Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 6
– Yo no mantengo vagabundos. Pues qué, ¿teníamos necesidad de que los franceses nos bombardearan, destruyendo la ciudad? ¡Maldita guerra! ¿Y quieren que yo les dé de comer? Veneno les daría.
– ¡Canalla, sabandijo, polilla de Zaragoza y deshonra del pueblo español! – exclamó mi protector, amenazando con el puño la arrugada cara del avaro. – Más quisiera condenarme, ¡cuerno!, quemándome por toda la eternidad en las llamas del infierno, que ser lo que tú eres, que ser el tío Candiola por espacio de un minuto. Conciencia más negra que la noche, alma perversa, ¿no te avergüenzas de ser el único que en esta ciudad ha negado sus recursos al ejército libertador de la patria? El odio general que por esta vil conducta has merecido, ¿no pesa sobre ti más que si te hubieran echado encima todas las peñas del Moncayo?
– Basta de músicas y déjenme en paz – repuso don Jerónimo dirigiéndose a la puerta.
– Ven acá, reptil inmundo – gritó Montoria, deteniéndole. – Te he dicho que no me voy sin la harina. Si no la das de grado como todo buen español, la darás por fuerza, y te la pagaré a razón de cuarenta y ocho reales costal, que es el precio que tenía antes del sitio.
– ¡Cuarenta y ocho reales! – exclamó Candiola con expresión rencorosa. – Mi pellejo daría por ese precio antes que la harina. La compré yo más cara. ¡Maldita tropa! ¿Me mantienen ellos a mí, Sr. de Montoria?
– Dales gracias, execrable usurero, porque no han puesto fin a tu vida inútil. La generosidad de este pueblo ¿no te llama la atención? En el otro sitio y cuando pasábamos los mayores apuros por reunir dinero y efectos, tu corazón de piedra permaneció insensible, y no se te pudo arrancar ni una camisa vieja para cubrir la desnudez del pobre soldado, ni un pedazo de pan para matar su hambre. Zaragoza no ha olvidado tus infamias. ¿Recuerdas que después de la acción del 4 de Agosto se repartieron los heridos por la ciudad, y a ti te tocaron dos, que no lograron traspasar el umbral de esa puerta de la miseria? Yo me acuerdo bien: en la noche del 4 llegaron a tu puerta, y con sus débiles manos tocaron para que les abrieras. Sus ayes lastimosos no conmovían tu corazón de corcho; salistes a la puerta, y golpeándoles con el pie les lanzaste en medio de la calle, diciendo que tu casa no era un hospital. Indigno hijo de Zaragoza, ¿dónde tienes el alma, dónde tienes la conciencia? Pero tú no tienes alma ni eres hijo de Zaragoza, sino que naciste de un mallorquín con sangre de judío.
Los ojos de Candiola echaban chispas; temblábale la quijada, y con sus dedos convulsos apretaba en la mano derecha el palo que le servía de bastón.
– Sí, tú tienes sangre de judío mallorquín; tú no eres hijo de esta noble ciudad. Los lamentos de aquellos dos pobres heridos ¿no resuenan todavía en tus orejas de murciélago? Uno de ellos, desangrado rápidamente, murió en este mismo sitio en que estamos. El otro arrastrándose pudo llegar hasta el mercado, donde nos contó lo ocurrido. ¡Infame espantajo! ¿No te asombrastes de que el pueblo zaragozano no te despedazara en la mañana del 5? Candiola, Candiolilla, dame la harina y tengamos la fiesta en paz.
– Montoria, Montorilla – repuso el otro, – con mi hacienda y mi trabajo no engordan los vagabundos holgazanes. ¡Ya! ¡Háblenme a mí de caridad y de generosidad y de interés por los pobres soldados! Los que tanto hablan de esto son unos miserables gorrones que están comiendo a costa de la cosa pública. La junta de abastos no se reirá de mí. ¡Como si no supiéramos lo que significa toda esta música de los socorros para el ejército! Montoria, Montorilla, algo se queda en casa, ¿no es verdad? Buenas cochuras se harán en los hornos de algún patriota con la harina que dan los sandios bobalicones que la junta conoce. ¡A cuarenta y ocho reales! ¡Lindo precio! ¡Luego en las cuentas que se pasan al capitán general se le ponen como compradas a sesenta, diciendo que la Virgen del Pilar no quiere ser francesa!
