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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 9

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XIX

Al llegar al pueblo, la mayor parte de los prisioneros fueron distribuidos en varias casas. Los considerados como tunantes que era preciso exterminar, fuimos conducidos a la parte alta de la casa del Ayuntamiento y encerrados separadamente. Al entrar en mi prisión el peso del Empecinadillo me era insoportable: arrojeme sobre el suelo, poniéndole a mi lado, y cuando los franceses me dejaron solo no tardé en dormirme profundamente. Mis ojos, al abrirse, recibieron la impresión de la claridad del día, e hirió mis oídos el débil quejido del chiquillo que pedía de comer. Abrigado por el pedazo de colcha que le servía de capote, el pobre niño estaba en un rincón, muy bien colocado y envuelto en una manta desconocida para mí, como si una mano cariñosa lo agasajara en aquella posición durante mi sueño. Yo no recordaba haberlo hecho.

El niño estaba caliente. Yo sentía mucho frío. Reconociendo el sitio en que me encontraba, vi que era una habitación abohardillada, grande y de techo tan bajo, que era difícil estar en pie sin tocar con la cabeza en el maderamen. Entraba la luz por una reja compuesta de ocho barrotes cruzados y poco gruesos pero nuevos y fuertes. Una puerta de viejas tablas muy sólidas, aseguradas con planchas de hierro y con barrotes y dobles resguardados, cerraba la entrada. No había mueble alguno en aquella fría y tristísima estancia.

Despertó, como he dicho, el Empecinadillo, y extrañando el sitio o la ausencia de mamá Santurrias, y más que nada la falta de alimento, puso el grito en el Cielo. Yo apuré todas las razones imaginables para convencerle de su importunidad, mas nada logré. Por fortuna no tardamos en ser visitados por un soldado francés, que nos traía nuestro desayuno.

– Ya sabréis – me dijo en lengua mixta – que vais a ser arcabuceado.

Alargome un pan, y como yo no hiciera movimiento alguno para tomarlo, él mismo cortó un pedazo para darlo al pequeño.

– Que vais a ser arcabuceado por traidor – repitió alzando la voz y cuadrándose ante mí. – Si cuando os cogieron prisionero os hubierais contentado con vuestra suerte… Pero asesinasteis al sargento Duclós.

Miré entonces fijamente al francés. Era un toro, un pedazo de hombre capaz de derribar una pared a puñetazos. Su rostro sanguíneo se adornaba con una pomposa barba rubia que le salía desde los encendidos pómulos, y aun la nariz atomatada no estaba exenta de pelo. El conjunto de su imponente persona era un buen modelo de las históricas figuras con que la escultura oficial ha adornado los trofeos del imperio. Usaba la enorme gorra peluda, y su corpachón se cubría casi totalmente con el delantal de cuero blanco, distintivo de los gastadores.

Contrariado sin duda por mi laconismo, alzó la voz, y coléricamente repitió:

– ¡Arcabuceado!… Sí señor… ¿Lo oís bien? Vuestro camarada, que está en el cuarto próximo, lo sabe también y se ha puesto a rezar. ¿No rezáis vos?… Es preciso limpiar de tunantes este país… Es la opinión del Emperador y la mía.

Mientras se expresaba de este modo, advertí que sus miradas más que a mí se dirigían al Empecinadillo, ocupado en devorar un pedazo de pan.

– ¡Pobre niño! – dijo el francés con lástima. – Esta madrugada, cuando os trajeron aquí, el pequeño estaba muy frío. Le pusisteis en el suelo… ¡Qué inhumano sois!, ¿no temíais que se helara? Yo mientras dormíais le arropé junto a vos, y además le cubrí con ese pedazo de manta que veis.

Estas palabras me hicieron fijar la atención en mi carcelero con algún interés.

– Suponiendo que tendría hambre, os he servido el desayuno temprano, y además le he traído esto.

