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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 11

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XXIV

El día empezaba a declinar. Mi alma cayó en la oscuridad. Estaba irritada, demente y forcejeaba en doloroso pugilato con las sombras, con las ideas, con las sensaciones. A ratos apetecía la libertad con vehemencia terrible; después se abrazaba a la cruz de su honor anhelando no separarse de ella. ¡Cuán difícil me es pintar lo que pasó dentro de mí aquella noche! Si alguien ha visto la muerte delante de sí y ha abofeteado sin respeto ni pavor la imagen del tránsito terrible, para echarse después llorando en sus brazos y decirle: «Vamos, vamos de una vez», comprenderá lo que yo padecí.

En aquellos instantes de turbación espantosa reflexione que una defección fingida no me serviría de nada, porque los franceses me retendrían allí, imposibilitándome acudir a Cifuentes, como yo deseaba. Era preciso, pues, resignarse a morir. La traición no cabía en mi pecho, y me aterraba más que la muerte desconsolada, fría y sin gloria que tenía tan cerca.

Largo tiempo estuve solo. Turbaba el silencio de la solitaria pieza la voz del Empecinadillo que hablaba con sus juguetes en un rincón. El pobre chico, cuando se sentía fatigado de correr, sacaba de entre sus ropas objetos diferentes que le servían de diversión. Un par de botones eran caballos, un pedazo de clavo hacía de coche y una piedra de chispa era el cochero. Si su fantasía se inclinaba a las cosas militares, las mismas baratijas eran cañones, cuerpos de ejército y generales. Otras veces eran personas que le hablaban y sostenían con él chispeantes diálogos. En mi tribulación ¡cuán inefable deleite experimentaba oyéndole!

Entró ya de noche un oficial en compañía del mismo soldado que me visitara por la mañana. Echome el primero a la cara la luz de una linterna y después leyó un papel que parecía ser mi sentencia de muerte.

– Al romper el día – añadió – seréis pasado por las armas.

Era extraña la sentencia de un consejo de guerra que me mandaba fusilar sin oírme. Pero no procedía hacer reflexiones sobre esta anomalía. Además, los guerrilleros, excepto don Juan Martín, acostumbraban despachar a cuantos franceses caían en sus manos, sin molestarse en el uso de procedimientos. Los enemigos al menos tenían la consideración de leerle a uno un papel donde constaba la picardía inaudita de defender la patria.

El zapador traía comida abundante para mí y para el Empecinadillo, que recogiendo sus juguetes, se había refugiado entre mis brazos. Es costumbre, hasta en los campamentos, engordar y emborrachar a los que van a morir, aunque no consta este precepto entre las obras de caridad de la religión cristiana.

– Mi teniente – dijo el soldado arreglando los platos en el suelo, – creo que debe retirarse de aquí este chiquillo.

– Si el preso quiere retenerlo en su compañía hasta mañana, dejadlo aquí, Plobertin. Ese niño será suyo. No debe mortificarse inútilmente a los desgraciados que van a morir. La comida es excelente, señor español, y el vino de lo mejor.

Después de esta explosión de sentimientos caritativos, el francés me miró con lástima.

– Mañana – prosiguió – se recogerá este infeliz huérfano para entregarlo en el primer hospicio que encontremos en el camino.

Retirose el oficial, y Plobertin seguía poniendo en orden los platos. Observele a la luz de la linterna, y con gran sorpresa vi su rostro bañado en lágrimas.

– ¿Qué tiene usted? – le pregunté.

Plobertin, por única respuesta, corrió hacia el Empecinadillo, y estrechándole en sus brazos, le besó con ardiente efusión.

– Es una mengua – dijo – que un soldado del imperio llore a moco y baba, ¿no es verdad? Pero no lo puedo remediar. Mis camaradas se han reído de mí. Al ver esta noche a vuestro niño el corazón se me ha derretido… Señor oficial, me muero de dolor.

Sin cuidarse de la comida que me servía, sentose ante mí, sosteniendo al chico sobre sus piernas cruzadas.

