Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 7
XV
Y engañamos al viejo y fuimos, ya muy avanzada la noche, porque la inhumación que acabo de mencionar duró más de tres horas. La luz del incendio por aquella parte había dejado de verse; la masa de la torre perdíase en la oscuridad de la noche y su gran campana no sonaba sino de tarde en tarde para anunciar la salida de una bomba. Pronto llegamos a la plazuela de San Felipe, y al observar que humeaba el techo de una casa cercana en la calle del Temple, comprendimos que no fue la del tío Candiola sino aquella, la que tres horas antes habían invadido las llamas.
– Dios la ha preservado – dijo Agustín con mucha alegría, – si la ruindad del padre atrae sobre aquel techo la cólera divina, las virtudes y la inocencia de Mariquilla la detienen. Vamos allá.
En la plazuela de San Felipe había alguna gente; pero la calle de Antón Trillo estaba desierta. Nos detuvimos junto a la tapia de la huerta y pusimos atento el oído. Todo estaba tan en silencio, que la casa parecía abandonada. ¿Lo estaría realmente? Aunque aquel barrio era de los menos castigados por el bombardeo, muchas familias le habían desalojado, o vivían refugiadas en los sótanos.
– Si entro – me dijo Agustín, – tú entrarás conmigo. Después de la escena de hoy, temo que don Jerónimo, suspicaz y medroso como buen avaro, esté alerta toda la noche y ronde la huerta, creyendo que vuelven a quitarle su hacienda.
– En ese caso – le respondí, – más vale no entrar, porque además del peligro que trae el caer en manos de ese vestiglo, habrá gran escándalo, y mañana todos los habitantes de Zaragoza sabrían que el hijo de D. José de Montoria, el joven destinado a encajarse una mitra en la cabeza, anda en malos pasos con la hija del tío Candiola.
Pero esto y algo más que le dije era predicar en desierto, y así, sin atender razones, insistiendo en que yo le siguiera, hizo la señal amorosa, aguardando con la mayor ansiedad que fuera contestada. Transcurrió algún tiempo, y al cabo, después de mucho mirar y remirar desde la acera de enfrente, percibimos luz en la ventana alta. Sentimos luego descorrer muy quedamente el cerrojo del portalón, y este se abrió sin rechinar, pues sin duda el amor había tenido la precaución de engrasar sus viejos goznes. Los dos entramos, topando de manos a boca, no con la deslumbradora hermosura de una perfumada y voluptuosa doncella, sino con una avinagrada cara, en la que al punto reconocí a doña Guedita.
– Vaya unas horas de venir acá – dijo gruñendo, – y viene con otro. Caballeritos, hagan Vds. el favor de no meter ruido. Anden sobre las puntas de los pies y cuiden de no tropezar ni con una hoja seca, que el señor me parece que está despierto.
Esto nos lo dijo en voz tan baja que apenas lo entendimos, y luego marchó adelante haciendo señas de que la siguiéramos y poniendo el dedo en los labios para intimarnos un silencio absoluto. La huerta era pequeña; pronto le dimos fin, tropezando con una escalerilla de piedra que conducía a la entrada de la casa, y no habíamos subido seis escalones cuando nos salió al encuentro una esbelta figura, arrebujada en una manta, capa o cabriolé. Era Mariquilla. Su primer ademán fue imponernos silencio, y luego miró con inquietud una ventana lateral que también caía a la huerta. Después mostró sorpresa al ver que Agustín iba acompañado; pero este supo tranquilizarla, diciendo:
– Es Gabriel, mi amigo, mi mejor, mi único amigo, de quien me has oído hablar tantas veces.
– Habla más bajo – dijo María. – Mi padre salió hace poco de su cuarto con una linterna, y rondó toda la casa y la huerta. Me parece que no duerme aún. La noche está oscura. Ocultémonos en la sombra del ciprés y hablemos en voz muy baja.
