Sadece LitRes`te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 2

Yazı tipi:

– ¡En marcha! – repitió el jefe.

– ¡En marcha! – gritamos mi compañero y yo, sintiendo que nos identificábamos poco a poco con el silvestre militarismo de aquella gente.

III

La partida, a la cual desde aquella noche pertenecíamos los de tropa, se puso en movimiento. Apagose el fuego de los hogares, sacudieron el sueño los que se entregaban a él dulcemente, deshiciéronse las honestas intimidades y las tertulias que en distintas casas se habían formado entre soldados y vecinos de ambos sexos; cada cual recogió lo que pudo de condumio sólido o líquido, y unos a caballo y otros a pie salieron del pueblo. Aquel ejército marchaba en desorden. Mosén Antón y D. Vicente Sardina, que iban a la cabeza, detuviéronse en el camino junto a las últimas casas del pueblo, y entonces el primero dirigió la vista a los cuatro puntos del horizonte, recapacitó un buen espacio de tiempo, llevándose el dedo índice a la frente, y después volvió a dirigir el rostro a distintas partes del oscuro paisaje, no como quien mira, sino como quien olfatea.

El jefe le miraba con asombro, no exento de malicia, como diciendo:

– ¿Por dónde nos querrá llevar este condenado?

– Hay que pensar qué dirección tomaremos, señor Sardina – dijo el jefe de Estado Mayor y de la caballería. – Las veredas son nuestra ciencia militar.

– Creo que no hay lugar a duda – replicó Sardina. – El sendero de Yela está diciéndonos: «corred por aquí».

– No hemos de ir por ahí, sino por aquí – dijo Trijueque imperiosamente, señalando un cerro bastante elevado que a nuestra derecha teníamos. – Por aquí, por aquí.

– Hombre de Dios… ¿pero vamos a conquistar el cielo? – exclamó con displicencia Sardina. – ¿Adónde demonios vamos en esta dirección?

– Por aquí – repitió el cura señalando a la tropa el cerro. – Yo sé lo que me digo.

– ¿En qué se funda usted para creer?…

– Me fundo en lo que me fundo – replicó con impaciencia el atroz cura guerrillero. – Y no hay más que hablar. Cuando yo lo mando sabido tengo porqué. Y a prisita, a prisita, muchachos… hacer (7) poco ruido.

Empezamos a echarnos a pecho la cuestecilla, que era más que regular para los que marchábamos a pie. En los primeros momentos de la marcha satisfice mi curiosidad de conocer a los misteriosos personajes a quienes oí nombrar con los apodos, pues apodos eran, de Viriato, Cid Campeador y D. Pelayo, porque los tres iban junto a mí, y al punto me brindaron lo mismo que a mi compañero con su franca amistad. No eran barbudos personajes de teatro, ni fantasmas de héroes históricos evocados por la noche y la poesía, sino tres estudiantillos de Alcalá que desde el comienzo de la guerra se habían afiliado en la partida. Conservaban el traje clerical de las aulas, con el sombrerete tripico, amén de la faja de cuero para el pedreñal y un sable corvo ganado entre los despojos de cualquier acción desfavorable a los franceses. Eran muy jóvenes y uno de ellos casi tierno niño; los tres alegres, animosos, entusiasmados con aquella vida que para gente de otra casta será penosa, pero que para españoles ha sido, es y será siempre placentera.

– Yo, señor oficial – me dijo el que llamaban Viriato, – estudiaba en la Complutense cuando declaramos la guerra a Napoleón. Soy hijo de unos labradores del Campillo de las Ranas, y vivía en Alcalá unos días de limosna, otros de la sopa boba y otros de lo que mis compañeros me quisieran dar… En los veranos era el primer corredor de tuna que se ha conocido desde que el gran Cisneros fundó la Universidad… De este modo y aunque no lo parezca, adelantaba mucho en mis estudios, siendo nemine discrepante en humanidades e Instituta; pero llegó la guerra y al oír yo el quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum; al oír tal ruido de trompetas, tal redoble de tambores, tal relinchar de guerreros caballos, me sentí inflamado en bélico ardor. Cuando apareció la primera partida creí volverme loco de entusiasmo; púseme yo mismo el nombre de Viriato, en memoria del más grande y el más célebre guerrillero que hemos tenido, y soldado me soy. Esta es la mejor vida del mundo. Tengo el grado de alférez, y como esto dure, pienso no parar hasta brigadier, renunciando para siempre a los pícaros estudios, que no traen más que trabajo en la juventud y hambre en la vejez.

