Kitabı oku: «Familias fatales», sayfa 4

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Lo bonito de ser policía, no obstante, es que puedes satisfacer tu curiosidad sin preocuparte por parecer socialmente torpe.

—¿Son ustedes parientes? —pregunté.

—Phillip es mi hijo —respondió ella—. Mi hijo mayor.

—Vino para…, eh…, ayudar, ya sabe —dijo Phillip—. Después.

Hizo un gesto para que me sentara y yo, automáticamente, esperé hasta que él hubiera elegido el sofá para colocarme en una silla auxiliar y así mantener la ventaja de la altura. Nos pusimos a tratar los temas habituales para iniciar una conversación: yo sentía mucho su pérdida, él sentía que yo lo sintiera y ¿querría tomarme un café?

Siempre tienes que tomarte el café de los parientes del difunto, al igual que siempre empiezas con las expresiones repetitivas de condolencia. La banalidad del intercambio es lo que ayuda a calmar a los testigos. Las personas que han visto alteradas sus vidas buscan orden y predictibilidad, aunque solo sea en los detalles. Es entonces cuando ser el agente Pasito A Pasito resulta más útil: pon una expresión imperturbable, habla despacio y el noventa por ciento de las veces te contarán lo que quieres saber.

Phillip tenía un acento que pensé que era canadiense pero que resultó ser, cuando le pregunté, californiano. De San Francisco, para ser más precisos. Su madre era filipina, pero se había mudado a California a los veintitantos y había conocido al padre de Phillip, cuyos padres eran filipinos, pero que había nacido en Seattle, mientras los dos visitaban a unos parientes en Caloocan. Así que intimamos con una conversación sobre los placeres de crecer en una familia que se extendía en diáspora y unas madres que sentían, erradamente, que las prioridades de un joven debían ser el colegio, las tareas de la casa y los compromisos familiares. Ya habrá tiempo suficiente para la vida social cuando termines la universidad, te cases y me des nietos. La contradicción obvia nunca parece perturbarlas.

—Estábamos trabajando en lo de los nietos —dijo Phillip.

«¿Adopción o madre subrogada?», me pregunté. No parecía el momento de decirlo.

Su madre me trajo el café en una bandeja esmaltada con gatitos pintados. Esperé a que ella volviera a salir afanosamente para preguntarle por qué se había mudado a Reino Unido y cómo había conocido a Richard Lewis.

—Yo me hice millonario con las páginas web —dijo simplemente—. Era el cofundador de una compañía de la que usted nunca ha oído hablar, que compró otra empresa más grande con la que había firmado un acuerdo de confidencialidad. Me ofrecieron una opción de compra de acciones inmensa que cobré justo antes de que el mercado se fuera a pique.

Me dedicó una pequeña sonrisa. Obviamente este era su discurso habitual, con las pausas pertinentes para las sonrisas de arrepentimiento y las risitas de autocrítica, solo que esta vez era la primera que lo soltaba con su pareja habiendo fallecido.

—Siempre me preocupo cuando lo bueno abunda demasiado —dijo.

Una vez conseguidos sus millones, se marchó a Londres, por la cultura, la vida nocturna y, sobre todo, porque, hasta donde él sabía, ninguno de sus parientes más cercanos vivía allí.

—Quiero a mi familia —dijo mirando hacia donde su madre se había marchado—. Pero usted ya sabe cómo es eso.

Había conocido a Richard Lewis en el Teatro Real de la Ópera, durante la representación de Un Ballo in Maschera, de Verdi. Había ido por impulso y había estado en la zona de las localidades de pie cuando un desconocido bien vestido se había vuelto hacia él y le había dicho: «Dios mío, qué representación tan terrible».

—Dijo que se le ocurrían al menos otras cinco cosas que preferiría estar haciendo —recordó Phillip—. Le pregunté qué era lo primero de la lista y me dijo: «Bueno, una bebida bien cargada sería un buen principio, ¿no te parece?». Así que nos marchamos a tomar algo y eso fue todo, un flechazo de Cupido justo entre los ojos.

