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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 4

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VIII

El día siguiente, 22, fue cuando Palafox dijo al parlamentario de Moncey que venía a proponerle la rendición: No sé rendirme: después de muerto hablaremos de eso. Contestó en seguida a la intimación en un largo y elocuente pliego, que publicó la Gaceta (pues también en Zaragoza había Gaceta); pero según opinión general ni aquel documento ni ninguna de las proclamas que aparecían con la firma del capitán general eran obra de este, sino de la discreta pluma de su maestro y amigo el padre Basilio Boggiero, hombre de mucho entendimiento, a quien se veía con frecuencia en los sitios de peligro rodeado de patriotas y jefes militares.

Excusado es decir que los defensores estaban muy envalentonados con la gloriosa acción del 21. Era preciso para dar desahogo a su ardor, disponer alguna salida. Así se hizo en efecto; pero ocurrió que todos querían tomar parte en ella al mismo tiempo, y fue preciso sortear los cuerpos. Las salidas, dispuestas con prudencia eran convenientes, porque los franceses, extendiendo su línea en derredor de la ciudad, se preparaban para un sitio en regla, y habían comenzado las obras de su primera paralela. Además el recinto de Zaragoza encerraba mucha tropa, lo cual a los ojos del vulgo era una ventaja, pero un gran peligro para los inteligentes, no sólo por el estorbo que esta causaba, sino porque el gran consumo de víveres traería pronto el hambre, ese terrible general que es siempre el vencedor de las plazas bloqueadas. Por esta misma causa del exceso de gente eran oportunas las salidas. Hizo una Renovales el 24 con las tropas del fortín de San José, y cortó un olivar que ocultaba los trabajos del enemigo; por el arrabal salió el 25 D. Juan O’Neille con los voluntarios de Aragón y Huesca, y tuvo la suerte de coger desprevenido al enemigo, matándole bastante gente, y el 31 se hizo la más eficaz de todas por dos puntos distintos y con considerables fuerzas.

Durante el día, en los anteriores, habíamos divisado perfectamente las obras de su primera paralela, establecida como a ciento sesenta toesas de la muralla. Trabajaban con mucha actividad, sin descansar de noche, y notamos que se hacían señales en toda la línea con farolitos de colores. De vez en cuando disparábamos nuestros morteros; pero les causábamos muy poco daño. En cambio si se les antojaba destacar guerrillas para un reconocimiento, eran despachadas por las nuestras en menos que canta un gallo. Llegó la mañana del 31, y a mi batallón le tocó marchar a las órdenes de Renovales, encargado de mortificar al enemigo en su centro, desde Torrero al camino de la Muela, mientras el brigadier Butrón lo hacía por la Bernardona, es decir por la izquierda francesa, saliendo con bastantes fuerzas de infantería y caballería por las puertas de Sancho y del Portillo.

Para distraer la atención de los franceses, el jefe mandó que un batallón se desplegase en guerrillas por las Tenerías llamando hacia allí la atención del enemigo, y entre tanto con algunos cazadores de Olivenza, y parte de los de Valencia, avanzamos por el camino de Madrid, derechos a la línea francesa. Desplegadas guerrillas a un lado y otro del camino, cuando los enemigos se percataron de nuestra presencia, ya estábamos encima, veloces como gamos, y arrollábamos la primera tropa de infantería francesa que nos salió al paso. Tras una torre medio destruida se hicieron fuertes algunos, y dispararon con encarnizamiento y buena puntería. Por un instante permanecimos indecisos, pues flanqueábamos la torre unos veinte hombres, mientras los demás seguían por la carretera, persiguiendo a los fugitivos; pero Renovales se lanzó delante y nos llevó, matando a boca de jarro y a bayonetazos a cuantos defendían la casa. En el momento en que pusimos el pie dentro del patiecillo delantero, advertí que mi fila se clareaba, vi caer exhalando el último gemido a algunos compañeros; miré a mi derecha temiendo no encontrar entre los vivos a mi querido amigo; pero Dios le había conservado. Montoria y yo salimos ilesos.

No podíamos emplear mucho tiempo en comunicarnos la satisfacción que experimentábamos al ver que vivíamos, porque Renovales dio orden de seguir adelante en dirección hacia la línea de atrincheramientos que estaban levantando los franceses; pero abandonamos la carretera y torcimos hacia la derecha con intento de unirnos a los voluntarios de Huesca, que acometían por el camino de la Muela.

