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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 10

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XXII

– Yo no veo en esto – le dije – sino una cruel venganza. Muero con la ilusión de que Dios protegerá a esas dos personas que no quieren separarse.

– Eres un necio. Cifuentes está ocupado por los franceses, y no dejan salir ni una mosca.

– ¡Están presas! – exclamé con angustia.

– Presas, sí. La condesa se ha puesto bajo la protección del jefe de brigada Verdier; él no permitirá que se las ofenda.

– Dios bendiga a ese buen caballero.

– Joven amigo – me dijo con socarronería, – yo sé más que el brigadier Verdier. Y no te digo más, porque me marcho. Por última vez te pregunto si aceptas lo que te he propuesto.

– ¿Pasarme al enemigo? Los hombres como yo no hacen tales infamias. Ruego a usted que se marche. Quiero estar solo.

– ¡Desgraciado joven! – exclamó contemplándome con lástima. – Dios sabe que me es imposible salvarte. La ley de la guerra es inexorable. El general Belliard ha dado órdenes terribles para exterminar la pillería de las partidas. Dame la mano, Gabriel.

Levantose no sin trabajo y acercándose a mí, estrechó mi mano.

– Este hombre empedernido – me dijo con cierta alteración en la voz – no siente indiferencia al considerar tu triste suerte. Adiós… ¿No me das ningún recado?

No contesté nada. Mi postración, mi abatimiento moral eran extraordinarios.

– Adiós – repitió apretándome ambas manos. Las mías estaban heladas y las suyas ardían.

Se despidió de mí, sin arrancarme una palabra más. Yo me hallaba en un estado de estupefacción dolorosa, cual si todas mis facultades se hallasen en suspenso. La abundancia, la aglomeración de ideas en mi cerebro, hacía un efecto parecido al de no tener ninguna. Me había vuelto estúpido. No podía fijarme en ningún orden determinado de pensamientos, porque en mi cabeza reinaba el caos. Mi vida pasada y la futura, aquella vida frustrada, se resolvía en él, y me era imposible expulsar de mí aquella tenebrosa balumba para llenar sólo con Dios mi entendimiento.

El Empecinadillo, después de hartarse por segunda vez de pan, dio varios paseos militares por la prisión. Luego sintiéronse pasos fuera, acompañados de una tos perruna, y mi tierno compañero corrió azorado hacia mí gritando: – El coco.

Mosén Antón entró en la estancia, buscándome con la vista. Al verme, acercóseme con cierto respeto, y su cabeza tropezó repetidas veces en las vigas del techo. Mas encorvándose llegó hasta mí, y apoyando las manos en las rodillas, doblado por la cintura y alargado el hocico, me contempló largo rato. Yo no me movía. El Empecinadillo, refugiándose en el rincón detrás de mí, metió la cabeza entre el pedazo de manta, y no hizo movimiento alguno mientras estuvo allí el coco.

Trijueque, golpeándome con la punta del pie, me dijo:

– Araceli, ¿duerme usted?… ¡Oh conciencia tranquila!

– Mosén Antón, ¿viene usted a convertirme? – le pregunté.

Turbose ligeramente, y luego doblándose para sentarse, habló así en voz baja:

– No se puede aguantar a esa canalla.

– ¿A qué canalla?

– A los franceses.

– No se habla mal de los amigos. Sr. Trijueque, ¿le han hecho ya general en premio de su traición?

Mosén Antón se puso pálido.

– El general Gui – dijo con violenta ira – me llamó esta mañana para darme una bolsita con dinero. La tiré y salí sin decir nada… Araceli… ¿lo creerá usted? Esos canallas se burlan de mí, me llaman monsieur le chanoine, y hace poco los soldados me pedían riendo la bendición. Di a uno tan fuerte bofetada que lo doblé… Pero vamos a otra cosa: el comandante me dijo: «Ese desgraciado que está arriba necesitará tal vez oír exhortaciones espirituales. Suba usted, padre, y a ver si le convence de que se pase a nuestro campo». ¿Hase visto insolencia semejante?… ¡Tratar de este modo a un hombre, a un guerrero como mosén Antón!