Pero no había sido amor a primera vista exactamente. Phillip no se había cruzado el charco con una amplia fortuna para enamorarse de la primera proposición medio decente.

—Se lo trabajó —dijo Phillip—. Era metódico, paciente y… —Phillip apartó la vista y se quedó mirando fijamente una parte vacía de la pared durante un instante antes de respirar hondo—. Tan jodidamente divertido.

Tres meses después estaban casados, o, para ser más precisos, se habían unido civilmente, con la debida ceremonia, celebración y un acuerdo prenupcial adecuado.

—Eso fue idea de Richard —señaló Phillip.

Juzgué que esta era una oportunidad tan buena como cualquier otra para sacar a relucir el cuestionario. Lo habían redactado el doctor Walid y Nightingale para descubrir las pruebas de un uso real de la magia, a diferencia de un simple interés por lo oculto, las historias de fantasmas, las novelas de fantasía y la religión antigua. El doctor Walid había incluido algunas preguntas de estudios verificados de psicometría y sociología para que parecieran legales. Yo lo llamaba test Voigt-Kampff, aunque solo el doctor Walid había pillado el chiste…, y después de buscarlo en la Wikipedia.2

—Es para darle contexto a estos… trágicos incidentes —dije—. Para ver qué puede hacerse en el futuro para prevenirlos.

Hasta este momento les había soltado esa charla a los posibles Pequeños Cocodrilos a los que fingía interrogar de una forma completamente aleatoria. Viendo el rostro de Phillip, decidí que tendríamos que trazar toda una nueva estrategia para tratar con los familiares de los fallecidos. Eso o que el doctor Walid viniera y aplicara él mismo sus puñeteros test.

Phillip asintió como si todo eso fuera perfectamente razonable; a lo mejor solo estaba contento de que nos interesáramos.

El test empezaba con un par de preguntas psicológicas para calentar y casi me salto la número cinco: «¿Mostraba el sujeto insatisfacción con algún aspecto de su vida?». Pero el doctor Walid había insistido en que fuera consistente al ponerlo en práctica.

—No me lo pareció —dijo Phillip—. No hasta que vi el vídeo del accidente.

—¿Le dejaron verlo? —pregunté.

—Oh, yo insistí en ello —contestó Phillip—. Pensaba que era imposible que Richard se hubiera suicidado. ¿Qué razones habría tenido? Pero es difícil discutir con el testimonio de tus ojos.

Pasé a las preguntas «espirituales», que revelaron que Richard había sido casi un anglicano de la misma forma que Phillip había sido casi un católico. Phillip me contó, orgulloso, que su madre había dejado de practicar el catolicismo al día siguiente de que él saliera del armario.

—Dice que volverá a la iglesia el día que pidan disculpas —indicó.

Lewis no había mostrado ni el más mínimo interés por lo oculto más allá de su necesidad de apreciar a Wagner o La flauta mágica, y no tenía ningún libro sobre magia; más bien, no tenía muchos libros en general.

—Donó la mayoría de sus viejos libros cuando se mudó aquí —señaló Phillip—. Y decía que su Kindle era mucho más manejable para ir a trabajar a Londres. Ahora me siento resentido por todas las horas que pasó en ese tren. Pero le encantaba vivir aquí y no iba a dejar su empleo.

Claro que Phillip no lograba entender el porqué.

—Sé que no sacaba ni la más mínima satisfacción de ese trabajo —dijo. Phillip podría haberle empleado fácilmente en su propia compañía, que lograba financiación para las nuevas empresas de tecnología punta—. Odiaba trabajar en Londres, decía que odiaba la ciudad, y yo estuve rogándole que lo dejara durante al menos cinco años, pero no lo hizo.

—¿No decía por qué? —pregunté.