– Brava gente es esta – exclamé. – Pensar que con semejantes hombres nos han de quitar a nuestro rey Fernando, es majadería.

– No satisfecho aún – continuó Viriato – con el nombre que me puse (el mío verdadero es Aniceto Tortuera), expedí carta de heroísmo a estos venerables amigos míos, y a ese más pequeño, que apenas levanta cuatro tercios del suelo, por ser más bravo que un toro le puse Cid Campeador. Ahí donde usted le ve tan callado y modesto, hijo es del señor marqués de Aleas, uno de los señores más ricos de esta tierra; mas con tener tanta hacienda, prefiere el niño esta áspera vida a los regalos de su casa, y no se aparta de mí, su amigo y paje en Alcalá. Bien hizo el señor marqués en encomendarlo a mi cuidado y dirección durante la paz, porque pienso devolvérselo en disposición de conquistar a Valencia, como el otro Cid.

– Mi señor padre – dijo el Cid Campeador con voz y gestos infantiles – me ha llamado varias veces enviándome veinte propios para que me lleven a casa; pero ya le he dicho que estoy aquí defendiendo a la patria y que en diez años no me hablen de casas, ni de mamás, ni de golosinas… A fe que es triste cosa dejar esto, cuando uno va para alférez y cuando el mejor día le pueden caer del cielo las insignias de coronel. Militar quiero ser toda la vida, que no estudiante ni legista, ni físico, ni retórico, ni matemático.

– De todo ha de haber en el mundo – dijo enfáticamente Viriato, – y si no ahí está mi amigo el príncipe de sangre goda D. Pelayo, que es legista de la partida. Púsele el nombre de Pelayo, por lo venerable y augusto de su persona. ¡Vean ustedes qué majestad en sus movimientos, qué mirar regio!

Le miramos, y en efecto, su fisonomía era la del pillete más redomado y pulido que han dado de sí claustros universitarios, porterías de convento, mesones y posadas de estudiantes more tunesca.

– Es hijo de uno de los bedeles de la Universidad – añadió Viriato, – y en fuerza de tratar con estudiantes sabe más leyes que Gregorio Sala, que el gran Madera y el célebre Montalvo reunidos. Buscaba posada a los estudiantes nuevos, acompañaba en sus diversiones a los antiguos y compraba libros viejos para cambiarlos por sotanas y zapatos. Es grande amigo nuestro y cuando llegamos a un lugar donde parece que no hay nada, él siempre encuentra algo. Señores oficiales, ustedes tendrán muchísimos buenos amigos en la partida, la cual con todos sus trabajos y fatigas vale más, mucho más que las siete famosas de D. Alfonso el Sabio, por lo cual nosotros resolvimos trocar las siete por una sola.

Seguimos departiendo alegremente y cuando atravesábamos un áspero monte, sentí dentro de las mismas filas no un estruendo de combate, no un grito de guerra, no un redoble de tambor ni son bélico de cornetas, sino unos lastimeros lamentos de criatura de pecho, que con toda la fuerza de sus débiles pulmoncitos pedía lo que no suelen dar los ejércitos sino las amas de cría. Tan inusitados chillidos que yo no había oído en ninguna de mis campañas, despertó de tal modo mi curiosidad, que pregunté el motivo de llevar en la partida tan extraño apéndice.

No tardé en divisar al Sr. Santurrias que llevando en brazos una criatura como de dos años, mal agazapada en un medio refajo amarillo, procuraba, condolido de su incapacidad para desempeñar las funciones maternas, acallarla con exhortaciones, promesas y silogismos que habrían convencido a un doctor de la Iglesia, mas no a un infeliz huérfano hambriento.

