Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 3
La hermosa mujer comprendiendo el peligro que le amenazaba, si no ponía a disposición de la patria los dones que natura le concediera, tomó al muchacho y lo arrimó a su seno. El gusto que debió experimentar nuestro Empecinadillo cuando se vio regalado con lo que en abundancia tenía su improvisada madre, figúreselo el lector y traiga a la memoria las hambres y los hartazgos de sus verdes niñeces, si es que tan remotas impresiones pueden venir a la memoria. El huerfanillo tragaba con voracidad insaciable, y según la fuerza con que sus manecitas apretaban lo que tenían más cerca, parecía querer tragarse también aquellas partes, causa de su regocijo, y que demostraban la longanimidad del Criador para con la señá Librada, pues tal era el nombre de aquella mujer.
Los circunstantes veían con alborozo el glotón rechupar del huérfano, y aplaudían en coro diciendo: – ¡Cómo traga! ¡La va a dejar en los huesos! Es un fraile dominico que nunca acaba de llenar el buche.
D. Vicente Sardina, que continuaba teniendo más hambre que seis estudiantes, miraba al hijo de la guerrilla con ansiosa envidia.
V
Cuando el jefe marchó a despachar el almuerzo que le había dispuesto el señor Viriato, mosén Antón me dijo:
– Veo que están ustedes indignados y con mucha razón. No se castiga a nadie, no se escarmienta a los pueblos, no se procura hacer respetables a los soldados de la patria y el rey… Paciencia, señores. Ustedes están indignados como yo por las blanduras de D. Vicente Sardina y D. Juan Martín. El mal viene de arriba, del jefe de nuestro ejército.
Le respondimos que en efecto era grande nuestra cólera; pero que confiábamos en el inmediato triunfo de las ideas de justicia contra la anticuada y rutinaria bondad del jefe de la partida. Él se consoló un poco con esto y fue a dictar órdenes para la mayor seguridad de los prisioneros.
No permanecimos muchas horas en Grajanejos, y cuando la tropa se racionó con lo poco que allí se encontrara, dieron orden de marchar hacia la sierra, en dirección al mismo pueblo de Val de Rebollo, de donde habíamos partido. Nada nos aconteció en el camino digno de contarse, hasta que nos unimos al ejército (pues tal nombre merecía) de D. Juan Martín, general en jefe de todas las fuerzas voluntarias y de línea que en aquel país operaban. El encuentro ocurrió en Moranchel. Venían ellos de Sigüenza por el camino de Mirabueno y Algora, y nosotros, que conocíamos su dirección, pasamos el Tajuña y lo remontamos por su izquierda.
Caía la tarde cuando nos juntamos a la gran partida. Los alrededores de Moranchel estaban poblados de tropa, que nos recibió con aclamaciones por la buena presa que llevábamos, y al punto la gente de nuestras filas se desparramó, difundiéndose entre la gente empecinada, como un arroyo que entra en un río. Encontré algunos conocidos entre los oficiales de línea del segundo y tercer ejército, que D. Juan Martín había recogido en distintos puntos, según las órdenes de Blake, y me contaron la insigne proeza de Calatayud, realizada algunos días antes.
Yo tenía suma curiosidad de ver al famoso Empecinado, cuyo nombre, lo mismo que el de Mina, resonaba en aquellos tiempos con estruendo glorioso en toda la Península, y a quien los más se representaban como un héroe de los antiguos tiempos, resucitado en los nuestros como una prueba de la protección del cielo en la cruel guerra que sosteníamos. No tardé en satisfacer mi curiosidad, porque D. Juan Martín salió de su alojamiento para visitar a los heridos que habíamos traído desde Grajanejos. Cuando se presentó delante de su gente advertí el gran entusiasmo y admiración que a esta infundía, y puedo asegurar que el mismo Bonaparte no era objeto por parte de los veteranos de su guardia de un culto tan ferviente.
Era D. Juan Martín un Hércules de estatura poco más que mediana, una organización hecha para la guerra, una persona de considerable fuerza muscular, un cuerpo de bronce que encerraba la energía, la actividad, la resistencia, la terquedad, el arrojo frenético del Mediodía, junto con la paciencia de la gente del Norte. Su semblante moreno amarillento, color propio de castellanos asoleados y curtidos, expresaba aquellas cualidades. Sus facciones eran más bien hermosas que feas, los ojos vivos, y el pelo, aplastado en desorden sobre la frente, se juntaba a las cejas. El bigote se unía a las pequeñas patillas, dejando la barba limpia de pelo, afeite a la rusa, que ha estado muy en boga entre guerrilleros, y que más tarde usaron Zumalacárregui y otros jefes carlistas.
