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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 3

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VI

Los franceses habían embestido con gran empeño las posiciones fortificadas de Torrero. Defendían estas diez mil hombres mandados por D. Felipe Saint-March y por O’Neille, ambos generales de mucho mérito. Los voluntarios de Borbón, de Castilla, del Campo Segorbino, de Alicante y el provincial de Soria: los cazadores de Fernando VII, el regimiento de Murcia y otros cuerpos que no recuerdo, rompieron el fuego. Desde el reducto de los Mártires vimos el principio de la acción y las columnas francesas que corrían a lo largo del Canal para flanquear a Torrero. Duró gran rato el fuego de fusilería; mas la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica, sin la ocupación y fortificación de otros inmediatos como Buenavista, Casa-Blanca y el cajero del Canal. Sin embargo, nuestras tropas no se retiraron sino muy tarde y con el mayor orden, volando el puente de América y trayéndose todas las piezas, menos una, que había sido desmontada por el fuego enemigo.

Entre tanto sentíamos fuertísimo estruendo que resonaba a lo lejos, y como por allí casi había cesado el fuego, supusimos trabada otra acción en el Arrabal.

– Allá está el brigadier D. José Manso – me dijo Agustín, – con el regimiento suizo de Aragón, que manda D. Mariano Walker, los voluntarios de Huesca, de que es jefe D. Pedro Villacampa; los voluntarios de Cataluña y otros valientes cuerpos. ¡Y nosotros aquí, mano sobre mano! Por este lado parece que ha concluido. Los franceses se contentarán hoy con la conquista de Torrero.

– O yo me engaño mucho – repuse, – o ahora van a atacar a San José.

Todos miramos al punto indicado, edificio de grandes dimensiones, que se alzaba a nuestra izquierda, separado de Puerta Quemada por la hondonada de la Huerva.

– Allí está Renovales – me dijo Agustín, – el valiente D. Mariano Renovales, que tanto se distinguió en el otro sitio, y manda ahora los cazadores de Orihuela y de Valencia.

En nuestra posición todo estaba preparado para una defensa enérgica. En el reducto del Pilar, en la batería de los Mártires, en la torre del Pino, lo mismo que en Trinitarios, los artilleros aguardaban con mecha encendida, y los de infantería escogíamos tras los parapetos las posiciones que nos parecían más seguras para hacer fuego, si alguna columna intentaba asaltarnos. Se sentía mucho frío, y los más tiritábamos. Alguien habría creído que era de miedo; pero no, era de frío, y quien dijese lo contrario, miente.

No tardó en verificarse el movimiento que yo había previsto, y el convento de San José fue atacado por una fuerte columna de infantería francesa, mejor dicho, fue objeto de una tentativa de ataque o más bien sorpresa. Al parecer, los enemigos tenían mala memoria y en tres meses se les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Zaragoza. Llegaron, sin embargo, con mucha confianza hasta tiro de fusil, y sin duda aquellos desgraciados creían que sólo con verlos, caerían muertos de miedo nuestros guerreros. Los pobrecitos acababan de llegar de la Silesia y no sabían qué clase de guerra era la de España. Además como ganaran a Torrero con tan poco trabajo, creyéronse en disposición de tragarse el mundo. Ello es que avanzaban como he dicho, sin que San José hiciera demostración alguna, hasta que hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron de improviso tan espantoso fuego las troneras y aspilleras de aquel edificio, que mis bravos franceses tomaron soleta con precipitación. Bastantes, sin embargo, quedaron tendidos, y al ver este desenlace de su valentía, los que contemplábamos el lance desde la batería de los Mártires, prorrumpimos en exclamaciones, gritos y palmadas. De este modo celebra el feroz soldado en la guerra la muerte de sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al matar un conejo en una cacería, salta de júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y alegres que después de todo no han hecho mal a nadie.

Tal fue el ataque de San José, una intentona rápidamente castigada. Desde entonces debieron de comprender los franceses, que si se abandonó a Torrero fue por cálculo y no por flaqueza. Sola, aislada, desamparada, sin baluartes exteriores, sin fuertes ni castillos, Zaragoza alzaba de nuevo sus murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos crudos, sus torreones de barro amasado la víspera para defenderse otra vez contra los primeros soldados, la primera artillería y los primeros ingenieros del mundo. Grande aparato de gente, formidables máquinas, enormes cantidades de pólvora, preparativos científicos y materiales, la fuerza y la inteligencia en su mayor esplendor, traen los invasores para atacar el recinto fortificado que parece juego de muchachos, y aun así es poco, todo sucumbe y se reduce a polvo ante aquellas tapias que se derriban de una patada. Pero detrás de esta deleznable defensa material está el acero de las almas aragonesas, que no se rompe, ni se dobla, ni se funde, ni se hiende, ni se oxida y circunda todo el recinto como una barra indestructible por los medios humanos.

La campana de la Torre Nueva suena con clamor de alarma. Cuando esta campana da al viento su lúgubre tañido la ciudad está en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿Qué será? ¿Qué pasa? ¿Qué hay?

– En el arrabal – dijo Agustín – debe de andar mala la cosa.

– Mientras nos atacan por aquí para entretener mucha gente de este lado, embisten también por la otra parte del río.

– Lo mismo fue en el primer sitio.

– ¡Al arrabal, al arrabal!

Y cuando decíamos esto, la línea francesa nos envió algunas balas rasas para indicarnos que teníamos que permanecer allí. Felizmente Zaragoza tenía bastante gente en su recinto y podía acudir con facilidad a todas partes. Mi batallón abandonó la cortina de Santa Engracia y púsose en marcha hacia el Coso. Ignorábamos a dónde se nos conducía; pero era probable que nos llevaran al arrabal. Las calles estaban llenas de gente. Los ancianos, las mujeres salían impulsados por la curiosidad, queriendo ver de cerca los puntos de peligro, ya que no les era posible situarse en el peligro mismo. Las calles de San Gil, de San Pedro y la Cuchillería, que son camino para el puente, estaban casi intransitables; inmensa multitud de mujeres las cruzaba, marchando todas a prisa en dirección al Pilar y a la Seo. El estrépito del lejano canon más bien animaba que entristecía al fervoroso pueblo, y todo era gritar disputándose el paso para llegar más pronto. En la plaza de la Seo vi la caballería, que con el gran gentío casi obstruía la salida del puente, lo cual obligó a mi batallón a buscar más fácil salida por otra parte. Cuando pasamos por delante del pórtico de este santuario sentimos desde fuera el clamor de las plegarias con que todas las mujeres de la ciudad imploraban a la santa patrona. Los pocos hombres que querían penetrar en el templo eran expulsados por ellas.

Salimos a la orilla del río por junto a San Juan de los Panetes y nos situaron en el malecón esperando órdenes. Enfrente y al otro lado del río se divisaba el campo de batalla. Veíase en primer término la arboleda de Macanaz, más allá y junto al puente el pequeño monasterio de Altabás, más allá el de San Lázaro y a continuación el de Jesús. Detrás de esta decoración, reflejada en las aguas del gran río, la vista distinguía un fuego horroroso, un cruzamiento interminable de trayectorias, un estrépito ronco, de las voces del cañón y de humanos gritos formado, y densas nubes de humo que se renovaban sin cesar y corrían a confundirse con las del cielo. Todos los parapetos de aquel sitio estaban construidos con los ladrillos de los cercanos tejares, formando con el barro y la tierra de los hornos una masa rojiza. Creeríase que la tierra estaba amasada con sangre.

Los franceses tenían su frente desde el camino de Barcelona al de Juslibol, más allá de los tejares y de las huertas que hay a mano izquierda de la segunda de aquellas dos vías. Desde las doce habían atacado con furia nuestras trincheras, internándose por el camino de Barcelona y desafiando con impetuoso arrojo los fuegos cruzados de San Lázaro y del sitio llamado el Macelo. Consistía su empeño en tomar por audaces golpes de mano las baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera hecatombe. Caían muchísimos, clareábanse las filas, y llenadas al instante por otros, repelían la embestida. A veces llegaban hasta tocar los parapetos y mil luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes blandiendo sus sables, como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos, y en aquella destrucción espantosa que arrancaba a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo el soldado y el sargento y el alférez y el capitán y el coronel. Era una verdadera lucha entre dos pueblos, y mientras los furores del primer sitio inflamaban los corazones de los nuestros, venían los franceses frenéticos, sedientos de venganza, con toda la saña del hombre ofendido, peor acaso que la del guerrero.

Precisamente este prematuro encarnizamiento les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente con su artillería nuestras obras; debieron conservar la serenidad que exige un sitio, y no desplegar guerrillas contra posiciones defendidas por gente como la que habían tenido ocasión de tratar el 15 de Julio y el 4 de Agosto; debieron haber reprimido aquel sentimiento de desprecio hacia las fuerzas del enemigo, sentimiento que ha sido siempre su mala estrella, lo mismo en la guerra de España que en la moderna contra Prusia; debieron haber puesto en ejecución un plan calmoso, que produjera en el sitiado antes el fastidio que la exaltación. Es seguro que de traer consigo la mente pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre con su lógica admirable lo mismo que con sus cañones, habrían empleado en el sitio de Zaragoza no poco del conocimiento del corazón humano, sin cuyo estudio la guerra, la brutal guerra, ¡parece mentira!, no es más que una carnicería salvaje. Napoleón, con su penetración extraordinaria. hubiera comprendido el carácter zaragozano y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de valor personal. Esta es una cualidad de difícil y peligroso empleo, sobre todo delante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo.

No me extenderé en pormenores sobre esta espantosa acción del 21 de Diciembre, una de las más gloriosas del segundo sitio de la capital de Aragón. Sobre que no la presencié de cerca, y sólo podría dar cuenta de ella por lo que me contaron, me mueve a no ser prolijo la circunstancia de que son tantos y tan interesantes los encuentros que más adelante habré de narrar, que conviene cierta sobriedad en la descripción de estos sangrientos choques. Baste saber por ahora que los franceses al caer de la tarde creyeron oportuno desistir de su empeño, y que se retiraron dejando el campo cubierto de cadáveres. Era la ocasión muy oportuna para perseguirlos con la caballería; pero después de una breve discusión, según se dijo, acordaron los jefes no arriesgarse en una salida que podía ser peligrosa.

VII

Llegada la noche, y cuando parte de nuestras tropas se replegaron a la ciudad, todo el pueblo corrió hacia el arrabal para contemplar de cerca el campo de batalla, ver los destrozos hechos por el fuego, contar los muertos y regocijar la imaginación, representándose una por una las heroicas escenas. La animación, el movimiento y bulla hacia aquella parte de la ciudad eran inmensos. Por un lado grupos de soldados cantando con febril alegría, por otro las cuadrillas de personas piadosas que trasportaban a sus casas los heridos, y en todas partes una general satisfacción, que se mostraba en los diálogos vivos, en las preguntas, en las exclamaciones jactanciosas y con lágrimas y risas, mezclando la jovialidad al entusiasmo.

Serían las nueve cuando rompimos filas los de mi batallón, porque faltos de acuartelamiento, se nos permitía dejar el puesto por algunas horas, siempre que no hubiera peligro. Corrimos Agustín y yo hacia el Pilar, donde se agolpaba un gentío inmenso, y entramos difícilmente. Quedeme sorprendido al ver cómo forcejeaban unas contra otras las personas allí reunidas para acercarse a la capilla en que mora la Virgen del Pilar. Los rezos, las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los rezos de ninguna clase de fieles. Más que rezo era un hablar continuo, mezclado de sollozos, gritos, palabras tiernísimas y otras de íntima e ingenua confianza, como suele usarlas el pueblo español con los santos que le son queridos. Caían de rodillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la capilla, se dirigían a la santa imagen, llamándola con los nombres más familiares y más patéticos del lenguaje. Los que por la aglomeración de la gente no podían acercarse, hablaban con la Virgen desde lejos agitando sus brazos. Allí no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos y los gritos irreverentes, porque estos y aquellos eran hijos del desbordamiento de la devoción, semejante a un delirio. Faltaba el silencio solemne de los lugares sagrados, y todos estaban allí como en su casa, como si la casa de la Virgen querida, la madre, ama y reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y súbditos.

Asombrado de aquel fervor, a quien la familiaridad hacía más interesante, pugné por abrirme paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no la ha visto, quién no la conoce al menos por las innumerables esculturas y estampas que la han reproducido hasta lo infinito de un extremo a otro de la Península? A la izquierda del pequeño altar que se alza en el fondo de la capilla, dentro de un nicho adornado con lujo oriental, estaba entonces como ahora la pequeña escultura. Gran profusión de velas de cera la alumbraban, y las piedras preciosas pegadas a su vestido y corona, despiden deslumbradores reflejos. Brillan el oro y los diamantes en el cerquillo de su rostro, en la ajorca de su pecho, en los anillos de sus manos. Una criatura viva rendiríase sin duda al peso de tan gran tesoro. El vestido sin pliegues, rígido y estirado de arriba a abajo como una funda, deja asomar solamente la cara y las manos; y el Niño Jesús, sostenido en el lado izquierdo, muestra apenas su carita morena entre el brocado y las pedrerías. El rostro de la Virgen, bruñido por el tiempo, es también moreno. Posee una apacible serenidad, emblema de la beatitud eterna. Dirígese al exterior, y su dulce mirada escruta perpetuamente el devoto concurso. Brilla en sus pupilas un rayo de las cercanas luces, y aquel artificial fulgor de los ojos remeda la intención y fijeza de la mirada humana. Era difícil, cuando la vi por primera vez, permanecer indiferente en medio de aquella manifestación religiosa, y no añadir una palabra al concierto de lenguas entusiastas que hablaban en distintos tonos con la Señora.

Yo contemplaba la imagen, cuando Agustín me apretó el brazo, diciéndome:

– Mírala, allí está.

– ¿Quién, la Virgen? Ya la veo.

– No, hombre, Mariquilla. ¿La ves? Allá enfrente junto a la columna.

Miré y sólo vi mucha gente: al instante nos apartamos de aquel sitio, buscando entre la multitud un paso para transportarnos al otro lado.

– No está con ella el tío Candiola – dijo Agustín muy alegre. – Viene con la criada.

Y diciendo esto, codeaba a un lado y otro para hacerse camino, estropeando pechos y espaldas, pisando pies, chafando sombreros y arrugando vestidos. Yo seguía tras él, causando iguales estragos a derecha e izquierda, y por fin llegamos junto a la hermosa joven, que lo era realmente, según pude reconocerlo en aquel momento por mis propios ojos. La entusiasta pasión de mi buen amigo no me engañó, y Mariquilla valía la pena de ser desatinadamente amada. Llamaban la atención en ella su tez morena y descolorida, sus ojos de profundo negror, la nariz correctísima, la boca incomparable y la frente hermosa aunque pequeña. Había en su rostro, como en su cuerpo delgado y ligero, cierto abandono voluptuoso; cuando bajaba los ojos parecíame que una dulce y amorosa oscuridad envolvía su figura, confundiéndola con las nuestras. Sonreía con gravedad, y cuando nos acercamos, sus miradas revelaban temor. Todo en ella anunciaba la pasión circunspecta y reservada de las mujeres de cierto carácter, y debía de ser, según me pareció en aquel momento, poco habladora, falta de coquetería y pobre de artificios. Después tuve ocasión de comprobar aquel mi prematuro juicio. Resplandecía en el rostro de Mariquilla una calma platónica y cierta seguridad de sí misma. A diferencia de la mayor parte de las mujeres, y semejante al menor número de las mismas, aquella alma se alteraba difícilmente, pero al verificarse la alteración, la cosa iba de veras. Blandas y sensibles otras como la cera, ante un débil calor sin esfuerzo se funden; pero Mariquilla, de durísimo metal compuesta, necesitaba la llama de un gran fuego para perder la compacta conglomeración de su carácter, y si este momento llegaba, había de ser como el metal derretido que abrasa cuanto toca.

Además de su belleza, me llamó la atención la elegancia y hasta cierto punto el lujo con que vestía; pues acostumbrado a oír exagerar la avaricia del tío Candiola, supuse que tendría reducida a su hija a los últimos extremos de la miseria en lo relativo a traje y tocado. Pero no era así. Según Montoria me dijo después, el tacaño de los tacaños no sólo permitía a su hija algunos gastos, sino que la obsequiaba de peras a higos, con tal cual prenda, que a él le parecía el non plus ultra de las pompas mundanas. Si Candiola era capaz de dejar morir de hambre a parientes cercanos, tenía con su hija condescendencias de bolsillo verdaderamente escandalosas y fenomenales; pero aunque avaro, era padre: amaba regularmente, quizás mucho, a la infeliz muchacha, hallando por esto en su generosidad el primero, tal vez el único agrado de su árida existencia.

Algo más hay que hablar en lo referente a este punto, pero irá saliendo poco a poco durante el curso de la narración, y ahora me concretaré a decir que mi amigo no había dicho aun diez palabras a su adorada María, cuando un hombre se nos acercó de súbito, y después de mirarnos un instante a los dos con centelleantes ojos, dirigiose a la joven, la tomó por el brazo, y enojadamente le dijo:

– ¿Qué haces aquí? Y Vd., tía Guedita, ¿por qué la ha traído al Pilar a estas horas? A casa, a casa pronto.

Y empujándolas a ambas, ama y criada, llevolas hacia la puerta y a la calle, desapareciendo los tres de nuestra vista.

Era Candiola. Lo recuerdo bien, y su recuerdo me hace estremecer de espanto. Más adelante sabréis por qué. Desde la breve escena en el templo del Pilar, la imagen de aquel hombre quedó grabada en mi memoria, y no era ciertamente su figura de las que prontamente se olvidan. Viejo, encorvado, con aspecto miserable y enfermizo, de mirar oblicuo y desapacible, flaco de cara y hundido de mejillas, Candiola se hacía antipático desde el primer momento. Su nariz corva y afilada como el pico de un pájaro lagartijero, la barba igualmente picuda, los largos pelos de las cejas blanquinegras, la pupila verdosa, la frente vasta y surcada por una pauta de paralelas arrugas, las orejas cartilaginosas, la amarilla tez, el ronco metal de la voz, el desaliñado vestir, el gesto insultante, toda su persona, desde la punta del cabello, mejor dicho, desde la bolsa de su peluca hasta la suela del zapato, producía repulsión invencible. Se comprendía que no tuviera ningún amigo.

Candiola no tenía barbas; llevaba el rostro, según la moda, completamente rasurado, aunque la navaja no entraba en aquellos campos sino una vez por semana. Si D. Jerónimo hubiera tenido barbas, le compararía por su figura a cierto mercader veneciano que conocí mucho después, viajando por el vastísimo continente de los libros, y en quien hallé ciertos rasgos de fisonomía que me hicieron recordar los de aquel que bruscamente se nos presentó en el templo del Pilar.

– ¿Has visto qué miserable y ridículo viejo? – me dijo Agustín cuando nos quedamos solos, mirando a la puerta por donde las tres personas habían desaparecido.

– No gusta que su hija tenga novios.

– Pero estoy seguro de que no me vio hablando con ella. Tendrá sospechas; pero nada más. Si pasara de la sospecha a la certidumbre, María y yo estaríamos perdidos. ¿Viste qué mirada nos echó? ¡Condenado avaro, alma negra hecha de la piel de Satanás!

– Mal suegro tienes.

– Tan malo – dijo Montoria con tristeza, – que no doy por él dos cuartos con cardenillo. Estoy seguro de que esta noche la pone de vuelta y media, y gracias que no acostumbra a maltratarla de obra.

– Y el Sr. Candiola – le pregunté – ¿no tendrá gusto en verla casada con el hijo de D. José de Montoria?

– ¿Estás loco? Sí… ve a hablarle de eso. Además de que ese miserable avariento guarda a su hija como si fuera un saco de onzas y no parece dispuesto a darla a nadie, tiene un resentimiento antiguo y profundo contra mi buen padre porque este libró de sus garras a unos infelices deudores. Te digo que si él llega a descubrir el amor que su hija me tiene, la guardará dentro de un arca de hierro en el sótano donde esconde los pesos duros. Pues no te digo nada, si mi padre lo llega a saber… Me tiemblan las carnes sólo de pensarlo. La pesadilla más atroz que puede turbar mi sueño, es aquella que me representa el instante en que mi señor padre y mi señora madre se enteren de este inmenso amor que tengo por Mariquilla. ¡Un hijo de D. José de Montoria enamorado de la hija del tío Candiola! ¡Qué horrible pensamiento! ¡Un joven que formalmente está destinado a ser obispo… obispo, Gabriel, yo voy a ser obispo, en el sentir de mis padres!

Diciendo esto, Agustín dio un golpe con su cabeza en el sagrado muro en que nos apoyábamos.

– ¿Y piensas seguir amando a Mariquilla?

– No me preguntes eso – me respondió con energía. – ¿La viste? Pues si la viste ¿a qué me dices si seguiré amándola? Su padre y los míos antes me quieren ver muerto que casado con ella. ¡Obispo, Gabriel, quieren que yo sea obispo! Compagina tú el ser obispo y el amar a Mariquilla durante toda la vida terrenal y la eterna: compagina tú esto, y ten lástima de mí.

– Dios abre caminos desconocidos – le dije.

– Es verdad. Yo tengo a veces una confianza sin límites. ¡Quién sabe lo que nos traerá el día de mañana! Dios y la Virgen del Pilar me sacarán adelante.

– ¿Eres devoto de esta imagen?

– Sí. Mi madre pone velas a la que tenemos en casa para que no me hieran en las batallas; y yo la miro, y para mis adentros le digo: – ¡Señora, que esta ofrenda de velas sirva también para recordaros que no puedo dejar de amar a la Candiola!

Estábamos en la nave a que corresponde el ábside de la capilla del Pilar. Hay allí una abertura en el muro, por donde los devotos, bajando dos o tres peldaños, se acercan a besar el pilar que sustenta la venerada imagen. Agustín besó el mármol rojo: beselo yo también y luego salimos de la iglesia para ir a nuestro vivac.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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