– Este muchacho – me dijo Viriato – lo encontramos en un caserío donde entramos una mañana hace dos meses. Los franceses después de quemar el lugar habían matado allí mucha gente; nosotros matamos a los franceses y sólo quedó vivo ese caballero que da tales berridos. El Sr. Santurrias lo cogió, y le lleva en brazos cuando va al espionaje, fingiéndose mendigo. Nosotros le damos sopas de leche y migas de pan; pero él no quiere sino teta y más teta, porque a pesar de tener dos años no le habían despechado todavía. Cuando llegamos a un pueblo donde hay alguna mujer criando, se da buenos hartazgos, y así va viviendo el infeliz. Pasamos el rato con sus monadas y gracias infantiles, y procuramos despecharle, no sin trabajo ni malos ratos. Será un buen soldado, ¿qué digo, buen soldado? Será general, sí señores, general. Le llamamos el Empecinadillo.

– Pero condenado, tragón – decía Santurrias al pobrecito personaje que llevaba en brazos – ¿no estuviste dos horas en Val de Rebollo, chupando de la señá Gumersinda?… Pues si ella decía que le sacabas los tuétanos… Callas, o te estrello.

– Deme acá, deme acá ese Heliogábalo, señor Santurrias – dijo Viriato alargando los brazos para recoger la carga. – Ven acá, tragaldabas… no hay teta… Comerá usted rancho si lo hay y beberá un cuartillo de vino. Un general pidiendo teta… calla, hombre, no toques diana, que nos vuelves sordos… Arro, roooo… Ahora llegaremos a un pueblo; sorprenderemos a los franceses, matando unos cuantos, y por fuerza habrá allí otra señora Gumersinda que te dé una mamada… Vamos… es preciso ir dejando esas mañas… los hombres no maman… Es preciso comer. ¿Para qué quieres esos dentazos?

Después Viriato, arrullando al niño en sus brazos, le adormeció con cantares de cuna; y el guerrillero de dos años, metiéndose ambos puños en la boca para acallar su violento apetito, se durmió.

La señá Damiana Fernández vino a pedirnos municiones.

– Señá Damiana – le dijo Viriato, – cargue usted este mostrenco, que antes debe ir en sus brazos que en los míos.

– Una doncella no carga chiquillos – repuso con desdén la guerrillera; – que si entro con él en el pueblo, si a mano viene creerá la gente que es mío. Hay que guardar la honra, señor Viriato.

– ¿Qué honra? ¡Ay, honradillo está el tiempo! Mal cosida has dejado la sotana del Cid Campeador. Damiana, por Dios, carga un rato este becerro.

– Cuando los eche al mundo los cargaré… Cartuchos, señores, un cartucho por amor de Dios.

– ¿El Cid, no te los da, pimpolla? Pícaro Cid Campeador… si le cojo…

Estas conversaciones y otras igualmente festivas siguieron adelante, pero no pude gozar de ellas, porque me adelanté llamado por mosén Antón. El cura iba caballero en un gran jamelgo, que parecía, por su gran alzada, hecho de encargo, para que sobre la muchedumbre ecuestre y pedestre se destacase de un modo imponente la tosca y tremebunda estampa del jefe de Estado Mayor. Caballo y jinete se asemejaban en lo deforme y anguloso, y ambos parece que se identificaban el uno con el otro formando una especie de monstruo apocalíptico. Los brazos larguísimos y negros de mosén Antón dictando órdenes desde la altura de sus hombros; las piernas, ciñendo la estropeada silla, que echaba fuera el relleno por informes agujeros; la sotana partida en dos luengos faldones que agitaba el viento, y que en la penumbra de la noche parecían otros dos brazos u otras dos piernas, añadidas a las extremidades reales del caballero; el escueto cuello del corcel, ribeteado por desiguales crines que le daban el aspecto de una sierra; su cabeza negra y descomunal, que moviéndose a compás de las patas, parecía un martillo hiriendo en invisible yunque, el son metálico de las herraduras medio caídas, que iban chasqueando como piezas próximas a desprenderse; todo esto, que no se parecía a cosa ninguna vista por mí, se ha quedado hasta hoy fijamente grabado en mi memoria.