El francés metiendo la mano bajo el mandil de cuero, sacó un pequeño roscón de mazapán que presentó al Empecinadillo, el cual una vez recobrada su actividad y travesura con la pitanza, sintiendo en su espíritu el generoso impulso de los grandes hechos, se lanzó al centro de la pieza sable en mano, ejecutando algunas maniobras militares. No era corto de genio y más se entusiasmaba cuanto más le aplaudían. El francés le miraba con admiración y ternura, siguiéndole en sus inquietos giros y vueltas; se sonrió y luego volviendo hacia mí sus ojazos alegres, y su boca risueña, me dijo estas palabras:

– Cuando os hayan arcabuceado, recogeré a vuestro niño y me lo llevaré conmigo… Es muy lindo y muy galán…

No le respondí nada.

– Hacéis bien en traer vuestro niño a la guerra. Así os distraéis con él… Lo dicho: cuando os despachen, me quedaré con esta alhaja y le llevaré conmigo a todas partes. No le faltará nada y le enseñaré a que me llame papá.

Al decir esto, noté súbita alteración en las rudas facciones del soldado. Hizo algunos visajes como luchando con una inoportuna sensibilidad; mas no pudiendo vencerla, le vi que con disimulo se llevaba la mano a los ojos para limpiarse una lágrima.

– ¿Llora usted? – le dije.

– ¡No… yo llorar! – exclamó ahuecando la voz. – Nada de eso… Es que… Os diré la verdad. Este muñeco me recuerda a mi pequeño Claudio, a quien dejé en mi pueblo. Yo soy de Arnay-le-Duc en Borgoña. Mi niño tiene ahora dos años y medio, y debe de estar lo mismo que este.

– ¿Es usted casado?

– Sí – respondió cogiendo al Empecinadillo en una de sus rápidas vueltas y besándole con brutal cariño. – Soy casado, pero en la última conscripción el Emperador echó mano a los casados. Es un dolor, una picardía, ¿no es verdad? Ahora que nadie nos oye… ¡Separarle a uno de su mujer y de su hijo para traerle a esta maldita guerra de España, que no se acaba nunca!… Mi pequeño Claudio no se aparta de mi memoria.

En aquel caso sí podía decirse que el chico era comido a besos. El francés oprimía de tal modo la cabecita y el cuerpo de mi camarada, que este lloró.

– No llores, mi amor – le dijo. – Hagamos el ejercicio… tum, turum, tum… ¡Marchen! ¡Armas al hombro!

Y marcando vivamente el paso, recorrió el descomunal soldado la habitación, imitando el ruido de cornetas y tambores. Viéndole con el niño en brazos, recordaba yo las imágenes de San Cristóbal que había visto en algunas catedrales.

Por fin el gastador dejó al chico a mi lado después de besarle mucho y de prometerle que le traería alguna golosina. En el mismo instante como yo mirase al exterior por la reja, único respiro de la triste estancia, púsome su pesada mano en el hombro, y me dijo ya sin sensibilidades ni enternecimientos:

– No creáis que podréis escaparos. No os salvarán la astucia, ni la fuerza, ni el soborno, ni nada. Esta reja cae sobre el balcón, y del balcón abajo no podréis saltar sin romperos el espinazo. Al fin de la puerta hay un centinela, y lo que es por esa puerta me parece que no encontraréis salida… Y cuidado con intentar alguna picardía, porque…

Me miró con expresión terrible y amenazadora.

– Creo que os mandarán al otro mundo esta tarde. Si queréis que se anticipe la función, tratad de escaparos.

Marchose después de hablar así, despidiéndose del Empecinadillo con fiestas y besos.

Cuando me quedé solo, medité largo rato sobre mi suerte, y si en un momento me dejé arrebatar por la más amarga desesperación, luego con elevar a Dios mis pensamientos, se calmaron un tanto las borrascas de mi espíritu. Con la resignación llenose este de una paz dulce y triste que me disponía al doloroso cambio de nuestra vida por otra mejor. Traía a la memoria las imágenes de las personas amadas, hablaba con ellas, les dirigía tiernas palabras, y explorando después con la mirada del espíritu el tiempo futuro, aquel tiempo en que nadie se acordaría de mi existencia cortada en flor, me sumergía en hondas melancolías. Pero la esperanza no abandona al hombre cristiano. Yo traía a Dios a mi corazón. No puedo expresar de otro modo aquel empeño mío de santificar mis últimas horas.