– Toma – dijo sacando del bolsillo varias golosinas. – Te voy a hacer un vestido de lancero y una espadita de hierro con su vaina y correaje. Me dejaré emplumar antes que permitir, como quiere el teniente Houdinot, que te quedes en un hospicio. ¡Ay, mi pequeño Claudio, corazón y alma mía! Mañana me pertenecerás. El pobre soldado, ausente de su hogar, triste y sin familia te llevará en sus brazos.

– ¡Cuánta sensiblería! Ya sabemos que vuestro niño era como este.

– Sí – exclamó con intensa congoja. – Era como este, era, señor oficial, pero ya no es. ¿No dije a usted que hoy esperábamos el correo de Francia? Pues el correo vino; ojalá no viniera. El corazón me anunciaba una desgracia. ¡Ay, mi hijo único, mi pequeño Claudio, el alma de mi vida está ya en el cielo!

Cubriéndose el rostro con ambas manos, lloró sin consuelo.

– En la Borgoña – añadió – el sarampión se está llevando todos los niños. El señor cura Riviere me escribe (porque mi esposa a causa de su desolación no puede hacerlo, además de que no sabe escribir), y me dice que el pequeño Claudio… mi corazón se despedaza. El pobre niño no se apartaba de mi memoria en toda la campaña. ¡Oh!, si yo hubiera estado en Arnay-le-duc mi pequeñín no hubiera muerto… ¡cómo es posible! Tiene la culpa el Emperador… ese ambicioso sin corazón… ¡Que Dios le quite al rey de Roma, como me ha quitado el mío!… Yo tenía mi rey de Roma, que no nació para hacer daño a nadie… ¡Pobre de mí! No tengo consuelo… Era rubio como este, con dos pedazos de cielo azul por ojos, y este aire tan marcial, esta gracia, esta monería. Cuando yo le tomaba en brazos para llevarle a paseo, me sentía más orgulloso que un rey y todos los papanatas de Arnay-le-duc se morían de envidia…

La congoja le impedía hablar. La cara del Empecinadillo se perdía en sus magníficas barbas, humedecidas por las lágrimas. Aquella personificación de la fuerza humana, aquel león, cuya sola vista causaba miedo, estaba delante de mí, dominado y vencido por el amor de un niño.

– La semejanza – dijo – de este angelito con el mío es tanta, que me parece que Dios, después de llamar a mi pequeño Claudio al cielo, le envía a hacerme una visita. Como me den la licencia en Marzo, espero entrar en Arnay-le-duc con vuestro muñeco en brazos y presentarme en mi casa diciendo: «Señora Catalina, aquí le traigo. El buen Dios que sabía mi soledad, lo mandó a mi campamento. Has estado sola unos meses… Todo no ha de ser para ti… Ya estamos juntos los tres. Convidemos a todos los vecinos, celebremos una fiesta, pongamos a la cabecera de la mesa al cura Mr. Riviere, para que nos explique este milagro de Dios».

Después, y mientras el Empecinadillo comía, me miró fijamente y me dijo:

– Aquí hace bastante frío. Además, este chico os servirá de estorbo. ¿Por qué no me lo dais desde ahora?

– Sr. Plobertin – repuse, – este niño no se apartará de mí mientras yo viva: ¿verdad, lucero?

El Empecinadillo, saltando de los brazos del zapador, corrió a arrojarse en los míos.

– Ven acá, tunante – le dije. – Tú no quieres a los asesinos de papá… Dile a ese animal que se marche, que no quieres verle.

El niño miró a Plobertin con miedo y se aferró a mi cuello, juntando su cara con la mía.

– Os equivocáis, Sr. Plobertin – añadí – si pensáis apoderaros de esta criatura luego que yo muera. Le dejaré en poder del comandante, el cual en su caballerosidad no permitirá que por más tiempo esté ausente de sus padres.

– ¿No es vuestro?

– ¡Qué desatino! ¿Habéis visto alguna vez que un oficial lleve sus hijos a la guerra?

– Muchas veces; en los ejércitos imperiales se han criado algunos niños.

