuesta lo mismo llevar el coche al taller para su arreglo que llamar al tallerista para que nos los arregle en la mitad de la ruta. No se paga la misma tarifa si acudimos a un abogado por una acusación menor en nuestra contra, que cuando estamos detenidos en la cárcel junto a compañeros de celda con cara de pocos amigos. Y prueben un día contratar a un cerrajero para que les abra la puerta trabada de su hogar a las dos de la mañana. La urgencia siempre cuesta más, y quien nos va a salvar lo sabe.

A veces la información asimétrica refleja simplemente el conocimiento del especialista, por el cual debe ser honestamente remunerado. En una historia quizás famosa, un hombre llama a un ingeniero por una falla en una de las máquinas de su fábrica. Luego de examinar la máquina un par de minutos, el ingeniero toma un tornillo de su bolso y lo coloca apropiadamente en la máquina, la cual reinicia su marcha normalmente y sin errores. El ingeniero le extiende la factura por $ 3.000 al dueño de la fábrica, quien con una mezcla de asombro y enojo le pregunta ofuscado: “¿¿¿¿Tres mil por poner un tornillo????”; a lo que el ingeniero responde: “No, el tornillo cuesta $2, los $2.998 es lo que cuesta saber dónde hay que colocarlo”. El conocimiento tiene un valor real y por lo tanto su costo se encuentra dentro del precio. Si así no fuera, ¿para qué habríamos de estudiar una carrera? La asimetría en la información está relacionada en parte con tener conocimiento, estudios y experiencia. Pero este conocimiento diferencial también le otorga a quien lo dispone cierto poder monopólico que, en muchos casos, usa para exagerar el valor de sus servicios.

Puede que los problemas de información asimétrica y de discriminación de precios puedan resolverse por sí solos. Si nos ponemos a pensar, la asimetría informativa no podría superar el paso del tiempo si los consumidores aprendieran. Y si bien estudiar una carrera es muy costoso y lleva tiempo, el acceso moderno a la información nos brinda enormes oportunidades para mitigar la asimetría. Hoy no llevaría demasiado tiempo encontrar una estimación informada del gasto para los arreglos que necesitamos, ¡o incluso aprender a reparar el auto nosotros mismos! A esto debemos sumar una potencial corrección competitiva de la asimetría. Por ejemplo, la competencia podría estimular a algunos oferentes a brindar información fehaciente, lo que les permitiría obtener ventajas de reputación en el mediano plazo. Otro potencial efecto mitigante es que los avances tecnológicos vayan eliminando a los mercados con información asimétrica si cada vez que se rompe algo, en lugar de arreglarlo, cambiamos con sencillez la pieza completa. En suma, es razonable pensar que con el tiempo los pescadores de incautos que se aprovechan de la información asimétrica sean, lenta pero inexorablemente, desplazados y que los autos usados en buenas condiciones, así como los talleristas honestos, puedan retornar al mercado.

La información asimétrica permitió comprender mejor algunos fenómenos económicos, pero esta idea no predijo la enorme rapidez con la que los costos de informarse se redujeron. Tareas que antes exigían una preparación de varios años para el ciudadano común, hoy pueden aprenderse en relativamente poco tiempo, hurgando simplemente en el sitio web adecuado. Es difícil pensar que la información asimétrica sea en la actualidad la mejor justificación de los engaños de los que sospechamos somos objeto en nuestra vida económica diaria. La sensación es que, pese al avance de la información disponible para todos y de la competencia, el mercado no ha logrado eliminar las prácticas deshonestas que, como el Covid-19, muestran una gran capacidad para evolucionar y adaptarse. ¿Qué está pasando?