Habían pasado dos horas desde la visita del gastador, cuando la puerta de mi prisión se abrió de nuevo, y presentose el hombre que había pasado por delante de mí como imagen fugaz en el momento de caer prisionero.

XX

Era D. Luis de Santorcaz. Había variado bastante su aspecto desde la última vez que le vi en Madrid, y estaba pálido su rostro y desmejorada y enflaquecida su persona, como quien convalece de penosa enfermedad. En cambio había ganado mucho en el vestir, y al pronto agradaba su buen porte, no exento de nobleza y grave elegancia.

– No sospechabas tú verme en este sitio – me dijo. – ¿Te acuerdas de mí? ¿Necesito refrescarte la memoria?

– No, recuerdo bien.

– Estás hecho un personaje, y es lástima que te quiten la vida – dijo buscando asiento con la vista. – ¿No hay aquí dónde sentarse? No puedo estar en pie. Padezco mucho.

– ¿Está usted enfermo?

– Sí – me respondió, echándose en el suelo y oprimiendo su pecho con la mano izquierda, mientras se apoyaba en el derecho brazo. – He contraído una enfermedad en el corazón… es de tanto sentir. Soy desgraciado, Gabriel; no se puede vivir con estas serpientes enroscadas en el órgano principal de la vida… Conque vamos a ver, joven; ya nos conocemos de antiguo y son ociosos los preámbulos. Vengo aquí a salvarte la vida.

– Lo agradezco – dije levantándome. – ¿Me puedo marchar?

– No, todavía no. Antes hablaremos. No se te puede perdonar por tu linda cara. El comandante está furioso, porque tú y los que contigo fueron hechos prisioneros asesinaron a traición al sargento Duclós. No hay perdón para una cosa semejante. Sin embargo, considerando que eres oficial, el comandante te perdona, siempre que te comprometas desde hoy a servir a la causa francesa, cambiando tu bandera por la nuestra. Yo le dije al comandante que lo harías.

– Mal dicho – repuse con calma, – porque no lo haré. Acepto la muerte. Semejante infamia no es propia de mí. Si no ha traído usted otra comisión puede retirarse.

– Aquí no se trata de hacer el tonto con sublimidades – me contestó. – Piensa bien lo que dices. En otro tiempo comprendo que tuvieras escrúpulos de pasarte a nosotros; pero hoy… Vamos ganando la partida. Tomada Valencia, sometidas Tarragona, Tortosa, Lérida, todo este país será nuestro. Los más famosos guerrilleros comprenden que tendremos gobierno de José para un rato, y vienen a que les demos grados y pagas. En la batalla de anoche el ejército de D. Juan Martín ha sido completamente destrozado. ¿Qué piensas hacer? ¿Qué ambición tienes? ¿Sabes que Cádiz no podrá resistir dos semanas, y que Wellington ha sido envuelto y se ha refugiado de nuevo en Portugal?

– Todo eso podrá ser verdad o error – repuse; – pero yo no me paso al enemigo. Estoy dispuesto a morir.

– Mira que no te salvan todas las potencias celestiales… Pon atención… silencio. ¿No oyes ruido en la pieza inmediata?

Al través del muro se oían voces y fuertes pisadas.

– Es que sacan a Narices para arcabucearle. A ti te tocará esta tarde o mañana temprano, porque siendo oficial de ejército, conviene dar a esto la forma de proceso.

– Solo, abandonado, pobre, sin fortuna, sin honores – respondí, – prefiero la muerte a la deshonra. Hay en mí un alma que no se vende. Este hombre oscuro se consuela de la muerte en la grandeza de su conciencia. Señor D. Luis, hágame usted el favor de dejarme solo.

D. Luis calló un breve rato. Luego oímos algunos tiros y temblé. Un sudor frío inundó mi frente, y mi espíritu vaciló. Puedo deciros que sentí tambalear mi conciencia como un edificio que amenaza ruina.