Envolvíase en un capote azul que apenas dejaba ver los distintivos de su jerarquía militar, y su vestir era en general desaliñado y tosco, guardando armonía con lo brusco de sus modales. En el hablar era tardo y torpe, pero expresivo, y a cada instante demostraba no haber cursado en academias militares ni civiles. Tenía empeño en despreciar las formas cultas, suponiendo condición frívola y adamada en todos los que no eran modelo de rudeza primitiva y sí de carácter refractario a la selvática actividad de la guerra de montaña. Sus mismas virtudes y su benevolencia y generosidad eran ásperas como plantas silvestres que contienen zumos salutíferos, pero cuyas hojas están llenas de pinchos.
Poseía en alto grado el genio de la pequeña guerra, y después de Mina, que fue el Napoleón de las guerrillas, no hubo otro en España ni tan activo ni de tanta suerte. Estaba formado su espíritu con uno de los más visibles caracteres del genio castizo español, que necesita de la perpetua lucha para apacentar su indomable y díscola inquietud, y ha de vivir disputando de palabra u obra para creer que vive. Al estallar la guerra se había echado al campo con dos hombres, como D. Quijote con Sancho Panza, y empezando por detener correos acabó por destruir ejércitos. Con arte no aprendido, supo y entendió desde el primer día la geografía y la estrategia, y hacía maravillas sin saber por qué. Su espíritu, como el de Bonaparte en esfera más alta, estaba por íntima organización instruido en la guerra y no necesitaba aprender nada. Organizaba, dirigía, ponía en marcha fuerzas diferentes en combinación, y ganaba batallas sin ley ninguna de guerra, mejor dicho, observaba todas las reglas sin saberlo, o de la práctica instintiva hacía derivar la regla.
Suele ser comparada la previsión de los grandes capitanes a la mirada del águila que, remontándose en pleno día a inmensa altura, ve mil secretos escondidos a los vulgares ojos. La travesura (pues no es otra cosa que travesura) de los grandes guerrilleros puede compararse al vigilante acecho nocturno de los pájaros de la última escala carnívora, los cuales desde los tejados, desde las cuevas, desde los picachos, torreones, ruinas y bosques atisban la víctima descuidada y tranquila para caer sobre ella.
En las guerrillas no hay verdaderas batallas; es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa, y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera calidad del guerrillero, aun antes que el valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil, es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.
Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión, que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas, y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, ahogan, separan y destrozan. Esas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí, estos barrancos que multiplican sus vueltas, esas cimas inaccesibles que despiden balas, esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente, esas alturas, en cuyo costado se destrozó a los guerrilleros y que luego ofrecen otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha: eso y nada más que eso es la lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose.
Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: sólo el sentido moral les diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia. Las partidas que tan fácilmente se forman en España pueden ser el sumo bien o mal execrable. ¿Debemos celebrar esta especial aptitud de los españoles para consagrarse armados y oponer eficaz resistencia a los ejércitos regulares? ¿Los beneficios de un día son tales que puedan hacernos olvidar las calamidades de otro día? Esto no lo diré yo, y menos en este libro donde me propongo enaltecer las hazañas de un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso, leal, y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo, y con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó a aquellos el oficio.
Los españoles nacieron para descollar en varias y estimadísimas aptitudes, por lo cual tenemos tal número de santos, teólogos, poetas, políticos, pintores; pero con igual idoneidad sobresalen en los tres tipos que antes he indicado, y que a los ojos de muchos parece que son uno mismo, según las lamentables semejanzas que nos ofrece la historia. Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, constantemente hostigados por los Empecinados de antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada, los Adelantados, los condes y señores de la Edad Media. Durante la monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América, Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero aquellos gloriosos paseos por el mundo cesaron, y España volvió a España, donde se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del fastidioso hogar, o como don Quijote lleno de bizmas y parches en el lecho de su casa, y ante la tapiada puerta de la biblioteca sin libros.
Vino Napoleón y despertó todo el mundo. La frase castellana echarse a la calle es admirable por su exactitud y expresión. España entera se echó a la calle, o al campo; su corazón guerrero latió con fuerza, y se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que Napoleón, aburrido al fin se marchó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa.