IV

– A esos barbilindos que ha traído usted – me dijo mosén Antón, mirando hacia abajo como quien está en lo alto de una torre, – ¿se les puede confiar una comisión delicada?

– Sí, mi coronel – respondí. – Ya saben lo que se hacen.

– Una comisión delicada – repitió, – por ejemplo, tapar la salida de un pueblo, poniéndose como muralla de carne desde una casa a otra.

– Haremos todo lo que se nos mande, pues para eso hemos venido.

Mientras esto hablábamos miré al jefe de la partida, el cual con las manos cruzadas sobre la barriga, aflojadas las riendas del caballo y dejándole marchar pausadamente, se había sumergido en beatífico sueño. Despierto, vigilante, inquieto como un sabueso que adivina la presa, mosén Antón escudriñaba con sus ojos de buitre el estrecho horizonte del valle por donde caminábamos y las cercanas colinas.

Habíamos comenzado a descender, y a nuestra izquierda el cielo empezaba a teñirse de rosa y pálido oro, anunciando el cercano día. Las crestas de los cerros irregulares cuyas siluetas semejaban, cual un perro dormido, cual un pellejo de vino, principiaban a aclararse, dejando ver desparramados caseríos, manchas de carrascales, olmedas y grupos de colmenas.

– Quiero saber otra cosa – me dijo mosén Antón inclinándose de nuevo sobre mí, como un picacho próximo a desprenderse. – En caso de entrar en combate las tropas regulares que manda usted y su amigo ¿deben batirse por separado o mezcladas con mi gente?

– Creo que de una manera u otra lo harán bien. Mezclándolas se evitan las envidias y la rivalidad que siempre existe entre la tropa del ejército y la voluntaria.

La cara de mosén Antón se contrajo de un modo especial, indicando disgusto.

– Ya, ya comprendo lo que mi coronel desea – dije con viveza, y era verdad que lo comprendía. – Lo que mi coronel quiere es precisamente que exista esa rivalidad y emulación. Ahora caigo en que lo mejor es hacerles pelear por separado para que unos se estimulen con el ejemplo de los otros, si hay diferencia en el modo de combatir.

– Muy bien, señor oficial – repuso con satisfacción, – veo que usted tiene todo el saber militar en la punta de la uña.

Llegamos a lo hondo de un estrecho barranco y la partida hizo alto. Mosén Antón dispuso que se guardase el mayor silencio y D. Vicente Sardina despertó exclamando:

– ¿Qué hay? ¿Hemos dado con los franceses? ¡A ellos!… ¡Que se escapan!… ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!

– Despabílese usted, hombre – dijo entre veras y burlas el cura. – Aquí no se ven franceses más que en sueños.

– ¿Acaso yo dormía…?

– No, velaba.

– Eso es un insulto, mosén Antón… Sostener que el jefe de la partida dormía, cuando… Si se me cerraron los ojos fue porque estaba recapacitando sobre la bobería y descuido de esos tontos de franceses que se dejan sorprender…

– Silencio – dijo el jefe de Estado Mayor, bajándose del caballo, – voy a hacer un reconocimiento.

– Sí – indicó con burlona malignidad Sardina. – Puede que detrás de aquella peña esté el general Gui, con veinte mil hombres… Pero si no me engaño, tras aquel muro arruinado se ve el sombrerito de Napoleón. Gran presa hemos hecho… Lo menos caen hoy en nuestras manos cincuenta mil gabachones.

– Descabece usted otro sueño – dijo Trijueque.

– ¿Pero dónde estamos? Por fuerza este endiablado cura nos ha traído a Madrid. ¿Apostamos a que quiere sorprender al rey José en su misma corte y cogerle prisionero? ¿Aquel mojón no es la puerta de Atocha…? ¡Pero quia! Si es una colmena… ¿no hubiera sido más cuerdo quedarnos sosegadamente en aquel cómodo lugar de Val de Rebollo? A esta hora ni a usted ni a mí nos hubiera faltado un buen tazón de chocolate.

