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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 14

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XXIV

La condesa mostró mucho asombro al verme. Hallábase en la misma habitación donde algunos días antes me había recibido, y cuando entramos, apartose del secreter donde escribía, para venir a nuestro lado. Castillo principió preguntándole por la salud de todos, y luego en breves palabras le expuso los motivos de mi visita y de mi nuevo vestido. Cumplida esta misión, y añadiendo que necesitaba ver a la señora marquesa, pidió a Amaranta venia para pasar adentro, y con esto nos quedamos Salmón y yo solos con ella.

– Por ahí se murmura que yo soy afrancesada – dijo Amaranta, – pero no es cierto. Mi tío sí ha abrazado la causa del rey José con tanto entusiasmo, que cuando le contradecimos en algún punto relativo a estas cosas, nos quiere comer a todos. Vive en el Pardo con su hija desde hace tres días en el mismo palacio real, pues el Rey intruso se ha empeñado en incluirle en su alta servidumbre. Está mi tío loco de contento, y si viene esta tarde a Madrid, como decía, yo le rogaré que me proporcione una carta de seguridad para este mancebo.

– Ya estás en salvo, Gabriel – exclamó el mercenario.

– ¿No te dije que esta excelsa señora te sacaría de tan mal paso?

– Aún mejor puedo conseguirla por mi primo el duque de Arión, el cual más que afrancesado, es francés puro, y si viene mañana a Madrid, como espero, no olvidaré este encargo.

– Vaya, no hay que pensar en que te echen mano – dijo Salmón levantándose. – Ya estás salvado, chiquillo; prostérnate ante Su Grandeza y dale un millón de gracias por tantas mercedes. Y ahora, señora condesa, si usía me da su licencia, voy a pasar a ver a mi señora la marquesa, que el otro día me habló de unos requesones, acerca de cuyo mérito quería saber mi voto.

Nos quedamos solos Amaranta y yo, lo cual me agradó, pues deseaba hablar con ella sin testigos.

– Señora – le dije, – ¡cuánto agradezco a vuecencia esta nueva bondad! Ahora me cumple pedir perdón a usía por no haber salido de Madrid, como hubiera sido mi deseo.

– Estarías alistado.

– Justamente, y ahora que el desarme me permite salir, una persecución injusta, cuya razón no puedo explicarme, me detiene en Madrid, oculto en el convento de la Merced.

En seguida contele el incidente de Santorcaz, añadiendo que el antiguo desleal mayordomo de la casa andaba a la zaga del flamante jefe de policía.

– Ya lo sé – me dijo Amaranta, – y he tenido miedo de que algún peligro amenazara nuestra casa. Por eso me alegro mucho de que Inés esté con mi tío en el palacio del Pardo, donde no puede ocurrirle nada malo. El primer día sentía yo gran zozobra; pero nosotros tenemos antiguas amistades y relaciones con las primeras personas del partido francés, y ya estoy tranquila. Nada temo de esos miserables.

– Me falta – dije yo, – dar las gracias a vuecencia por los otros favores de que me dio cuenta el licenciado Lobo. No los necesitaba para llevar adelante mi resolución, y sin destino en el Perú, sin ejecutoria de nobleza y sin promesas de dinero, sabré hacer de modo que usía no tenga queja alguna de mí.

– No – me dijo sonriendo, – el destino que solicité de la Junta, espero que ahora me lo conceda también el Gobierno francés, y de todas estas diligencias está encargado Lobo, a quien he dado cartas para Cabarrús y para Urquijo. Irás al Perú, tendrás tu ejecutoria de nobleza, y con esto y con la ayuda de Dios podrás llegar a ser un hombre de provecho. La conciencia me impulsa a hacer esto en pro de una persona desvalida que tiene derecho a mi consideración. En cambio no olvidaré que has hecho una promesa, y cuanto hago por ti no es más que la recompensa anticipada que ganas cumpliendo lo pactado.

– Señora condesa, yo cumpliré religiosamente lo prometido – le contesté con resolución, – y no puedo admitir la recompensa. Mi dignidad no me lo permite.

