Kitabı oku: «Hotel California», sayfa 5
Holzman se marchó a la mañana siguiente, con lo cual se evitó que fuera testigo del giro poco menos que demencial en que derivó la situación. David Anderle, que había sucedido a Billy James en Elektra como jefe de A&R, no tuvo tanta suerte. «Para cuando llegué yo, aquello ya era una auténtica casa de locos», recuerda. La nieve, algo que algunos de aquellos californianos del sur no habían visto en su vida, tampoco ayudó. Al llegar diciembre, les entró el agobio de estar allí encerrados. Jackson Browne se piró a L.A. y luego volvió a la casa a hurtadillas. Un trasfondo de resentimiento empezó a hacerse patente a nivel general. Al sentirse amenazado por la negativa de Ned Doheny a aceptar sus estratagemas, Friedman manipuló a Jackson para que despidiera a su amigo. «Me negué a dejarme corromper por Barry, así que me pidieron que abandonara aquel grupo de gente», dice Doheny. «Jackson fue el elegido para darme la mala noticia, pero el daño ya estaba hecho para entonces.» Aquella locura de experimento de los sesenta se estaba torciendo de mala manera.
Poco a poco, Friedman acabó por renunciar a su rol paterno en todo aquel proceso. En Nochevieja le dio un ataque de nervios, así que se retiró a su habitación en la primera planta y se negó a responder a ninguna pregunta sobre las sesiones de grabación que discurrían en el piso de abajo. John Haeny, que luchaba a duras penas por ocultar su sexualidad, se asustó y volvió a Los Ángeles, donde se hundió y se deshizo en sollozos en los brazos de David Anderle, que le estaba esperando. Al acercarse la primavera, Holzman dio por finalizado Paxton. La tropa, afectada tanto psicológica como emocionalmente, como si hubiera presenciado un trauma inenarrable, regresó a marchas forzadas al sur de California.
«Volvieron de Paxton hechos polvo, pero nunca dijeron por qué», afirma Judy James. «Nunca llegué a saber qué había pasado; lo único que supe es que necesitaban reponerse y me dio la impresión de que nuestro salón era el sitio al cual podían regresar y donde sentirse a salvo y seguros.»
III. Las jovencitas llegan al cañón
A Jackson Browne, y puede que también al resto, lo sucedido en Paxton le sirvió de lección. A un nivel muy pequeño, venía a decir que todo aquel desenfreno en realidad tenía sus límites. «El hecho de que dejara de fumar maría tuvo mucho que ver con que me empezara a plantear la música en serio», reflexionaría Browne más adelante. «Después de pasarme dos o tres años paseándome descalzo por Laurel Canyon, durmiendo en los salones de la gente y fumando el mejor hachís del mundo… Me vino un momento de autorreflexión brutal.»
Para Judy James, Laurel Canyon se convirtió en un santuario y en un semillero de creatividad a partes iguales. Y como si los hippies de California hubieran tentado demasiado a la suerte, empezaron a aparecer las primeras víctimas del LSD en la comunidad. «No se puede pasar por alto el efecto tan increíble que tuvieron las drogas», dice James. «¡Santo cielo! Todos aquellos chavales tan jóvenes, que estaban aún a medio hacer, que puede que tuvieran talento o no, que creyeran que eran genios o no, que fueran estafadores o no. Y todo estaba recubierto por aquel gran envoltorio.» A principios de 1968 todo se centraba en reducir los excesos, en volver a las raíces para contrarrestar aquella desorientación lisérgica; por no hablar del malestar político general que se respiraba en Norteamérica. «Sin prisa, pero sin pausa», afirma Judy, «la gente iba llegando al cañón. Bill Brogan, el dueño de la Country Store, siempre nos apoyó en los momentos más duros. Cuando me mudé al cañón, él ya llevaba veinte años allí.»