Se comprende por lo que llevo referido, que los franceses no esperaban aquella salida y que completamente desprevenidos, sólo tenían allí, además de la escasa fuerza que custodiaba los trabajos, las cuadrillas de ingenieros que abrían las zanjas de la primera paralela. Les embestimos con ímpetu, haciéndoles un fuego horroroso, aprovechando muy bien los minutos antes que llegasen fuerzas temibles; cogíamos prisioneros a los que encontrábamos sin armas; matábamos a los que las tenían; recogíamos los picos y azadas, todo esto con una presteza sin igual, animándonos con palabras ardientes, y exaltados por la idea de que nos estaban viendo desde la ciudad.

En aquel lance todo fue afortunado, porque mientras nosotros destrozábamos tan sin piedad a los trabajadores de la primera paralela, las tropas que por la izquierda habían salido a las órdenes del brigadier Butrón, empeñaban un combate muy feliz contra los destacamentos que tenía el enemigo en la Bernardona. Mientras los voluntarios de Huesca, los granaderos de Palafox y las guardias walonas arrollaban la infantería francesa, aparecieron los escuadrones de caballería de Numancia y Olivenza, cautelosamente salidos por la puerta de Sancho, y que describiendo una gran vuelta, habían venido a ocupar el camino de Alagón por una parte y el de la Muela por otra, precisamente cuando los franceses retrocedían de la izquierda al centro, en demanda de mayores fuerzas que les auxiliaran. Hallándose en su elemento aquellos briosos caballos, lanzáronse por el arrecife, destruyendo cuanto encontraban al paso, y allí fue el caer y el atropellarse de los desgraciados infantes que huían hacia Torrero. En su dispersión muchos fueron a caer precisamente entre nuestras bayonetas, y si grande era su ansiedad por huir de los caballos, mayor era nuestro anhelo de recibirlos dignamente a tiros. Unos corrían, arrojándose en las acequias por no poder saltarlas, otros se entregaban a discreción, soltando las armas, algunos se defendían con heroísmo, dejándose matar antes que rendirse, y por último no faltaron unos pocos que, encerrándose dentro de un horno de ladrillos cargado de ramas secas y de leña, le pegaron fuego, prefiriendo morir asados a caer prisioneros.

Todo esto que he referido con la mayor concisión posible pasó en brevísimo tiempo, y sólo mientras pudo el cuartel general, harto imprevisor en aquella hora, destacar fuerzas suficientes para contener y castigar nuestra atrevida expedición. Tocaron a generala en monte Torrero, y vimos que venía contra nosotros mucha caballería. Pero los de Renovales, lo mismo que los de Butrón, habíamos conseguido nuestro deseo y no teníamos para qué esperar a aquellos caballeros que llegaban al fin de la función; así es que nos retiramos dándoles desde lejos los buenos días, con las frases más pintorescas y más agudas de nuestro repertorio. Tuvimos aún tiempo de inutilizar algunas piezas de las dispuestas para su colocación al día siguiente; recogimos una multitud de herramientas de zapa, y destruimos a toda prisa lo que pudimos en las obras de la paralela, sin dejar de la mano las docenas de prisioneros a quienes habíamos echado el guante.

Juan Pirli, uno de nuestros compañeros en el batallón, traía al volver a Zaragoza un morrión de ingeniero, que se puso para sorprender al público, y además una sartén en la cual aún había restos de almuerzo, comenzado en el campamento frente a Zaragoza, y terminado en el otro mundo.

Habíamos tenido en nuestro batallón nueve muertos y ocho heridos. Cuando Agustín se reunió a mí, cerca ya de la puerta del Carmen, noté que tenía una mano ensangrentada.

– ¿Te han herido? – le dije, examinándole. – No es más que una rozadura.

– Una rozadura es – me contestó, – pero no de bala, ni de lanza, ni de sable, sino de dientes, por que cuando le eché la zarpa a aquel francés que alzó el azadón para descalabrarme, el condenado me clavó los dientes en esta mano como un perro de presa.