La escalera de piedra conducía a una especie de corredor o balcón con antepecho de madera. En el extremo de este corredor un ciprés corpulento, plantado en la huerta, proyectaba gran masa de sombra, formando allí una especie de refugio contra la claridad de la luna. Las ramas desnudas del olmo se extendían sin sombrear por otro lado, y garabateaban con mil rayas el piso del corredor, la pared de la casa y nuestros cuerpos. Al amparo de la sombra del ciprés sentose Mariquilla en la única silla que allí había; púsose Montoria en el suelo y junto a ella, apoyando las manos en sus rodillas, y yo senteme también sobre el piso, no lejos de la hermosa pareja. Era la noche, como de Enero, serena, seca y fría; quizás los dos amantes, caldeados en el amoroso rescoldo de sus corazones, no sentían la baja temperatura; pero yo, criatura ajena a sus incendios, me envolví en mi capote para resguardarme de la frialdad de los ladrillos. La tía Guedita había desaparecido. Mariquilla entabló la conversación abordando desde luego, el punto difícil.
– Esta mañana te vi en la calle. Cuando sentimos Guedita y yo el gran ruido de la mucha gente que se agolpaba en nuestra puerta, me asomé a la ventana y te vi en la acera de enfrente.
– Es verdad – respondió Montoria con turbación. – Allá fui; pero tuve que marcharme al instante porque se me acababa la licencia.
– ¿No viste cómo aquellos bárbaros atropellaron a mi padre? – dijo Mariquilla conmovida. – Cuando aquel hombre cruel le castigó, miré a todos lados, esperando que tú saldrías en su defensa; pero ya no te vi por ninguna parte.
– Lo que te digo, Mariquilla de mi corazón – repuso Agustín – es que tuve que marcharme antes… Después me dijeron que tu padre había sido maltratado, y me dio un coraje… quise venir…
– ¡A buenas horas! Entre tantas, entre tantas personas – añadió la Candiola llorando – ni una, ni una sola hizo un gesto para defenderle. Yo me moría de miedo aquí arriba, viéndole en peligro. Miramos con ansiedad a la calle. Nada, no había más que enemigos… Ni una mano generosa, ni una voz caritativa… Entre todos aquellos hombres, uno, más cruel que todos arrojó a mi padre en el suelo… ¡Oh! Recordando esto, no sé lo que me pasa. Cuando lo presencié, un gran terror me tuvo por momentos paralizada. Hasta entonces no conocí yo la verdadera cólera, aquel fuego interior, aquel impulso repentino que me hizo correr de aposento en aposento buscando… Mi pobre padre yacía en el suelo y el miserable le pisoteaba como si fuera un reptil venenoso. Viendo esto, yo sentía la sangre hirviendo en mi cuerpo. Como te he dicho, corrí por la habitación buscando un arma, un cuchillo, un hacha, cualquier cosa. No encontré nada… Desde lo interior oí los lamentos de mi padre, y sin esperar más bajé a la calle. Al verme en el almacén entre tantos hombres, sentí de nuevo invencible terror, y no podía dar un paso. El mismo que le había maltratado me alargó un puñado de monedas de oro. No las quise tomar, pero luego se las arrojé a la cara con fuerza. Me parecía tener en la mano un puñado de rayos, y que vengaba a mi padre lanzándolos contra aquellos viles. Salí después, miré otra vez a todos lados buscándote, pero nada vi. Sólo entre la turba inhumana, mi padre se encontraba sobre el cieno pidiendo misericordia.
– ¡Oh! María, Mariquilla de mi corazón – exclamó Agustín con dolor, besando las manos de la desgraciada hija del avaro, – no hables más de ese asunto, que me destrozas el alma. Yo no podía defenderle… tuve que marcharme… no sabía nada… creí que aquella gente se reunía con otro objeto. Es verdad que tienes razón; pero deja ese asunto que me lastima, me ofende y me causa inmensa pena.