Mosén Antón no contestaba a las burlas de su jefe, y haciéndonos señas de que le siguiéramos, a mí, al Sr. Viriato y a otro guerrillero llamado Narices, hombre pequeño, flaco y resbaladizo como una culebra, llevonos por una vereda adelante y por entre espesos carrascales, cuyas ramas apartábamos a un lado y a otro para poder pasar.

– No hacer ruido – nos decía a cada momento. – Si el enemigo está donde sospecho, tendrá por aquí sus escuchas.

Mosén Antón apartaba, tronchándolas, ramas corpulentas que impedían el paso. El jabalí perseguido no se abre camino en la trocha con mejor arte. A ratos se agachaba, atendiendo con viva ansiedad; pintábase en su rostro, tan feo como expresivo, una dolorosa duda; volvía a emprender el paso y por último llegamos a lo más alto del cerro y a un punto desde donde se veía otra hondonada como aquella en que acababa de hacer alto la partida. En la meseta donde nos hallábamos el monte tenía una extensa calva, no reapareciendo la vegetación sino en lo más bajo del declive.

Mosén Antón se echó de barriga en el suelo. Parecía una inmensa cigarra negra en el momento en que, contrayendo las angulosas zancas y plegando las alas, se dispone a dar el salto. Nos colocamos a su lado en análoga posición y entonces nos habló así:

– ¿Ven ustedes abajo el pueblo?

En efecto; bajo nosotros se veían los tejados rojos de algunas casas apiñadas.

– Ese pueblo es Grajanejos – añadió. – Anoche se me metió en la cabeza que los franceses que estaban en Cogolludo habían de venir a pernoctar aquí por Miralejo… Se me metió en la cabeza, sí señores; y cuando a mí se me mete una cosa en la cabeza…

– Tiene que suceder, aunque Dios no quiera – dijo Viriato

– Yo no me equivoco – añadió con cierta confusión el padre Trijueque. – Yo dije: «Pues que los franceses están en Cogolludo de regreso de Aragón, han de tomar una de estas dos direcciones, o la vuelta del Casar de Talamanca para ir a tierra de Madrid, o la vuelta de Grajanejos para tomar el camino real y marchar hacia Guadalajara o hacia Brihuega». El primer movimiento es inverosímil, porque están muy hambrientos y habían de tardar tres o cuatro días en llegar a la Corte: el segundo movimiento es seguro, y sentado que es seguro, ahora digo: «Si pasan el Henares, ¿cuál puede ser su intención? O tratar de sorprendernos en este laberinto de bancos y pequeños valles, lo cual sería fácil si ellos fueran nosotros y nosotros ellos, o simplemente guarecerse dentro de los muros de Brihuega o Guadalajara, donde tienen abundantes provisiones». En uno u otro caso, entrarán en el camino real, que está a nuestra vista. Observen ustedes; a la luz de la aurora se ve claramente el camino real que va desde Madrid a Zaragoza. Es una hermosa calzada, que podría empedrarse con los cráneos de franceses que hemos matado en ella.

Vimos en efecto el camino real de Aragón que serpenteaba entre el arroyo y la montaña de enfrente, siguiendo las sinuosidades del angosto valle.

– Todos esos cálculos – dijo Viriato – son admirables, y demuestran el consumado talento de vuecencia. ¡Y dice mosén Antón que no ha estudiado lógica!… no puede ser. Lo que hay de malo en esto, es que por de pronto esas ingeniosas previsiones han resultado fallidas, porque yo estoy ciego de tanto mirar y no veo franceses en Grajanejos.

Mosén Antón no decía nada, y miraba atentamente a los extremos visibles del valle y a las suaves colinas que enfrente teníamos. En su rostro se pintaba una ira reconcentrada y profunda; apretaba las mandíbulas; fruncía el ceño, haciendo culebrear las cejas negras y espesas como dos bigotes y el resoplido de su aliento no discrepaba en fuerza y calor del de un caballo.