—No —respondió—. Siempre cambiaba de tema.

Hasta entonces había estado haciendo garabatos, pero ahora me puse a tomar notas. Guardar un secreto levanta sospechas en la policía. Y, aunque estamos dispuestos a creer en la posibilidad de una explicación completamente inocente, nunca apostaríamos por ella.

Le pregunté si había alguna faceta del trabajo de Richard como urbanista de la que hubiera hablado más que de otras, pero Phillip no había notado nada. Y Richard tampoco se había quejado de ningún incidente por corrupción o de si fue objeto de presiones para que influyera, de alguna forma u otra, en alguna decisión de planificación.

—Y fuera lo que fuera lo que le retenía allí —dijo Phillip—, era obvio que se había cansado de ello, porque me dijo que iba a dejarlo. —Dejó de mirarme y buscó a tientas su taza de té para cubrir sus lágrimas.

La madre volvió a entrar enérgicamente, vio las lágrimas y me lanzó una mirada asesina. Avancé rápidamente por la parte final del cuestionario, ofrecí mis condolencias una vez más y me marché.

A Richard Lewis le había ocurrido algo sospechoso y posiblemente sobrenatural, pero, puesto que era evidente que no era un practicante, no conseguía pensar en cuál sería su conexión con el emocionante y mortal mundo moderno de la magia. Cuando volví a La Locura, dejé registro de ello y elaboré los dos informes requeridos. El pensamiento del policía en estas situaciones en las que faltan pistas es que o bien una línea de investigación completamente distinta resultará estar conectada a ella de una forma inesperada o nunca descubrirás qué coño estaba pasando.

Mi instinto me decía que nunca averiguaríamos por qué Richard Lewis se tiró delante de un metro…, razón de más por la que nunca deberías confiar en tu instinto.

Capítulo 4
Asuntos complicados e imprecisos

Tras los incidentes relacionados con la seguridad vial, los robos y los hurtos son los delitos más comunes que sufren los civiles (lo que la gente llama habitualmente ciudadanos ciudadanos). También son de los que más se quejan, sobre todo porque saben que el número de casos resueltos es bajo.

—No sé por qué se molestan en anotar todo eso —dicen mientras exageran el valor de sus pertenencias para el seguro—. Tampoco es que vayan a pillarlo, ¿no? —A lo que no tenemos respuesta porque tienen razón. No vamos a atraparlos por ese robo en particular, pero a menudo les cogemos después y entonces conseguimos devolverles sus cosas, esas que ya han sustituido por otras mejores gracias al seguro. La mayor parte de las pertenencias recuperadas son porquerías, pero algunas llaman la atención de la Brigada de Patrimonio Histórico, que se las lleva, las fotografía y las sube a una base de datos que se llama, gracias al infalible oído de Scotland Yard para conseguir acrónimos melodiosos, LSAD: Directorio de Arte Robado de Londres.

No dejan de decir que van a hacerla accesible al público, pero yo esperaría sentado. Un agente de policía que puede hacer consultas si consigue persuadir a su jefe más inmediato de que presione para que le den acceso a su Unidad de Mando Operacional a través de sus terminales. No es fácil cuando el jefe más inmediato en cuestión tiene un poco difusos los conceptos sobre bases de datos, búsquedas por Internet y, ciertamente, la mismísima noción de «jefe directo». Yo había conseguido tener acceso después de Año Nuevo, y ahora comprobar las nuevas adquisiciones se había convertido en parte de mi rutina matinal. «Cualquier cosa con tal de evitar el trabajo de verdad», era el veredicto de Lesley, y Nightingale me dirigía la misma mirada larga y de sufrimiento que me dedica cuando exploto accidentalmente los extintores, me quedo dormido mientras habla o no consigo conjugar los verbos en latín.