– Si hubieras salido a la defensa de mi padre, este te hubiera mostrado gratitud. De la gratitud se pasa al cariño. Habrías entrado en casa…
– Tu padre es incapaz de amar a nadie – respondió Montoria. – No esperes que consigamos nada por ese camino. Confiemos en llegar al cumplimiento de nuestro deseo por caminos desconocidos, con la ayuda de Dios y cuando menos lo parezca. No pensemos en lo ordinario ni en lo que tenemos delante, porque todo lo que nos rodea está lleno de peligros, de obstáculos, de imposibilidades; pensemos en algo imprevisto, en algún medio superior y divino, y llenos de fe en Dios y en el poder de nuestro amor, aguardemos el milagro que nos ha de unir, porque será un milagro, María, un prodigio como los que cuentan de otros tiempos y nos resistimos a creer.
– ¡Un milagro! – exclamó María con melancólica estupefacción. – Es verdad. Tú eres un caballero principal, hijo de personas que jamás consentirían en verte casado con la hija del Sr. Candiola. Mi padre es aborrecido en toda la ciudad. Todos huyen de nosotros, nadie nos visita; si salgo, me señalan, me miran con insolencia y desprecio. Las muchachas de mi edad no gustan de alternar conmigo, y los jóvenes del pueblo que recorren de noche la ciudad cantando músicas amorosas al pie de las rejas de sus novias, vienen junto a las mías a decir insultos contra mi padre, llamándome a mí misma con los nombres más feos. ¡Oh! ¡Dios mío! Comprendo que ha de ser preciso un milagro para que yo sea feliz… Agustín, nos conocemos hace cuatro meses y aún no has querido decirme el nombre de tus padres. Sin duda no serán tan odiados como el mío. ¿Por qué lo ocultas? Si fuera preciso que nuestro amor se hiciera público, te apartarías de las miradas de tus amigos, huyendo con horror de la hija del tío Candiola.
– ¡Oh! No, no digas eso – exclamó Agustín, abrazando las rodillas de Mariquilla y ocultando el rostro en su regazo. – No digas que me avergüenzo de quererte, porque al decirlo insultas a Dios. No es verdad. Hoy nuestro amor permanece en secreto porque es necesario que así pase; pero cuando sea preciso descubrirlo, lo descubriré arrostrando la cólera de mi padre. Sí, María, mis padres me maldecirán, arrojándome de su casa. Pero mi amor será más fuerte que su enojo. Hace pocas noches me dijiste, mirando ese monumento que desde aquí se descubre: «Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte». Yo te juro que la firmeza de mi amor excede a la inmovilidad, al grandioso equilibrio de esa torre, que podrá caer al suelo, pero jamás ponerse a plomo sobre la base que la sustenta. Las obras de los hombres son variables; las de la naturaleza son inmutables y descansan eternamente sobre su inmortal asiento. ¿Has visto el Moncayo, esa gran peña que escalonada con otras muchas se divisa hacia Poniente, mirando desde el arrabal? Pues cuando el Moncayo se canse de estar en aquel sitio, y se mueva, y venga andando hasta Zaragoza, y ponga uno de sus pies sobre nuestra ciudad, reduciéndola a polvo, entonces, sólo entonces dejaré de quererte.
De este modo hiperbólico y con este naturalismo poético expresaba mi amigo su grande amor, correspondiendo y halagando así la imaginación de la hermosa Candiola, que propendía con impulso ingénito al mismo sistema. Callaron ambos un momento, y luego los dos, mejor dicho, los tres, proferimos una exclamación y miramos a la torre, cuya campana había lanzado al viento dos toques de alarma. En el mismo instante un globo de fuego surcó el espacio negro describiendo rápidas oscilaciones.
– ¡Una bomba! ¡Es una bomba – exclamó María con pavor, arrojándose en brazos de su amigo.
La espantosa luz pasó velozmente por encima de nuestras cabezas, por encima de la huerta y de la casa, iluminando a su paso la torre, los techos vecinos, hasta el rincón donde nos escondíamos. Luego sintiose el estallido. La campana empezó a clamar, uniéndose a su grito el de otras más o menos lejanas, agudas, graves, chillonas, cascadas, y oímos el tropel de la gente que corría por las inmediatas calles.
– Esa bomba no nos matará – dijo Agustín, tranquilizando a su novia. – ¿Tienes miedo?