He dicho que se había tendido de barriga, con las palmas de las manos en tierra y los codos en alto, en actitud muy parecida a la de los cigarrones cuando se disponen a dar el salto. De súbito mosén Antón saltó todo lo que puede saltar un hombre en tal postura; levantose en pie, extendió los brazos, lanzaron las cavidades de su pecho un graznido de ave de rapiña, brilló el rayo en sus ojos y señalando a la derecha hacia el punto donde desaparecía el valle formando un recodo, exclamó:

– ¡Los franceses, ahí están los franceses!

No vimos nada; pero oímos un rumor vago y lejano que acrecían con sus hondos ecos las angosturas del valle. Era ruido de caballos, de gentes de armas, el ruido a ningún otro parecido de un ejército que se acerca.

– ¿No lo dije? ¿No lo dije?… ¿Me he equivocado alguna vez? – gritaba mosén Antón desfigurado por el júbilo, con toda su persona descompuesta y alterada, cual máquina que se va a desengranar. – Cogidos, cogidos en una ratonera. Ni uno sólo escapará… Lo que pensé, lo mismo que pensé; pasaron el Henares por Carrascosa, subieron a los altos de Miralrío, vadearon el Vadiel y han cogido el camino real en Argecilla… Todo esto lo estaba yo viendo anoche, señores, lo estaba viendo como se ve un cuadro que uno tiene delante.

Agitaba los brazos, sacudía las piernas y ponía en movilidad espantosa todos los músculos de su rostro, asemejándose a Satanás cuando padece un ataque de nervios, si es que el ministro de la eterna sombra experimenta iguales debilidades que las damas del mundo visible; desenvainaba su sable, volvíalo a envainar, frotábase las anchas manos con tal presteza que causaba asombro que no despidieran chispas; se acomodaba en la cabeza el mugriento pañizuelo y la gorrilla, se apretaba el cinto y profería vocablos ya patrióticos, ya indecentes, mezclados con blasfemias usuales y aforismos de guerra.

Las avanzadas de los franceses aparecieron en el camino real.

– ¡Con cuánta confianza vienen! – dijo mosén Antón. – Esos bobalicones no aprenden nunca. No flanquean la marcha. ¿Ven ustedes columnas volantes en las alturas?

– Por este lado – dijo Viriato – se ven brillar algunos cañones de fusil.

– Retirémonos abajo – dijo Trijueque. – Dejémosles entrar tranquilamente en el pueblo.

Poco después de esto, la partida marchaba despacio y con orden admirable por una senda de escasa pendiente que conducía faldeando el cerro en repetidas vueltas al lugar de Grajanejos. Mosén Antón dispuso que una parte de la fuerza se escondiese en el carrascal, adelantándose con toda precaución para no ser vista ni oída. El resto marchó adelante.

– Mucho silencio – dijo Sardina, – mucho silencio. Cuidado no se escape algún tiro… Al que respire fuerte, le fusilo.

Cuando esto decía, oyose un chillido prolongado y lastimero. Era el Empecinadillo que pedía la teta.

– Si ese condenado chiquillo no calla – exclamó mosén Antón con furia, – arrojarle (8) al barranco.

El Empecinadito, extraño a la estrategia, seguía gritando.

El jefe de Estado Mayor, que llevaba del diestro a su caballo, se detuvo ciego de ira, y repitió:

– ¡Arrojarle al barranco! ¿No hay quien le tape la boca a ese trompetero de mil demonios?

El Sr. Santurrias se esforzó en hacer callar al pobre niño, mas no le convencían los argumentos empleados, ni aunque se le dijo «que te va a comer mosén Antón», se resignó a la obediencia que el grave caso requería. Al fin creo que taparon su boca o sofocaron sus gritos envolviéndole en sus propios abrigos, con lo cual se libró por aquella vez de ser arrojado al barranco en castigo de sus escandalosos discursos.

D. Vicente Sardina, de acuerdo con su segundo, dispuso que los de la izquierda de la senda nos adelantáramos con objeto de cortar la salida del pueblo por el camino real en dirección opuesta a aquella por la cual entraban los franceses.