– Narices ha dejado de existir – dijo Santorcaz clavando en mí sus expresivos ojos. – Se me olvidaba decirte que tendrás el grado inmediato, dinero, y si quieres un título de nobleza…

– Lo que quiero es la muerte – exclamé sintiendo que de improviso se redoblaba mi entereza. – ¡Quiero la muerte, sí, porque aborrezco la vida en medio de esta vil canalla! Antes que estrechar la mano de un español renegado o de un francés, me dejaré morir de hambre en esta prisión, si no me matan pronto o me ponen en libertad. Señor Santorcaz, si no quiere usted que le manifieste cuánto desprecio a la miserable gente que me quiere sobornar, y a usted mismo y a todos los renegados y perjuros que están con los franceses, déjeme usted solo. Quiero estar solo. Váyase usted con Dios o con el diablo.

Poniéndome en pie, le volví la espalda.

– Bien – dijo Santorcaz con calma: – me retiro y te dejo solo. Pero di, ¿es tuyo este chiquillo? Es preciso retirarlo de aquí. Pues que no quieres vivir, voy a decir al comandante tu resolución… Ya no te veré más, porque parto dentro de una hora para Cifuentes.

Esta palabra me hizo estremecer, y volviendo al lado de Santorcaz, le miré con extraviados ojos.

– ¿Por qué me miras así? – me preguntó.

– Por nada – repuse.

– Puesto que voy a Cifuentes – añadió, – me ofrezco a llevar, si gustas confiármelos, tus últimos recuerdos para dos personas que no te quieren mal, y que están en dicha villa.

Al oír esto, no pude, no, no pude contener una amarguísima congoja que llenó mi pecho, oprimió mi garganta, turbó mi cerebro, paralizando en mí la vida por breve tiempo. Hice esfuerzos por vencer aquel dolor inmenso… iba a llorar, nada menos que a llorar como un chiquillo delante de mi sobornador: y reconcentrando en el corazón toda la energía de mi voluntad, me lo retorcí, lo ahogué, lo acogoté como se acogota a un animal que muerde, venciéndole al fin.

– No tengo ningún recado que mandar – exclamé mirando frente a frente al afrancesado.

– Es lástima – dijo él con aquella flema imperturbable que le abandonaba rara vez; – es lástima que no te despidas de ellas, porque según oí, madre e hija te aprecian mucho.

– Lo sé… – repuse vacilando. – Les enviaría una carta, mas no con usted.

– Haces mal, porque forzosamente he de verlas. ¡Pobrecitas, cómo se entristecerán cuando sepan que has muerto! Dame alguna prenda tuya, tu reló , un anillo, cualquier cosa, para llevárselo a la que has considerado hasta aquí como destinada a ser tu esposa.

Con esta puñalada, Santorcaz me atravesó de parte a parte el corazón.

– No tengo nada que mandar – repuse sombríamente. – ¿Y se puede saber con qué fin va usted a casa de esas señoras?

– Debiera reírme de tu pregunta y enviarte a paseo. Pero a un hombre que va a morir deben guardársele ciertas consideraciones. ¿Sabes que la condesa desde hace algunos días está enferma en cama? Voy a Cifuentes, porque ha llegado la ocasión de apropiarme lo que me pertenece. Inés es mi hija.

No le contesté nada.

– Las supercherías – prosiguió – empleadas para desfigurar la verdad, han hecho muy desgraciada a la pobre condesa. Ha reñido con su tía; reclama sus derechos de madre, y la ley no le hace caso. D. Felipe ha muerto en Madrid el mes pasado después de poner en duda en un documento solemne la legitimación de la muchacha. Yo quiero cortar bruscamente la cuestión llevándome a mi hija conmigo. Este ha sido el pensamiento de toda mi vida; y si en la corte no lo pude conseguir, lo conseguiré en Cifuentes. Cuando descubrí que estaban allí, me puse enfermo de alegría.

Tampoco ahora le contesté nada.

– Ya no está en mi poder – prosiguió – porque no he querido promover un escándalo. Estas cosas deben hacerse con arte…

– ¡Con cuánta fuerza se han desarrollado en usted los sentimientos paternales! – exclamé con colérica ironía.