– ¿Pues acaso tú tienes dignidad? – me dijo riendo. – Pero no, no debo reírme. ¿Por qué no habías de tenerla como otro cualquiera? La verdad es que los que estamos en cierta posición, no vemos más que a nosotros mismos. En cuanto a la determinación de no aceptar nada, yo arreglaré las cosas de modo que aceptes.

Así hablábamos cuando regresó Salmón a nuestro lado, y al punto cortó el hilo de nuestro coloquio, diciendo:

– Gran satisfacción, señora condesa, me ha causado la noticia que en este momento acabo de oír de los autorizados labios de mi poderosa señora la marquesa. La paz sea en esta casa, señora, bendigamos la mano de Dios.

– ¿Habla Su Paternidad del asunto de mi prima? – dijo Amaranta. – Sí, ya creo que la tenemos en vías de curación.

– Veo que el ingeniosísimo recurso ideado por el gran entendimiento de vuestra merced ha surtido su efecto. ¿Y cómo recibió la noticia? ¿Se turbó, derramó muchas lágrimas…? Porque en realidad, señora, decirle de buenas a primeras que el joven ese…

Y Salmón se detuvo como hombre prudente, temiendo hablar de negocio tan delicado delante de un extraño.

– Puede Vuestra Paternidad hablar sin reticencias – dijo Amaranta con un tonillo que me pareció algo intencionado, – porque no estando en antecedentes la única persona que nos oye, poco importa…

– Pues preguntaba, señora, si cuando se le dijo y se le probó la muerte de ese joven, no mostró su pena de un modo ruidoso, con desmayos, gritos, lloros y demás desahogos propios de la debilidad femenina.

– Nada de eso, padre – repuso Amaranta con muestras de satisfacción. – Al principio no lo quería creer; luego cuando se le probó de un modo irrecusable, con los papelotes que trajo el licenciado Lobo, pareció dudarlo, y por último cuando yo se lo dije, aparentando sentirlo y doliéndome mucho de la muerte de ese infeliz, empezó a creerlo. Lo que más la ha convencido fue el artificio verdaderamente teatral que puse en práctica para hacérselo creer. Estaban todos hablándole de este asunto, cuando entré de improviso, fingiendo mucho enojo porque sin preparación alguna le daban tan tristes noticias; arranqué de las manos de Lobo aquellos papeluchos que fingían ser partidas de defunción, copias del libro del hospital o no sé qué, y los hice pedazos delante de ella. Al mismo tiempo empecé a disponer que se dieran cordiales y otros remedios del caso, asegurando que tenía ella mucha razón en sentir la muerte de aquel con quien tuvo tan honesta amistad. Esto hizo efecto, y después cuando encerrándonos las dos en mi alcoba, le dije: «Sosiégate, todavía puede ser que se salve. Yo te prometo que si vive le verás, y quién sabe, primita mía… puede ser, puede ser…». Ella se afligió mucho, y yo añadí: «Es preciso tener resignación, es preciso aprender a padecer. Yo no quiero contrariar ya una inclinación tan decidida, porque antes que todo es tu felicidad. Desgraciadamente Dios quiere resolver la cuestión de otro modo y llamar a ese joven a su seno. Esta mañana he estado en el hospital, le he visto, y la verdad… había pocas o ningunas esperanzas». Y con esto aumentaba su tristeza; pero sin llantos ni exclamaciones. Luego yo también me puse a llorar y la abracé y le di mil besos, diciéndole: «Ya ves cómo no está en mi mano hacerte feliz. Te aseguro que por mi parte no repararía en nada para conseguirlo; pero Dios lo ha dispuesto de otro modo. Procura calmarte y ten resignación»: cuando esto le dije, la dejé convencida. ¡Ay! Después su aspecto era el de la resignación. Hablaba poco y parecía meditar. Se ha desmejorado mucho en pocos días; pero esto se le pasará indudablemente. Ahora ha ido al Pardo, pues la variación de localidad es muy buen remedio para estas enfermedades del espíritu. Su manía caprichosa y ciega nos ha disgustado mucho; pero me parece que dentro de algún tiempo estará todo concluido.

– ¡Oh! ¡qué felicidad! – exclamó Salmón, – hay un gran médico del dolor que se llama el doctor tiempo. Perdida con la idea de la muerte la esperanza, ese señor médico hace maravillas en un par de semanas.

Yo oía este diálogo y admiraba la extremada habilidad artística de aquella encantadora cortesana, tan maestra en engaños y ficciones.

– Ha hecho muy bien usía – continuó Salmón – en poner en juego esos ingeniosos ardides que prueban su grandísimo talento. Era una cosa que daba vergüenza ver a mi niña enamoriscada de un haraposo de las calles, que sin duda es de lo más arrastrado y despreciable que han echado madres al mundo.

– ¡Oh! no – dijo Amaranta con cierto énfasis jovial. – Nosotros nos esforzábamos en pintárselo así; pero no tiene nada de despreciable. Yo tengo noticias ciertas de sus antecedentes y conducta. Además de que ha demostrado en varias ocasiones una nobleza de sentimientos que no puede caber sino en personas bien nacidas; su posición es más que regular. Cierto es que por desgracias de familia, tan comunes en estos tiempos, viose reducido a la indigencia; pero está probado que procede de una nobilísima familia de los mejores solares de Andalucía, como lo acredita la ejecutoria que posee, y además, figúrese Su Paternidad si tendrá méritos personales, cuando la Junta Central le dio espontáneamente un gran destino en el Perú, cuyo destino parece le confirmará ahora el Gobierno francés.

Tuve que hacer un esfuerzo para contener la risa que asomaba a mis labios.

– Pues eso sí que no lo sabía yo. De modo que la discreta ninfa no había puesto sus ojos en ningún piruétano. De todos modos, bueno es que se haya quitado de en medio por una engañosa ficción la importuna memoria del empleado del Perú. Por supuesto, señora, no hay que pensar en D. Diego.

– ¡Oh! no… estamos decididas. D. Diego no será de modo alguno su esposo, aunque renunciemos a la buena amistad de la de Rumblar. Al fin he convencido a mi tía, y pronto hasta impediremos a ese joven que entre en esta casa. Aún viene aquí; pero tanto nos disgusta su presencia, que de un día a otro le vedaremos la entrada.

– Y ese pariente de vueseñorías – dijo el mercenario, – ese duque de Arión, a quien se tiene por un joven instruidísimo, ¿no estará destinado a ser esposo de la joya de esta casa? Perdone usía mi curiosidad.

– No lo sé – respondió Amaranta. – No hay nada proyectado. Mi primo ha vivido catorce años en París, apenas nos conoce.

Así continuó la conversación por un buen espacio de tiempo, cuando sentimos ruido de voces, y vimos que con gran estrépito y barahúnda entraba el diplomático, en traje de camino, y tan alegre, tan festivo, tan charlatán, que al punto le tuvimos por poseedor de los más altos secretos de Estado.

– Sobrina – gritó al entrar, – aquí me tienes. Pero soy el juego de la correhuela: cátate dentro y cátate fuera. Ahora mismo tengo que salir, pero si no miente mi lista, son ciento dos las personas que he de ver de aquí a las cuatro de la tarde. ¡Si me vuelvo loco! Si no es mi cabeza para tantos negocios. Que vaya el señor marqués a explorar el ánimo del duque de Alba para ver si cede o no cede; que forme el señor marqués una lista de las personas de la grandeza que están dispuestas a acatar a José; que vea el señor marqués al corregidor de Madrid; que se dé una vuelta por los Cinco Gremios a ver si anticipan o no anticipan fondos; que vaya, que venga, que corra, que escriba, que aconseje, que consulte, que tantee… ¡Jesús, María, José! Esto no es vivir. Yo no quería meterme en tales faenas. Pero me han obligado, me han cogido, me han puesto el cordel al cuello. Cuando el rey José dice que no puede hacer nada sin mí; cuando me presenta a su hermano elogiándome con frases que no repito por no parecer jactancioso, no es posible evadirse… ¡Oh! ¡Qué belén, qué ir y venir! Nada se ha de hacer sin que yo diga hágase. Y Vd., Sr. Salmón, ¿qué dice de estas cosas?

– Qué he de decir, sino que Dios le conserve a usía mil años al lado de ese Rey, para ver si evita lo de las terceras partes con que nos han amenazado.

– Todo se arreglará, hombre, todo se arreglará. A pesar del decreto de proscripción, hemos salvado la vida a Infantado, Alba, Santa Cruz del Viso, Medinaceli, Hijar, Fernán-Núñez, Altamira, Castel Franco, Cevallos, y al obispo de Santander, sentenciados a muerte por el decreto dado en Burgos el 12 de Noviembre. Se les envía a Francia simplemente. Otras muchas cosas ha dispuesto el Emperador, modificando sus primitivas determinaciones; pero no las puedo decir, no, no te diré una palabra, sobrina, de estos delicados negocios; ya te veo sonreír… Ya te veo a punto de emplear las armas de tu seducción para poner sitio a la fortaleza de mi secreto; pero no te diré nada, no, ni una sílaba; ni tampoco a Vd., padre Salmón, que me mira con esos ojazos, que revelan toda la concupiscencia de la curiosidad.

– No quiero saber nada de eso – dijo Amaranta. – ¿Y mi primita?

– Contentísima.

– ¿Cómo contentísima?

– No, no, quiero decir, tristísima. En dos días creo que no habrá dicho seis palabras. Se ocupa en sus labores con una asiduidad que me asombra, y no hay quien la haga presentarse en el gran salón de Palacio.

– Ha hecho Vd. muy mal en dejarla sola – dijo la condesa con cierto enfado.

– ¿Y qué le ha de pasar? ¿No quedan allí los criados? ¿No está con tu doncella y con Serafina, que ni un instante se separa de su lado?

– Pero ya le dije a Vd. que Inés no debe quedarse sola con doncellas y criadas en ninguna parte – añadió Amaranta notoriamente contrariada.

– ¿Estamos viviendo en despoblado? – dijo el marqués riendo. – En el Pardo, en el mismo palacio del Pardo, donde vive un Rey con numerosa servidumbre y guardia, ¿no puede quedarse sola mi hija, por cuatro o cinco horas? ¡Si vieras qué habitación tan magnífica me han destinado en el piso bajo! Dan sus balcones al jardín del Mediodía, y se goza allí de una deliciosa vista. Ayer y hoy por la mañana, Inés salió a dar un paseo por el jardín. ¡Buen rato pasó la pobrecita!… ¿Pero cuándo vienes al Pardo? Por Dios y María Santísima, que sea pronto. Allí se pasan las noches deliciosamente y no puedes figurarte cuán amable, cuán discreto, cuán bondadoso es el rey José… ¡Cuánto nos reímos anoche! Él me preguntó: «¿Por qué dicen los españoles que soy borracho, cuando no bebo más que agua?». Yo me quedé un tanto cortado; pero disculpé a mis paisanos como pude.

– Mañana – dijo Amaranta, – nos iremos mi tía y yo, pues ya a fuerza de sermones, voy logrando vencer su repugnancia a los franceses. Y ahora que me acuerdo, tío, tiene usted que procurarme una carta de seguridad para que pueda escaparse de Madrid una persona, injustamente perseguida.

– ¡Oh, no, de ningún modo! – dijo el diplomático. – Yo no oculto insurgentes, ni favorezco de modo alguno la insurrección. ¿Cartitas de seguridad? Nada, nada, sobrina, no ampares pícaros, ni protejas a los que se obstinan en aumentar los males de la patria. Sométanse todos a ese bendito soberano que no bebe más que agua, y entonces se acabarán las precauciones. Es preciso sofocar la insurrección que hierve en los alrededores de Madrid, y hacen muy bien en no dejar salir ni una mosca.

– Bueno – dijo Amaranta. – Mañana ha de llegar mi primo el duque de Arión, y él me dará cuantas cartas de seguridad se me antoje pedirle.

– ¡Que viene mañana! – dijo el marqués. – Yo le esperaba esta noche. Me han dicho que ya cumplió la misión que le dio el Emperador en Burgos y ha regresado al cuartel general. Entrará también en la servidumbre del Rey José. Si llega mañana, inmediatamente os marcharéis todos juntos al Pardo. ¡Cuánto deseo verle! Era tamañito así cuando su madre se fue a vivir a París hace catorce años. Era muy travieso; yo, jugando a todas horas con él, le inculcaba los rudimentos de la historia patria. ¿Me deparará Dios un excelente yerno?

– Veremos – repuso Amaranta. – No puedo dar mi opinión mientras no le trate. El duque de Arión se ha educado en París.

– Educación a la francesa – dijo Salmón. – Vade retro. ¿Apostamos a que viene mi señor duque hecho un filosofillo de tomo y lomo?

– ¡Oh, no! – exclamó el diplomático. – Desde que supe que se había afiliado al bando napoleónico, le tuve por muy discreto. Su entrada en España con el Emperador, las difíciles comisiones que este le ha dado para entrar en tratos con las ciudades rebeldes, prueban… ¿pero qué veo?… Las dos, y yo aquí de conversación olvidando las mil comisiones… adiós, sobrina, adiós, padre Salmón y la compañía. Yo me vuelvo loco con tanto ir y venir… Es terrible que esos señores no puedan hacer nada sin uno… adiós, adiós.

Y sin cesar de hablar salió de la habitación y de la casa apresuradamente.

XXV

Referidos estos curiosos diálogos, me cumple ahora contar de qué medio se valió la condesa para facilitarme la deseada fuga. Mandome, pues, que volviera al día siguiente, prometiéndome tener todo concertado y en regla, de modo que pudiese sin pérdida de tiempo emprender la marcha, desafiando la vigilancia ejercida en las matritenses puertas. Hicimos Salmón y yo lo que se nos mandaba, y al otro día, cuando nos disponíamos a volver de nuevo a casa de Amaranta, llamonos el padre prior, y nos dijo:

– Este joven no puede estar aquí ni un día más, y esta noche misma, si no encuentra medio de escaparse, es fuerza que busque un asilo más seguro.

– ¿Más seguro que la Merced?

– Sí – añadió Ximénez de Azofra. – Han venido a avisarme que se sospecha de los conventos; que se nos acusa de ocultar a los conspiradores y a los espías de los insurgentes, y parece que mañana mismo registrarán todas estas casas, principiando por la Merced.

– Por fortuna la señora condesa te amparará hoy mismo – dijo Salmón. – Vamos allá sin perder un instante.

Vestido de novicio y en coche, como el día anterior, fuimos a casa de Amaranta, y desde que nos vio entrar, díjome con semblante alegre:

– Mi primo el duque de Arión ha llegado anoche, y me ha prometido conseguir la carta de seguridad antes de tres días.

– Es que yo quisiera partir esta misma noche, señora condesa – dije.

– ¿Esta misma noche?

– Tememos que esos hotentotes registren mañana nuestra casa – añadió Salmón.

– Pues es preciso hacer un esfuerzo y salir de este mal paso – indicó Amaranta. – La principal contrariedad consiste en que no puede uno fiarse de nadie. Me han asegurado que la policía francesa ha extendido sus ramificaciones a muchas casas principales, y que sobornando lacayos y pajes tiene bajo su vigilancia a las familias que juzga desafectas. No quisiera poner en el secreto a ningún criado, y… ¡Ah! ¿no podría salir con ese mismo traje de novicio?

– Mal vestido es, señora, para estas circunstancias – dijo Salmón. – Tengo entendido que el registro que se hace en las puertas es tan escrupuloso, que hace difícil toda superchería. A unos les hacen desnudar, no librándose de este vejamen, ni aun las pudorosas doncellas y las que no lo son. Examinan con farolitos las facciones, confrontándolas con las notas de la carta, hacen vaciar las faltriqueras, y esta ceremonia se repite en dos o tres puntos, y ante los ojos de distintos esbirros.

– Un criado de casa – dijo la condesa, – tiene carta de seguridad. Con ella y disfrazándose de paleto, ¿no sería fácil burlar la suspicacia de esa gente?

– Los paletos – dije yo – son los más perseguidos y a los que primero detienen, porque se teme que comuniquen a los conspiradores de aquí con los insurgentes de fuera.

– En este momento – exclamó Amaranta, – se me ocurre una idea salvadora.

Diciendo esto, llamo a un criado y mandole un recado al duque de Arión, que vino sin tardanza alguna, pues residía en la propia casa. El cual duque de Arión, a quien llamo así porque se me antoja, callando su verdadero título que es de los más conocidos entre los de España, era un joven de veintidós a veintitrés años, delgado, de regular estatura, semblante frío y sin expresión, de modales elegantes y comedidos, como de persona habituada a la alta etiqueta, y sin otra cosa notable en su persona que la atildada perfección del vestir. Digo mal, pues también llamaba la atención en él un acento francés tan marcado y un tan incorrecto uso de nuestro lenguaje, que a veces no era posible oírle con seriedad.

Hijo único de una señora que no nombro, y que fue mujer muy corrida y muy tomada en lenguas allá por los últimos años del siglo antecedente, marchó con ella a París a los siete años de edad y en tiempo del Directorio: allí se educó, permaneciendo tres lustros fuera de su patria. Era primo no sé si en segundo o tercer grado de los que yo llamo de Leiva; pero la marquesa que le había criado, casi le consideraba como hijo. Ya saben Vds. que este joven, a quien no faltaba cierta discreción y muy buenas luces, era partidario decidido de Bonaparte, más que por aficiones políticas, por la amistad que le unía al mariscal Berthier. Cuando verificó el Emperador su expedición a España, trájole consigo, dándole no sé qué puesto en la casa imperial. Desde Somosierra fuele encargada una comisión confidencial cerca de los vecinos acomodados de Burgos; desempeñola bien, según entendí después, y al venir a Chamartín, después de un día de descanso, pasó a Madrid con objeto de abrazar a aquellos sus parientes, y con ansia también de visitar su posesión de Parla donde había nacido. Llegó Arión por la noche, y al siguiente día tuve el honor de verle y ocurrieron sucesos muy notables, a consecuencia de un diálogo que no puedo menos de copiar, reuniendo los más oscuros recuerdos que almacena en sus antros sin fin mi memoria.

– Primito – dijo Amaranta, – me vas a hacer un favor.

– ¡Oh! Mi querida prima – repuso Arión, – de tout mon cœur.

– Préstame, o mejor dicho, dame tu carta de seguridad. No dudo que me harás este obsequio, ya que has mostrado tantos deseos de obsequiarme.

– ¡Oh, ma belle contesse! – dijo el currutaco llevándose la mano al corazón. – Yo estoy muy obligado a vuestras bondades, y si pudiera exprimaros lo que siento… Mi deseo fuera que me demandaríais quelque chose de más difícil, extraordinario y peligroso, para probaros que…

– Gracias por la condescendencia, primo, y excusemos galanterías. Yo soy una vieja. ¿Se usa en Francia que los petimetres galanteen a las viejas? Por aquí no ha llegado todavía esa moda; pero me parece que tú traes los primeros figurines de ella.

– ¡Oh, oh!

– ¿Y no te enfadarás si tomo tu nombre para una obra de caridad? Deseo facilitar la evasión de Madrid a un joven desgraciado, a quien persiguen miserables polizontes por satisfacer una ruin venganza.

– ¡Oh, oh, volontiers! Ma belle contesse es dueña de hacer lo que querrá con mi nombre.

– También me darás uno de tus vestidos, primito ¿no es verdad? – dijo Amaranta con encantadora gracia y examinándome rápidamente de pies a cabeza, – uno de esos magníficos trajes que has traído de París, hechos conforme a las últimas modas, y que servirán de desconsuelo a todos los petimetres de por acá.

– ¡Oh, oh! yo soy tres contento de daros mi hábito.

– Pues bien – dijo Amaranta con satisfacción. – Creo que podré salir adelante con mi invento. Al anochecer escapará este joven de Madrid con el menor riesgo posible.

Y tomando de mano de Arión la carta de seguridad, me la dio diciéndome:

– Esta tarde antes de marchar al Pardo con mi tía y mi primo, lo dejaré arreglado todo. Puede este joven retirarse tranquilo; y si el discreto Salmón tiene la bondad de pasar por aquí esta tarde, yo le daré las necesarias instrucciones para que todo marche a pedir de boca.

– Señora – dijo el fraile, – volveré al anochecer o cuando usía quiera; que tan a pechos he tomado este negocio como el mismo interesado.

– Vuelva su merced antes de las tres, pues hemos de salir para el Pardo temprano, por sernos preciso visitar de paso en la Moncloa a mi madrina que allí reside y está enferma, aunque no de gravedad.

Di yo las gracias a la condesa por sus muchas bondades; rogome ella que si salía en bien, como esperaba, se lo comunicase, indicándole el sitio de mi residencia para enviarme nuevos testimonios de su protección, y con esto salimos el mercenario y yo muy satisfechos para tomar el camino del convento.

Más tarde, cuando el fraile regresó de su segundo viaje a la misma casa, conocí en conjunto el plan maravilloso de Amaranta, que era digno ciertamente de su habilidoso y enredador talento.

– No he visto más graciosa invención – dijo mi amigo. – Te pones el vestido que te mandarán, para que puedas pasar por persona principal, y como tú y el señor duque tenéis la misma estatura y talle, quedarás que ni pintado. Con esto y la carta de seguridad que ya tienes, esta noche no eres Gabriel, ni Pico de la Mirandola, sino el señor duque de Arión que sale por la puerta de Toledo para ir a su posesión de Parla. Asimismo estará a tu disposición un coche… ¡pero qué coche! La señora condesa tiene sospechas de que alguno de su servidumbre está sobornado por esos indignos corchetes y teme confiarles el secreto. Para quitar de en medio esa dificultad ha solicitado de una amiga que le facilite un bombé… ¡Conque en bombé nada menos, chiquillo! Te advierto que al cochero y lacayo se les dice que eres el propio Arión; y como no conocen a este, es imposible que te vendan, aunque alguno fuese bastante malo para hacerlo. Tendrán orden de llevarte a donde tú les digas; pero se te aconseja que no pases más allá de Navalcarnero si sales por la Puerta de Segovia, o de Leganés si vas por la de Toledo, en cuyos puntos no creo que haya peligro. Conque señor duque, beso a usía las manos. Es imposible que sospechen nada al ver tu empaque y tu carta de seguridad… Ya verás cómo lejos de ponerte reparos esos gaznápiros, se quitarán los sombreros ante ti, y aun se brindarán a acompañarte hasta tu palacio de Parla. ¡Qué las tenga vuecencia muy felices!

La idea de Amaranta era de éxito casi seguro, y no tropezando con Santorcaz, con Román o con otro cualquiera que personalmente me conociese, era inevitable mi escapatoria, siendo, como era, el nombre de mi carta de seguridad, el de una principalísima persona, reputada por muy adicta a la causa francesa. Con esta confianza estuve todo el día, y antes del anochecer llegó un criado con el traje, el cual me caía, que ni pintado. Era elegantísimo, y de mucho lujo por la finura del paño, el primor de los adornos y lo exquisito de todos sus accesorios; mas no era traje de corte, sino de diario traer, si bien de esos que por sí solos hacen resaltar sobre el vulgo a cualquiera que se los pone, aunque más los lleve colgados que puestos. Consistía en casaca, chupa y calzón de paño verde muy oscuro, con medias del mismo color; cuello blanco, de infinidad de randas compuesto, y un rendigot pardo con vueltas y solapas de pieles. Esta prenda tenía algún uso, pero aún conservaba muy buen ver.

Cuando me encajé sobre mi cuerpo aquellas prendas, todos los frailes vinieron a verme, y a porfía dijeron que nada podía pedirse en el arte y buen parecer; que el sastre, autor de tales ropas, por fuerza había adivinado las medidas de mi cuerpo, y que de tan linda manera vestido, podía echarme a buscar aventuras por las altas casas de Madrid, seguro de encontrar en alguna quien me mirase con agrado. A estas alabanzas contestaba yo con risas y bromas, pero la verdad era (y en conciencia no quiero ocultar esto aunque me desfavorezca) que yo estaba un poquillo envanecido con mi traje, y todo se me volvía dar vueltas ante un espejo; pues también en los conventos había espejos. El más satisfecho de todos era Salmón, que no cesaba de hacer reverencias ante mí, llamándome señor duque; y por fin lleváronme como en jubileo a la celda del prior, el cual se rió mucho, alabando con exageración mi buen empaque.

Vestido ya, vinieron a decir al fraile que un joven le buscaba con mucho empeño. Salimos los dos y en el claustro bajo hallamos a D. Diego, pálido, azorado, inquieto, el cual llegose impaciente al mercenario, y le habló así:

– Padre, la Zaina se muere y quiere confesarse.

– ¡Pobre Zainilla! – exclamó el mercenario. – ¿Y qué es ello?

– Un mal que nadie conoce, ni se ha visto otro parecido, pues unos lo tienen por locura, otros por consunción, estos por reumatismo, y aquellos por melancolía. Lo cierto es que se muere sin remedio, y ahora ha dado en llorar después de dos días en que no ha hecho más que morderse, arrancarse los cabellos, e insultar a todos, a mí principalmente, llamándome necio y mentecato.

– ¡Era Vd. su cortejo! – dijo con desabrimiento Salmón. – ¡Oh, entre qué gente anda metido el señor conde de Rumblar!

– Padre, dejémonos de discusiones, y vaya pronto a confesar a la Zaina, que se muere, pues ahora a ratos llora mucho y habla con razón diciendo que quiere confesar sus pecados a Dios para irse al cielo, y a ratos le entra un delirio en que dice mil disparates, y manda a todos que laven las piedras de la calle que están manchadas de sangre, y luego pregunta que cuándo acaba de pasar la estera que ya lleva tantos años y tantos siglos de estar pasando por delante de sus ojos: en fin, mil desatinos que no son para contados.

– Pues voy allá al momento; pero antes pediré licencia al prior, por ser ya de noche.

– Gabriel – me dijo Rumblar, cuando nos quedamos solos en el claustro, – ¿qué traje es ese? ¿Te has vuelto caballero?

– Amigo D. Diego – le contesté, – de menos nos hizo Dios.

– ¿Y qué es de ti? No se te ve por ninguna parte. ¿Qué traes a vueltas con estos frailuchos?

– Más respeto, Sr. D. Diego, para esta buena gente – le dije, – siquiera porque estamos en su casa.

– No les puedo ver. Santorcaz que todo lo sabe, me ha contado mil cuentos indecentísimos que prueban lo mala que es esta canalla. Es preciso acabar con ellos. De veras te digo que desde que veo un fraile me horripilo. Especialmente a este Salmón, a quien llamo el padre Tragaldabas, no le puedo ver ni en estampa. Verdad es que él tampoco me adora, y seguramente es quien intrigando en casa de la marquesa ha hecho fracasar mi proyectado casamiento.

– ¿Ya no se casa el señor conde? Eso no le será penoso porque me parece haber oído decir a Vd. que no amaba mucho a la novia.

– Verdad es que la tal Inés no me hace mucha gracia; pero yo estoy decidido a que sea mi esposa, porque así conviene a mis intereses. ¿Sabes? Santorcaz me ha dicho que todo hombre debe mirar por sus intereses, porque sin esto no se puede tener representación alguna en el mundo. Además él, que todo lo sabe y es más listo que el demonio, me asegura que yo tengo talento, disposición y estoy llamado a muy grandes cosas, por lo cual me dice: «Don Diego; a Vd. le es necesaria una buena posición, que le permita desplegar sus dotes».

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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