– No me fío de estos señoritos – dijo mosén Antón al vernos partir. – Que vaya el Crudo con ellos. ¡Crudo, Crudo!

Presentose un guerrillero rechoncho y membrudo, bien armado y que parecía hombre a propósito lo mismo para un fregado que para un barrido en materia de guerra.

– Crudillo – ordenó el jefe – a ti y a estos señores os toca cortar la salida por abajo. Lleva cien hombres de lo bueno. Apretar de firme.

Reforzados por la gente de el Crudo, que era de lo mejor que había en la partida, emprendimos la marcha por un suave declive que nos condujo a las inmediaciones del camino real por el mediodía del pueblo. Los otros al hallarse próximos y con la ventaja que les daba su excelente posición en lo alto, atacaron a un pequeño destacamento francés que avanzó a reconocer la altura, mientras el resto de la fuerza enemiga descansaba en el pueblo. Esta conoció al punto que había sido sorprendida y pensando en defenderse ocupó precipitadamente las casas. Los de la partida les atacaron, no sólo con brío, sino con plena confianza por la fuerza moral que la sorpresa les daba, y los franceses se defendían mal a causa de la turbación del cansancio y la estrechez del lugar en que se habían metido.

Después de un breve combate, los enemigos comprendieron que no tenían otra salvación que la fuga por la carretera abajo o bien por la misma dirección de Argecilla que habían traído en sentido contrario. Muchos intentaron escapar por donde estábamos; pero viendo bien guardada la salida, y divisando hacia aquella parte uniformes de ejército y hasta veinte caballos que en su atolondramiento se les figuraron doscientos, creyeron que todo el segundo ejército al mando de D. Carlos O’Donnell, se había corrido desde Cuenca a tomar el camino de Aragón, y optaron por la salida opuesta. El barullo y confusión que esto produjo en sus azoradas tropas fue tal que D. Vicente Sardina con su gente escogida acuchilló sin piedad y sin riesgo a muchos infelices que no hacían fuego ni tenían alma y vida más que para buscar entre el laberinto de callejuelas el mejor hueco que les diera salida de tal infierno.

Algunos que advirtieron la imposibilidad de retroceder sin ser despedazados en la pequeña plaza, arriesgáronse a abrirse camino por el Mediodía, y vimos que se nos echó encima regular masa de caballería, cuya decidida carrera y varonil decisión nos hizo temblar un momento. Habíamos ocupado la casa del portazgo, y en el breve espacio de tiempo de que dispusimos habíamos amontonado allí algunas piedras, ramas y troncos que encontramos a mano. Se les hizo fuego nutrido, y cuando los briosos caballos saltaban relinchando con furia por entre los obstáculos allí mal puestos, el Crudo lanzose con los suyos, quien a la bayoneta, quien esgrimiendo la navaja, a dar cuenta de los pobres dragones. Estimulados por el ejemplo, corrimos los demás y pudimos detener el empuje de los caballos y desarmar los infantes que tras ellos corrían. Duró poco este lance; pero fue de los de cáscara amarga, y en él perdimos alguna gente, aunque no tanta como los enemigos. Bastantes de éstos murieron, y excepto dos o tres que fiados en la enorme bravura de sus caballos lograron escapar, todos los vivos fueron hechos prisioneros.

Cuando presentamos nuestra presa a don Vicente Sardina y a mosén Antón, que estaban en la plaza dictando órdenes para asegurar la victoria, ambos nos felicitaron con calor.

– Es preciso pegar fuego a este condenado Grajanejos – dijo mosén Antón. – Es un lugar de donde salen todos los espías de los franceses.

– Quemarle no – repuso Sardina con benevolencia.

– Eso es, eso es – dijo con arrebatos de destrucción el jefe de la caballería. – Mieles y más mieles. Así los pueblos se ríen de nosotros. En Grajanejos han tenido los franceses muy buen acomodo, y se susurra que de aquí han sacado ellos más raciones en un día que nosotros en un mes.