Cuanto entrábamos en la ciudad, unos por la puerta del Carmen, otros por el Portillo, todas las piezas de los reductos y fuertes del Mediodía hicieron fuego contra las columnas que venían en nuestra persecución. Las dos salidas combinadas habían hecho bastante daño a los franceses. Sobre que perdieron mucha gente, se les inutilizó una parte, aunque no grande, de los trabajos de su primera paralela, y nos apoderamos de un número considerable de herramientas. Además de esto, los oficiales de ingenieros que llevó Butrón en aquella osada aventura habían tenido tiempo de examinar las obras de los sitiadores y explorarlas y medirlas para dar cuenta de ellas al capitán general.

La muralla estaba invadida por la gente. Habíase oído desde dentro de la ciudad el tiroteo de las guerrillas, y hombres, mujeres, ancianos y niños, todos acudieron a ver qué nueva acción gloriosa era aquella entablada fuera de la plaza. Fuimos recibidos con exclamaciones de gozo, y desde San José hasta más allá de Trinitarios, la larga fila de hombres y mujeres mirando hacia el campo, encaramados sobre la muralla y batiendo palmas a nuestra llegada o saludándonos con sus pañuelos, presentaba un golpe de vista magnífico. Después tronó el cañón, los reductos hicieron fuego a la vez sobre el llano que acabábamos de abandonar, y aquel estruendo formidable parecía una salva triunfal, según se mezclaban con él los cantos, los vítores, las exclamaciones de alegría. En las cercanas casas, las ventanas y balcones estaban llenos de mujeres, y la curiosidad, el interés de algunas era tal que se las veía acercarse en tropel a los fuertes y a los cañones para regocijar sus varoniles almas y templar sus acerados nervios con el ruido, a ningún otro comparable, de la artillería. En el fortín del Portillo fue preciso mandar salir a la muchedumbre. En Santa Engracia la concurrencia daba a aquel sitio el aspecto de un teatro, de una fiesta pública. Cesó al fin el fuego de cañón, que no tenía más objeto que proteger nuestra retirada, y sólo la Aljafería siguió disparando de tarde en tarde contra las obras del enemigo.

En recompensa de la acción de aquel día se nos concedió en el siguiente llevar una cinta encarnada en el pecho a guisa de condecoración; y haciendo justicia a lo arriesgado de aquella salida, el padre Boggiero nos dijo, entre otras cosas, por boca del General: «Ayer sellasteis el último día del año con una acción digna de vosotros… Sonó el clarín y a un tiempo mismo los filos de vuestras espadas arrojaban al suelo las altaneras cabezas, humilladas al valor y al patriotismo. ¡Numancia! ¡Olivenza! ¡Ya he visto que vuestros ligeros caballos sabrán conservar el honor de este ejército y el entusiasmo de estos sagrados muros!… Ceñid esas espadas ensangrentadas, que son el vínculo de vuestra felicidad y el apoyo de la patria!…».

IX

Desde aquel día, tan memorable en el segundo sitio como el de las Eras en el primero, empezó el gran trabajo, el gran frenesí, la exaltación ardiente, en que vivieron por espacio de mes y medio sitiadores y sitiados. Las salidas verificadas en los primeros días de Enero no fueron de gran importancia. Los franceses, concluida la primera paralela, avanzaron en zig-zag para abrir la segunda, y con tanta actividad trabajaron en ella, que bien pronto vimos amenazadas nuestras dos mejores posiciones del mediodía, San José y el reducto del Pilar, por imponentes baterías de sitio, cada una con diez y seis cañones. Excusado es decir que no cesábamos en mortificarles, ya enviándoles un incesante fuego, ya sorprendiéndoles con audaces escaramuzas; pero así y todo, Junot, que por aquellos días sustituyó a Moncey, llevaba adelante los trabajos con mucha diligencia.

Nuestro batallón continuaba en el reducto, obra levantada en la cabecera del puente de la Huerva y a la parte de fuera. El radio de sus fuegos abrazaba una extensión considerable cruzándose con los de San José. Las baterías de los Mártires, del jardín Botánico y de la torre del Pino, más internadas en el recinto de la ciudad tenían menos importancia que aquellas dos sólidas posiciones avanzadas, y le servían de auxiliares. Nos acompañaban en la guarnición muchos voluntarios zaragozanos, algunos soldados del resguardo, y varios paisanos armados de los que espontáneamente se adherían al cuerpo más de su gusto. Ocho cañones tenía el reducto. Era su jefe D. Domingo Larripa, mandaba la artillería D. Francisco Betbezé, y hacía de jefe de ingenieros el gran Simonó, oficial de este distinguido cuerpo, y hombre de tal condición que se le puede citar como modelo de buenos militares, así en el valor como en la pericia.