Los que seguían congregando admiradores en el cañón eran «Butchie» Cho, Lotus Weinstock y Tim Hardin, junto con un nuevo grupo llamado The International Submarine Band, que residía en Ridpath Drive y giraba en torno a un chavalín desgarbado que vivía de rentas y se llamaba Ingram «Gram» Parsons. «Laurel Canyon parecía ser el lugar perfecto, sin más», opina Bruce Langhorne, antiguo músico de sesión de Bob Dylan, que se mudó a una casa en Lookout Mountain Avenue en 1968. «Los inviernos obligaban a la gente a marcharse de Nueva York.»
Otros que también seguían en el cañón eran The Mamas and the Papas, cuyo líder, John Phillips, capturó la esencia del lugar en su canción «12.30 (Young Girs Are Coming to the Canyon)». «John empezó a componer aquella canción en Nueva York», comenta Denny Doherty, el otro Papa del grupo, «pero no sabía qué hacer con ella. Cuando nos mudamos aquí, el cañón era perfecto para aquel tema. Allí estaba todo el mundo, y las jovencitas se dedicaban a buscar a las estrellas de rock. Iban merodeando por las colinas, llamándonos y gritando: “¡Denny! ¡Tenemos un pastel para ti!”. Así que lo que hacías era esconderte y asomarte a la ventana con la esperanza de que no te vieran.» Pero quien mejor definía el espíritu del cañón era Cass Elliott, que ahora vivía en la antigua casa de Natalie Wood en Woodrow Wilson Drive. «Cass era una mezcla de Elsa Maxwell y Sophie Tucker»9, dice Doherty. «Era una tía grandota consciente de la impresión que causaba en los demás, así que no se andaba con tapujos. Iba en plan: “¡Hola! Venga, pasad, vamos a meternos en faena”.»
«Cass era una catalizadora bestial», afirma Henry Diltz. «Podías dejarte caer por su casa a la hora que fuera. Quería darle de comer a todo el mundo. No paraba de conocer a chavales ingleses en programas de televisión y luego se los llevaba a su casa, porque no conocían a nadie en la ciudad.» Cass atraía a lo que John Phillips vino a llamar más adelante «una banda de fieles hippies colgados», y su casa siempre estaba abierta a todo el mundo, incluso después de dar a luz a su hija Owen. «Yo no tengo la mentalidad de una persona gorda», le dijo Elliott a Richard Goldstein, que la describió como «una Campanilla que espolvoreaba polvos mágicos sobre toda una generación molona». Pero en el fondo Cass era infeliz y junto a David Crosby —libre y sin ataduras después de que lo echaran de los Byrds— se dedicaba a profesar su amor por los opiáceos, incluida la heroína. «Había un par de tíos buenos que se tiraban a Cass», comenta Denny Bruce. «Básicamente estaban allí por sus drogas. Ella tenía su dosis de polla y ellos, las drogas que querían.»
En cualquier caso, no todo iba bien en el mundo de The Mamas and the Papas. El grupo había cerrado el Monterey Pop Festival, pero ahora reinaba la confusión. No en balde publicaron una colección de grandes éxitos titulada Farewell to the First Golden Era10. «Estaban bajo muchísima presión», afirma John York, que tocó el bajo en el último concierto que dio el grupo en 1968. «Habían pasado de ser grandes amigos a tolerarse. Había camaradería en algunos momentos, pero cada cual tenía también sus propias ideas.»
The Mamas and the Papas ensayando en el Hollywood Bowl, 1967. De izquierda a derecha: Cass Elliot, Michelle Phillips, John Phillips y Denny Doherty.
© Henry Diltz Photography & Morrison Hotel Gallery.