– ¡Mucho, muchísimo miedo! – respondió esta. – Aunque a veces me parece que tengo mucho, muchísimo valor. Paso las noches rezando y pidiéndole a Dios que aparte el fuego de mi casa. Hasta ahora ninguna desgracia nos ha ocurrido, ni en este ni en el otro sitio. Pero ¡cuántos infelices han perecido, cuántas casas de personas honradas y que nunca hicieron mal a nadie han sido destruidas por las llamas! Yo deseo ardientemente ir, como los demás, a socorrer a los heridos; pero mi padre me lo prohíbe, y se enfada conmigo siempre que se lo propongo.
Esto decía, cuando en el interior de la casa sentimos ruido vago y lejano en que se confundía con la voz de la señora Guedita la desapacible del tío Candiola. Los tres obedeciendo a un mismo pensamiento nos estrechamos en el rincón y contuvimos el aliento, temiendo ser sorprendidos. Luego sentimos más cerca la voz del avaro que decía:
– ¿Qué hace Vd. levantada a estas horas, señora Guedita?
– Señor – contestó la vieja, asomándose por una ventana que daba al corredor, – ¿quién puede dormir con este horroroso bombardeo? Si a lo mejor se nos mete aquí una señora bomba y nos coge en la cama y en paños menores, y vienen los vecinos a sacar los trastos y a pagar el fuego… ¡Oh, qué falta de pudor! No pienso desnudarme mientras dure este endemoniado bombardeo.
– Y mi hija, ¿duerme? – preguntó Candiola, que al decir esto se asomaba por un ventanillo al otro extremo de la huerta.
– Arriba está durmiendo como una marmota – repuso la dueña. – Bien dicen que para la inocencia no hay peligros. A la niña no le asusta una bomba más que un cohete.
– Si desde aquí se divisara el punto donde ha caído ese proyectil… – dijo Candiola alargando su cuerpo fuera de la ventana para poder extender la vista por sobre los tejados vecinos, más bajos que el de su casa. – Se ve claridad como de incendio; pero no puedo decir si es cerca o lejos.
– O yo no entiendo nada de bombas – dijo Guedita desde el corredor, – o esta ha caído allá por el mercado.
– Así parece. Si cayeran todas en las casas de los que sostienen la defensa, y se empeñan en no acabar de una vez tantos desastres… Si no me engaño, señora Guedita, el fuego luce hacia la calle de la Tripería. ¿No están por allá los almacenes de la junta de abastos? ¡Ah! ¡Bendita bomba, que no cayera en la calle de la Hilarza y en la casa del malvado y miserable ladrón!… Señora Guedita, estoy por salir a la calle a ver si el regalo ha caído en la calle de la Hilarza, en la casa del orgulloso, del entrometido, del canalla, del asesino D. José de Montoria. Se lo he pedido con tanto fervor esta noche a la Virgen del Pilar, a las Santas Masas y a Santo Domingo del Val, que al fin creo que han oído.
– Sr. D. Jerónimo – dijo la vieja, – déjese de correrías que el frío de la noche traspasa, y no vale la pena de coger una pulmonía por ver dónde paró la bomba, que harto tenemos ya con saber que no se nos ha metido en casa. Si la que pasó no ha caído en casa de ese bárbaro sayón, otra caerá mañana, pues los franceses tienen buena mano. Conque acuéstese su merced, que yo me quedo rondando la casa, por si ocurriese algo.
Candiola, respecto a la salida, varió sin duda de parecer, en vista de los buenos consejos de la criada, porque cerrando la ventanilla, metiose dentro, y no se le sintió más en el resto de la noche. Mas no porque desapareciera rompieron los amantes el silencio, temerosos de ser escuchados o sorprendidos; y hasta que la vieja no vino a participarnos que el señor roncaba como un labriego, no se reanudó el diálogo interrumpido.
– Mi padre desea que las bombas caigan sobre la casa de su enemigo – dijo María. – Yo no quisiera verlas en ninguna parte, pero si alguna vez se puede desear mal al prójimo, es en esta ocasión, ¿no es verdad?
Agustín no contestó nada.
– Tú te marchaste – continuó la joven; – tú no viste cómo aquel hombre, el más cruel, el más malvado y cobarde de todos los que vinieron, le arrojó al suelo, ciego de cólera y le pisoteó. Así patearán su alma los demonios en el infierno, ¿no es verdad?
– Sí – contestó lacónicamente el mozo.
– Esta tarde, después que todo aquello pasó, Guedita y yo curábamos las contusiones de mi padre. Él estaba tendido sobre su cama, y loco de desesperación, se retorcía mordiéndose los puños y lamentándose de no haber tenido más fuerza que el otro. Nosotras procurábamos consolarle; pero él nos decía que calláramos. Después me echó en cara ¡tal era su rabia!, que hubiese yo arrojado a la calle el dinero de la harina; enfadose mucho conmigo, y me dijo que pues no se pudo sacar otra cosa, los tres mil reales y pico no debían despreciarse; y que yo era una loca despilfarradora, que lo estaba arruinando. De ningún modo podíamos calmarle. Cerca ya del anochecer sentimos otra vez ruido en la calle. Creímos que volvían los mismos y el mismo del mediodía. Mi padre quiso arrojarse del lecho lleno de furia. Yo tuve al principio mucho miedo; después me reanimé, considerando que era necesario mostrar valor. Pensando en ti, dije: «Si él estuviera en casa, nadie nos insultaría». Como el rumor de la calle aumentara, lleneme de valor, cerré bien todas las puertas, y rogando a mi padre que continuase quieto en su cama, resolví esperar. Mientras Guedita rezaba de rodillas a todos los santos del cielo, yo registré la casa buscando un arma, y al fin pude hallar un cuchillo. La vista de esta arma siempre me ha causado horror; pero hoy la empuñé con decisión. ¡Oh!, estaba fuera de mí, y aún ahora mismo me causa espanto el pensar en aquello. Frecuentemente me desmayo al mirar un herido; me asusto y tiemblo sólo de ver una gota de sangre; casi lloro si castigan a un perro delante de mí, y jamás he tenido fuerzas para matar una mosca; pero esta tarde, Agustín, esta tarde cuando sentí ruido en la calle, cuando creí oír de nuevo los golpes en la puerta, cuando esperaba por momentos ver delante de mí a aquellos hombres… Te juro que si llega a salir verdad lo que temí, si cuando yo estaba en el cuarto de mi padre, junto a su lecho, llega a entrar el mismo hombre que le maltrató algunas horas antes, te juro que allí mismo… sin vacilar… cierro los ojos y le parto el corazón.
– ¡Calla, por Dios! – dijo Montoria con horror. – Me causas miedo, María, y al oírte me parece que tus propias manos, estas divinas manos clavan en mi pecho la hoja fría. No maltratarán otra vez a tu padre. Ya ves cómo lo de esta noche fue puro miedo. No, no hubieras sido capaz de lo que dices; tú eres una mujer, y una mujer débil, sensible, tímida, incapaz de matar a un hombre, como no le mates de amor. El cuchillo se te hubiera caído de las manos y no habrías manchado tu pureza con la sangre de un semejante. Esos horrores se quedan para nosotros los hombres, que nacemos destinados a la lucha, y que a veces nos vemos en el triste caso de gozar arrancando hombres a la vida. María, no hables más de ese asunto, no recuerdes a los que te ofendieron; olvídalos, perdónalos, y sobre todo no mates a nadie, ni aun con el pensamiento.
XVI
Mientras esto decían, observé el rostro de la Candiola, que en la oscuridad parecía modelado en pálida cera y tenía el tono pastoso y mate del marfil. De sus negros ojos, siempre que los alzaba al cielo, partía un ligero rayo. Sus negras pupilas, sirviendo de espejo a la claridad del cielo, producían, en el fondo donde nos encontrábamos, dos rápidos puntos de luz, que aparecían y se borraban, según la movilidad de su mirada. Y era curioso observar en aquella criatura, toda ella pasión, la borrascosa crisis que removía y exaltaba su sensibilidad hasta ponerla en punto de bravura. Aquel abandono voluptuoso, aquel arrullo (pues no hallo nombre más propio para pintarla), aquel tibio agasajo que había en la atmósfera junto a ella, no se avenía bien aparentemente con los alardes de heroísmo en defensa del ultrajado padre; pero una observación atenta podía descubrir que ambas corrientes afluían de un mismo manantial.