– He oído que a los franceses no les gustan los curas soldados.

– Así debe ser – repuso con amargura el buen ex-párroco, – porque me manifiestan un desprecio… ¡Y quieren que le catecique a usted para que sea afrancesado! ¡No, mil veces no! ¿Sabe usted lo que le aconsejo? Que les mande a paseo… Vale más una muerte gloriosa…

Trijueque dio tan fuerte puñada en el suelo, que creí se había roto la mano.

– ¡Morir, morir mil veces es mejor! – exclamó como hablando consigo mismo. – No se pase usted a los franceses, que son unos ladronazos sin vergüenza… ¡Ay, con qué gusto les vería arder a todos!… Pero vamos a cuenta. Dígame usted, ¿qué piensan de mí en la partida?

– Hablan de mosén Antón con tanto desprecio, que si yo fuera mosén Antón, me moriría de vergüenza.

El cura dejó caer la cabeza sobre el pecho, y estuvo largo rato meditabundo.

– ¿Y Juan Martín, qué dice? – preguntó después.

– ¿Qué ha de decir el hombre que se ha visto vendido del modo más vil, el hombre a quien un traidor amigo tendió celada tan horrible como la de anoche?… ¿Qué ha de decir de los que se pasaron al enemigo, y guiaron o ayudaron a este para coparnos y matar a nuestro general?

– ¡Matarle no! – dijo vivamente el guerrillero.

– O cogerle prisionero, que es peor. Don Juan Martín habrá muerto tal vez, y su grande alma ha recibido la recompensa acordada a los justos. Los infames traidores vivirán aborrecidos y despreciados de todo el mundo, y los mismos franceses huirán de ellos con horror, porque la traición es una mancha que no se cubre ni se borra.

De lo más hondo del pecho de Trijueque salió un suspiro o resoplido.

– Juan Martín nos trataba muy mal – dijo. – No le podíamos aguantar. Se empeñaba en deslucirme… Yo quería mandar por mi cuenta y hacer lo que me diera la gana… Yo tengo un genio muy malo, y no me gusta que nadie se ponga sobre mí… Cuando vi que Albuín se marchó al campo enemigo, tuve tentaciones de hacer lo propio; pero por el pronto me vencí. Estuve pensándolo mucho tiempo… ¡ay qué noches! Yo no podía dormir, ¡me reviento en Judas! La cólera que sentía contra Juan porque no me dejaba hacer mi gusto, y las promesas de los franceses…

– Dicen allá que le prometieron a usted un arzobispado.

– ¡Mentira! ¿Quién dice tal cosa? ¡Eso es burlarse de mí! – exclamó mirándome con ojos furiosos. – Lo que me prometieron fue darme el mando de tres mil hombres. El general Gui me escribió una carta llamándome el primer estratégico del siglo, y diciéndome que el Emperador y el rey José querían conocerme.

No pude contener la risa. Viéndome reír púsose más furioso el gran Trijueque, deslenguándose en improperios contra los franceses.

– ¡Quién me lo había de decir! Pero estos perros me las pagarán todas juntas… ¡Engañarle a uno, engañar a un hombre que sería capaz de revolver el mundo si le dieran tres mil hombres escogidos; a un hombre que sería capaz de afianzar la corona en las sienes del rey José o en las del rey Fernando, según su antojo y voluntad!

– En resumen, señor cura – le dije, – usted está en camino de arrepentirse de su traición y volverse al campo empecinado. Creo que lo recibirían como merece, es decir, a tiros. No habrá entre todos los leales que siguieron la suerte de D. Juan Martín, uno solo que no se crea deshonrado sólo de tocar la mano de mosén Antón.

Mirome el guerrillero con expresión extraña. Había en ella tanto de congoja como de ira. Después de una pausa me dijo:

– No, mosén Antón no vuelve atrás… No es éste hombre de los que piden perdón. Lo que hice, hecho está. Soy una montaña y no me ablando con gotas de agua… ¡Me reviento en Judas! Váyase Juan Martín con mil demonios, y si los franceses me tratan mal, que me traten, y si me llaman monsieur le chanoine, que me lo llamen, y si me quieren matar, que me maten. Yo no me doblo; lo que hice, hecho está… Pues no faltaba más… Conmigo no se juega. Tan canallas son los unos como los otros… Pero no me arrepiento, no. Agradezca Juan Martín a Dios que no le hayamos cogido.