«Para entonces ya estábamos todos más que quemados», reconoce Lou Adler. «Estuvimos de un subidón durante aquellos tres o cuatro años… Todo lo que tocábamos se convertía en oro, y el estilo de vida que llevábamos era increíble. Llevábamos tal subidón que no había donde ir.» John Phillips ya empezaba a mostrar los signos incipientes de la arrogancia insaciable que acabaría por destruir su vida. Intoxicados por el éxito, John y Michelle se mudaron de Laurel Canyon a Bel Air Road, a la mansión imitación Tudor de la difunta Jeanette MacDonald, y llenaron la casa de cristal de Lalique, porcelana de Limoges y demás accesorios propios del estilo de vida de los famosos. «El público se identifica enormemente con la música y con el estilo de vida», declaró Phillips. «Todo se reduce a lo mismo. Se trata de un estilo de vida aristocrático. Lo que cuenta es la vida de la estrella del pop; eso es lo que te llama la atención, y no sus directos.»
«Norteamérica siempre es muy dada a recrear una aristocracia, y para ello suele tirar del mundo del deporte, de la política, de las artes y del espectáculo», escribió Carl Gottlieb. «Los nuevos príncipes y princesas del rock no perdieron el tiempo en explorar el tipo de vida que había llevado a la nobleza del Viejo Mundo a la ruina y a la revolución.»
IV. La carretera humana
El orgullo desmedido de John Phillips era más que evidente una vez hubo menguado el éxito de The Mamas and the Papas. Cometió el error garrafal de no ser capaz de percatarse del nuevo espíritu que representaba Laurel Canyon. Para los nuevos trovadores terrenales —que vestían vaqueros con parches y se pasaban el tiempo en plan relajado con sus gatos en unas cabañas de dos plantas componiendo canciones introspectivas sobre sí mismos y los demás— vivir en Bel Air y conducir un Rolls-Royce no molaba nada. «Gran parte de la música evocaba una época y un lugar más sencillos», afirma Chris Darrow. «La manera de vestir emulaba la época victoriana. Todos queríamos que las cosas fueran como pensábamos que habrían sido en los años veinte o treinta. Queríamos ser vaqueros.»
Si Laurel Canyon era un lugar ecológico, Topanga Canyon —a unos quince kilómetros al oeste y lindante con el Océano Pacífico— era una auténtica tierra salvaje. En Laurel Canyon ibas en moto; en Topanga, a caballo. Era el lugar al que acudía la gente para huir de Hollywood. El sonido de Topanga era acústico y relajado. Cansados de tanta grandilocuencia amplificada, los cantautores volvían a entrar en contacto con sus raíces folk y a sumergirse en la música country que se acababa de poner de moda. «Una de las razones por las cuales la gente se iba a Topanga era que podías hacer como que estabas en Kentucky o en Tennessee», afirma Dan Bourgoise, que por aquel entonces trabajaba de A&R para Liberty Records. «Todo se iba volviendo más silvestre y rústico, y la música se volvió muy country.»
Mark Volman de los Turtles, que había saboreado el éxito casi tanto como los Monkees o The Mamas and the Papas, tardó menos que John Phillips en percibir aquel cambio de sensibilidad generalizado. «Lo que apareció en aquel momento fue realmente la base de la música de los setenta», reflexiona ahora Volman. «Los Turtles no estábamos vinculados a aquella especie de contracultura molona que empezaba a prosperar. Lo que sí puede que fuéramos es el remanente de otro tiempo; los últimos vestigios de aquella época del Brill Building de principios de los sesenta.»
Aquella nueva idiosincrasia de los cantautores y de las bandas autosuficientes fue un problema para gente como P.F. Sloan y Warren Zevon, que compusieron algunos éxitos menores para los Turtles. «Creo sinceramente que las compañías discográficas se olvidaron sin más de tipos como Phil Sloan», comenta Volman. «Dunhill era una discográfica muy pop que realmente no sabía cómo tratar a un artista como él.»