– No te burles – respondió con la misma calma. – Ya sé que me tienes por un malvado abominable, por un calavera empedernido y sin corazón. Si algo de esto es verdad, culpa a la condesa y a su familia, no a mí. Yo era un buen muchacho. ¡Ay!, me envenenaron el alma… Afortunadamente ahora me toca a mí. La vuelta colosal que ha dado el mundo ¡quién lo creería!, me ha puesto a mí arriba y a ellos abajo. Pasó la hora en que ellos eran fuertes y yo débil, y estamos en la hora de mi poder y de su flaqueza. Descargaré la mano rompiendo lo que encuentre.

Yo estaba aterrado ¿a qué negarlo? Largo tiempo miré en silencio a aquel hombre, interrogándole con la vista. Quería sondearle y al mismo tiempo temía al mismo tiempo conocer sus pavorosos secretos.

– A un desgraciado que va a morir – me dijo mudando de postura para conllevar las dolencias de su pecho – se le puede confiar cualquier cosa. Voy a decirte lo necesario para que no veas en mí una criatura díscola y vengativa que se goza en hacer daño.

XXI

El Empecinadillo dormía a mi lado. Santorcaz me habló así:

– «Yo soy salamanquino y mi familia es de labradores honrados con puntas de hidalguía. Estudiando en la gran Universidad, tuve una disputa con un joven de Ciudad-Rodrigo, nos desafiamos, le maté, y este funesto suceso me obligó a huir de aquel país, viniendo a Alcalá para seguir mis estudios. Era yo muy travieso, armaba frecuentes camorras, corría la tuna como nadie, me batía con el demonio, apedreaba a los maestros y mis diabluras traían conmovida a la ciudad complutense. Te diré además, aunque parezca vanidad, que era yo entonces muy hermoso, y a más de hermoso, atrevido, de fácil palabra, y con arte habilísimo para congraciarme con todo el mundo y principalmente con las muchachas. Mi imaginación impetuosa era mi única riqueza, mas de tal modo parecíame estimable este tesoro en aquella edad, que con él lo tenía todo.

Cuatro compañeros y yo corríamos la tuna por estos pueblos, y en una noche de invierno, pedimos hospitalidad en el castillo de Cifuentes. El frío y el cansancio me habían afectado de tal modo que al día siguiente me encontré gravemente enfermo. Mis amigos se marcharon y yo me quedé allí. Asistiéronme los dueños de aquel palacio con mucho cariño, pero cuando sané me despidieron de la casa. Yo salí con el corazón hecho pedazos, porque estaba enamorado.

Cambió mi carácter; volvime taciturno, huía del bullicio y las soledades eran mi delicia. Olvidé los estudios, olvidé a mis padres y a mis amigos, y puedo decir que no vivía en el mundo. Vagaba por los alrededores de Cifuentes extraño a la hermosa naturaleza que me rodeaba, y para mí no había cielo, ni árboles, ni ríos, ni montañas. Ocupado mi interior por una inmensidad indefinible que se había metido en mí, el mundo era para mí como un paisaje lejano del cual no se ven más que vagas sombras, indignas de que se fijara la vista en ellas.

Un año pasó de este modo. La veía muy rara vez en Madrid, muy rara vez en Cifuentes, y en un viaje que hicieron a Andalucía seguí a la familia, caminando a pie. Volvieron a Cifuentes en el invierno del 92; pero me vi detenido en Madrid por un suceso lamentable, y fue que habiendo contraído bastantes deudas por mi desmedido lujo en el vestir, mis acreedores dieron conmigo en la cárcel. Al fin salí. Si en aquella ocasión hubiera yo renunciado a mis locos devaneos, conformándome con la humildad de mi posición, mi suerte en el mundo habría sido distinta. Pero entonces la idea de renunciar al tormento era para mí mucho más dolorosa que el tormento mismo.

Corrí a Cifuentes. Mil estratagemas ingeniosas, la audacia y la cavilación reunidas me permitieron entrar en el castillo. Yo adoraba aquellas piedras antiguas que encerraban la más extraordinaria, la más preciosa y admirable obra del Criador. ¡Cuánto las he aborrecido después!

Recuerdo cómo avanzaba yo lentamente por la penumbra de aquella sala, inmediata al torreón del Mediodía; recuerdo las paredes cubiertas de tapices, adornadas con armas, retratos y arcones de encina tallada. Me parece que aquellas horas son las únicas en que he vivido, y que lo demás de mi existencia es una pesadilla de cuarenta años. Al sentirme amado, me decía: ‘No puedo ser yo mismo este ser felicísimo que aquí está’.

Una mañana, al descolgarme del torreón con una escala de cuerda, los criados me vieron, y como me maltrataran de un modo soez, creyéndome ladrón, disparé mis pistolas sobre ellos y maté a uno. Fui llevado a la cárcel de Guadalajara, de donde los mismos señores de Cifuentes me sacaron, temiendo que si llevaban adelante la causa, se descubriera su deshonra.

Mientras con habilidad suma hicieron esfuerzos para que todo quedase en la sombra, emprendieron contra mí una persecución cruel, con la cual me era muy difícil luchar. Varias veces estuve a punto de ser cogido en las levas que hacían en el interior del país para llevar gente a los barcos del rey; me vigilaban constantemente, y extendieron de tal modo la opinión de que yo era un vicioso, calavera y vagabundo, que varios respetables sujetos a quienes mi padre me había recomendado cuando vine a Madrid, me cerraron las puertas de su casa.

Yo quería quitarme de encima la pesadumbre de la infamia que habían arrojado sobre mí; luchaba con las piedras que se me habían caído encima sepultándome, y mis débiles manos no podían levantar una sola. Quise ser militar y solicité una banderola; pero no se me concedió. Quise estudiar, pero ya era tarde. Había pasado la edad de los estudios, olvidándoseme lo que a tiempo aprendí. Mi padre, a cuya noticia llegó la artificial fama de mis faltas, me escribió diciéndome que no volviera más a su casa y que me considerase huérfano.

Intenté verla; pero esto era ya más imposible que escalar el cielo. Mis cartas no llegaban a ella. Sus padres, al resguardarla de mí, habían tenido arte para librarla de toda mancha ante la sociedad. Jamás secreto alguno ha sido mejor guardado.

Caí enfermo, y convaleciente aún, los alguaciles me prendieron en mi casa para llevarme como vagabundo al arsenal de Cartagena, simplemente porque les daba la gana. No pude resistir; pero en el camino me escapé, y con mil dificultades y privaciones y peligros fui a Francia.

«Entré en París el 21 de Enero del 93, y sin saber cómo me encontré en una gran plaza, donde el pueblo estaba reunido para ver matar a un hombre. Este era Luis XVI. Cuando el verdugo enseñó al pueblo su cabeza, yo aplaudí como los demás, gritando: ‘Está muy bien hecho’.

¡Ay!, aquella sociedad, aquel caos, aquel infierno era lo que hacía falta a mi turbada y rabiosa alma. Sentíame entre tal gente inundado de salvaje alegría. Al instante tomé parte en todos los alborotos, frecuenté las tribunas de la Convención, acompañaba chillando y aullando a las pobres víctimas que iban en carreta desde la Conserjería a la plaza de la Guillotina, y me emborraché como los parisienses con el vapor de la sangre y el bárbaro frenesí revolucionario. Tenía siempre la vista fija en mi país, y cuando la Convención declaró la guerra a España en la sesión del 7 de Marzo, yo, que estaba en la tribuna, grité: ‘¡Me alegro: llevaremos allá todo esto!’.

Yo habitaba con Marchena en un miserable cuartucho del barrio de San Marcial. Íbamos a los Jacobinos y a los clubs más soeces, más desvergonzados, más cínicos de la gran ciudad. Los dos vivíamos en lo más execrable de aquella fermentación horrible. En la puerta de la casa que nos albergaba, pusimos un cartel que decía: Aquí se enseña el ateísmo por principios.