– Esos fieros, Sr. Trijueque – le dije – prueban una conciencia alborotada.

– Y usted, ¿cómo tiene la suya? – me preguntó con interés.

– La mía está tranquila. Voy a morir. Mi alma se turba al considerar este trance; pero he cumplido con mi deber; no he hecho traición, no he vendido a mis jefes, no he cometido la vileza de auxiliar a mis enemigos. Muero con dolor, pero con calma.

Trijueque me miró largo rato. Luego, tomándome la mano, me la estrechó con fuerza y me dijo:

– Aunque parezca mentira, le tengo a usted envidia.

– Lo comprendo – repuse – porque a pesar de mi situación no me cambiaría con usted.

El cura se levantó sobresaltado; su cabeza dio en el techo; mas sin hacer caso del golpe ni del dolor consiguiente, corrió varias veces de un extremo a otro de la estancia.

– Mosén Antón – le dije – cálmese usted. Un hombre de tal temple debe sufrir con más entereza la adversidad.

Yo, vencido y destinado a morir, consolaba al vencedor y al verdugo.

– ¡Hermoso fin será el de usted! – exclamó parándose ante mí. – Bajará usted a la explanada, y entrando con severo continente en el cuadro, usted mismo mandará el fuego. Bonito final. Eso se llama morir como un valiente, y no por castigo de traición, sino por la ley fatal de la guerra que a veces trae estas catástrofes… Y ahora, Sr. Araceli – añadió sentándose de nuevo junto a mí – aconséjeme usted lo que debo hacer.

– El insigne mosén Antón, el gran estratégico, el hombre eminente, ¿necesita que yo le aconseje?, ¡yo que no valgo nada y que voy a morir! Hanle mandado aquí para que me exhorte, y venimos a parar en que yo he de exhortarle.

– Sí – repuso el gigante con cierto embarazo pueril en la palabra. – Es que yo… yo soy bastante desgraciado. Desde anoche no sé lo que pasa en mí. Paréceme que el alma, esta grande alma mía, me da saltos dentro del pecho… paréceme que el cielo… desde anoche, todo desde anoche… se me ha caído encima, y que tengo que estar con las manos en alto sosteniéndolo para que no me aplaste.

– Pues bien – dije – ya sé el mal que padece mosén Antón. Me lo figuraba. La situación en que me hallo me autoriza para aconsejar a persona de más edad y experiencia. ¿Quiere usted curarse de su mal? Pues no hay más que un remedio, y consiste en huir de aquí, abandonando a los franceses, buscar a D. Juan Martín, si es que vive, echarse a sus pies, pedirle perdón humildemente y suplicarle le conceda a usted, no el mando de un batallón, que eso es imposible, ni siquiera el mando de una compañía, sino una plaza de simple soldado en el ejército empecinado.

– ¡Eso jamás! – exclamó con súbita agitación el guerrillero. – ¡Usted se burla de mí! ¡Rayos y truenos!… ¿Soy algún monigote?… ¡Pedir perdón! No sé cómo le escucho con paciencia.

– Pues desechado ese remedio, aún queda otro, el único.

– ¿Cuál?

– Ahorcarse. Es de un efecto inmediato. Siga usted el ejemplo de Judas, después de haber vendido a Jesús.

– ¡Qué consejos da usted! ¡Pedir perdón a Juan Martín!…

– Como le veo a usted arrepentido…

– Arrepentido precisamente, no… – dijo con afectada entereza. – Un hombre como Trijueque… sabe lo que hace y por qué lo hace…

– Entonces no hablemos más… Que le aproveche a usted el arzobispado que le van a dar.

– ¡Arzobispado a mí! – exclamó con furia, sacudiéndome el brazo. – Sepa usted que de mí no se ríe nadie, nadie.

– Mosén Antón – indiqué, deseando poner fin a aquella conferencia – déjeme usted solo.