Así que podrás imaginarte lo contento que me puse cuando, una fría y oscura mañana, quince días después de mi visita a Swindon, localicé mi primer hallazgo. Siempre empiezo con los libros raros y casi lo paso por alto porque estaba en alemán: Über die Grundlagen, die der Praxis der Magie zugrunde leigen, pero por suerte se había traducido como Sobre los conceptos básicos subyacentes a la práctica de magia, probablemente por el traductor de Google. Había una imagen en la portada que apuntaba a Reinhard Maller como su autor y 1799 como su fecha de publicación en Weimar. Busqué a Maller en el índice de tarjetas de la biblioteca mundana, pero no encontré nada.

Anoté el número del caso, imprimí la descripción y se lo enseñé a Nightingale después, durante la práctica de esa mañana. Él tradujo el título como Sobre los fundamentos que subyacen a la práctica de la magia.

—No presumas —dije.

—Creo que será mejor lo guardes —dijo—. Y mira a ver si puedes averiguar de dónde ha salido.

—¿Tiene algo que ver con Ettersberg? —pregunté.

—Dios mío, no —respondió—. No todo lo que es alemán está relacionado con los nazis.

—¿Es una traducción del Principia Artis Magicae?

—No puedo decírtelo sin haberle echado una ojeada.

—Me acercaré a Patrimonio Histórico —dije.

—Hazlo más tarde, después de las prácticas.

* * *

Patrimonio Histórico, a la que sin duda el resto de la Policía Metropolitana conoce como la Brigada de Manualidades, recuperaba de vez en cuando algún objeto tan valioso que ni siquiera el almacén de pruebas del Nuevo Scotland Yard era lo suficientemente seguro para él. Para esos objetos alquilaban un espacio en la casa de subastas Christie’s, donde se ríen de los hombres araña, les retuercen la nariz a los ladrones internacionales de arte y tienen las medidas de seguridad más importantes, y se rumorea que ilegales, del mundo. Por eso a la mañana siguiente me encontré bajando por King Street en el barrio de St. James, donde ni siquiera la lluvia glacial podía borrar el olor a dinero.

Tampoco pudo un cartucho de bombas incendiarias, en abril de 1941, cuando lo destruyó todo salvo la fachada del número 8 de King Street, la sede londinense de Christie’s desde 1823. La reconstruyeron en los cincuenta, razón por la que el recibidor era decepcionantemente deforme y tenía un techo bajo, aunque con un aire acondicionado caro y con los suelos de mármol.

La Locura no genera los gigabytes de papeleo que el resto de Scotland Yard, pero lo que sí producimos tiende a ser un pelín demasiado esotérico como para subcontratar a una compañía de tecnología de la información en Inverness. En su lugar tenemos a un anciano metido en un sótano de Oxford, aunque cierto es que el sótano está bajo la biblioteca Bodleiana y el hombre es un doctor en Filosofía y un miembro de la Royal Society.1

Encontré al profesor Harold Postmartin, doctor en Filosofía, miembro de la RS y la B. Mon, inclinado sobre el libro en una sala de consultas del piso superior. Diseñada, me enteré después, para ser deliberadamente neutra y no distraerte de lo que fuera que se suponía que estabas consultando, toda la sala estaba enmoquetada en color beige, tenía las paredes blancas y unas sillas de falso estilo Bauhaus, de aluminio y lona negra. Postmartin estaba examinando su premio en un atril anodino. Llevaba puestos unos guantes blancos y utilizaba una espátula de plástico para pasar las páginas.

—Peter —dijo cuando entré—. Esta vez te has superado a ti mismo. De verdad que te has superado.

—¿Es bueno? —pregunté.

—Yo diría que sí —respondió Postmartin—. Un auténtico grimorio alemán. No había visto uno de estos desde 1991.

—Pensé que podría ser una copia del Principia.

Postmartin me miró por encima de sus gafas y sonrió.