El compositor de pop/MOR Jimmy Webb, otro «talento de trastienda» con éxito en Los Ángeles, también tuvo la sensación de que había un cambio de aires. Para su primer álbum compuso un lamento por Sloan que versaba sobre el pathos del compositor contratado relegado por el nuevo tipo de cantautor más de moda. «Yo creía sinceramente que [Phil] era el primero que intentaba —y muy heroicamente— escapar de aquella etiqueta de “compositor de pop”», dice Webb, «y que debería habérsele concedido algo de mérito por habernos ayudado a muchos de nosotros a liberarnos de aquella etiqueta.»
La cantante Jackie DeShannon, que había empezado en Metric Music, compaginaba las dos labores de componer y actuar. También fue lo suficientemente avispada como para publicar, en el otoño de 1968, un disco titulado Laurel Canyon, que incluía un himno entonado con aquella garganta dorada al lugar edénico que se había convertido en su hogar. «Eran el momento y el lugar adecuados», declaró. «Todos los elementos que yo había imaginado encajaban.»
Aquellos cambios fueron percibidos en Warner/Reprise con mayor entusiasmo que en ningún otro sitio. «Nos daba la impresión de que nos habíamos quedado solos», afirma Stan Cornyn. «Ahí estaba Capitol sin hacer nada, afrontando sus problemas con los Beatles, por no hablar de Liberty, Dot, ABC y todos los demás sellos que luchaban por salir a flote y que no acababan de pillar lo que estaba pasando. Nosotros sí que parecíamos haberlo pillado y estábamos disfrutando de lo lindo.» Probablemente el mayor catalizador de la compañía no fuera Lenny Waronker, sino el esbelto, sarcástico y muy británico Andy Wickham. Siguiendo el ejemplo de Billy James, Mo Ostin, el dueño de Reprise, también quería tener su propio «hippie de la casa», y Wickham encajaba perfectamente. «Mo se percató muy astutamente de la necesidad de contar con un embajador de la contracultura», afirma el productor Joe Boyd, que conoció a Ostin y Wickham a finales de 1967. «Mo pasaba tiempo con la gente, escuchaba lo que decía y le hacía caso», dice Stan Cornyn. «Andy también era digno de ser escuchado. Era muy inteligente. Todo lo que tramaba era por regla general una incógnita.»
Wickham había sido un artista comercial en Londres antes de ponerse a trabajar en Immediate Records para Andrew Loog Oldham, el mánager de los Rolling Stones. Su fascinación por la cultura norteamericana lo había llevado a California —y a aceptar trabajar de publicista para Dunhill, el sello de Adler— en 1965. «En aquella época ya iba con pinta de hippie», afirma el cantante Ian Whitcomb, otro compatriota británico que había aterrizado en Hollywood. «Llevaba collares, cadenas y el pelo largo. Le encantaba Los Ángeles.» Ostin le pagaba a Wickham doscientos dólares a la semana, un sueldo generoso teniendo en cuenta que la principal tarea de Andy era alternar con los músicos en Laurel Canyon y estar al tanto de todo lo que pasaba. Como resultado, el cañón se convirtió —en palabras de Stan Cornyn— en «toda una mina de oro de Reprise».
«Para mí, Andy fue quien tomó la batuta en Laurel Canyon por nosotros», opina Cornyn. «No se me ocurre nadie más que nos representara así de bien en aquellas colinas de carreteras estrechas. Se quedaba allí de alterne con la gente, llevaba el pelo largo y no tenía horario de oficina.» A Mo Ostin y Joe Smith, el jefe de Warner Brothers Records, no les resultó nada fácil que sus colegas aceptaran a Wickham, pero la trayectoria de aquel inglés empezaba a hablar por sí misma. «Andy sabía cómo funcionaban las cosas», afirma Smith. «Era nuestro melenudo. Nosotros lo guiábamos a través de las aguas turbulentas del resto del personal, que era un grupo de gente mucho más convencional.»
Fue una de las corazonadas de Wickham, una joven canadiense cantante de folk, quien marcó con su llegada a Los Ángeles a principios de 1968 el verdadero inicio de la era de Laurel Canyon. Había llegado el momento de Joni Mitchell.
3. Out of
the city Chicos nuevos en la ciudad
Las montañas y los cañones comienzan a temblar y a vibrar
Los hijos del sol empiezan a despertar
LED ZEPPELIN
I. Un nuevo lugar al sol
Joni Mitchell era una forastera en tierra extraña que había abandonado su Canadá natal por partida doble y ahora llegaba a California desde la Costa Este norteamericana. Además, tenía una pinta rara: esbelta, pero a la última, era una india escandinava rubísima de dientes grandes y mejillas cubistas. Los hombres trataban instintivamente a Joni como a un igual; también percibían que era quisquillosa y perfeccionista. «Es igual de modesta que Mussolini», señaló David Crosby.
A remolque de Mitchell iba Elliot Roberts, cuyo nombre de pila era Elliot Rabinowitz, una versión rock de Woody Allen con nariz aguileña que profesaba una lealtad entrañable hacia su única causa: Joni Mitchell. «Elliot me acabó convenciendo para ser mi mánager», recordaba Mitchell. «Yo le decía: “No necesito un mánager, me va bastante bien como estoy”. Pero era un tipo divertido y disfrutaba con su humor.» La extraña pareja había llegado a California procedente de Nueva York, donde la escena folk del Greenwich Village se iba apagando ante sus ojos. Roberts, un agente de la compañía Chartoff-Winkler, había pasado por el legendario departamento de correo11 de la agencia William Morris, donde trabajaba con un agente más ambicioso todavía llamado David Geffen. Elliot decidió dejar el mundillo de los agentes después de que Buffy Sainte-Marie, una cliente suya, lo arrastrara a ver una actuación de Joni a finales de octubre de 1967.
Joni ya había pasado por muchas cosas en su corta vida. Había estado casada con otro cantante canadiense, Chuck Mitchell, y había dado una hija en adopción, un abandono que le dolía como una herida abierta. Componer le servía de terapia para combatir el dolor. «Era casi como si quisiera quitarse de en medio y dejar simplemente que las canciones hablaran por ella», observaba su amiga la novelista Malka Marom. Las afinaciones abiertas poco comunes que usaba Joni en sus canciones también las hacía distintas al resto de baladas folk de la época. «Lo cierto es que fui una cantante de folk hasta 1965, pero después de atravesar la frontera empecé a componer», afirma Mitchell. «Mis canciones empezaron a ser como una especie de obras breves o soliloquios. Hasta me cambió la voz, y ya ni siquiera imitaba el estilo folk; lo que pasa es que como era una chica con una guitarra parecía que fuera eso.»
«Elliot estaba entusiasmadísimo con Joni, así que me la presentó y yo pasé a ser su agente», recordaba David Geffen. «Fue el principio de su carrera; de nuestras carreras. Todo era muy de ir por casa.» Las estrellas de renombre hacían cola para versionar canciones del catálogo de Mitchell. «Nada más llegar», afirmaba Roberts, «ya tenía un catálogo de unas veinte o veinticinco canciones que la mayoría soñaría con tener en toda su carrera… Era impresionante.» Una artista a la que había que prestar especial atención era Judy Collins, la etérea reina del folk de ojos azules. Para Wildflowers, su disco de 1967, Collins eligió «Both Sides, Now» y «Michael from the Mountains». Tanto Tom Rush como Buffy Sainte-Marie interpretaron «The Circle Game».