– No me da la gana… Vamos a ver… He subido para ayudarle a usted a bien morir, y si me ven bajar tan pronto, esa gentuza dirá que monsieur le chanoine despacha a los reos demasiado pronto…

– Sin embargo, si alguno nos oye creerá que el reo es usted y yo el padre capellán.

– En resumidas cuentas, Sr. Araceli – dijo con mucha impaciencia – ¿qué cree usted que debo hacer?

– Ya lo he dicho; a no ser que prefiera el buen cura quedarse entre los franceses diciendo misa…

Los ojos de Trijueque despedían fuego.

– ¡No, no, no! – gritó con exaltada inquietud, haciendo gestos de loco. – Yo no puedo pedir perdón a Juan Martín. Desde anoche un demonio está montado sobre mi hombro, y con la boca pegada a mi oído me dice: «Pide perdón a Juan Martín…». No, mil veces no. Este hombre, este gran Trijueque, este corazón de bronce no será capaz de tanta bajeza… Juan Martín me ha faltado, me ha humillado, no quería que yo fuese general como él, cuando me siento con alma y cabeza para mandar todos los ejércitos de Napoleón.

– D. Juan quería que sus subalternos le obedecieran. Esta es su gran culpa.

– Juan tenía envidia de mis victorias.

– Él le sacó a usted de la nada y le dio nombre y poder.

– Es verdad; no negaré que debo a mi enemigo la reputación que he adquirido, porque hace tres años yo no era más que cura. ¡Qué tiempos! Me parece que fue ayer, y al recordarlo el corazón me baila en el pecho… Desde mi juventud conocí que Dios no me había llamado por el camino de la Iglesia. Frecuentemente, ya después de ser clérigo, pensaba en batallas y duelos, y más que con la lectura de teólogos y doctores, mi espíritu se apacentaba con las obras de Ginés Pérez de Hita, de D. Diego y D. Bernardino de Mendoza… y otros historiadores de guerras. En mi curato de Botorrita viví tranquilamente muchos años. Yo era un Juan Lanas: decía misa, predicaba, asistía a los enfermos y daba limosna a los pobres. ¡Ay! En tanto tiempo, ni siquiera supe cómo se mataba un mosquito. Pero mi alma, sin saber por qué, no estaba contenta con aquella vida, y mi pensamiento vivía en otras esferas.

Estalló la guerra. El día en que llegó a Botorrita la noticia de los sucesos del Dos de Mayo, me puse furioso, me volví salvaje. Salí a la calle, y entrando en casa de un vecino empecé a dar gritos, por lo cual me llevaron en triunfo… ¡Ay, qué día! Compré un trabuco y me ocupé en disparar tiros al aire, diciendo: ‘Ya cayó un francés… allá va otro…’. Pasó un mes, y un domingo del mes de Junio yo estaba en la sacristía vistiéndome para salir a la misa mayor, cuando el sacristán me dijo que acababa de entrar en el pueblo D. Juan Martín Díez, a quien yo conocía, con una partida de gente armada para defender la patria… Me entró tal temblor, tal desasosiego, que empecé la misa sin saber lo que hacía… el latín se me atravesaba en la boca y me equivocaba a cada instante. Como el monaguillo me advirtiera mis equivocaciones, le di un bofetón delante de los fieles.

Dicho el Evangelio subí al púlpito para predicar a punto que muchos hombres de la partida de Juan Martín entraban en la iglesia. Mi plan era hablar del Espíritu Santo; pero no me acordaba de lo que había pensado y dije a los botorritanos: ‘Hijos míos, San Juan Crisóstomo en el capítulo veinte y nueve escribe que Napoleón es un tunante… Sed buenos, no cometáis pecado. Napoleo precitus est. No se debe robar, porque el demonio os llevará al infierno, así como Napoleón se ha llevado a Francia a nuestro rey… ¿Quiénes son esos valientes macabeos que entran en el templo de Dios, armados de guerreros trabucos, cual los hijos de Asmoneo? Benditos sean los soldados que vienen con su tren de escopetas y navajas, como Matatías, cuando marchó contra Antíoco Epifano. ¿Y quién es aquel belicoso Josué que ahora entra por la puertecilla de las Ánimas? ¿Quién puede ser sino el santo varón de Castrillo de Duero, que va a Gabaón en su jaca negra, para vencer a Adonisedec rey de Jebús? Celebremos con cánticos la caída de las murallas de Jericó, al son de los bélicos cuernos y de las retumbantes castañuelas’.