– Este que veis aquí es hijo de los señores duques de Alcalá. Hallábase en poder de su nodriza en un pueblo de la Alcarria; quemaron nuestros soldados el lugar, recogiendo a este señor duquito; mas sabida por D. Juan Martín la elevación de su origen, ordenó que fuese entregado en Jadraque a la servidumbre del señor duque, que lo está buscando. Con este fin le llevábamos, cuando nos sorprendieron los renegados y los franceses. Yo le recogí del campo de batalla, a punto de ser pisoteado por la caballería.

Plobertin, hombre de poca perspicacia, creyó lo del ducado.

– Antes de morir lo entregaré al señor comandante para que lo retenga en su poder hasta que pueda ser puesto en manos de la gente del de Alcalá. Os advierto que el señor duque es partidario y amigo del rey José. Conque pensad si vuestro comandante tendrá cuidado de complacerle.

Plobertin lo creyó todo. Bestia de mucha fuerza, pero de poca astucia, no supo evitar el lazo que yo le tendía. Mirábame con asombro y desconsuelo.

– De modo que no hay pequeño Claudio para el Sr. Plobertin – añadí. – Sois un hombre sensible, un padre cariñoso; pero Dios ha querido probaros, y el consuelo que deseabais os será negado. Sin embargo (al decir esto acerqueme más a él) os propongo un medio para que adquiráis este juguete que tanto os agrada.

– ¿Cuál?

– No puede ser más sencillo – le contesté con serenidad. – Dejadme escapar y os dejaré esta prenda.

Levantose con viveza el león y enfurecido me dijo:

– ¡Que os deje escapar! ¿Qué habéis dicho? ¿Por quién me tomáis? ¿Creéis que somos aquí como en las partidas? ¿Creéis que los franceses nos vendemos por un cigarrillo como vuestros guerrilleros?… ¡Escapar! ¡Sólo Dios haciendo un milagro os salvaría!

– Sr. Plobertin, un buen soldado como vos ¿será cómplice del asesinato que se va a perpetrar en mí?

– ¡Asesinato! – exclamó mostrándome sus formidables puños. – Que os salpiquen los sesos ¿a mí qué me importa? Lo mismo debieran hacer con todos los españoles, a ver si de una vez se acababa esta maldita guerra… Miradme bien, mirad estas manos. ¿Creéis que necesito armas contra un alfeñique como vos? Si lo dudáis y queréis probarlo, hablad por segunda vez de escaparos. Estando en Portugal con Junot, custodiaba a un preso. Quiso fugarse, le cogí el cuello con la izquierda y con la derecha dile tan fuerte martillazo sobre el cráneo que ahorré algunos cartuchos a los tiradores que le aguardaban en el cuadro…

Luego quiso tomar en brazos al Empecinadillo, diciendo:

– Dame un beso, amor mío, que me voy. Despídete de tu querido papá.

El chiquillo se aferró a mi cuello con toda su fuerza, y ocultando el rostro, sacudió sus patitas que azotaron la cara del formidable zapador. Gruñendo y jurando alejose este, después de darme las buenas noches con muy mal talante.

La débil esperanza que me había reanimado por un momento, desaparecía.

XXV

Puse al Empecinadillo sobre mis rodillas, y le dije:

– Pobre niño, esperé que me salvarías; pero Dios no lo quiere.

Pareció que me comprendía y se puso a llorar.

– No llores, no llores… a ver, come de este pastel que el Sr. Plobertin ha traído para ti. Parece que está bueno.

La soledad y profunda tristeza en que me encontraba, me inducían a comunicarme con mi compañero, cual si fuese una persona capaz de comprenderme.

– Considera tú si no es una iniquidad lo que van a hacer conmigo. ¡Matarme, asesinarme…!, porque es un asesinato, hijo mío, ¿no lo crees así? ¿Qué he hecho yo? Servir lealmente a la patria. Esos esclavos de Bonaparte, que le obedecen como máquinas y le sirven como perros, no comprenden el sentimiento de la patria.

El Empecinadillo me miró con sus dulces ojos azules llenos de luz y expresión. Creyendo advertir en su mirada un categórico asentimiento a mi discurso, proseguí de este modo:

– ¡Glorioso es morir sin culpa! ¡Gran premio del bien obrar, de la inocencia y de la virtud, es esa inmortalidad gozosa que la religión nos ha ofrecido, niño mío! Pero mi alma no está tranquila; mi alma no tiene bastante serenidad ni bastante entereza para afrontar los horrores del tránsito, y se apega un poco a la tierra. ¡Qué infeliz soy! Bien lo sabes tú. En mi vida agitada, triste y dolorosa, sin padres, sin familia, sin fortuna, obligado a luchar con el destino y a vivir con mis propios esfuerzos, sólo dos personas me han amado con desinteresado y santo cariño. Esas dos personas están a punto de ser víctimas de una infame acción, y aquí me tienes imposibilitado de socorrerlas, preso, dispuesto a morir, casi muerto ya. ¡Qué triste momento! ¿No me dices nada, no me consuelas?

El Empecinadillo se comía su pastel.

– Come, hermoso animalito, no tengas reparo de comer – continué; – aprovecha el tiempo, aprovecha las horas de tu inocencia, estas horas en que siempre hallarás personas caritativas que te den el sustento, que te abriguen y consuelen. Pero crecerás, crecerás; la carga de la vida empezará a pesar sobre tus hombros hoy libres; ¡sabrás lo que son penas, luchas, fatigas y dolores!

Le abracé y besé con dolorosa emoción. Era la única forma viva del mundo delante de mí, y su pequeño corazón, que yo sentía palpitar entre mis brazos, parecía indicarme la despedida de los sentimientos que yo había logrado inspirar en la tierra. Le apretaba contra mí, como si quisiera metérmelo en el pecho.

– ¿Me quieres mucho? – le pregunté.

– Sí – me respondió, añadiendo mi nombre, desfigurado por su media lengua.

– ¿De veras me quieres mucho? – le pregunté de nuevo experimentando las más puras delicias al oírle decir que me amaba. – ¿Y quieres que me maten?

Movía la cabeza negativamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo experimentaba una angustia insoportable y el corazón se me deshacía. Nuevamente me sentí atacado de la desesperación, y levantándome impetuosamente y corriendo a la reja, intenté moverla con colosales esfuerzos. La reja, bien clavada en el muro no se movía, y aunque sus barrotes no eran muy gruesos, tenían la robustez suficiente para no ceder al empuje de manos humanas, aunque fueran las del zapador Plobertin.

– Y si pudiera romper esta reja – dije para mí, – ¿de qué me serviría, si la salida de la huerta está cerrada, y todo custodiado por centinelas?

Corrí por la habitación como un demente; aplicaba el oído a la cerradura de la puerta, tocaba con mis manos las vigas del techo por ver si alguna cedía, golpeaba con violentos puntapiés las paredes. No había salida por ninguna parte.

En tanto mi compañero, bien porque tuviera frío, bien porque se asustara de verme en tan lastimoso estado de locura, empezó a llorar a gritos.

– Calla, mi niño, calla por Dios… – le dije; – tus llantos me hacen daño. ¡Plobertin va a venir y te comerá!

No me engañaba. Al poco rato sentí que descorrían los pesados cerrojos, y entraron un sargento que hacía de carcelero y tras él Plobertin muy irritado, diciendo:

– ¿Por qué llora ese niño? Desde abajo le he sentido. Le estáis mortificando, señor oficial, y os las veréis conmigo… ¿Qué te ha hecho este judío, amor mío, qué quieres?

– Sr. Plobertin – dije, – hacedme el favor de no molestarme más con vuestras visitas. Me quejaré al comandante.

– Señor oficial – dijo él furiosamente, – os advierto que si seguís mortificando a la criatura, no podréis decirle nada al comandante, porque aquí mismo… Ya me conocéis… Contento está el comandante de vos… No entro de guardia hasta la madrugada; estaré abajo; y si siento llorar otra vez al pequeño Claudio… Sin duda os habréis comido las golosinas que traje para él…

– Vámonos, Plobertin – dijo el sargento. – El comandante ha mandado que se le deje tranquilo.

Se fueron. El muchacho calló. Arropándole para que durmiera, le dije:

– Empecinadillo, no hay más remedio que resignarse a la muerte. Duerme, niñito mío; recemos antes. ¿Sabes rezar?