Marchena y yo nos adiestramos pronto en la lengua francesa. Él escribía folletos contra los frailes y yo peroraba en los clubs. Nos hicimos amigos de Marat y de Robespierre que nos tenían por grandes hombres. Cuando la Montaña triunfó sobre la Gironda yo me sentía inflamado por la pasión política, y recorría las calles con el populacho pidiendo la cabeza de los veintiún convencionales encerrados en la cárcel. El 16 de Octubre nos dieron la cabeza de María Antonieta, y el 31 las de los veintiún girondinos. ¡Cuán presentes están estos horrores en mi memoria, y qué huella dejaron en mi entendimiento y en mi espíritu! Al contacto de las llamaradas de aquel incendio, yo sentí nacer en mí nuevas y espantosas pasiones.

Yo era de los más frenéticos. Toda la sangre derramada me parecía poca para reformar una sociedad que no era de mi gusto, y estimaba lo mejor hacerla desaparecer en la guillotina, dejando a Dios el cuidado de hacer otra nueva. ¿Pero a qué nombrar a Dios? Entonces sólo el nombrarlo era un insulto a la razón, única divinidad que adorábamos. Marchena y yo habíamos inventado un dios irrisorio al cual llamábamos Ibrascha.

En mi delirio, insulté públicamente a Robespierre, nuestro protector y amigo, porque había proclamado la existencia del Ser Supremo. ¡El pícaro Maximiliano se pasaba a los realistas! Mi amigo y yo fuimos presos y aguardábamos en la Conserjería la carreta que nos debía llevar a la guillotina.

Una exaltación febril, una embriaguez de imaginación nos enloquecía, y anhelábamos la muerte, no con la entereza del estoico, sino con el estúpido heroísmo de la calentura política. Caí gravemente enfermo, y un pobre cura que compartía nuestro calabozo quiso convertirme. Gritando como un insensato ¡No hay más Dios que Ibrascha! maltraté a aquel buen hombre…

La caída de Robespierre y la subida de los Termidorianos nos puso al fin en libertad. Pero en la insurrección de las secciones contra la Convención en Vendimiario, fui mal herido y estuve a punto de morir. Cuando sané, encontreme viejo, gastado, débil, y con una fuerte disposición a la sensibilidad. Me causaba horror la presencia de mis antiguos compañeros, y buscando la soledad pasaba muchas horas llorando. Convalecía mi alma. Cuando salí a las calles de París después de muchos meses de encierro, advertí que la fiebre de la revolución iba pasando.

Sentí vivo deseo de volver a España y volví. Dulces memorias alegraban mi alma y experimentaba alivio placentero pensando en la que había amado. Pero al dar en Madrid los primeros pasos, saliome al encuentro mi reputación de revolucionario y guillotinista. La que era ya condesa y mujer casada no quiso recibirme, y advertí que ya no le inspiraba desdén, sino horror. La familia gestionó para enviarme a los presidios de Ceuta… No puedo pintar la rabia, el furor que esto me producía. Mi corazón agitose de nuevo con pasiones salvajes. Recordé a París, recordé la Convención y las carretas que iban desde la Conserjería a la plaza. Yo hablaba de esto y todos se reían de mí.

Iba a las tertulias de las librerías, y los poetas y hombres ilustrados me tenían por loco. Los necios me aplaudían. Ocupábame en fundar logias y clubs que al punto se poblaron de tontos… Huí de nuevo de España, lleno el pecho de rencores y afiliándome en el ejército de Bonaparte, estuve en Montenotte, en Mondovi y en Lodi. Cuando él fue a Egipto, le dejé y viví en París practicando varios oficios. Alisteme luego en tiempo del imperio y le serví hasta la capitulación de Erfurth.

Ya sabes que vine a España después de la invasión. ¡Qué inmensa alegría! Figurábaseme que los pies de los doscientos mil franceses que vinieron, eran míos y que con todos ellos estaba yo pisoteando el aborrecido suelo patrio… La condesa estaba viuda. Quise verla y toda la familia se horrorizó de nuevo. Tú conoces mi viaje a Andalucía, donde serví accidentalmente la causa nacional; pero mi corazón me impelía a servir a mi patria adoptiva, a mi querida Francia que había cortado la cabeza al rey y a los nobles.

Creo que conoces mis proyectos. Busqué a mi hija. Quise recogerla, pero no pude. Al fin las circunstancias me han favorecido de tal modo, que este deseo ardiente de mi vida se cumplirá mañana mismo».

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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