– No se hable más de eso – dijo Sardina. – El pueblo no será quemado. ¿Para qué? No rebajemos la gloria de esta gran jornada con una atrocidad. Gran día ha sido este… Bien sabía yo que los franceses habían de venir aquí… Mosén Antón, nada de quemar. Mande usted saquear el lugar, y al vecino que oculte algo tirarle de las orejas…

– Señor Mosca Verde – dijo mosén Antón a un guerrillero que venía a recibir órdenes. – ¿Cuántos prisioneros tenemos?

– Sesenta y ocho he contado ya. Entre ellos un coronel.

– Es demasiada gente – repuso el cura; – sesenta y ocho bocas a las cuales es preciso dar pan. Señor Sardina ¿doy la orden de quintarlos?

– ¿Para qué? – dijo el jefe. – Dejémosles las vidas, y los entregaremos sanos y mondos a D. Juan Martín para que haga de ellos lo que quiera… ¿Pero no hay en este infernal pueblo un poco de chocolate?… ¡Señor Viriato de mil demonios!… que siempre ha de desaparecer el tuno de mi ayudante cuando más lo necesito…

– Aquí estoy mi general – gritó Viriato, que venía corriendo con una sarta de chorizos en la mano. – ¿Pedía vuecencia chocolate? Ya lo he mandado hacer para vuecencia y mosén Antón.

– Yo – dijo este – tengo bastante para todo el día con un pedazo de pan y queso, señor Viriato; o si no dadme uno de esos chorizos y buscadme un zoquete que lo acompañe… Si todos fueran tan sobrios como yo… Repito que será preciso quintar a los prisioneros, si nuestra gente ha de tener ración para tres días.

– Mando que no se fusile a ningún prisionero – dijo Sardina. – ¿Se niegan los vecinos a dar lo que tienen?

– No señor – respondió Mosca Verde. – No se niegan porque como no dan, sino que lo tomamos… Algunas arcas repletas de pan y queso y miel se han encontrado.

– ¿Ha muerto alguna gente dentro de las casas?

– Nada más que el tío Genillo el albéitar, que está clavado en la pared como un murciélago.

– Pero ese chocolate, ese chocolate… Señor Viriato, ¿sabe usted que tengo más hambre que seis estudiantes juntos?

Presentose de improviso Santurrias, diciendo:

– Mi general, hemos encontrado al fin a una mujer con cría; pero no quiere dar de mamar al Empecinadillo.

– ¡Qué alevosía, qué desacato! – exclamó mosén Antón. – Que la fusilen al momento.

– Venga acá esa señora, y yo la haré entrar en razón – dijo con benevolencia Sardina. – Este Trijueque quiere fusilar a todo el género humano.

El Cid Campeador, la señá Damiana y otro guerrillero trajeron casi arrastrada a una mujer joven y hermosa, la cual clamando al cielo con lastimeros gritos, se esforzaba en desasirse de los brazos de aquellos bárbaros.

– Aquí está, aquí, mi general, la mala patriota, la afrancesada.

– Señora – dijo mosén Antón mirando a la buena mujer con fieros y aterradores ojos, – ¿no sabe usted que la hacienda del buen español ha de ponerse a disposición de los buenos servidores de la patria y del rey?

– La hacienda sí, pero no los pechos – repuso la mujer con varonil denuedo.

– Señora, rece usted el credo – vociferó Trijueque. – Que vengan cuatro escopeteros. Atadle las manos a la espalda.

– Pues qué, ¿me quieren fusilar? – gritó la infeliz con angustia.

– Este condenado mosén Antón – me dijo en voz baja Sardina – quiere hoy una víctima, y al fin habrá que dársela.

Creyendo luego conveniente interponer su autoridad para impedir un hecho abominable, habló así:

– Buena mujer, ponga usted sus pechos a disposición de la patria y del rey… El Empecinadillo es hijo adoptivo de este ejército… dele usted de mamar, y tengamos la fiesta en paz… Y a usted, Sr. Santurrias, le ordeno que despeche a ese becerro de dos años lo más pronto posible o que lo deje en cualquiera de estos lugares. Todos los días hay una cuestión por la teta que necesita el muñeco.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre