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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 12

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XXV

Luego se sentó sobre un montón de piedras y a ratos se golpeaba el cráneo, a ratos sin soltar el gallo llevábase la mano al pecho, exhalando profundos suspiros. Preguntele de nuevo por su hija, con objeto de saber de Agustín, y me dijo:

– Yo estaba en aquella casa de la calle de Añón, donde nos metimos ayer. Todos me decían que allí no había seguridad y que mejor estaríamos en el centro del pueblo; pero a mí no me gusta ir allí donde van todos, y el lugar que prefiero es el que abandonan los demás. El mundo está lleno de ladrones y rateros. Conviene, pues, huir del gentío. Nos acomodamos en un cuarto bajo de aquella casa. Mi hija tenía mucho miedo al cañoneo, y quería salir afuera. Cuando reventaron las minas en los edificios cercanos, ella y Guedita salieron despavoridas. Quedeme solo, pensando en el peligro que corrían mis efectos, y de pronto entraron unos soldados con teas encendidas diciendo que iban a pegar fuego a la casa. Aquellos canallas miserables no me dieron tiempo a recoger nada, y lejos de compadecer mi situación, burláronse de mí. Yo escondí la caja de los recibos, por temor a que creyéndola llena de dinero, me la quisieran quitar; pero no me fue posible permanecer allí mucho tiempo. Me abrasaba con el resplandor de las llamas, y me ahogaba con el humo; a pesar de todo, insistí en salvar mi caja… ¡Cosa imposible! Tuve que huir. Nada pude traer, ¡Dios poderoso!, nada más que este pobre animal, que había quedado olvidado por sus dueños en el gallinero. Buen trabajo me costó el cogerle. ¡Casi se me quemó toda una mano! ¡Oh, maldito sea el que inventó el fuego! ¡Que pierda uno su fortuna por el gusto de estos héroes!… Yo tengo dos casas en Zaragoza, además de la que vivía. Una de ellas, la de la calle de la Sombra, se me conserva ilesa, aunque sin inquilinos. La otra que llaman Casa de los Duendes, a espaldas de San Francisco, está ocupada por las tropas, y toda me la han destrozado. ¡Ruinas, nada más que ruinas! ¡Es feliz la ocurrencia de quemar las casas, sólo por impedir que las conquisten los franceses!

– La guerra exige que se haga así – le respondí, – y esta heroica ciudad quiere llevar hasta el último extremo su defensa.

– ¿Y qué saca Zaragoza con llevar su defensa hasta el último extremo? A ver, ¿qué van ganando los que han muerto? Hábleles Vd. a ellos de la gloria, del heroísmo y de todas esas zarandajas. Antes que volver a vivir en ciudades heroicas, me iré a un desierto. Concedo que haya alguna resistencia; pero no hasta ese bárbaro extremo. Verdad es que los edificios valían poco, tal vez menos que esta gran masa de carbón que ahora resulta. A mí no me vengan con simplezas. Esto lo han ideado los pájaros gordos, para luego hacer negocio con el carbón.

Esto me hizo reír. No crean mis lectores que exagero, pues tal como lo cuento, me lo dijo él punto por punto, y pueden dar fe de mi veracidad los que tuvieron la desdicha de conocerle. Si Candiola hubiera vivido en Numancia, habría dicho que los numantinos eran negociantes de carbón disfrazados de héroes.

– ¡Estoy perdido, estoy arruinado para siempre! – añadió después, cruzando las manos en actitud dolorosa. – Esos recibos eran parte de mi fortuna. Vaya Vd. ahora a reclamar las cantidades sin documento alguno, y cuando casi todos han muerto, y yacen en putrefacción por esas calles. No, lo digo y lo repito, no es conforme a la ley de Dios lo que han hecho esos miserables. Es un pecado mortal, es un delito imperdonable dejarse matar, cuando se deben piquillos que el acreedor no podrá cobrar fácilmente. Ya se ve… esto de pagar es muy duro, y algunos dicen: «muramos y nos quedaremos con el dinero»… Pero Dios debiera ser inexorable con esta canalla heroica, y en castigo de su infamia, resucitarlos para que se las vieran con el alguacil y el escribano. ¡Dios mío, resucítalos! ¡Santa Virgen del Pilar, Santo Dominguito del Val, resucítalos!

– Y su hija de Vd. – le pregunté con interés, – ¿ha salido ilesa del fuego?

– No me nombre Vd. a mi hija – replicó con desabrimiento. – Dios ha castigado en mí su culpa. Ya sé quién es su infame pretendiente. ¿Quién podía ser sino ese condenado hijo de D. José de Montoria, que estudia para clérigo? María me lo ha confesado. Ayer estaba curándole la herida que tiene en el brazo. ¿Hase visto muchacha más desvergonzada? ¡Y esto lo hacía delante de mí, en mis propias barbas!

Esto decía, cuando doña Guedita, que buscaba afanosamente a su amo, apareció trayendo en una taza algunas provisiones. Él se las comió con voracidad, y luego a fuerza de ruegos logramos arrancarle de allí, conduciéndole al callejón del Órgano donde estaba su hija, guarecida en un zaguán con otras infelices. Candiola, después de regañarla, se internó con el ama de llaves.

– ¿Dónde está Agustín? – pregunté a Mariquilla.

– Hace un instante estaba aquí; pero vinieron a darle la noticia de la muerte de un hermano suyo, y se fue. Oí decir, que estaba su familia en la calle de las Rufas.

– ¿Que ha muerto su hermano, el primogénito?

– Así se lo dijeron, y él corrió allí muy afligido.

Sin oír más, yo también corrí a la calle de la Parra para aliviar en lo posible la tribulación de aquella generosa familia, a quien tanto debía, y antes de llegar a ella encontré a D. Roque, que con lágrimas en los ojos se acercó a hablarme.

– Gabriel – me dijo, – Dios ha cargado hoy la mano sobre nuestro buen amigo.

– ¿Ha muerto el hijo mayor, Manuel de Montoria?

– Sí; y no es esa la única desgracia de la familia. Manuel era casado, como sabes, y tenía un hijo de cuatro años. ¿Ves aquel grupo de mujeres? Pues allí está la mujer del desgraciado primogénito de Montoria, con su hijo en brazos, el cual, atacado de la epidemia, agoniza en estos momentos. ¡Qué horrible situación! Ahí tienes a una de las primeras familias de Zaragoza, reducida al más triste estado, sin un techo en que guarecerse, y careciendo hasta de lo más preciso. Toda la noche ha estado esa infeliz madre en la calle y a la intemperie con el enfermo en brazos, aguardando por instantes que exhale el último suspiro; y en realidad, mejor está aquí que en los pestilentes sótanos, donde no se puede respirar. Gracias a que yo y otros amigos la hemos socorrido en lo posible… ¿pero qué podemos hacer, si apenas hay pan, si se ha acabado el vino, y no se encuentra un pedazo de carne de vaca, aunque se dé por él un pedazo de la nuestra?

Principiaba a amanecer. Acerqueme al grupo de mujeres, y vi el lastimoso espectáculo. Con el ansia de salvarle, la madre y las demás mujeres que le hacían compañía martirizaban al infeliz niño aplicándole los remedios que cada cual discurría; pero bastaba ver a la víctima para comprender la imposibilidad de salvar aquella naturaleza, que la muerte había asido ya con su mano amarilla.

La voz de D. José de Montoria me obligó a seguir adelante, y en la esquina de la calle de las Rufas, un segundo grupo completaba el cuadro horroroso de las desgracias de aquella familia. En el suelo estaba el cadáver de Manuel de Montoria, joven de treinta años, no menos simpático y generoso en vida que su padre y hermano. Una bala le había atravesado el cráneo, y de la pequeña herida exterior en el punto por donde entró el proyectil, salía un hilo de sangre, que bajando por la sien el carrillo y el cuello, escurríase entre la piel y la camisa. Fuera de esto, su cuerpo no parecía el de un difunto.

Cuando yo me acerqué, su madre no se había decidido aún a creer que estaba muerto, y poniendo la cabeza del cadáver sobre sus rodillas, quería reanimarle con ardientes palabras. Montoria, de rodillas al costado derecho, tenía entre sus manos la de su hijo, y sin decir nada, no le quitaba los ojos. Tan pálido como el muerto, el padre no lloraba.