Era el reducto una obra, aunque de circunstancias, bastante fuerte, y no carecía de ningún requisito material para ser bien defendida. Sobre la puerta de entrada, al extremo del puente habían puesto sus constructores una tabla con la siguiente inscripción: Reducto inconquistable de Nuestra Señora del Pilar. Zaragozanos: ¡morir por la Virgen del Pilar o vencer!

Allí dentro no teníamos alojamiento, y aunque la estación no era muy cruda, lo pasábamos bastante mal. El suministro de provisiones de boca se hacía por una junta encargada de la administración militar; pero esta junta a pesar de su celo no podía atendernos de un modo eficaz. Por nuestra fortuna y para honor de aquel magnánimo pueblo, de todas las casas vecinas nos mandaban diariamente lo mejor de sus provisiones y frecuentemente éramos visitados por las mismas mujeres caritativas que desde la acción del 31 se habían encargado de cuidar en su propio domicilio a nuestros pobres heridos.

No sé si he hablado de Pirli. Pirli era un muchacho de los arrabales, labrador, como de veinte años y de condición tan festiva, que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría nerviosa y febril. Jamás le vi triste; acometía a los franceses cantando, y cuando las balas silbaban en torno suyo, sacudía manos y pies haciendo mil grotescos gestos y cabriolas. Llamaba al fuego graneado pedrisco; a las balas de cañón las tortas calientes; a las granadas las señoras, y a la pólvora la harina negra, usando además otros terminachos de que no hago memoria en este momento. Pirli, aunque poco formal, era un cariñoso compañero.

No sé si he hablado del tío Garcés. Era este un hombre de cuarenta y cinco años, natural de Garrapinillos, fortísimo, atezado, con semblante curtido y miembros de acero, ágil cual ninguno en los movimientos e imperturbable como una máquina ante el fuego; poco hablador y bastante desvergonzado cuando hablaba, pero con cierto gracejo en su garrulería. Tenía una pequeña hacienda en los alrededores, y casa muy modesta; mas con sus propias manos había arrasado la casa, y puesto por tierra los perales, para quitar defensas al enemigo. Oí contar de él mil proezas hechas en el primer sitio y ostentaba bordado en la manga derecha el escudo de premio y distinción de 16 de Agosto. Vestía tan mal que casi iba medio desnudo, no porque careciera de traje, sino por no haber tenido tiempo para ponérselo. Él y otros como él, fueron sin duda los que inspiraron la célebre frase de que antes he hecho mención. Sus carnes sólo se vestían de gloria. Dormía sin abrigo y comía menos que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan acompañados de un par de mordiscos de cecina, dura como cuero, tenía bastante para un día. Era hombre algo meditabundo, y cuando observaba los trabajos de la segunda paralela, decía mirando a los franceses: gracias a Dios que se acercan, ¡cuerno!… ¡Cuerno!, esta gente le acaba a uno la paciencia.

– ¿Qué prisa tiene Vd., tío Garcés? – le decíamos.

– ¡Recuerno! Tengo que plantar los árboles otra vez antes que pase el invierno – contestaba, – y para el mes que entra quisiera volver a levantar la casita.

En resumen, el tío Garcés, como el reducto, debía llevar un cartel en la frente que dijera: Hombre inconquistable.

Pero ¿quién viene allí, avanzando lentamente por la hondonada de la Huerva, apoyándose en un grueso bastón, y seguido de un perrillo travieso, que ladra a todos los transeúntes por pura fanfarronería y sin intención de morderles? Es el padre fray Mateo del Busto, lector y calificador de la orden de mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Zaragoza, insigne varón a quien, a pesar de su ancianidad, se vio durante el primer sitio en todos los puestos de peligro, socorriendo heridos, auxiliando moribundos, llevando municiones a los sanos y animando a todos con el acento de su dulce palabra.

Al entrar en el reducto, nos mostró una cesta grande y pesada que trabajosamente cargaba, y en la cual traía algunas vituallas algo mejores que las de nuestra ordinaria mesa.