Sus labios articularon dos o tres vocablos de los más feos, atroces e indecentes de nuestra lengua.

– Eso no se dice, chiquillo. ¿Mamá Santurrias no te ha enseñado el Padre nuestro, ni siquiera el Bendito?

Me contestó en la lengua que sabía.

– Chiquillo, ¿tú no sabes que hay un Dios, el que te da de comer, el que te ha dado la vida, el que ahora ha dispuesto que me la quiten a mí?

Esto no lo entendía, y me miraba atentamente. En mi pecho se desbordaba el sentimiento religioso, y mi alma, en su exaltación, buscaba otra alma que armonizase con ella, que la acompañase, guiándola en su misterioso vuelo.

– Empecinadillo – proseguí sin caer en la cuenta de que hablaba con un niño, – recemos. Dios dispone del destino de las criaturas. Dios da la vida y la muerte. Yo elevo mi espíritu al Supremo bien, y le digo: «Señor que estás en los cielos, recíbeme en tu seno».

El huérfano, repentinamente atacado de una jovialidad inagotable, pronunciaba, recalcándolas con complacencia infantil, las palabrotas de su repertorio. Yo quisiera poderlas copiar; pero el pudor del lenguaje me lo veda, quitando todo su interés a la escena que describo.

– Niñito mío – le dije, – olvida esas barbaridades que te han enseñado. Pero eres un ángel, y en tu boca el fango es oro. Pide a Dios por mí. ¿Tú sabes quién es Dios?

Sin responder nada, miraba al techo.

– Dios está arriba – añadí, – encima del cielo azul, ¿sabes? Recemos juntos, y pidámosle piedad para la desgraciada víctima de las pasiones de los hombres… Pero tú no entiendes esto… Duérmete, pobrecillo, que es locura hacerte participar de mi congoja.

Quise rezar solo y no podía, porque no se puede rezar mintiendo. Las palabras formuladas en mi pensamiento, sin pasar a la boca, expresaban piadosa resignación con la muerte; pero la voz de mi corazón repetía dentro de mí con estruendo más sonoro que el eco de cien tempestades: «quiero vivir».

– Empecinadillo – grité dando rienda suelta a mi dolor, – no duermas, no, no me dejes solo. Pidamos a Dios que me dé la libertad y la vida.

El niño abrió los ojos y me habló… como él sabía hablar.

– ¡No blasfemes, por piedad! – exclamé horrorizado. – ¡Dios mío! Las palabras de los hombres, ¿llegan hasta ti?

Mi compañero sacó los brazos de su envoltorio, y empezó a dar palmadas y a reír.

– ¿Por qué ríes, ángel? Tu risa me causa inmenso dolor.

Arrojose sobre mí, besándome y acariciándome.

Después me dio varias bofetadas, que acepté sin ofenderme. Le cogí en brazos, y mi mano chocó con un cuerpo extraño, que anteriormente había tocado; pero en el cual hasta entonces, por circunstancias especiales del espíritu, no fijara yo la atención. Con avidez registré las ropas, mejor dicho, los envoltorios que cubrían al Empecinadillo, y encontré una cavidad, un inmundo bolsillo lleno de baratijas. Saquélo todo, y vi un pedazo de cazoleta, un cordón verde, dos o tres botones, una corona arrancada a un bordado y una lima, un pedazo de lima como de cuatro pulgadas de largo, bastante ancha, con diente duro y afilado.

Un rayo de luz iluminó mi entendimiento. ¡Una lima! Era fácil limar uno o dos de los hierros de la reja y desengranar los demás. Levanteme de un salto… Me creía salvado, y di gracias a Dios con una sola frase, con una exclamación pronunciada por todo mi ser… Corrí a la reja… probé la herramienta… Era admirable, y comía el hierro con su bien templada dentadura.

– ¿De dónde has sacado esto? – pregunté al Empecinadillo.

– Mocavelde – me contestó.

– Ya… se la robaste a Moscaverde, el cerrajero de la partida… Hiciste bien… Dios bendiga tus manos de ángel. Duérmete ahora que voy a trabajar, y cuidado cómo lloras.

XXVI

Empecé mi tarea. El hierro cedía fácilmente; pero la faena era larga, y no parecía fácil terminarla en toda la noche, a pesar de no ser grande el grueso de las barras. Yo calculé que si lograba arrancar dos, estas me servirían de palanca para quitar las otras. Fiando en Dios, cuya protección creí segura, no calculé que una vez abierta la salida, encontraría después obstáculos quizás más difíciles de vencer. Tenía a mi favor algunas circunstancias. El furioso viento que había empezado a soplar entrada la noche, impedía a mis carceleros oír el chirrido de la lima. Además la lluvia glacial que inundaba la tierra, ¿no haría perezosos a los centinelas? ¿No era probable que se retirasen, que se durmieran, que se helasen o que se los llevara el demonio?

– ¡Dios está conmigo! – exclamé. – Adelante… Veremos lo que dice Plobertin, si logro escaparme. Aquí le dejaré su pequeño Claudio, mi ángel tutelar, mi salvador.

Al mismo tiempo examinaba la configuración del terreno en lo exterior. Como a tres varas de la reja había un balcón largo y ruinoso, el cual estaba a bastante altura sobre el suelo, a diez varas próximamente según observé desde arriba. Aquella fachada daba a una huerta triangular: por el costado derecho la limitaba una construcción baja, que debía ser granero, cuadra o almacén, y por el izquierdo un muro de tres varas de alto daba a un patio donde los franceses jugaban a la pelota durante el día. En el ángulo del fondo había una puerta, por la cual podía salirse (siempre que estuviese abierta) a una pequeña explanada, donde había una choza que servía de garita al centinela. En aquel momento no podía distinguir los objetos a causa de la oscuridad de la noche; pero durante el día había visto que detrás de aquel muro había un precipicio. La casa como todo el pueblo de Rebollar estaba construida sobre una gran peña al borde de la honda cuenca del Henares.

– Necesito hacer una cuerda – dije para mí. – De aquí al balcón es fácil saltar; pero del balcón al suelo necesito ayuda… me escurriré por la huerta, para lo cual me favorecen las matas… y luego entra lo difícil, saltar la tapia por el ángulo… El declive que baja al Henares no será muy rápido y podré descender a gatas… En tal caso, la operación puede hacerse sin que me vea el centinela que debe estar en aquella choza de la explanada. Ánimo, Dios es conmigo. Señora condesa, Inés de mi vida, rogad a Dios por mí. Llegaré a tiempo a Cifuentes…

Las manos me sangraban, heridas por los picos de la lima rota; pero seguía en mi trabajo, deteniéndome sólo cuando calmado el viento, reinaba en torno a la casa el grave silencio de la noche. Me parecía que no sólo mis manos, sino mis brazos, eran una lima, y que mi cuerpo todo estaba erizado de dientes de acero. Rascaba sin descanso el hierro, que oxidado por algunas partes, cedía blandamente.

Al fin establecí la solución de continuidad en una de las barras; pero no pude arrancarla, por estar engastada en las otras. La ataqué por otra parte, y al fin a eso de la media noche quedó en mis manos. Usela como palanca; mas no me fue posible adelantar nada; emprendila con otra barra, y al fin, señores, al fin, después de esfuerzos inauditos, cuando hirieron mis oídos las campanadas de un reloj lejano que marcaba las tres, la reja estaba en disposición de dar salida al pobre prisionero.

Faltaba la cuerda. Con la misma lima, desgarré en anchas tiras mi capote, quedándome completamente desabrigado. No siendo ni con mucho suficiente, tomé la manta del Empecinadillo, y con los diversos lienzos torcidos y anudados convenientemente, fabriqué una cuerda que bien podía resistir el peso de mi cuerpo. No hay que perder tiempo. ¡Afuera! – exclamé con toda mi alma.

Pero una contrariedad inesperada me detuvo. El Empecinadillo, sintiéndose sin abrigo, empezó a llorar; a dar gritos como los que a prima noche habían hecho subir al fiero zapador Plobertin.

– Estoy perdido – dije acariciándole. – Por Dios y por todos los santos, Empecinadito de mi alma, si gritas soy perdido. Calla, calla, desgraciado.

Pero no callaba, y yo ardía en impaciencia y temblaba de terror.

– Calla – repetí. – Pero, hombre, no seas cruel; hazte cargo de que me pierdes. ¿No ves que quiero escaparme? ¿No ves que me van a matar? Fuiste mi salvación y ahora me pierdes.

Cuando le tomé en mis brazos, calló; pero desde que le abandonaba, su voz de clarinete atronaba la estancia. Había que optar entre estos dos extremos; o dejarle allí tapándole la boca, lo cual equivalía a matarle, o llevármelo conmigo. Fueme preciso tomar esta resolución, que no dejaba de ofrecer algún peligro. El infeliz comprendió que yo me marchaba y se colgó de mi cuello, adhiriéndose a mí con brazos y piernas.

Semejante carga me molestaba en mi huida; pero la acepté con gusto. No me fue difícil saltar al balcón; pero del balcón a la huerta el descenso fue bastante penoso, porque mis manos ensangrentadas y ateridas de frío, empuñaban con torpeza la cuerda. Debilitado también mi cuerpo por el insomnio y el no comer, hallábame en estado poco a propósito para la aventura; mas la ansiedad y el deseo de verme libre avivaban mis fuerzas.

En la huerta me detuve un instante. Cuando paraba el mugido del viento, el silencio era profundo. No se sentía rumor alguno de voces humanas. Avanzando despacio por entre las matas sin hojas, hundíanse mis pies en el lodo, y en tan poco tiempo la lluvia me había empapado la ropa. Seguía con precaución hasta el ángulo final y allí observé que la choza que servía de garita en la explanada de la derecha estaba ocupada por un centinela. Le sentí toser y vi el débil fulgor de una pipa encendida. A pesar de esto se podía escalar la tapia por el ángulo y saltar afuera, siempre que hubiese terreno donde poner los pies del otro lado.

Estreché a la criatura contra mí. Con los ojos le mandé callar, y el pobrecito, participando de mi ansiedad, apenas respiraba. Escalé la tapia, valido de la fuerte cepa de una parra que en ella se apoyaba, y al llegar al borde, donde me puse a horcajadas, el espanto y la desesperación se apoderaron de mí. ¡Maldición y muerte!

Era imposible saltar afuera, porque del otro lado de la tapia no había terreno, sino un precipicio, un abismo sin fondo. Levantada la pared en la cima de la roca, desde los mismos cimientos empezaba un despeñadero horrible, por donde ni el hombre ni ningún cuadrumano, como no fuera el gato montés, podían dar un paso. El agua de la lluvia, al precipitarse por allí abajo de roca en roca, entre la maleza y los espinos producía un rumor medroso, semejante a quejidos lastimeros. El burbujar de la impetuosa corriente, la presteza con que el abismo deglutía los chorros, indicaban que el cuerpo que por allí abajo se aventurara sería precipitado, atraído, despedazado, masticado por las rocas y engullido al fin por el hidrópico Henares en menos de un minuto.

El borde, a pesar de la oscuridad, se veía perfectamente: lo demás se adivinaba por el ruido. Allá abajo el murmullo y zumbido de un hervidero indicaban el Henares, hinchado, espumoso, insolente riachuelo que se convertía en inmenso río por la lluvia y el rápido deshielo.

Comprendí la imposibilidad de saltar por allí, a menos que no quisiese suicidarme. No había más salida que por la derecha, saltando a la explanada. Era esta pequeña y había en ella dos cosas, un cañón y la choza del centinela. Saltar cuidadosamente, deslizándose sin ruido a lo largo del muro, y escurrirse por detrás de la choza, era cosa dificilísima, pero no imposible del todo. Aunque la abertura de la garita daba frente a frente a la tapia, restaba aún la esperanza de que el centinela se durmiese. ¡Oh, Dios magnánimo y misericordioso! Si se dormía, yo podía escaparme.