La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no señor: es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración. A ellos se debe la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España, y esta seguridad vanagloriosa, pero justa que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. Pero la guerra de la Independencia, repito, fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte para otros incomprensible de improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas de sangre. ¿Pero a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma, son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje.
Al mismo tiempo que daban en tierra con el poder de Napoleón, y nos dejaron esta lepra del caudillaje que nos devora todavía. ¿Pero estáis definitivamente juzgados ya, oh insignes salteadores de la guerra? ¿Se ha formado ya vuestra cuenta, oh, Empecinado, Polier (9), Durán, Amor, Mir, Francisquete, Merino, Tabuenca, Chaleco, Chambergo, Longa, Palarea, Lacy, Rovira, Albuín, Clarós, Saornil, Sánchez, Villacampa, Cuevillas, Aróstegui, Manso, el Fraile, el Abuelo?
No sé si he nombrado a todos los pequeños grandes hombres que entonces nos salvaron, y que en su breve paso por la historia dejaron la semilla de los Misas, Trapense, Bessieres, el Pastor, Merino, Ladrón, quienes a su vez criaron a sus pechos a los Rochapea, Cabrera, Gómez, Gorostidi, Echevarría, Eraso, Villarreal, padres de los Cucala, Ollo, Santés, Radica, Valdespina, Lozano, Tristany, y varones coetáneos que también engendrarán su pequeña prole para lo futuro.
VI
Perdóneseme la digresión y a toda prisa vuelvo a mi asunto. No sé si por completo describí la persona de D. Juan Martín, a quien nombraban el Empecinado por ser tal mote común a los hijos de Castrillo de Duero, lugar dotado de un arroyo de aguas negruzcas, que llamaban pecina. Si algo me queda por relatar, irá saliendo durante el curso de la historia que refiero; y como decía, señores, D. Juan Martín salió de su alojamiento a visitar los heridos, y al regresar, envionos a mi compañero y a mí orden de que nos presentásemos a él.
Después de tenernos en pie en su presencia un cuarto de hora sin dignarse mirarnos, fija su atención en los despachos que redactaba un escribiente, nos preguntó:
– A ver, señores oficiales, díganme con franqueza, qué les gusta más, ¿servir en los ejércitos regulares o en las partidas?
– Mi general – le respondí – nosotros servimos siempre con gusto allí donde tenemos jefes que nos den ejemplo de valor.
No nos contestó y fijando los ojos en el oficio que torpemente escribía el otro a su lado, dijo con muy mal talante:
– Esos renglones están torcidos… ¡Qué dirá el general cuando tal vea!… Pon muy claro y en letras gordas eso de obedeciendo las órdenes de vuecencia… pues. Después de los latines… (porque estos principios son latines o boberías), pon: participo a vuecencia y pongo en conocimiento de vuecencia; pero son éstos muchos vuecencias juntos…
El Empecinado se rascaba la frente buscando inspiración.
– Bueno: ponlo de cualquier modo… Ahora sigue… que hallándonos en Ateca el general Durán y yo… Animal, Ateca se pone con H… eso es, que hallándonos en Ateca, risolvimos… está muy bien… risolvimos con dos erres grandes a la cabeza… así se entiende mejor… atacar a Calatayud… Calatayud también se pone con H… no, me equivoco. Maldita gramática.
Luego, volviéndose a nosotros, nos dijo:
– Aguarden ustedes un tantico que estoy dictando el parte de la gran acción que acabamos de ganar.
Emprendiéndola de nuevo con el escribiente, prosiguió así:
– ¡Si tú supieras de letras la mitad que aquel bendito escribano de Barrio-Pedro, que nos mataron el mes pasado! Estas letras gordas y claras, con un rasguito al fin que dé vueltas, y los palos derechitos… Cuidado con los puntos sobre las íes… que no se te olviden… ponlos bien redondos… Sigamos. Yo (coma) no llevaba conmigo (coma) más que la mitad (coma) de la gente (dos comas).
– No son necesarias tantas comas – replicó con timidez el escribiente.
– La claridad es lo primero – dijo el héroe – y no hay cosa que más me enfade que ver un escrito sin comas, donde uno no sabe cuándo ha de tomar resuello. Bien; puedes comearlo como quieras… Adelante… porque había dejado en tierra de Guadalajara la división de D. Antonio Sardina; pero Durán llevaba consigo toda su gente, y toda la de D. Antonio Tabuenca y D. Bartolomé Amor (punto, un punto grande). Reuníamos entre todos 5.000 hombres… ¿Hombres con h? Me parece que se pone sin h… No estoy seguro. En el infierno debe estar el que inventó la otografía, que no sirve más sino para que los estudiantes y los gramáticos se rían de los generales… Adelante: Pues como iba diciendo a vuecencia… no, no: quita el como iba diciendo… eso no es propio, y pon: el 26 de Setiembre entre dos luces, aparecimos Durán y yo sobre Calatayud y les sacudimos a los franceses tan fuerte paliza…
– Eso de paliza – dijo el escribiente mordiendo las barbas de la pluma – no me parece tampoco muy propio.
– Hombre, tienes razón – repuso el Empecinado rascándose la sien y plegando los párpados. – Pero es lo cierto que no sabe uno cómo decir las cosas, para que tengan brío… En los oficios se han de poner siempre palabritas almibaradas, tales como embestir, atacar, derrotar, y no se puede decir les sacudimos el polvo, ni les espachurramos, lo cual, al decirlo, parece que le llena a uno la boca y el corazón. Escribe lo que quieras… Bien: les embestimos, desalojándoles de la altura que llaman los Castillos, y pescando algunos prisioneros.
Entusiasmado por el recuerdo de su triunfo volviose a nosotros, y con semblante vanaglorioso nos dijo:
– Bien hecho estuvo aquello, señores. Si les hubiesen visto ustedes cómo corrían… Y eso que ya había mucha diferiencia en las fuerzas. Ellos eran más… Pon eso también – añadió dirigiéndose al escribiente, – pon lo de la diferiencia… así, está bien. Ahora sigue: La guarnición se encerró en el convento fortificado de la Merced, y los mandaba un tal musiú Muller… escribe con cuidado eso del musiú… se pone MOSIEURRE… muy bien… Ahora descansemos, y un cigarrito.
D. Juan Martín nos dio a cada uno de los presentes un cigarro de papel, y fumamos. Aunque habló por breve rato de asuntos ajenos a la acción de Calatayud, el general no podía apartar de su mente la comunicación que estaba redactando, y dijo a su amanuense.
– Vamos a ver. Adelante. Pues como iba diciendo a vuecencia… no: eso no; ¡maldita costumbre! Pon Durán atacó el convento de la Merced, y como no tenía artillería, abrió minas… en fin, para no cansar a vuecencia, Durán los amoló.
El escribiente, comiéndose otra vez las barbas de la pluma, miró al general con expresión dubitativa.
– Tienes razón – dijo el Empecinado. – Pero si esta maldita lengua mía no sirve para nada… ¿Por qué no he de poder poner en un oficio amolar, reventar, jeringar, y otras voces que expresan la idea con fuerza?… y no que ha de estar usted plegando la boca como un señoritico para decir nuestra ala derecha hizo retroceder al enemigo, y otras pamemas que están bien en labios de damiselas y abates verdes. Pon que Durán derrotó a los franceses y se zampó dentro del convento, y escribe el vocablo que quieras, porque una de dos: o dejamos las armas para aprender la gramática y las retóricas, o hamos de escribir lo que sabemos. Adelante. Ahora letra muy clara y redondita y bien comeado el párrafo. Oye bien. Mientras Durán se cubría de gloria en la Merced (esto sí está bien parlado y no criticarán los bobos del ejército) yo me fui con mi gente al puerto del Fresno (10), maliciándome… no, maliciándome no, sospechando que el francés de Zaragoza vendría por allí con ojepto (muy clarito eso de ojepto, que es palabreja peliaguda) de auxiliar al de Calatayud… (auxiliar con X grande que se vea bien) y en efecto, Ezcelentísimo señor, el 1º de Octubre apareció una columna francesa, a la cual escabeché… No, ya se han reído mucho otra vez porque dije escabechar… ¡como si hubiera en castellano alguna otra palabra para expresar lo que quiere decir esta!… En fin, para no cansar a vuecencia, desbaratamos la columna; matándole mucha gente, y cogiendo muchos prisioneros, entre ellos al coronel Mosieurre (muy clarito eso) Guillot… Ahora se añadirá lo de Grajanejos, y que conseguido nuestro fin, Durán se retiró por un lado y yo por otro, y me vine a la sierra, donde espero las órdenes de vuecencia, Dios guarde a vuecencia… Vamos, Recuenco, pronto, ponlo en limpio, lo firmaré y se llevará al momento… Letra clara y hermosa.