– Estas tortas – dijo sentándose en el suelo y sacando uno por uno los objetos que iba nombrando – me las han dado en casa de la Excma. Sra. condesa de Bureta, y esta en casa de D. Pedro Ric. Aquí tenéis también un par de lonjas de jamón, que son de mi convento, y se destinaban al padre Loshoyos, que está muy enfermito del estómago; pero él, renunciando a este regalo, me lo ha dado para traéroslo. ¿A ver qué os parece esta botella de vino? ¿Cuánto darían por ella los gabachos que tenemos enfrente?

Todos miramos hacia el campo. El perrillo saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas.

– También os traigo un par de libras de orejones, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. Íbamos a ponerlos en aguardiente; pero primero que nadie sois vosotros, valientes muchachos. Tampoco me he olvidado de ti, querido Pirli – añadió, volviéndose al chico de este nombre, – y como estás casi desnudo y sin manta, te he traído un magnífico abrigo. Mira este lío. Pues es un hábito viejo que tenía guardado para darlo a un pobre; ahora te lo regalo para que cubras y abrigues tus carnes. Es vestido impropio de un soldado; pero si el hábito no hace al monje, tampoco el uniforme hace al militar. Póntelo y estarás muy holgadamente con él.

El fraile dio a nuestro amigo su lío, y este se puso el hábito entre risas y jácara de una y otra parte, y como conservaba aún, llevándolo constantemente en la cabeza, el alto sombrero de piel que el día 31 había cogido en el campamento enemigo, hacía la figura más extraña que puede imaginarse.

Poco después llegaron algunas mujeres también con cestas de provisiones. La aparición del sexo femenino trasformó de súbito el aspecto del reducto. No sé de dónde sacaron la guitarra; lo cierto es que la sacaron de alguna parte; uno de los presentes empezó a rasguear primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal jota, y en un momento se armó gran jaleo de baile. Pirli, cuya grotesca figura empezaba en ingeniero francés y acababa en fraile español, era el más exaltado de los bailarines, y no se quedaba atrás su pareja, una muchacha graciosísima, vestida de serrana, y a quien desde el primer momento oí que llamaban Manuela. Representaba veinte o veinte y dos años, y era delgada, de tez pálida y fina. La agitación del baile inflamó bien pronto su rostro, y por grados avivaba sus movimientos, insensible al cansancio. Con los ojos medio cerrados, las mejillas enrojecidas, agitando los brazos al compás de la grata cadencia, sacudiendo con graciosa presteza sus faldas, cambiando de lugar con ligerísimo paso, presentándosenos ora de frente, ora de espaldas, Manuela nos tuvo encantados durante largo rato. Viendo su ardor coreográfico, más se animaban el músico y los demás bailarines, y con el entusiasmo de estos aumentábase el suyo, hasta que al fin, cortado el aliento y rendida de fatiga, aflojó los brazos y cayó sentada en tierra sin respiración y encendida como la grana.

Pirli se puso junto a ella y al punto formose un corrillo cuyo centro era la cesta de provisiones.

– A ver qué nos traes, Manuelilla – dijo Pirli. – Si no fuera por ti y el padre Busto, que está presente, nos moriríamos de hambre. Y si no fuera por este poco de baile con que quitamos el mal gusto de las tortas calientes y de las señoras, ¡qué sería de estos pobres soldados!

– Os traigo lo que hay – repuso Manuela sacando las provisiones. – Queda poco y si esto dura, comeréis ladrillos.

– Comeremos metralla amasada con harina negra – dijo Pirli. – Manuelilla, ¿ya se te ha quitado el miedo a los tiros?

Al decir esto, tomó con presteza su fusil disparándolo al aire. La muchacha dio un grito y sobresaltada huyó de nuestro grupo.

– No es nada, hija – dijo el fraile. – Las mujeres valientes no se asustan del ruido de la pólvora, antes al contrario deben encontrar en él tanto agrado como en el son de las castañuelas y bandurrias.

– Cuando oigo un tiro – dijo Manuela, acercándose llena de miedo, – no me queda gota de sangre en las venas.

En aquel instante los franceses que sin duda querían probar la artillería de su segunda paralela, dispararon un cañón y la bala vino a rebotar contra la muralla del reducto, haciendo saltar en pedazos mil los deleznables ladrillos.