Avancé, pues, cuidadosamente por lo alto del muro, con peligro de resbalar sobre los húmedos ladrillos. Entonces comprendí cuán mal había hecho en traer al Empecinadillo, que estorbaba mis movimientos, cuando debían ser flexibles y resbaladizos como los de una culebra. Por un momento se me ocurrió dejarle en la huerta; pero esta idea fue prontamente desechada. Resolví perecer o salvarme con él.

Por fin llegué a traspasar el espacio en que las ramas de un árbol seco me resguardaban de la vista del centinela. Halleme cerca de la garita, y me agaché para ocultarme todo lo posible. Si en aquel instante supremo el centinela no me veía, era señal evidente de que Dios había cerrado sus ojos con benéfico sueño. Medí con la vista el espacio que me separaba del piso de la explanada, y lo hallé corto. Podía saltar sin peligro, sosteniéndome con las manos en las junturas de los ladrillos, aun a riesgo de perder la mitad de los dedos. Observé el interior de la garita. Estaba oscura como boca de lobo, y no se distinguía nada en ella.

Ya me disponía a saltar, cuando una voz colérica me hizo estremecer gritando:

– ¡Eh! ¡Alto!, ¿quién va?

De la garita salió un hombre alto, fuerte, terrible. El terror que su vista me causara en aquel momento, en aquel lugar, le engrandeció tanto a mis ojos, que creí ver la punta de su sombrero tocando el cielo. El obstáculo que me detenía era tan grande como el mundo… Quedeme helado y sin movimiento. Ya no había esperanza para mí, y cuando el coloso me apuntó con su fusil, exclamé reconociéndole:

– ¡Fuego, Sr. Plobertin! Tirad de una vez.

El Empecinadillo había roto el silencio.

– Os escapáis… ¿Lleváis el muñeco con vos? – dijo el zapador dejando de apuntarme. – Ahora mismo os volveréis por donde habéis venido; ¡sacrebleu! Agradeced a esa criatura, pegada a vuestro cuerpo, que no os haya dejado seco de un fusilazo… Adentro pronto; bajad a la huerta, o aquí mismo… Hombre cruel y sin caridad, ¿no veis que ese niño va a morir de frío?… Ya os ajustaremos las cuentas. ¡Adentro!

– Sr. Plobertin, volveré a mi prisión: no os sofoquéis. Estos ladrillos son resbaladizos, y es preciso andar con precaución sobre ellos.

– ¿Habéis roto la reja? ¡Por la sandalia del Papa, os juro!… Si os hubieran despachado esta mañana como yo decía…

– He escapado por un milagro, ¡por un milagro de Dios! Vuestro pequeño Claudio me ha salvado.

El soldado se acercó a la tapia con actitud que más indicaba curiosidad que amenaza.

– Yo estaba durmiendo – continué – cuando me despertó una música sobrenatural. Vi al pequeño Claudio delante de mí, rodeado de otros ángeles de su tamaño y todos inundados en una celeste luz, de cuyos resplandores no podéis formar idea, Sr. Plobertin, sin haberlos visto. Corrieron todos a la reja y el pequeño Claudio, con sus manecitas delicadas, rompió los hierros cual si fueran de cera. La visión desapareció en seguida, recobrando el muñeco su forma natural. Quise huir solo; pero vuestro niño se pegó a mí con tanta fuerza, que no pude separarle. Dios lo ha puesto a mi lado para que perezca o se salve conmigo.

No podía distinguir las facciones de Plobertin, pero por su silencio comprendí que experimentaba cierto estupor. Cuando esto dije desliceme trabajosamente hacia el sitio desde donde había explorado el despeñadero, y exclamé:

– Sr. Plobertin, no he salido de mi encierro para volver a él. Si no me permitís la fuga estoy decidido a morir. Dad un paso hacia mí, hacedme fuego, llamad a vuestros compañeros, y en el mismo instante veréis cómo me precipito en este abismo sin fondo. Estoy resuelto a salvarme o a morir, ¿lo oís bien, Sr. Plobertin?, ¿lo oís?… En cambio si me dejáis escapar, os devolveré a vuestro pequeño Claudio, para que gocéis de él toda la vida. Decidlo pronto, porque hace mucho frío.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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