Joe Boyd, el productor del grupo de folk inglés Fairport Convention, conoció a Mitchell en el Newport Folk Festival de 1967 y se la llevó a Londres aquel verano de telonera de The Incredible String Band. Tanto en Norteamérica como en Inglaterra la gente se sentaba a observar a aquella rubia de voz penetrante de soprano campestre, con sus peculiares afinaciones de guitarra y unas letras que eran demasiado maduras para alguien de su edad. Cuando Roberts y Mitchell fueron a Florida a tocar en el circuito de folk que había allí, David Crosby fue a verla a un club llamado Gaslight South. «Pensé inmediatamente que me había alcanzado una granada de mano», declararía más tarde. Hubo algo en la manera que Mitchell tenía de mezclar una pureza desnuda con una sofisticación muy cuidada que dejó a Crosby de piedra; le dio la sensación de que era una mujer que había visto demasiadas cosas demasiado pronto. Se puso a Joni en el punto de mira y se la llevó a la cama aquella semana. El romance nunca tuvo visos de durar. «Regresamos a Los Ángeles e intentamos vivir juntos», dijo Crosby. «No funcionó. A ella un novio no le hacía ninguna falta.»
«Eran dos personas muy testarudas», afirma Joel Bernstein. «Ninguna estaba dispuesta a ceder. Recuerdo que estaba en el antiguo apartamento que tenía Joni en Chelsea, en Nueva York, y oí que había mucho alboroto en la calle. Resultaron ser Crosby y Joni, que estaban a grito pelado en la esquina. Ahí me quedó claro de verdad lo inestable que era su relación.» Aquella inestabilidad no mermó la profunda admiración que David sentía hacia el talento de Joni, ni lo consciente que era de la cantidad de obstáculos con los que ella y Elliot se estaban topando. «Todo lo que tenía Joni era único y original, pero nos era imposible conseguir un contrato discográfico», afirma Roberts, que llevó maquetas a Columbia, a RCA y a otras grandes compañías. «La época folk había muerto, así que ella iba totalmente a contracorriente. Todos querían un ejemplar de la cinta para, no sé, su mujer, pero nadie la fichaba.»
Roberts aterrizó en el aeropuerto de Los Ángeles a finales de 1967 sin apenas conocer a nadie en la ciudad, pero con el aval de Crosby como tarjeta de visita. Joni siguió sus pasos y fue recibida de inmediato con los brazos abiertos. Quien hizo gala de la hospitalidad típica de Laurel Canyon fue B. Mitchel Reed, el disc-jockey de la emisora KPPC-FM, cuyo programa de radio era la fuente de todos los sonidos molones de Los Ángeles. Reed acogió a Roberts y Mitchell en la casa que había alquilado en Sunset Plaza Drive, encima de Sunset Strip.
Joni no estaba segura de querer vivir en Los Ángeles. Estaba acostumbrada a las aceras concurridas, a la vida urbana rebosante de gente, al bullicio y al ajetreo de Toronto y Manhattan. No le hacía gracia que la gente fuera a todas partes en aquellos cochazos que consumían combustible a raudales. Sin embargo, una vez que ella y Elliot hubieron llegado a Laurel Canyon, entre las hileras de cipreses y eucaliptos que delimitaban las sinuosas carreteras llenas de baches, empezó a ver en la Ciudad de los Ángeles aquella «nueva tierra dorada» que había seducido a tantos forasteros: la tierra de El gran chapuzón, el cuadro de David Hockney, con sus palmeras exóticas, su aire seco del desierto y la bóveda omnipresente de cielo azul. «Al ir en coche por los cañones no había aceras ni líneas definidas, que era lo que yo estaba acostumbrada a ver en las ciudades», recuerda. «Y aparte, habiendo vivido en Nueva York, me llamaba la atención aquel aire campestre que tenía, con árboles en el jardín y patos flotando en el estanque de mis vecinos. Y lo agradable que era todo: nadie cerraba la puerta con llave.» En cuanto a Elliot Roberts, por el amor de dios, ¡pero si se había criado en el Bronx! ¿Acaso le iba a parecer mal aquel paraíso asfaltado?
«Elliot dormía en mi sofá, en el número 8333 de Lookout Mountain», afirma Ron Stone. «Al mismo tiempo, habían echado a Crosby de los Byrds y venía a gorronearme. Fumábamos canutos y jugábamos al ajedrez. Éramos dos chavales insoportables. Él fue mi contacto en todo este mundillo.» Crosby le insistió a Roberts para que probara con Reprise Records. «Vete a ver a Andy Wickham», le aconsejó a Elliot, para quien David era una fuente de inspiración y alguien totalmente distinto a toda la gente que había conocido en Nueva York. «Como Crosby se pasa la vida “alternando”», escribió Jerry Hopkins en Rolling Stone, «la gente tiende a pensar que no es muy productivo, y en cierto sentido así es. Sin embargo, es parte integral de la escena musical de L.A., gracias en gran parte a su trayectoria, pero también al hecho de que sea tan imprevisible y dogmático.»
Cuando Roberts dejó de manera oficial Chartoff-Winkler, le pidió a Ron Stone que fuera a trabajar para él. A Stone le pareció más apasionante que seguir vendiendo chaquetas de cuero de segunda mano a la gente guapa de Beverly Hills. Juntos encontraron una oficina un poco más abajo de Santa Monica Boulevard en un edificio con el fantasioso nombre de «Ideas Claras». «Inmediatamente fue como si Elliot y Ron pudieran darle a todo aquello un enfoque empresarial neoyorquino», opina Joel Bernstein, que no tardaría en hacerle fotos a Joni por encargo de Elliot. «Creo que fue muy revelador para aquellos tíos poder venir aquí a vivir en las alturas de Laurel Canyon en unas casitas de madera donde ni siquiera necesitabas calefacción ni aire acondicionado… y seguir haciendo negocios.» Con Ron Stone como nuevo edecán, Roberts se apresuró a ir a ver a Wickham. El joven inglés se quedó entusiasmado con lo que escuchó. «En el fondo, Andy era un folkie», recuerda Roberts. «Su mejor amigo de toda aquella época era Phil Ochs12.»
Al contar con Wickham como su primer apoyo dentro del sello, Joni consiguió a sus veintitrés años que Mo Ostin le diera el visto bueno para que grabara una maqueta, con la condición de que Crosby fuera el productor. «David estaba muy entusiasmado con aquella música», dice Mitchell. «Le brillaban los ojos de la emoción. Su instinto estaba en lo cierto: iba a proteger la música y a hacer como que era el productor. Creo que de no haber hecho eso, la discográfica me hubiera impuesto a algún tipo de productor que habría intentado cambiar mi manera de hacer música.» Las sesiones que acabarían dando como resultado Joni Mitchell no podían haber sido más propicias. Durante la grabación en Sunset Sound, Mitchell y Crosby se ciñeron a lo más básico: por lo general los únicos elementos eran Joni, su guitarra y canciones tan bien elaboradas como «Marcie» o «I Had a King». Para entonces la pareja ya había hecho oficial su separación. «Ambos me describieron cómo lloraban uno frente al otro a través del cristal en el estudio», afirma Joel Bernstein. Stephen Stills, que estaba al otro lado del pasillo con su grupo Buffalo Springfield, colaboró puntualmente a la guitarra y al bajo. Su compañero, el oscuro e inquietante Neil Young, era un conocido de Mitchell de su época de aprendiz en el circuito canadiense de folk. Young y Mitchell compartían un sutil sentido del humor típicamente canadiense, y siempre se habían llevado bien. «Sugar Mountain», la oda de paso a la edad adulta de Neil, había inspirado de manera indirecta el tema similar de Mitchell «Circle Game». «Tienes que conocer a Neil», le decía Joni a Elliot. «Es el único tío que es más gracioso que tú.»
Roberts se dirigió al otro lado del pasillo a conocer al enigmático compatriota de Joni. Después de haber oído tantas historias sobre el roce constante que había entre los miembros de Buffalo Springfield y en particular sobre los cambios de humor de Young, Elliot quedó gratamente sorprendido cuando el cantante resultó ser un tipo amable y accesible. Joni y Neil intercambiaron impresiones acerca de sus respectivas trayectorias musicales. Si bien el gusto de Joni no llegaba al rock febril que tocaban los Springfield, sí que era capaz de percibir la electricidad que se respiraba, la efervescencia de la escena musical y la explosión de talento que se producía en Sunset Strip y sus alrededores.