– Yo admiro tu exaltado cariño filial – prosiguió Agustín. – Ahora, oye otra cosa. No disculpo a los que maltrataron a tu padre; pero no debes olvidar que tu padre es el único que no ha dado nada para la guerra. D. Jerónimo es una persona excelente; pero no tiene en su alma ni una chispa de patriotismo. Le son indiferentes las desgracias de la ciudad y hasta parece alegrarse cuando no salimos victoriosos.
La Candiola exhaló algunos suspiros, elevando los ojos al cielo.
– Es verdad – dijo después. – Todos los días y a todas horas le estoy suplicando que dé algo para la guerra. Nada puedo conseguir, aunque le pondero la necesidad de los pobres soldados y el mal papel que estamos haciendo en Zaragoza. Él se enfada cuando me oye, y dice que el que ha traído la guerra que la pague. En el otro sitio, me alegraba en extremo cuando tenía noticia de una victoria, y el 4 de Agosto salí yo misma sola a la calle, no pudiendo resistir la curiosidad. Una noche estaba en casa de las de Urries, y como celebraran la acción de aquella tarde, que había sido muy brillante, empecé a alabar yo también lo ocurrido, mostrándome muy entusiasmada. Entonces una vieja que estaba presente me dijo en alta voz y con muy mal tono: «Niña loca, en vez de hacer esos aspavientos, ¿por qué no llevas al hospital de sangre siquiera una sábana vieja? En casa del Sr. Candiola, que tiene los sótanos llenos de dinero, ¿no hay un mal pingajo que dar a los heridos? Tu papaíto es el único, el único de todos los vecinos de Zaragoza que no ha dado nada para la guerra». Rieron todos al oír esto, y yo me quedé corrida, muerta de vergüenza, sin atreverme a hablar. En un rincón de la sala estuve hasta el fin de la tertulia, sin que nadie me dirigiera la palabra. Mis pocas amigas, que tanto me querían, no se acercaban a mí; entre el tumulto de la reunión, oí a menudo el nombre de mi padre con comentarios y apodos muy denigrantes. ¡Oh! Se me partía con esto el corazón. Cuando me retiré para venir a casa, apenas me saludaron fríamente, y los amos de la casa me despidieron con desabrimiento. Vine aquí, era ya de noche, me acosté, y no pude dormir ni cesé de llorar hasta por la mañana. La vergüenza me requemaba la sangre.
– Mariquilla – exclamó Agustín con amor, – la bondad de tus sentimientos es tan grande, que por ella olvidará Dios las crueldades de tu padre.
– Después – prosiguió la Candiola, – a los pocos días, el 4 de Agosto, vinieron los dos heridos que nombró hoy en la reyerta el enemigo de mi padre. Cuando nos dijeron que la junta destinaba a casa dos heridos para que los asistiéramos, Guedita y yo nos alegramos mucho, y locas de contento empezamos a preparar vendas, hilas y camas. Les esperábamos con tanta ansiedad que a cada instante nos poníamos a la ventana por ver si venían. Por fin vinieron; mi padre, que había llegado momentos antes de la calle con muy negro humor, quejándose de que habían muerto muchos de sus deudores, y que no tenía esperanza de cobrar, recibió muy mal a los heridos. Yo le abracé llorando y le pedí que les diera alojamiento; pero no me hizo caso, y ciego de cólera, les arrojó en medio del arroyo, atrancó la puerta y subió diciendo: «Que los asista quien los ha parido». Era ya de noche. Guedita y yo estábamos muertas de desolación. No sabíamos qué hacer, y desde aquí sentíamos los lamentos de aquellos dos infelices, que se arrastraban en la calle pidiendo socorro. Mi padre, encerrándose en su cuarto para hacer cuentas, no se cuidaba ya ni de ellos ni de nosotras. Pasito a pasito, para que no nos sintiera, fuimos a la habitación que da a la calle, y por la ventana les echamos trapos para que se vendaran; pero no los podían coger. Les llamamos, nos vieron, y alargaban sus manos hacia nosotras. Atamos un cestillo a la punta de una caña y les dimos algo de comida; pero uno de ellos estaba exánime y al otro sus dolores no le permitían comer nada. Les animábamos con palabras tiernas, y pedíamos a Dios por ellos. Por último, resolvimos bajar por aquí y salir afuera para asistirles, aunque sólo un momento; pero mi padre nos sorprendió y se puso furioso. ¡Qué noche, Santa Virgen! Uno de ellos murió en medio de la calle, y el otro se fue arrastrando a buscar misericordia no sé dónde.