Y en este estilo, seguí ensartando disparates. Yo no sabía lo que predicaba. El pueblo y los guerrilleros se volvieron locos y con sus patadas y gritos atronaron la iglesia. Seguí mi misa… ¡Ay!, cuando consumí no supe lo que hice: no respondo de haber tratado con miramiento al santo cuerpo y a la santa sangre de Nuestro Señor… El cáliz se me volcó. Durante el lavatorio, el monaguillo entusiasmado se puso a dar brincos delante del altar… Yo no cabía en mí y los pies se me levantaban del suelo. Todo cuanto tocaba ardía, y hasta dentro de mí creí sentir las llamas de un volcán. Cuando me volví al pueblo para decir Dominus vobiscum, alcé los brazos y grité con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!… Juan Martín subiendo precipitadamente al presbiterio me abrazó, y yo por primera y única vez en mi vida me eché a llorar. El pueblo aplaudía, llorando también.

Un momento después, yo había ensillado mi caballo y seguía la partida de Juan Martín».

XXIII

– Vaya usted preparando su espíritu con esos recuerdos – le dije, – y al fin comprenderá que no tiene otro camino que pedir perdón a D. Juan de esa gran villanía que usted cometió en un momento de despecho. Todos los hombres tienen un mal cuarto de hora.

– No… nada de perdones – repuso dejando caer la cabeza sobre el pecho. – Juan me ha tratado mal. Tiene envidia de mis hazañas. ¡Oh! Si le hubiera yo cogido anoche, le habría dicho: «Ea, Sr. Empecinado, ¿de qué le valen a usted esos humos? Ya está usted a merced de mosén Antón… Abajo esos galones y váyase usted a su casa». Le hubiéramos perdonado, tomando yo el mando de toda la gente, pues así lo concerté con Albuín.

– Dios protegió al soldado leal y la traición victoriosa por un momento es despreciada por los mismos enemigos. ¿Hay en el mundo un ser más desgraciado que usted? El peso de sus remordimientos, la repugnancia que como traidor inspira a los franceses, ¿no le han movido a desear cambiarse por mí, condenado a morir?

– ¡Sí… me cambiaría, me cambiaría! – dijo lúgubremente. – En verdad no hay un hombre más desgraciado que yo en toda la redondez de la tierra. El Manco está contento porque al fin… ese no quería más que dinero y ya lo tiene. Pero yo he ambicionado lo que no me pueden dar, lo que no alcanzaré nunca, no… yo quiero un gran ejército, y creí que el demonio me lo daría. El demonio se ríe de mí y me llama ¡monsieur le chanoine!

Mosén Antón dio un salto, y con frenético ardor, poseído de insana rabia, golpeó la pared con su cabeza, exclamando:

– ¡Rómpete, cabeza, rómpete!… ¿para qué me sirves ya? ¿De qué te vale lo que llevas dentro?… inventa sermones para embobar a los botorritanos, y nada más. ¡Epaminondas, César, Alejandro, Gran Capitán, Bonaparte! Vosotros tuvisteis ejércitos que mandar, yo no mandaré más que en mi iglesia, y el ama y mi sobrina y el sacristán y el monago me obedecerán tan sólo.

– Basta – dije apartándole de la pared, temiendo que realmente se estrellara el cráneo.

El Empecinadillo sacó la cabeza fuera de la manta, para mirar un instante con aterrados ojos a Trijueque. Después se volvió a esconder.

– Hasta que no me echen abajo esta montaña que llevo sobre los hombros… Mi cabeza es demasiado grande y harto pesada para uno solo. Con ella habría para dar entendimiento a veinte.

Los ojos se le querían saltar de las irritadas órbitas; respiraba con ardiente resoplido y el aspecto de su cara era el de un delirante.