Levantáronse todos a observar el campo enemigo; la serrana lanzó una exclamación de terror, y el tío Garcés púsose a dar gritos desde una tronera contra los franceses, prodigándoles los más insolentes vocablos acompañados de mucho cuerno y recuerno. El perrillo recorriendo la cortina de un extremo a otro ladraba con exaltada furia.

– Manuela, echemos otra jota al son de esta música, y ¡viva la Virgen del Pilar! – exclamó Pirli saltando como un insensato.

Manuela, impulsada por la curiosidad, alzábase lentamente alargando el cuello para mirar el campo por encima de la muralla. Luego al extender los ojos por la llanura, parecía disiparse poco a poco el miedo en su espíritu pusilánime, y al fin la vimos observando la línea enemiga con cierta serenidad y hasta con un poco de complacencia.

– Uno, dos, tres cañones – dijo contando las bocas de fuego que a lo lejos se divisaban. – Vamos, chicos, no tengáis miedo. Eso no es nada para vosotros.

Oyose hacia San José estrépito de fusilería, y en nuestro reducto sonó el tambor, mandando tomar las armas. Del fuerte cercano había salido una pequeña columna que se tiroteaba de lejos con los trabajadores franceses. Algunos de estos corriéndose hacia su izquierda, parecían próximos a ponerse al alcance de nuestros fuegos: corrimos todos a las aspilleras, dispuestos a enviarles un poco de pedrisco, y sin esperar la orden del jefe, algunos dispararon sus fusiles con gran algazara. Huyeron en tanto por el puente y hacia la ciudad todas las mujeres, excepto Manuela. ¿El miedo le impedía moverse? No: su miedo era inmenso y temblaba, dando diente con diente, desfigurado el rostro por repentina amarillez; pero una curiosidad irresistible la retenía en el reducto, y fijaba los atónitos ojos en los tiradores y en el cañón que en aquel instante iba a ser disparado.

– Manuela – le dijo Agustín. – ¿No te vas? ¿No te causa temor esto que estás mirando?

La serrana con la atención fija en aquel espectáculo, asombrada, trémula, con los labios blancos y el pecho palpitante, ni se movía, ni hablaba.

¡Manuelilla – dijo Pirli corriendo hacia ella, – toma mi fusil y dispáralo!

Contra lo que esperábamos, Manuelilla no hizo movimiento alguno de terror.

– Tómalo, prenda – añadió Pirli haciéndole tomar el arma; – pon el dedo aquí, apunta afuera y tira. ¡Viva la segunda artillera Manuela Sancho y la Virgen del Pilar!

La serrana tomó el arma, y a juzgar por su actitud y el estupor inmenso revelado en su mirar, parecía que ella misma no se daba cuenta de su acción. Pero alzando el arma con mano temblorosa, apuntó hacia el campo, tiró del gatillo e hizo fuego.

Mil gritos y ardientes aplausos acogieron este disparo, y la serrana soltó el fusil. Estaba radiante de satisfacción y el júbilo encendió de nuevo sus mejillas.

– Ves: Ya has perdido el miedo – dijo el mínimo. – Si a estas cosas no hay más que tomarlas el gusto. Lo mismo debieran hacer todas las zaragozanas, y de ese modo la Agustina y Casta Álvarez no serían una gloriosa excepción entre las de su sexo.

– Venga otro fusil – exclamó la serrana, – que quiero tirar otra vez.

– Se han marchado ya, prenda. ¿Te ha sabido a bueno? – dijo Pirli, preparándose a hacer desaparecer algo de lo que contenían las cestas. – Mañana, si quieres, estás convidada a un poco de torta caliente. Ea, sentémonos y a comer.

El fraile, llamando a su perrillo, le decía: – Basta, hijo; no ladres tanto, ni lo tomes tan a pechos, que vas a quedarte ronco. Guarda ese arrojo para mañana: por hoy, no hay en qué emplearlo, pues, si no me engaño van a toda prisa a guarecerse detrás de sus parapetos.

En efecto, la escaramuza de los de San José había concluido, y por el momento no teníamos franceses a la vista. Un rato después sonó de nuevo la guitarra, y regresando las mujeres, comenzaron los dulces vaivenes de la jota, con Manuela Sancho y el gran Pirli en primera línea.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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