2. Fallas cognitivas

El psicólogo alemán Gerd Gigerenzer escribió hace poco un artículo advirtiendo sobre “los sesgos de los que hablan de sesgos”. Como todo el mundo se la pasa hablando de sesgos, que ya van para casi 170 y contando, este autor prefirió diferenciarse denunciando los excesos en que incurren aquellos que hablan de fallas cognitivas. Aunque debemos reconocer que la cantidad de libros hablando de eso se multiplica rápidamente y que hay cierto tedio con el tema, nosotros estamos convencidos de que muchos sesgos son muy realistas, sobre todo para las decisiones económicas. Aun así, y para ser sinceros, ya son tantos los libros de economía que hablan de nuestras fallas como consumidores y de nuestra insuficiente racionalidad, que quizás terminamos convencidos de que efectivamente es así por un sesgo personal, como un argumento ad nauseam, lo que probaría el punto anterior de que los sesgos son importantes. En fin, toda esta explicación quizás se ha vuelto un poco complicada, y no queremos abusar del sesgo de lecto-comprensión del lector.

En esta sección queremos adoptar una estrategia algo menos fastidiosa. Nos interesa comentar qué hay detrás de los sesgos específicos, relacionados con los engaños destinados a convencer al consumidor de que debe gastar más. Comenzamos por las bases neurológicas del asunto, para denotar los sesgos específicos que propenden al engaño económico. Y finalmente argumentamos por qué, pese a la opinión de Gigerenzer, estos sesgos no se pueden eliminar fácilmente.

Cerebrito, cerebrito…

La pregunta de por qué no somos racionales, o no todo lo racionales que creemos ser, nos la hemos repetido hasta el cansancio en nuestro programa radial Dos Tipos de Cambio. Cuando lo pensamos fríamente, parece mentira que fallemos de manera tan persistente en cuestiones que a simple vista parecen sencillas de resolver, o que caigamos en engaños, aun sabiendo que nos están engañando.

El biólogo Estanislao Bachrach afirma que la razón está sobrevaluada, y que a la mente razonar le cuesta caro. Nuestro cerebro tiene en realidad tres componentes bien diferenciados. Uno es el cerebro Reptiliano, la parte más antigua (500 millones de años), responsable de procesos básicos relacionados con los instintos, como respirar o sobrevivir. Luego está el cerebro Límbico, cuya aparición se estima hace 200 millones de años, asociado a los estados emocionales como el miedo, la felicidad, la rabia o la alegría. Finalmente llegamos al Córtex, que apenas tiene 100.000 años y es precisamente la parte del cerebro con la que razonamos y tomamos decisiones. ¡He aquí el culpable!

Para poder usar el Córtex con el fin de resolver problemas o tomar decisiones, es necesario que prestemos mucha atención y estemos concentrados. No podemos estar haciendo otra cosa o pensando en algo distinto al problema en cuestión porque el Córtex trabaja “en serie”, es decir, toma una decisión detrás de la otra, pero no al mismo tiempo, por más que varias veces nos pareciera que es así. El problema es que concentrarnos o prestar atención consume mucha energía del Córtex, tanta que al final de una jornada de trabajo, en la medida que lo vamos usando a lo largo del día, nos vamos quedando sin combustible para pensar y tomar decisiones racionales. Por lo tanto, si no aprendemos a ser eficientes en su uso y racionarla, perdemos racionalidad (si se nos permite el juego de palabras). Así como usamos los músculos de las piernas para correr, el Córtex es un músculo que usamos para pensar; y así como nos cansamos si estamos corriendo todo el día, lo mismo nos pasa con la parte del cerebro responsable de nuestro razonamiento. Conclusión: a medida que transcurre un día, nuestra capacidad de tomar decisiones racionales decae continuamente, a menos que nos echemos una siestita.

Pero el córtex también maneja la fuerza de voluntad. Bachrach define a la voluntad como “la habilidad para controlar la atención, las emociones y los deseos que influyen en tu salud, tu seguridad económica, relaciones con los demás y el éxito personal”. Para resistirnos a hacer algo que nos tienta como fumar, comer una hamburguesa o una torta, tenemos que estar sumamente enfocados y concentrados. Pero como la concentración produce un gasto de energía, al final lo más probable es que nos cansemos y terminemos sucumbiendo a la tentación.

Un estudio efectuado por la firma de investigación de mercados YouGov a fines de 2014 evaluó nuestra capacidad de cumplir nuestras promesas. Cuando se acerca el final de un año, la gente jura y perjura que mejorará su alimentación, bajará de peso, reducirá su consumo de alcohol, dejará de fumar, etcétera. La investigación tomó nota de estas promesas y la mayoría, como cantaría Charly García, se fueron por el bidet: el 81,5% de la gente terminó quebrantándolas y, de ellos, el 73% las incumplió durante el mes de enero. La cantidad de gente que formula promesas aumenta hasta cierta edad (55 años), y luego decae. Precisamente, quienes más fracasos presentaron fueron los mayores de 55, con un 86%. Siendo que a los Dos Tipos de Cambio no nos falta mucho para alcanzar ese segmento, ya sabrán qué pensar respecto de nuestro compromiso año a año de mejorar la calidad del programa.

Sepamos entonces que el cerebro tiende naturalmente a la comodidad, tratando de automatizar la mayor cantidad de decisiones para no tener que gastar energía. Y automatizar significa que en las decisiones participen las otras partes del cerebro, las responsables de los instintos o de nuestros sentimientos. Precisamente, existen las heurísticas, que son los atajos que toma nuestra mente frente a los innumerables factores que pueden incidir en una decisión (por más simple que esta sea) o ante los esfuerzos racionales que debemos hacer para no caer en tentaciones. Una oficinista que sale de su trabajo a eso de las 18 horas después de un arduo día de trabajo tiene un córtex desgastado (no se ofenda señorita), y por lo tanto es normal que se encuentre con poca fuerza de voluntad para evitar comprarse un alfajor o fumarse ese cigarrillo que había prometido dejar. ¿Quiere adelgazar? Trabaje menos. Y como decía alguien por allí: “dejar de fumar es muy fácil, yo lo hago todas las mañanas”.

Pero la cosa no acaba allí, porque encima vivimos en un mundo en el que estamos conectados la mayor parte del día, con distracciones permanentes que también afectan nuestras sensaciones. Un video de unos tiernos perritos jugando nos despierta las áreas del cerebro relacionadas con las emociones positivas, y las publicaciones sobre desastres naturales o guerras nos activarán las sensaciones negativas. Y cuanto más encendidas las áreas emocionales, más apagadas estarán las racionales (o sea, el Córtex). Por esa razón, muchas publicidades acuden a imágenes que buscan activar nuestras zonas emotivas, desactivando la porción racional de nuestro cerebro y forzándonos a tomar decisiones poco sensatas.

Lo más dramático de este cuadro es que tomamos entre 250 y 2500 decisiones diariamente, varias de ellas económicas, por lo que no sería raro que muchas de ellas provoquen un arrepentimiento futuro. Bachrach tira una estadística que asusta; según él no usamos la razón en el 60% de las decisiones que debemos tomar diariamente. Como dice el científico Antonio Damasio en su famoso libro, Descartes se equivocó: no somos seres racionales con sentimientos, sino más bien seres emotivos que intentan pensar. Y las emociones son la fuente principal de nuestros peores enemigos al momento de actuar económicamente: los sesgos cognitivos.

Sesgos y más sesgos

Insistimos por si no se entendió. Los seres humanos no estamos ni remotamente cerca de ser plenamente racionales y manifestamos una enorme cantidad de sesgos cognitivos, en su mayoría bien documentados. Mal que les pese a quienes defienden la racionalidad, que afirma que no podemos tropezar varias veces con la misma piedra, las fallas humanas son sistemáticas y predecibles, lo que significa que la mayoría de ellas no se pueden corregir con el aprendizaje, la toma de conciencia o la búsqueda de nueva y mejor información. Y recuerden: cuanto más se enciendan las zonas emotivas de nuestro cerebro, más apagadas estarán nuestras zonas racionales. De los casi 200 sesgos que lista Wikipedia queremos comentar sobre los que más directamente se relacionan con las malas decisiones de gasto de los consumidores.

Primero, no somos buenos comparando. A menudo nos encandilan los productos más vistosos, que no son necesariamente los que mejor cumplen con sus objetivos de cubrir necesidades. Más en general, nuestras decisiones son afectadas por el contexto en el que las tomamos. Tan importante es todo lo que rodea al producto que a veces nos equivocamos en cuestiones básicas. En un estudio de 1998 titulado Less Is Better: When Low-value Options Are Valued More Highly than High-value Options (Menos es Mejor: cuando las opciones menos valiosas valen más que las opciones más valiosas), el economista behavioral Christopher Hsee, pidió a un grupo de participantes que evaluaran el valor de 250 gramos de helado vendido en una taza con un tamaño para 300 gramos, y a otro evaluar 200 gramos en una taza con espacio para 150 gramos. A un tercer grupo se le pidió comparar ambas opciones. Al segundo grupo le agradaron sus vasos llenos más de lo que le gustaba al primer grupo tener sus vasos un poco vacíos, pero el tercer grupo reconoció que la porción más grande era más valiosa que la más pequeña.

Segundo, el contexto en que se presentan las ofertas también nos confunde, y el llamado “efecto saliencia” es un buen ejemplo. Alguna vez la prestigiosa revista The Economist propuso a sus lectores tres opciones para suscribirse. La primera ofrecía acceso a la edición web por 59 dólares. La segunda tenía un valor de suscripción para la edición impresa de 125 dólares, y la tercera ofrecía suscripción a ambos servicios por… ¡125 dólares! La oferta del medio es patentemente absurda… ¿por qué considerarla? La estrategia es explotar un sesgo: la opción se presenta para sugerir psicológicamente al consumidor que la opción de 125 dólares es una gran oferta que debe aprovechar. De hecho, cuando se presentaban solo las opciones primera y tercera, muchos menos consumidores elegían la última alternativa. Un efecto parecido ocurre cuando los precios se presentan como $ 199,99 en lugar de un directo, simple y redondo $ 200. Sobresale el primer dígito de la izquierda y nos da la impresión de que el producto ofrecido es mucho más barato.

Y podríamos decir que esta es una técnica relativamente sutil. En el brillante libro Influence, de Roberto Cialdini, se describe la técnica utilizada por un comercio para vender más trajes. Uno de los vendedores, mientras atiende, le hace notar al cliente varias veces sus limitaciones auditivas. Cuando el potencial comprador se prueba el traje y consulta el precio, el “sordo” le consulta a un compañero vendedor por el precio especial que tiene, pues éste no figura en la lista de precios. Le contesta un número absurdamente alto para la calidad del traje, digamos “155 dólares”. Tras dos o tres repeticiones del precio porque “no escucha”, finalmente el vendedor hace una mueca indicando que ya captó el valor, y le indica al cliente el precio “me dicen que vale 55 dólares”. El cliente se apura a comprar un traje que, en la realidad, costaba 40 dólares...

Tercero, somos terriblemente defectuosos a la hora de hacer cuentas. Los cálculos algebraicos y de probabilidades nos exceden, y las consecuencias más serias de estos sesgos aplican a las elecciones financieras. Nos cuesta mucho entender los costos financieros reales involucrados en una transacción, o apreciar la relevancia de diversificar una cartera de inversiones. Lo que parece un error menor en el presente, nos puede traer más de un dolor de cabeza con el paso del tiempo. Un ejemplo típico son los créditos hipotecarios, que suelen considerarse la solución ideal para alcanzar la casa propia. Al tomar estas decisiones, nuestra capacidad de planeamiento y nuestro cuidado de las finanzas de largo plazo no siempre se tienen completamente en cuenta. Pocos reflexionan, por ejemplo, sobre la posibilidad de que estando endeudados nos quedemos sin empleo y debamos seguir pagando puntualmente la cuota, bajo la amenaza de perder el hogar (es cierto que eso nos puede ocurrir también si no pagamos el alquiler, aunque los costos económicos y psicológicos asociados al remate de la casa propia suelen ser mucho más elevados).

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