Mitchell dividió su álbum de debut en dos secciones vagamente autobiográficas, una osadía que resultaba más fácil llevar a cabo en los días de los elepés en vinilo. La primera parte («I Came to the City») empezaba con «I Had a King», un tema que trataba con detalle —con un resentimiento autoprotector más que patente— de la ruptura de su matrimonio con Chuck Mitchell. La segunda parte («Out of the City and Down to the Seaside») mostraba a nuestra heroína en el campo, junto al mar, asentada en los rústicos parajes del sur de California. «The Dawntreader» era un homenaje cargado de efusividad a Crosby y al barco que tenía amarrado en Marina del Rey. «Song to a Seagull» era una síntesis del tema del disco donde Joni resumía sus aventuras urbanas y la subsiguiente partida rumbo al mar. Aquella canción cuadraba perfectamente con la imagen de Mitchell como una especie de hada madrina que luchaba por flotar libremente al margen de la necesidad humana. El último corte del disco, «Cactus Tree», apuntaba a temas más profundos propios de los trabajos posteriores de la cantante: el amor romántico, la autonomía de la mujer o el compromiso frente a la libertad creativa. Al describir a tres amantes —el primero es Crosby casi seguro—, Joni «piensa que los quiere a los tres»13, pero teme entregarse por completo a cualquiera de ellos. Aquellos temas eran importantes para las mujeres jóvenes y liberadas de los años sesenta, que no estaban dispuestas a aceptar una sociedad en la que la mujer había tendido a vivir más bien a la sombra en calidad de cuidadora del hombre. Mitchell, una «monógama en serie» autoproclamada, se debatiría durante años entre la disyuntiva de su deseo por ser amada y su necesidad de ser independiente.
Al escuchar Joni Mitchell tantas décadas después de su concepción, es difícil pasar por alto lo honesta y valiente que Joni suena en él. Y aun así, el poder de su vibrato descendente y cristalino, y sus acordes peculiares e inquisitivos están ya presentes. «Joni inventó todo lo relativo a su música, incluido cómo afinar la guitarra», declaró James Taylor. «Desde el principio del proceso compositivo, se dedica a construir el lienzo y también a pintar sobre él.»
En marzo, cuando el disco estaba a punto de publicarse, David Crosby presentó a su protegida a sus coetáneos. La táctica preferida de Crosby consistía en celebrar actuaciones improvisadas de Joni, normalmente en las casas de sus amigos en Laurel Canyon. «David nos dice: “Quiero presentaros a alguien”», recuerda Carl Gottlieb. «Y se va al piso de arriba y vuelve a bajar con una rubia etérea. Y aquella fue la primera vez que todos escuchamos “Michael from the Mountains”, “Both Sides Now” y “Chelsea Morning”. Y cuando acaba, se vuelve al piso de arriba y todos nos quedamos allí sentados mirándonos y diciendo: “¿Qué ha sido eso? ¿Una alucinación?”.» Eric Clapton se quedó embelesado sentado en el jardín de Cass Elliott al escuchar a Joni cantar con su voz dulce y suave «Urge for Going», un tema inspirado en la muerte del movimiento folk. Crosby estaba a su lado, con un canuto en la boca y una sonrisa burlona de satisfacción. «Cass había organizado una pequeña barbacoa en el jardín», comenta Henry Diltz. «Como ya le habían presentado previamente a los Cream, invitó a Eric Clapton, que era un tipo muy callado y tremendamente tímido. Y allí estaba Joni tocando sus famosos acordes, y Eric se quedaba mirando fijamente sus manos intentando entender lo que hacía.»