Agustín y yo callamos, meditando en las monstruosas contradicciones de aquella casa.
– Mariquilla – exclamó al fin mi amigo, – ¡qué orgulloso estoy de quererte! La ciudad no conoce tu corazón de oro, y es preciso que lo conozca. Yo quiero decir a todo el mundo que te amo, y probar a mis padres, cuando lo sepan, que he hecho una elección acertada.
– Yo soy como cualquiera – dijo con humildad la Candiola, – y tus padres no verán en mí sino la hija del que llaman el judío mallorquín. ¡Oh, me mata la vergüenza! Quiero salir de Zaragoza y no volver más a este pueblo. Mi padre es de Palma, es cierto; pero no desciende de judíos, sino de cristianos viejos, y mi madre era aragonesa y de la familia de Rincón. ¿Por qué somos despreciados? ¿Qué hemos hecho?
Diciendo esto, los labios de Mariquilla se contrajeron con una sonrisa entre incrédula y desdeñosa. Agustín, atormentado sin duda por dolorosos pensamientos, permaneció mudo, con la frente apoyada sobre las manos de su novia. Terribles fantasmas se alzaban con amenazador ademán entre uno y otro. Con los ojos del alma, él y ella les estaban mirando llenos de espanto.
Después de un largo rato, Agustín alzó el rostro.
– María, ¿por qué callas? Di algo.
– ¿Por qué callas tú, Agustín?
– ¿En qué piensas?
– ¿En qué piensas tú?
– Pienso – dijo el mancebo – en que Dios nos protegerá. Cuando concluya el sitio, nos casaremos. Si tú te vas de Zaragoza, yo iré contigo a donde tú te vayas. ¿Tu padre te ha hablado alguna vez de casarte con alguien?
– Nunca.
– No impedirá que te cases conmigo. Yo sé que los míos se opondrán; pero mi voluntad es irrevocable. No comprendo la vida sin ti, y perdiéndote no existiría. Eres la suprema necesidad de mi alma, que sin ti sería como el universo sin luz. Ninguna fuerza humana nos apartará mientras tú me ames. Esta convicción está tan arraigada dentro de mí, que si alguna vez pienso que nos hemos de separar en vida para siempre, se me representa esto como un trastorno en la naturaleza. ¡Yo sin ti! Esto me parece la mayor de las aberraciones. ¡Yo sin ti! ¡Qué delirio y qué absurdo! Es como el mar en la cumbre de las montañas y la nieve en las profundidades del océano vacío, como los ríos corriendo por el cielo y los astros hechos polvo de fuego en las llanuras de la tierra; como si los árboles hablaran y el hombre viviera entre los metales y las piedras preciosas en las entrañas de la tierra. Yo me acobardo a veces, y tiemblo pensando en las contrariedades que nos abruman; pero la confianza que ilumina mi espíritu, como la fe de las cosas santas, me reanima. Si por momentos temo la muerte, después una voz secreta me dice que no moriré mientras tú vivas. ¿Ves todo este estrago del sitio que soportamos? ¿Ves cómo llueven bombas, granadas y balas, y cómo caen para no levantarse más infinitos compañeros míos? Pues pasada la primera impresión de miedo, nada de esto me hace estremecer, y creo que la Virgen del Pilar aparta de mí la muerte. Tu sensibilidad te tiene en comunicación constante con los ángeles del cielo; tú eres un ángel del cielo, y el amarte, el ser amado por ti, me da un poder divino contra el cual nada pueden las fuerzas del hombre.