—Sin duda, se basa en los principios newtonianos, pero opino que es mucho más que una copia. Mi alemán está un poco oxidado, pero creo que no me equivoco al decir que parece haber salido de la Weiβe Bibliothek de Colonia.

Mi alemán es peor que mi latín, pero me pareció que hasta yo podía traducir eso.

—¿De la Biblioteca Blanca? —pregunté.

—También conocida como la Bibliotheca Alba y como la sede central de la práctica de la magia alemana hasta 1798, cuando los franceses, que eran dueños de esa parte de Alemania por aquel entonces, cerraron la universidad.

—¿Entonces a los franceses no les gustaba la magia?

—Apenas —respondió—. Cerraron todas las universidades. Es uno de los desafortunados efectos secundarios de la Revolución Francesa.

Los detalles de lo que le pasó al contenido de la biblioteca anexa eran escasos, pero, según los documentos de Postmartin, toda la Weiβe Bibliothek se había trasladado en secreto de Colonia a Weimar.

—Donde, alentada sin duda por la ola creciente del nacionalismo alemán —dijo—, se convirtió en la Deutsche Akademie der Höhere Einsichten zu Weimar o en la Weimarer Akademie der Höhere Einsichten, para abreviar.

—Porque lo segundo es mucho más corto —aclaré.

—La Academia de Conocimientos Superiores de Weimar —dijo Postmartin.

—¿Conocimientos Superiores? —pregunté.

—Höhere Einsichten puede traducirse así o como «comprensión superior» —me explicó—. O de las dos formas, de hecho. El alemán es una lengua realmente espléndida para hablar de lo esotérico.

Aunque no era del todo la versión alemana de La Locura.

—Mucho más rigurosa, mucho menos petulante —dijo Postmartin, que pensaba que la Akademie había ido probablemente por delante de La Locura durante gran parte del siglo xix.

—Aunque a uno le guste pensar que estaban a la par hacia los años veinte —dijo. En la década de los treinta, se la había tragado la Ahnenerbe de Himmler, una organización dedicada a proporcionar tanto una infraestructura intelectual para el nazismo como una reserva interminable de malos desechables para Indiana Jones.

«Y volvemos a Ettersberg una vez más», pensé. Y a lo que fuera que Nightingale y sus funestos camaradas hubieran hecho allí en 1945.

Le pregunté si los alemanes tenían un equivalente contemporáneo de La Locura.

—Hay una sección de la Bundeskriminalamt (es decir, de la Policía Federal) establecida en Meckenheim y llamada Abteilung KDA, siglas de Komplexe und Diffuse Angelegenheiten, que se traduce como el Departamento de Asuntos Complejos e Indefinidos.

Dejando a un lado el maravilloso nombre, el Gobierno Federal mantenía una inconcreción poco alemana sobre las responsabilidades de dicho departamento.

—Una postura asombrosamente parecida a la tomada por sus homólogos de Whitehall con respecto a La Locura —dijo Postmartin—. En realidad, eso habla por sí solo.

—Supongo que nunca se te ocurrió descolgar el teléfono y preguntarles —dije.

—Eso es un asunto de Operaciones, así que no tiene nada que ver conmigo, me temo —indicó—. Y, además, no pensábamos que fuera necesario.

Entre los magos británicos supervivientes había sido un artículo de fe que la magia desaparecería del mundo. No hacía falta que establecieras vínculos bilaterales con organizaciones afines si tu razón de ser era irte evaporando como el casco polar ártico.

—Además, Peter —añadió—, si este libro realmente procede de la Biblioteca Blanca, entonces es bastante probable que los alemanes lo quieran de vuelta y yo, por mi parte, no tengo ninguna intención de dejar que me lo quiten de las manos. —Colocó su mano blanca y enguantada suavemente sobre la cubierta para enfatizar sus palabras—. ¿Cómo dieron con él en Patrimonio Histórico?

—Lo entregó un librero respetado —señalé.

—¿Cómo de respetado?

—Bastante, como es obvio —dije—. Colin and Leech, en Cecil Court.

—El ladrón debía de ser dichosamente inconsciente de lo que tenía entre manos —dijo Postmartin—. Es como intentar colocar —se jactó al pronunciar la palabra, evidentemente disfrutaba de su sonido— un Picasso en Portobello. ¿Cómo se lo arrebataron?

Le dije que no conocía los detalles y que iba a investigarlo tan pronto como acabáramos esa conversación.

—¿Y por qué no se ha hecho eso ya? —preguntó—. Dejando a un lado su calidad esotérica, sigue siendo un objeto muy valioso. Sin duda ya se habrá abierto una investigación, ¿no?

—No se ha denunciado el robo del libro —expliqué—. Por lo que respecta a Patrimonio Histórico, no hay ningún delito que investigar. —Y, dado que en Scotland Yard estaban tan seriamente machacones entonces con los recortes de los gastos, nadie tenía prisa por encontrar una excusa para trabajar más.

—Qué curioso —dijo Postmartin—. Quizás el propietario no se ha dado cuenta de que se lo han robado.

—Quizás el propietario sea el tío que intentó venderlo y quiera recuperarlo —anuncié.

Postmartin me miró, espantado.

—Imposible —dijo—. Un camión de seguridad viene de camino para llevarnos rápidamente a este libro y a mí a Oxford, donde estaremos protegidos. Además, si es el propietario, no se merece lo que tiene. A cada uno lo que le corresponde y esas cosas.

—¿Has contratado un camión de seguridad?

—¿Para esto? —dijo Postmartin mirando cariñosamente el libro—. Por supuesto. Incluso pensé en salir con mi revólver. —Hizo aquella pausa para asegurarse de que yo me asustaba como correspondía—. No te preocupes, era muy buen tirador en mis tiempos.

—¿Y qué tiempos eran esos?

—En Corea, en el Servicio Nacional —dijo—. Todavía tengo mi revólver militar.

—Pensaba que para entonces el ejército utilizaba la Browning —dije. Limpiar el arsenal de La Locura el año anterior había resultado todo un aprendizaje sobre armas antipersona del siglo xx y sobre el número de décadas que puedes dejarlas oxidándose antes de que se vuelvan peligrosamente inestables.

Postmartin sacudió la cabeza.

—Mi leal Enfield Modelo Dos.

—Pero no lo has hecho, ¿no? Traértela.

—Al final no. No logré encontrar la munición de repuesto.

—Genial.

—Busqué por todas partes.

—Qué alivio.

—Creo que debí de dejármela en alguna parte del cobertizo —dijo Postmartin.

* * *

Charing Cross Road fue una vez el corazón de la venta de libros de Londres, y tenía suficiente mala fama como para que la evitaran las cadenas multinacionales en su incesante cruzada por convertir todas las calles, de todas las ciudades, en clones las unas de las otras. Cecil Court era un callejón peatonal que unía Charing Cross con St. Martin’s Lane donde, si ignorabas la cara hamburguesería de un extremo y la franquicia mejicana en el otro, todavía veías cómo debía de haber sido. Aunque, según mi viejo, está mucho más limpio que antes.

Entre las librerías especializadas y las galerías estaba Colin and Leech, fundada en 1897, cuyo propietario actual era Gavin Headley. Resultó ser un hombre blanco, bajito y corpulento, con la clase de petulante bronceado mediterráneo que proviene de tener una segunda vivienda en algún lugar soleado y bastantes genes mediterráneos como para que tu piel no se ponga naranja. En el interior de la tienda hacía suficiente calor para cultivar granadas y olía a libros nuevos.

—Nos especializamos en primeras ediciones firmadas —dijo Headley, y me explicó que a los autores se los persuadía de que «firmaran y citaran» sus libros recién publicados—. Escriben una cita de su libro en lo alto de la portadilla —dijo, y entonces sus clientes los comprarían y los dejarían reposar como un buen vino.

La tienda tenía techos altos, era estrecha y estaba cubierta de libros modernos de tapa dura, colocados en estanterías de madera maciza caramente barnizadas.

—¿Como una inversión? —pregunté. A mí me parecía un poco arriesgado.

Headley lo encontró gracioso.

—No va a volverse rico invirtiendo en libros nuevos de tapa dura —dijo—. Puede que sus hijos sí, pero usted no.

—¿De dónde sacan sus ingresos?

—Es una librería —dijo Headley encogiéndose de hombros—, vendemos libros.

Postmartin tenía razón. El ladrón tendría que haber sido increíblemente estúpido para intentar vender una antigüedad valiosa de verdad en Cecil Court y conseguirlo, sobre todo en Colin and Leech. Headley no se había mostrado impresionado.

—Para empezar, lo traía envuelto en una bolsa de basura —dijo—. En cuanto lo sacó, pensé: «No me jodas». Quiero decir que puede que yo me especialice en el mercado contemporáneo, pero sé reconocer algo auténtico cuando me lo ponen escandalosamente delante. «¿Cree que es valioso?», me pregunta. ¿Lo es? ¿Cómo podría él ser una persona aceptable y no saberlo? Vale, supongo que quizá lo encontró en el desván de su abuelo, pero ¿es eso posible cuando se encontraba en tan buenas condiciones?

Estuve de acuerdo en que era un supuesto poco probable y le pregunté cómo se las apañó para alejar el libro del caballero en cuestión.

—Le dije que quería quedármelo una noche, ¿sabe? Para pedirle a alguien que viniera a valorarlo como es debido.

—¿Y se lo tragó?

Headley se encogió de hombros.

—Le di un recibo y le pedí sus datos de contacto, pero me dijo que acababa de recordar que había aparcado en una línea doble amarilla y que volvería enseguida.

Y se marchó, dejando el libro tras de sí.

—Imagino que debió de darse cuenta de que la había cagado —dijo Headley— y le entró el pánico.

Le pregunté si podía darme una descripción.

—Puedo hacer algo mejor que eso —dijo, y levantó un USB—. Guardé las imágenes.

* * *

El problema con el supuesto estado de vigilancia de las narices es que lleva mucho trabajo intentar localizar los movimientos de alguien utilizando las cámaras, sobre todo si van a pie. Parte de la dificultad es que todas las cámaras pertenecen a diferentes personas por diferentes motivos. La junta municipal de Westminster tiene una red para las infracciones de tráfico, la Asociación de Comerciantes de Oxford Street tiene una red enorme para pillar a los ladrones de las tiendas y a los carteristas, las tiendas pequeñas tienen sus propios sistemas, como los pubs, las discotecas y los autobuses. Cuando paseas por Londres es importante recordar que el Gran Hermano puede estar observándote, o quizás esté haciendo pis, leyendo el periódico o ayudando a desviar el tráfico por un accidente de coche o a lo mejor se le ha olvidado encender ese puñetero trasto.

En un equipo de investigación de delitos graves como Dios manda hay un detective o un sargento cuyo trabajo es llegar a la escena del crimen, localizar todas las cámaras potenciales, reunir todas las imágenes y después revisar las miles de horas que haya grabados, sean las que sean, buscando algo relevante. Él o ella tienen un equipo de un máximo de seis detectives para que les ayuden con el trabajo; el tonto de mí me tenía a mí mismo, a Toby y la terca determinación de ver cómo se hacía justicia.

Habían entregado el libro a Patrimonio Histórico a finales de enero y la mayoría de los locales privados solo guardan cuarenta y ocho horas de imágenes, pero yo me las ingenié para sacar algunas de la cámara de tráfico y de un pub que acababa de instalar su sistema y aún no había averiguado cómo se borraban las antiguas. En los viejos tiempos, cuando un gigabyte era mucha memoria, me habrían endilgado una gran bolsa llena de cintas de vídeo, pero ahora todo cabía en el USB que Headley me había dado.

Contando con una parada para almorzar en Gaby’s pastrami con pepinillos, tardé unas buenas tres horas y no volví a La Locura hasta bien entrada la tarde. Quería meterme directamente en la tecnocueva para comprobar las imágenes, pero Nightingale insistió en que Lesley y yo nos pusiéramos a practicar golpeando una pelota de tenis adelante y atrás a través del patio interior, utilizando únicamente impello. Nightingale afirmaba que había sido un deporte de los días de lluvia cuando iba al colegio y lo llamaba tenis de interior. Lesley y yo, para su gran enojo, lo llamábamos quidditch de bolsillo.

Las reglas eran sencillas y lo que se esperaría de un grupo de adolescentes encerrados en un ambiente agresivo y exclusivamente masculino. Los jugadores se ponían en cada extremo del patio interior y tenían que quedarse dentro de un círculo de tiza de dos metros de ancho dibujado en el suelo. El árbitro, en este caso Nightingale, colocaban una pelota de tenis en el centro del campo y los jugadores intentaban utilizar impello y cualquier otro hechizo relacionado para impulsar la bola contra su oponente. Los puntos se contaban por los golpes dados en el cuerpo, entre el cuello y la cintura, y se perdían si no lograbas controlar la pelota en tu mitad del campo. En cuanto el doctor Walid oyó hablar del juego, insistió en que nos pusiéramos cascos de críquet y protectores en la cara cuando jugáramos.

Nightingale se quejó de que en sus tiempos nunca habrían pensado en ponerse protecciones —ni siquiera durante el bachillerato, cuando jugaban con pelotas de críquet— y además, reducían la motivación del jugador de mantener una buena forma y que no le golpearan a la primera. Lesley, a la que nunca le gustó llevar puesto un casco, se opuso hasta que descubrió que podía provocar un sonido divertido, boing, haciendo que la pelota rebotase en el mío. Yo, por mi parte, me habría cabreado más de no ser por 1) el casco y 2) Lesley desaprovechaba tiros fáciles hacia mi cuerpo para ir a por mi cabeza, lo que hacía que fuera más fácil ganarle.

Antiguamente, en Casterbrook, los chicos apostaban en el juego. Sus apuestas consistían en «días con alumnos de primero», lo que significaba que un chico más pequeño tenía que actuar como el sirviente de otro más mayor, y eso resume más o menos todo lo que hay que saber sobre los colegios pijos. Lesley y yo, que éramos de clase obrera con aspiraciones, preferíamos invertir en pagar rondas en el pub. El hecho de que yo le llevara siete meses de ventaja a Lesley como aprendiz era probablemente la única razón por la que ella nunca tuvo que pagarse sus propias bebidas.

Al final terminamos en empate, con un golpe en el cuerpo para mí, un boing para Lesley y un punto que no contaba porque Toby saltó y atrapó la bola en el aire. Nos dirigimos a lo que Lesley y yo llamábamos cena, Nightingale consideraba un tentempié y Molly se pensaba, o eso habíamos empezado a sospechar, que era un campo de pruebas para hacer sus experimentos culinarios.

* * *

—Esta patata sabe un poco diferente —dijo Lesley dándole un golpecito al montón cónico y meticuloso de puré que equilibraba un lado del plato junto a lo que Nightingale había identificado como un taco de atún chamuscado.

—Eso es porque es boniato —dijo Nightingale, sorprendiéndome. El boniato no destaca precisamente en el menú inglés tradicional. Aunque, de haberlo hecho, probablemente lo habrían convertido en puré y después lo habrían cubierto con salsa espesa de cebolla. Mi madre lo cuece como la yuca, lo corta en rebanadas con mantequilla y hace una sopa lo suficientemente picante como para cauterizarte la punta de la lengua.

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