– Me voy – dijo. – Quiero pasear por el campo… pensaré lo que debo hacer. Valiente joven, ánimo. La situación de usted es de las más gloriosas.

– Sí – repuse con honda tristeza.

– Le fusilarán de madrugada. Su recuerdo quedará vivo y respetado en el ejército. «¡Araceli, dirán, gran muchacho! Murió por no querer pasarse al enemigo…». Se escribirá su nombre en la historia… ¡bonita página…!, hermosa vida y más hermosa muerte.

No le respondí nada.

– ¿Será usted capaz de flaquear en el momento supremo? Esa alma varonil ¿será capaz de sentir turbación cuando el cuerpo se vea dentro del fúnebre cuadro?

– No.

– Ánimo. Si le viera a usted decaer de su apogeo glorioso, tendría un disgusto. Pues no se envanecería poco esa vil canalla si usted se afrancesara… No, no, vil gentuza francesa… no le tendréis… El heroico joven morirá antes que servir bajo vuestra ignominiosa bandera… ¡Maldito sea el español que cae en vuestros lazos!, ¡miserables secuaces del gran bandido!… Valor, joven. Que le vea yo a usted dentro del cuadro, abatiendo con su noble altivez la vanidad de esos cobardes.

– Es extraño que de tal modo me hable un hombre que ha hecho lo que ha hecho.

– No me hable usted de mí. Yo soy un… Anoche, santo Dios… cómo me abrumaba el peso… Conque valor, mucho valor. Este ejemplo que tengo ante la vista me entusiasma… Francamente, cuando vi que subía a conferenciar con usted ese farsante a quien llaman Santorcaz, temí…

– Le conozco hace tiempo. Ese hombre y yo no podemos hacer buena compañía.

– Él se las prometía muy felices. Es un bribón. En verdad que no es de los que peor me tratan. Dicen que todas esas idas y venidas al ejército francés y el recorrer los pueblos de la Alcarria es por cuestión de unos amores con cierta jovenzuela de Cifuentes.

– ¿Eso dicen?

– Sí… y ahora me viene a la memoria que entre él y ese zascandil de D. Pelayo, que vino acá conmigo, están tramando una picardía… El nombre del señor Araceli danza en la fiesta.

– ¿Mi nombre?

– Sí: pero ¿qué le importan estas tonterías a un hombre que está con un pie en la inmortalidad?

– Cuénteme usted todo lo que sepa…

– Ello es que… a ver si me acuerdo. Tiene uno la cabeza tan llena de ideas, que no se fija en lo que se dice a su lado…

– Haga usted memoria; nada me sorprenderá, pues todo lo he previsto.

– Ello es que… – dijo rascándose la oreja. – ¡Ah!, ya me acuerdo. Hay una chica en Cifuentes.

– Es muy natural que haya, no una, sino varias.

– Y esa chica es al modo de novia de Araceli. Un soldado como usted no debe meterse en noviazgos… ¡Ah!, es evidente que Santorcaz quiere llevársela. Es verdad, fusilarle a uno y quitarle después su novia es un poco fuerte. Pero no haga usted caso. Ánimo, joven. Las grandes almas desprecian las pequeñeces del mundo.

– ¿No sabe usted más?

– Sí. Ese D. Luis estaba esta mañana discurriendo el modo de sacarla… Si pudiera acordarme de lo que dijo… ¡Cómo se reían los tunantes!… El D. Pelayo mostró a Santorcaz una carta que usted había escrito a esa damisela desde Sigüenza, y que le confió a él para que la llevase.

– Es verdad. Hace más de diez días – dije con la mayor ansiedad.

– Santorcaz la leyó. Después, después… ya me acuerdo. Después dijo que era preciso escribir otra imitando la letra de usted.

– ¿Para qué?…

– Una cartita en que se figurase que usted escribía a la tal chiquilla… (¿para qué se mete usted en chicoleos con las muchachas?) pues… una esquela diciéndole: «Estaba preso en Gárgoles, y me he escapado. Unos amigos me han escondido. Quiero veros, lucero mío, sí… quiero veros. Venid al instante. Sé que vuestra mamá está enferma en cama. No le digáis nada. Tengo que confiaros una cosa, de que depende el porvenir etc… Salid un momento por la puertecilla de la huerta. Estoy en la casa de enfrente. Fiaos del que os entregará esta, que es mi mejor amigo…». Cuando yo subí, D. Pelayo, que es gran pendolista, estaba escribiendo la carta. El demonio son los enamorados. He aquí una debilidad que yo no he tenido nunca. Esos bribones quieren obligarla a salir de la casa, para echarle el guante.

Al oír esto quedeme absorto y mudo. Después la sangre saltó dentro de mí, y una cólera impetuosa se desató en mi pecho. Levantándome con ímpetu frenético corrí a la puerta, que Trijueque había cerrado por dentro guardando la llave, y la sacudí con violencia.

– ¡Quiero salir! – grité. – ¡Quiero salir! No puedo estar aquí ni un momento más. ¡Mi libertad, que me devuelvan mi libertad!

Mosén Antón, corriendo tras de mí, me sujetó.

– ¿Qué es eso de libertad? Silencio.

El furor me abrasaba la sangre. Mi corazón estallaba, y olvidé mi próxima muerte.

– ¡Quiero mi libertad! ¡Yo necesito salir de aquí, hablaré al comandante!… ¡Esos infames merecen que les arranque las entrañas!

Di tan fuertes patadas en la puerta, que el edificio retemblaba con violenta convulsión.

– Araceli – dijo Trijueque alzando la voz, – esa puerta no se pasa sino para ir al cuadro o para ponerse al amparo de la bandera francesa.

Exaltado por la ira, loco, fuera de mí, ardiendo todo, cuerpo y alma, grité:

– Pues bien, me paso a los franceses… me paso, hago traición. Pero que me saquen de aquí, que me den mi libertad… quiero correr fuera de aquí… Tengo que hacer en otra parte.

– ¡Desgraciado, insensato, miserable! – exclamó Trijueque estrechándome en sus brazos de hierro. – ¿Así habla un español valiente y patriota; así se renuncia a la gloria, al honor? Silencio, porque si vuelves a hablar de pasarte al enemigo, aquí mismo… ¡Pasarse a la canalla!… ¡Ahí es nada!… ¡Eso quisieran ellos!… No lo consentiré.

– ¿Quién habla así? – grité luchando con el coloso para desasirme de él. – El mayor y más vil traidor del mundo. Usted, mosén Antón, que ha vendido a su jefe.

– Pero yo… – repuso con gran turbación. – Repara que yo soy…

Lanzando un rugido, se cubrió la cara con las manos y terminó la frase así.

– ¡Yo soy un hombre indigno, un Judas!

Al ruido que ambos hicimos, acudió gente, y abriendo mosén Antón la puerta, llenose mi prisión de oficiales y soldados.

– ¿Qué pasa aquí? – preguntó el oficial de guardia mirándome con fieros ojos.

– ¿Ha querido escapar atropellando a monsieur le chanoine? – dijo otro observando la turbación de Trijueque.

Este, con voz campanuda y acción imponente, habló así:

– Es un salvaje, un bárbaro, y al que habla de pasarse a los franceses le quiere matar. Había que oírle, señores oficiales, había que oírle. Para él todos ustedes son unos canallas, perdidos sin vergüenza, y dice que prefiere cien muertes a servir bajo las deshonradas banderas del imperio. Cuando se lo propuse se echó sobre mí llamándome traidor… No hay que hablarle más que de la honra, de la conciencia y otras majaderías… A este joven se le ha puesto en la cabeza que primero es el honor que nada. Mi opinión es que le fusilen al momento.

Los franceses no comprendieron la ironía de las palabras de mosén Antón. Yo, abrumado, confundido por tan extraña salida, sentí desfallecer mi ánimo y disiparse aquella exaltación que me había hecho pedir a voces la deshonra. Contesté afirmativamente al oficial, cuando me preguntó si me ratificaba en lo dicho por el clérigo, fuéronse todos y quedé solo otra vez.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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