Concluyó al fin Recuenco, que así llamaban al escribiente, el oficio que firmó D. Juan Martín con nombre y apellido, acompañados de una rúbrica harto adornada de rasgos, y luego se cerró con las obleas rojas para enviarle a su destino. Satisfecho el héroe de su obra, no se ocupó más del asunto, y departió un rato con nosotros, demostrándonos confianza suma.
– A esta fecha – nos dijo, después que le contamos algo de los sucesos políticos de Cádiz – ya debe estar hecha la Constitución. Veremos si hay alguien que ponga la mano en ella para quitarla. Yo, a ser la Regencia y las Cortes, les metería el resuello en el cuerpo a todos esos mandrias servilones… No sé para qué estamos aquí los hombres que sostenemos la guerra. Como defendemos a España, defenderemos mañana la Constitución. Dicen que será hasta allí… una ley liberal y española que meta en cintura a los que no la quieran… Pero todos la queremos. Está la gente entusiasmada con la Constitución… Hay que oírles… Y dicen que nuestro cautivo monarca está contentísimo de que la hayamos hecho.
– Así debe ser.
– Y díganme ustedes: ¿han oído ustedes hablar a D. Agustín Argüelles, a García Herreros y a Muñoz Torrero? Parece que no se muerden la lengua.
– Los tres son eminentes oradores.
– ¡Buena gente tenemos en España! Cuando se acabe la guerra se formará un gobierno regular con todos los hombres ilustres, y ya no tendremos más Godoyes. El pícaro gobierno absoluto es la peor cosa del mundo.
– En esta guerra – dije – han salido muchos hombres distinguidos, que después en la paz servirán al Estado de otro modo.
– Así será; pero no yo – repuso con modestia, – pues cuando esto se acabe me meteré en Castrillo de Duero o en Fuentecén y con un par de mulas… después de la guerra, lo único que me gusta es la labranza. No pienso poner los pies en la Corte. Si algún día necesita el rey de mí contra los serviles, allá voy. España, el rey, la Constitución: ese es mi remoquete. Nada más. Yo no hago la guerra como otros, por ganar perifollos, grados ni riquezas. Han de saber ustedes que yo soy muy militar, y que desde muy niño supe manejar las armas. Mis padres no querían que fuese soldado; pero tal era mi afición, que a los diez y seis años me escapé de la casa paterna para alistarme en el ejército. Mi padre me libertó del servicio y casi arrastrando llevome a Castrillo; pero cuando cerró el ojo volví a las andadas, y alistándome en el regimiento de caballería de España, estuve en la guerra del Rosellón. Concluida, volví a mi casa y en Fuentecén me casé.
Tranquilo vivía cultivando mis tierras, cuando se dijo que al rey Fernando se lo llevaban a Francia. Yo quería echarme al campo (11); porque esta canalla francesa me cargaba, señores, y cuando la gente de aquí se entusiasmaba con Napoleón, yo decía: Napoleón es un infame. Si entra Fernando en Francia, no sale hasta que le saquemos… No me quisieron creer… Vino Mayo y al fin se descubrió el pastel. Yo no podía aguantar más y me picó mostaza en la nariz. Llamé a Juan García y a Blas Peroles, y les dije: ¿Nos echamos o no nos echamos? Ellos me contestaron que ya tenían pensado salir a matar franceses, y en efecto, salimos. Éramos tres. Nos pusimos en el camino real a cuatro leguas de Aranda, en un punto que llaman Honrubia, y allí a todo correo francés que pasaba, le arreglábamos la cuenta. Fue llegando gente y se formó una partidilla… La verdad es que no sé cómo se formó. La partida se hizo ejército y aquí estamos. Me han hecho brigadier. Yo no lo he pedido. Quieren que sea general… He servido a la patria con fe, y también con buen resultado, ¿no es verdad?».
– La fama del Empecinado – respondió mi compañero – llena toda la extensión de España.
– Me han dicho que la gente de Cádiz, los políticos y los periodistas se ríen de mí – dijo D. Juan Martín frunciendo el ceño, – porque una vez dije la mapa en vez de el mapa. Los militares no estamos obligados a estar siempre con el libro en la mano, viendo cómo se dicen y cómo no se dicen las cosas. Yo sé mi obligación, que es perseguir a los franceses.
Lo demás no me importa. Mi deseo es que se diga mañana: «El Empecinado cumplió con su deber».