– Mujer – exclamó al fin. – No pidas a Dios imposibles. Hemos perdido a nuestro hijo.

– ¡No; mi hijo no ha muerto! – gritó la madre con desesperación. – Es mentira. ¿Para qué me engañan? ¿Cómo es posible que Dios nos quite a nuestro hijo? ¿Qué hemos hecho para merecer este castigo? ¡Manuel! ¡Tú, hijo mío! ¿No me respondes? ¿Por qué no te mueves? ¿Por qué no hablas?… Al instante te llevaremos a casa… pero ¿dónde está nuestra casa? Mi hijo se enfría sobre este desnudo suelo. ¡Ved qué heladas están sus manos y su cara!

– Retírate, mujer – dijo Montoria conteniendo el llanto. – Nosotros cuidaremos al pobre Manuel.

– ¡Señor, Dios mío! – exclamó la madre – ¿qué tiene mi hijo que no habla, ni se mueve, ni despierta? Parece muerto; pero no está ni puede estar muerto. Santa Virgen del Pilar, ¿no es verdad que mi hijo no ha muerto?

– Leocadia – repitió Montoria, secando las primeras lágrimas que salieron de sus ojos. – Vete de aquí, retírate por Dios. Ten resignación, porque Dios nos ha dado un fuerte golpe, y nuestro hijo no vive ya. Ha muerto por la patria…

– ¡Que ha muerto mi hijo! – exclamó la madre, estrechando el cadáver entre sus brazos como si se lo quisieran quitar. – No, no, no: ¿qué me importa a mí la patria? ¡Que me devuelvan a mi hijo! ¡Manuel, niño mío! No te separes de mi lado, y el que quiera arrancarte de mis brazos, tendrá que matarme.

– ¡Señor, Dios mío! ¡Santa Virgen del Pilar! – dijo D. José de Montoria con grave acento. – Nunca os ofendí a sabiendas ni deliberadamente. Por la patria, por la religión y por el rey he dado mis bienes y mis hijos. ¿Por qué antes que llevaros a este mi primogénito, no me quitasteis cien veces la vida, a mí, miserable viejo que para nada sirvo? Señores que estáis presentes: no me avergüenzo de llorar delante de Vds. Con el corazón despedazado, Montoria es el mismo. ¡Dichoso tú mil veces, hijo mío, que has muerto en el puesto del honor! ¡Desgraciados los que vivimos después de perderte! Pero Dios lo quiere así, y bajemos la frente ante el dueño de todas las cosas. Mujer, Dios nos ha dado paz, felicidad, bienestar y buenos hijos; ahora parece que nos lo quiere quitar todo. Llenemos el corazón de humildad, y no maldigamos nuestro sino. Bendita sea la mano que nos hiere, y esperemos tranquilos el beneficio de la propia muerte.

Doña Leocadia no tenía vida más que para llorar, besando incesantemente el frío cuerpo de su hijo. D. José, tratando de vencer las irresistibles manifestaciones de su dolor, se levantó y dijo con voz entera:

– Leocadia, levántate. Es preciso enterrar a nuestro hijo.

– ¡Enterrarle! – exclamó la madre. – ¡Enterrarle…!

Y no pudo decir más porque se quedó sin sentido.

En el mismo instante oyose un grito desgarrador, no lejos de allí, y una mujer corrió despavorida hacia nosotros. Era la mujer del desgraciado Manuel, viuda ya y sin hijo. Varios de los presentes nos abalanzamos a contenerla para que no presenciase aquella escena, tan horrible como la que acababa de dejar y la infeliz dama forcejeó con nosotros, pidiéndonos que la dejásemos ver a su marido.

En tanto D. José, apartándose de allí, llegó a donde yacía el cuerpo de su nieto: tomole en brazos y lo trajo junto al de Manuel. Las mujeres exigían todo nuestro cuidado, y mientras doña Leocadia continuaba sin movimiento ni sentido, abrazada al cadáver, su nuera, poseída de un dolor febril, corría en busca de imaginarios enemigos, a quienes anhelaba despedazar. La conteníamos y se nos escapaba de las manos. Reía a veces con espantosa carcajada, y luego se nos ponía de rodillas delante, rogándonos que le devolviéramos los dos cuerpos que le habíamos quitado.

Pasaba la gente, pasaban soldados, frailes, paisanos, y todos veían aquello con indiferencia porque a cada paso se encontraba un espectáculo semejante. Los corazones estaban osificados y las almas parecían haber perdido sus más hermosas facultades, no conservando más que el rudo heroísmo. Por fin, la pobre mujer cedió a la fatiga, al aniquilamiento producido por su propia pena, quedándosenos en los brazos como muerta. Pedimos algún cordial o algún alimento para reanimarla, pero no había nada, y las demás personas que allí vi, harto trabajo tenían con atender a los suyos. En tanto D. José, ayudado de su hijo Agustín, que también trataba de vencer su acerbo dolor, desligó el cadáver de los brazos de doña Leocadia. El estado de esta infeliz señora era tal que creímos tener que lamentar otra muerte en aquel día.

Luego Montoria repitió:

– Es preciso que enterremos a mi hijo.

Miró él, miramos todos en derredor, y vimos muchos, muchísimos cadáveres insepultos. En la calle de las Rufas había bastantes; en la inmediata de la Imprenta se había constituido una especie de depósito. No es exageración lo que voy a decir. Innumerables cuerpos estaban apilados en la angosta vía, formando como un ancho paredón entre casa y casa. Aquello no se podía mirar, y el que lo vio fue condenado a tener ante los ojos durante toda su vida la fúnebre pira hecha con cuerpos de sus semejantes. Parece mentira, pero es cierto. Un hombre entró en la calle de la Imprenta y empezó a dar voces. Por un ventanillo apareció otro hombre, que contestando al primero, dijo: «sube». Entonces, aquel, creyendo que era extravío entrar en la casa y subir por la escalera, trepó por el montón de cuerpos y llegó al piso principal, una de cuyas ventanas le sirvió de puerta.

En otras muchas calles ocurría lo mismo. ¿Quién pensaba en darles sepultura? Por cada par de brazos útiles y por cada azada había cincuenta muertos. De trescientos a cuatrocientos perecían diariamente sólo de la epidemia. Cada acción encarnizada arrancaba a la vida algunos miles, y ya Zaragoza empezaba a dejar de ser una ciudad poblada por criaturas vivas.

Montoria al ver aquello, habló así:

– Mi hijo y mi nieto no pueden tener el privilegio de dormir bajo tierra. Sus almas están en el cielo, ¿qué importa lo demás? Acomodémosles ahí en la puerta de la calle de las Rufas… Agustín, hijo mío: más vale que te vayas a las filas. Los jefes pueden echarte de menos, y creo que hace falta gente en la Magdalena. Ya no tengo más hijo varón que tú. Si mueres ¿qué me queda? Pero el deber es lo primero, y antes que cobarde prefiero verte como tu pobre hermano con la sien traspasada por una bala francesa.

Después poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo, que estaba descubierto y de rodillas junto al cadáver de Manuel, prosiguió así, elevando los ojos al cielo:

– Señor, si has resuelto también llevarte a mi segundo hijo, llévame a mí primero. Cuando se acabe el sitio, no deseo tener mas vida. Mi pobre mujer y yo hemos sido bastante felices, hemos recibido hartos beneficios para maldecir la mano que nos ha herido; pero para probarnos ¿no ha sido ya bastante? ¿Ha de perecer también nuestro segundo hijo?… Ea, señores – añadió luego, – despachemos pronto, que quizás hagamos falta en otra parte.

– Señor D. José – dijo D. Roque llorando, – retírese Vd. también, que los amigos cumpliremos este triste deber.

– No, yo soy hombre para todo, y Dios me ha dado un alma que no se dobla ni se rompe.

Y tomó ayudado de otro, el cadáver de Manuel, mientras Agustín y yo cogimos el del nieto, para ponerlos a entrambos en la entrada del callejón de las Rufas, donde otras muchas familias habían depositado los muertos. Montoria luego que soltó el cuerpo, exhaló un suspiro y dejando caer los brazos, como si el esfuerzo hecho hubiera agotado sus fuerzas, dijo:

– Es verdad, señores, yo no puedo negar que estoy cansado. Ayer me encontraba joven; hoy me encuentro muy viejo.

Efectivamente, Montoria estaba viejísimo, y una noche había condensado en él la vida de diez años.

Sentose sobre una piedra, y puestos los codos en las rodillas, apoyó la cara entre las manos, en cuya actitud permaneció mucho tiempo, sin que los presentes turbáramos su dolor. Doña Leocadia, su hija y su nuera, asistidas por otros individuos de la familia, continuaban en el Coso. D. Roque, que iba y venía de uno a otro extremo, llego diciendo:

– La señora sigue tan abatida… Ahora están todas rezando con mucha devoción, y no cesan de llorar. Están muy caídas las pobrecitas. Muchachos, es preciso que deis por la ciudad una vuelta, a ver si se encuentra algo sustancioso con que alimentarlas.

Montoria se levantó entonces, limpiando las lágrimas que corrían abundantemente de sus ojos encendidos.

– No ha de faltar, según creo. Amigo D. Roque, busque Vd. algo de comer, cueste lo que cueste.

– Ayer pedían cinco duros por una gallina en la Tripería – dijo uno que era criado antiguo de la casa.

– Pero hoy no las hay – indicó D. Roque. – He estado allí hace un momento.

– Amigos, buscad por ahí, que algo se encontrará. Yo nada necesito para mí.

Esto decía, cuando sentimos un agradable cacareo de ave de corral. Miramos todos con alegría hacia la entrada de la calle, y vimos al tío Candiola, que sosteniendo en su mano izquierda el pollo consabido, le acariciaba con la derecha el negro plumaje. Antes que se lo pidieran, llegose a Montoria, y con mucha sorna le dijo:

– Una onza por el pollo.

– ¡Qué carestía! – exclamó D. Roque. – ¡Si no tiene más que huesos el pobre animal!

No pude contener la cólera al ver ejemplo tan claro de la repugnante tacañería y empedernido corazón del tío Candiola. Así es que llegueme a él y, arrancándole el pollo de las manos, le dije violentamente:

– Ese pollo es robado. Venga acá. ¡Miserable usurero! ¡Si al menos vendiera lo suyo! ¡Una onza! A cinco duros estaban ayer en el mercado. ¡Cinco duros, canalla, ladrón, cinco duros! Ni un ochavo más.

Candiola empezó a chillar reclamando su pollo, y a punto estuvo de ser apaleado impíamente; pero D. José de Montoria intervino diciendo:

– Désele lo que quiere. Tome Vd., Sr. Candiola, la onza que pide por ese animal.

Diole la onza, que el infame tacaño no tuvo reparo en tomar, y luego nuestro amigo prosiguió hablando de esta manera:

– Sr. de Candiola, tenemos que hablar. Ahora caigo en que le ofendí a Vd… Sí… hace días, cuando aquello de la harina… Es que a veces no es uno dueño de sí mismo, y se nos sube la sangre a la cabeza… Verdad es que Vd. me provocó, y como se empeñaba en que le dieran por la harina más de lo que el señor capitán general había mandado… Lo cierto es, amigo D. Jerónimo, que yo me amosqué… ya ve Vd… no lo puede uno remediar así de pronto… pues… y creo que se me fue la mano; creo que hubo algo de…

– Sr. Montoria – dijo Candiola, – llegará un día en que haya otra vez autoridades en Zaragoza. Entonces nos veremos las caras.

– ¿Va Vd. a meterse entre jueces y escribanos? Malo. Aquello pasó… Fue un arrebato de cólera, una de esas cosas que no se pueden remediar. Lo que me llama la atención, es que hasta ahora no había caído en que hice mal, muy mal. No se debe ofender al prójimo…

– Y menos ofenderle después de robarle – dijo D. Jerónimo, mirándonos a todos y sonriendo con desdén.

– Eso de robar no es cierto – continuó Montoria, – porque yo hice lo que el capitán general me mandaba. Cierto es lo de la ofensa de palabra y de obra, y ahora cuando le he visto a Vd. venir con el pollo, he caído en la cuenta de que hice mal. Mi conciencia me lo dice… ¡Ah! Sr. Candiola, soy muy desgraciado. Cuando uno es feliz, no conoce sus faltas. Pero ahora… Lo cierto es, D. Jerónimo de Candiola, que en cuanto le vi venir a Vd., me sentí inclinado a pedirle perdón por aquellos golpes… yo tengo la mano pesada, y… Así es que en un pronto… no sé lo que me hago… Sí, yo le ruego a Vd. que me perdone y seamos amigos. Sr. D. Jerónimo, seamos amigos; reconciliémonos y no hagamos caso de resentimientos antiguos. El odio envenena las almas, y el recuerdo de no haber obrado bien nos pone encima un peso insoportable.

– Después de hecho el daño, todo se arregla con hipócritas palabrejas – dijo Candiola volviendo la espalda a Montoria, y escurriéndose fuera del grupo. – Más vale que piense el Sr. Montoria en reintegrarme el precio de la harina… ¡Perdoncitos a mí…! Ya no me queda nada que ver.

Dijo esto en voz baja, y alejose lentamente. Montoria, viendo que alguno de los presentes corría tras él insultándole, añadió:

– Dejadle marchar tranquilo, y tengamos compasión de ese desgraciado.

XXVI

El 3 de Febrero se apoderaron los franceses del convento de Jerusalén, que estaba entre Santa Engracia y el hospital. La acción que precedió a la conquista de tan importante posición fue tan sangrienta como las de las Tenerías, y allí murió el distinguido comandante de ingenieros D. Marcos Simonó. Por la parte del arrabal poco adelantaban los sitiadores, y en los días 6 y 7 todavía no habían podido dominar la calle de Puerta Quemada.

Las autoridades comprendían que era difícil prolongar mucho más la resistencia, y con ofertas de honores y dinero intentaban exaltar a los patriotas. En una proclama del 2 de Febrero, Palafox, al pedir recursos, decía: «Doy mis dos relojes y veinte cubiertos de plata, que es lo que me queda». En la de 4 de Febrero ofrecía armar caballeros a los doce que más se distinguieran, para lo cual creaba una Orden militar noble, llamada de Infanzones; y en la del 9 se quejaba de la indiferencia y abandono con que algunos vecinos miraban la suerte de la patria, y después de suponer que el desaliento era producido por el oro francés, amenazaba con grandes castigos al que se mostrara cobarde.

Las acciones de los días 3, 4 y 5 no fueron tan encarnizadas como la última que describí. Franceses y españoles estaban muertos de fatiga. Las boca-calles que conservamos en la plazuela de la Magdalena, conteniendo siempre al enemigo en sus dos avances de la calle de Palomar y de Pabostre, se defendían con cañones. Los restos del seminario estaban asimismo erizados de artillería, y los franceses, seguros de no poder echamos de allí por los medios ordinarios, trabajaban sin cesar en sus minas.

Mi batallón se había fundido en el de Extremadura, pues el resto de uno y otro no llegaba a tres compañías. Agustín de Montoria era capitán, y yo fui ascendido a alférez el día 2. No volvimos a prestar servicio en las Tenerías y lleváronnos a guarnecer a San Francisco, vasto edificio que ofrecía buenas posiciones para tirotear a los franceses, establecidos en Jerusalén. Se nos repartían raciones muy escasas, y los que ya nos contábamos en el número de oficiales comíamos rancho lo mismo que los soldados. Agustín guardaba su pan, para llevárselo a Mariquilla.

Desde el día 4 empezaron los franceses a minar el terreno para apoderarse del Hospital y de San Francisco, pues harto sabían que de otro modo era imposible. Para impedirlo contraminanos, con objeto de volarles a ellos antes que nos volaran a nosotros, y este trabajo ardoroso en las entrañas de la tierra a nada del mundo puede compararse. Parecíanos haber dejado de ser hombres, para convertirnos en otra especie de seres, insensibles y fríos habitantes de las cavernas, lejos del sol, del aire puro y de la hermosa luz. Sin cesar labrábamos largas galerías, como el gusano que se fabrica la casa en lo oscuro de la tierra y con el molde de su propio cuerpo. Entre los golpes de nuestras piquetas oíamos, como un sordo eco, el de las piquetas de los franceses, y después de habernos batido y destrozado en la superficie, nos buscábamos en la horrible noche de aquellos sepulcros para acabar de exterminamos.

El convento de San Francisco tenía por la parte del coro vastas bodegas subterráneas. Los edificios que ocupaban más abajo los franceses también las tenían, y rara era la casa que no se alzaba sobre profundos sótanos. Las galerías abiertas por las azadas de unos y otros juntábanse al fin en uno de aquellos aposentos: a la luz de nuestros faroles veíamos a los franceses, como imaginarias figuras de duendes engendradas por la luz rojiza en las sinuosidades de la mazmorra; ellos nos veían también, y al punto nos tiroteábamos; pero nosotros íbamos provistos de granadas de mano, y arrojándolas sobre ellos les poníamos en dispersión persiguiéndoles luego a arma blanca a lo largo de las galerías. Todo aquello parecía una pesadilla, una de esas luchas angustiosas que a veces trabamos contra seres aborrecidos en las profundas concavidades del sueño: pero era cierto y se repetía a cada instante en diversos puntos.

En esta penosa tarea nos relevábamos frecuentemente, y en los ratos de descanso salíamos al Coso, sitio céntrico de reunión y al mismo tiempo parque, hospital y cementerio general de los sitiados. Una tarde (creo que la del 5) estábamos en la puerta del convento varios muchachos del batallón de Estremadura y de San Pedro y comentábamos las peripecias del sitio, opinando todos que bien pronto sería imposible la resistencia. El corrillo se renovaba constantemente. D. José de Montoria se acercó a nosotros, y saludándonos con semblante triste, sentose en el banquillo de madera que teníamos junto a la puerta.

– Oiga Vd. lo que se habla por aquí, señor don José – le dije. – La gente cree que es imposible resistir muchos días más.

– No os desaniméis, muchachos – contestó. – Bien dice el capitán general en su proclama que corre mucho oro francés por la ciudad.

Un franciscano que venía de auxiliar a algunas docenas de moribundos tomó la palabra y dijo:

– Es un dolor lo que pasa. No se habla por ahí de otra cosa que de rendirse. Si parece que esto ya no es Zaragoza. ¡Quién conoció a aquella gente templada del primer sitio!…

– Dice bien su paternidad – afirmó Montoria. – Está uno avergonzado, y hasta los que tenemos corazón de bronce nos sentimos atacados de esta flaqueza que cunde más que la epidemia. Y en resumidas cuentas, no sé a qué viene ahora esa novedad de rendirse cuando nunca lo hemos hecho, ¡porra! Si hay algo después de este mundo como nuestra religión nos enseña, ¿a qué apurarse por un día más o menos de vida?

– Verdad es, Sr. D. José – dijo el fraile, – que las provisiones se acaban por momentos y que donde no hay harina todo es mohína.

– ¡Boberías y melindres!, padre Luengo – exclamó Montoria. – Ya… Si esta gente, acostumbrada al regalo de otros tiempos, no puede pasarse sin carne y pan, no hemos dicho nada. Como si no hubiera otras muchas cosas que comer… Soy partidario de la resistencia a todo trance, cueste lo que cueste. He experimentado terribles desgracias; la pérdida de mi primogénito y de mi nieto ha cubierto de luto mi corazón; pero el honor nacional, llenando toda mi alma, a veces no deja hueco para otro sentimiento. Un hijo me queda, único consuelo de mi vida y depositario de mi casa y mi nombre. Lejos de apartarle del peligro le obligo a persistir en la defensa. Si le pierdo, me moriré de pena; pero que salve el honor nacional, aunque perezca mi único heredero.

– Y según he oído – dijo el padre Luengo, – el señor D. Agustín ha hecho prodigios de valor. Está visto que los primeros laureles de esta campaña pertenecen a los insignes guerreros de la Iglesia.

– No, mi hijo no pertenecerá ya a la Iglesia. Es preciso que renuncie a ser clérigo, pues yo no puedo quedarme sin sucesión directa.

– Sí, vaya Vd. a hablarle de sucesiones y de casorios. Desde que es soldado parece que ha cambiado un poco; pero antes sus conversaciones trataban siempre de re theologica, y jamás le oí hablar de erotica. Es un chico que tiene a Santo Tomás en las puntas de los dedos, y no sabe en qué sitio de la cara llevan los ojos las muchachas.

– Agustín sacrificará por mí su ardiente vocación. Si salimos bien del sitio y la Virgen del Pilar me lo deja con vida, pienso casarle al instante con mujer que le iguale en condición y fortuna.

Cuando esto decía, vimos que se nos acercaba sofocada Mariquilla Candiola, la cual llegándose a mí me preguntó:

– Sr. de Araceli, ¿ha visto Vd. a mi padre?

– No, señorita doña María – le respondí. – Desde ayer no le he visto. Puede que esté en las ruinas de su casa, ocupándose en ver si puede sacar alguna cosa.

– No está – dijo Mariquilla con desaliento. – Le he buscado por todas partes.

– ¿Ha estado Vd. aquí detrás, por junto a San Diego? El Sr. Candiola suele ir a visitar su casa llamada de los Duendes por ver si se la han destrozado.

– Pues voy al momento allá.

Cuando desapareció, dijo Montoria:

– Es esta, a lo que parece, la hija del tío Candiola. A fe que es bonita, y no parece hija de aquel lobo… Dios me perdone el mote. De aquel buen hombre, quise decir.

– Es guapilla – afirmó el fraile. – Pero se me figura que es una buena pieza. De la madera del tío Candiola no puede salir un buen santo.

– No se habla mal del prójimo – dijo D. José.

– Candiola no es prójimo. La muchacha desde que se quedaron sin casa, no abandona la compañía de los soldados.

– Estará entre ellos para asistir a los heridos.

– Puede ser; pero me parece que le gustan más los sanos y robustos. Su carilla graciosa está diciendo que allí no hay pizca de vergüenza.

– ¡Lengua de escorpión!

– Pura verdad – añadió el fraile. – Bien dicen que de tal palo, tal astilla. ¿No aseguran que su madre la Pepa Rincón fue mujer pública o poco menos?

– Alegre de cascos tal vez…

– ¡No está mala alegría! Cuando fue abandonada por su tercer cortejo, cargó con ella el Sr. D. Jerónimo.

– Basta de difamación – dijo Montoria, – y aunque se trata de la peor gente del mundo, dejémosles con su conciencia.

– Yo no daría un maravedí por el alma de todos los Candiolas reunidos – repuso el fraile. – Pero allí aparece el Sr. D. Jerónimo, si no me engaño. Nos ha visto y viene hacia acá.

En efecto, el tío Candiola avanzaba despaciosamente por el Coso, y llegó a la puerta del convento.

– Buenas tardes tenga el Sr. D. Jerónimo – le dijo Montoria. – Quedamos en que se acabaron los rencorcillos…

– Hace un momento ha estado aquí preguntando por Vd. su inocente hija – le indicó Luengo con malicia.

– ¿Dónde está?

– Ha ido a San Diego – dijo un soldado. – Puede que se la roben los franceses que andan por allí cerca.

– Quizás la respeten al saber que es hija del señor D. Jerónimo – dijo Luengo. – ¿Es cierto, amigo Candiola, lo que se cuenta por ahí?

– ¿Qué?

– Que Vd. ha pasado estos días la línea francesa para conferenciar con la canalla.

– ¡Yo! ¡Qué vil calumnia! – exclamó el tacaño. – Eso lo dirán mis enemigos para perderme. ¿Es usted, Sr. Montoria, quien ha hecho correr esas voces?

– Ni por pienso – respondió el patriota. – Pero es cierto que lo oí decir. Recuerdo que le defendí a usted, asegurando que el Sr. Candiola es incapaz de venderse a los franceses.

– ¡Mis enemigos, mis enemigos quieren perderme! ¡Qué infamias inventan contra mí! También quieren que pierda la honra, después de haber perdido la hacienda. Señores, mi casa de la calle de la Sombra ha perdido parte del tejado. ¿Hay desolación semejante? La que tengo aquí detrás de San Francisco y pegada a la huerta de San Diego, se conserva bien; pero está ocupada por la tropa, y me la destrozan que es un primor.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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