Así habló largo rato Agustín, desbordándose de su llena fantasía los pensamientos de la amorosa superstición que le dominaba.
– Pues yo – dijo Mariquilla – también tengo cierta confianza en lo mismo que has dicho. Temo mucho que te maten; pero no se qué voces me suenan en el fondo de mi alma, diciéndome que no te matarán. ¿Será porque he rezado mucho, pidiendo a Dios conserve tu vida en medio de este horroroso fuego? No lo sé. Por las noches, como me acuesto pensando en las bombas que han caído, en las que caen, y en las que caerán, sueño con las batallas, y no ceso de oír el zumbido de los cañones. Deliro mucho, y Guedita que duerme junto a mí, dice que hablo en sueños, diciendo mil desatinos. Seguramente diré alguna cosa, porque no ceso de soñar, y te veo en la muralla y hablo contigo y me respondes. Las balas no te tocan, y me parece que es por los Padre Nuestros que rezo despierta y dormida. Hace pocas noches soñé que iba a curar a los heridos con otras muchachas, y que les poníamos buenos en el acto, casi resucitándoles con nuestras hilas. También soñé que de vuelta a casa, te encontré aquí, estabas con tu padre, que era un viejecito muy amable y risueño, y hablaba con el mío, sentados ambos en el sofá de la sala, y los dos parecían muy amigos. Después soñé que tu padre me miraba sonriendo, y empezó a hacerme preguntas. Otras veces sueño cosas tristes. Cuando despierto, pongo atención, y si no siento el ruido del bombardeo, digo: «puede que los franceses hayan levantado el sitio». Si oigo cañonazos, miro a la imagen de la Virgen del Pilar que está en mi cuarto, le pregunto con el pensamiento, y me contesta que no has muerto, sin que yo pueda decir qué signo emplea para responderme. Paso el día pensando en las murallas, y me pongo en la ventana para oír lo que dicen los mozos al pasar por la calle. Algunas veces siento tentaciones de preguntarles si te han visto… Llega la noche, te veo, y me quedo tan contenta. Al día siguiente Guedita y yo nos ocupamos en preparar alguna cosa de comer a escondidas de mi padre; si vale la pena, te la guardamos a ti; y si no, se la lleva para los heridos y enfermos ese frailito que llaman el padre Busto, el cual viene por las tardes con pretexto de visitar a doña Guedita de quien es pariente. Nosotras le preguntamos cómo va la cosa, y él nos dice: «Perfectamente. Las tropas están haciendo grandes proezas, y los franceses tendrán que retirarse como la otra vez». Estas noticias de que todo va bien nos vuelven locas de gozo. El ruido de las bombas nos entristece después; pero rezando recobramos la tranquilidad. A solas en nuestro cuarto, de noche, hacemos hilas y vendas, que se lleva también a escondidas el padre Busto, como si fueran objetos robados, y al sentir los pasos de mi padre, lo guardamos todo con precipitación y apagamos la luz, porque si descubre lo que estamos haciendo, se pone furioso.
Contando sus sustos y sus alegrías con divina sencillez, Mariquilla estaba risueña y algo festiva. El encanto especial de su voz no es descriptible, y sus palabras semejantes a una vibración de notas cristalinas dejaban eco armonioso en el alma. Cuando concluyó, el primer resplandor de la aurora empezaba a alumbrar su semblante.
– Despunta el día Mariquilla – dijo Agustín, – y tenemos que marcharnos. Hoy vamos a defender las Tenerías; hoy habrá un fuego horroroso y morirán muchos; pero la Virgen del Pilar nos amparará y podremos gozar de la victoria. María, Mariquilla, no me tocarán las balas.