D. José de Montoria que ya estaba sofocado y nervioso, luego que oyó lo anterior, perdió los estribos como vulgarmente se dice, y sin poder contener el primer impulso de su indignación, fuese derecho hacia el tío Candiola con apariencia de aporrearle la cara; mas este, que sin duda con su hábil mirada estratégica preveía el movimiento y se había preparado para rechazarlo, tomó rápidamente la ofensiva, arrojándose con salto de gato sobre mi protector, y le echó ambas manos al cuello, clavándole en él sus dedos huesosos y fuertes, mientras apretaba los dientes con tanta violencia cual si tuviera entre ellos la persona entera de su enemigo. Hubo una brevísima lucha, en que Montoria trabajó por deshacerse de aquella zarpa felina que tan súbitamente le había hecho presa, y en un instante viose que la fuerza nerviosa del avaro no podía nada contra la energía muscular del patriota aragonés. Sacudido con violencia por este, Candiola cayó al suelo como un cuerpo muerto.
Oímos un grito de mujer en la ventana alta, y luego el chasquido de la celosía al cerrarse. En aquel momento de dramática ansiedad, busqué en torno mío a Agustín; pero había desaparecido.
D. José de Montoria, frenético de ira pateaba con saña el cuerpo del caído, diciéndole al mismo tiempo con voz atropellada y balbuciente:
– Vil ladronzuelo, que te has enriquecido con la sangre de los pobres, ¿te atreves a llamarme ladrón, a llamar ladrones a los vocales de la junta de abastos? Con mil porras, yo te enseñaré a respetar a la gente honrada y agradéceme que no te arranco esa miserable lenguaza para echarla a los perros.
Todos los circunstantes estábamos mudos de terror. Al fin sacamos al infeliz Candiola de debajo de los pies de su enemigo, y su primer movimiento fue saltar de nuevo sobre él; pero Montoria se había adelantado hacia la casa, gritando:
– Ea, muchachos. Entrad en el almacén y sacad los sacos de harina. Pronto, despachemos pronto.
La mucha gente que se había reunido en la calle impidió al viejo Candiola entrar en su casa. Rodeándole al punto los chiquillos que en gran número de las cercanías habían acudido, tomáronle por su cuenta. Unos le empujaban hacia adelante; otros hacia atrás; hacíanle trizas el vestido, y los más tomando la ofensiva desde lejos, le arrojaban en grandes masas el lodo de la calle. En tanto, a los que penetramos en el piso bajo, que era el almacén, nos salió al encuentro una mujer, en quien al punto reconocí a la hermosa Mariquilla, toda demudada, temblorosa, vacilando a cada paso, sin poderse sostener, ni hablar, porque el terror la paralizaba. Su miedo era inmenso y a todos nos dio lástima cuando la vimos, incluso a Montoria.
– ¿Vd. es la hija del Sr. Candiola? – dijo este sacando del bolsillo un puñado de monedas, y haciendo una breve cuenta en la pared con un pedazo de carbón que tomó del suelo. – Sesenta y ocho costales de harina, a cuarenta y ocho reales son tres mil doscientos sesenta y cuatro. No valen ni la mitad, y me dan mucho olor a húmedo. Tome Vd., niña; aquí está la cantidad justa.
María Candiola no hizo movimiento alguno para tomar el dinero, y Montoria lo depositó sobre un cajón, repitiendo: – Ahí está.
Entonces la muchacha con brusco y enérgico movimiento que parecía, y lo era ciertamente, inspiración de su dignidad ofendida, tomó las monedas de oro, de plata y de cobre, y las arrojó a la cara de Montoria, como quien apedrea. Desparramose el dinero por el suelo y en el quicio de la puerta, sin que se haya podido averiguar en lo sucesivo dónde fue a parar.
Inmediatamente después, la Candiola, sin decirnos nada, salió a la calle, buscando con los ojos a su padre entre el apiñado gentío, y al fin, ayudada de algunos mozos que no sabían ver con indiferencia la desgracia de una mujer, rescató al anciano del cautiverio infame en que los muchachos lo tenían.
Entraron padre e hija por el portalón de la huerta, cuando empezábamos a sacar la harina.
XIII
Concluida la conducción, busqué a Agustín; pero no le encontraba en ninguna parte, ni en casa de su padre, ni en el almacén de la junta de abastos, ni en el Coso, ni en Santa Engracia. Al fin hallele a la caída de la tarde en el molino de pólvora, hacia San Juan de los Panetes. He olvidado decir que los zaragozanos, atentos a todo, habían improvisado un taller donde se elaboraban diariamente de nueve a diez quintales de pólvora. Ayudando a los operarios que ponían en sacos y en barriles la cantidad fabricada en el día, vi a Agustín de Montoria trabajando con actividad febril.
– ¿Ves este enorme montón de pólvora? – me dijo cuando me acerqué a él. – ¿Ves aquellos sacos y aquellos barriles todos llenos de la misma materia? Pues aún me parece poco, Gabriel.
– No sé lo que quieres decir.
– Digo que si esta inmensa cantidad de pólvora fuera del tamaño de Zaragoza me gustaría aún más. Sí, y en tal caso quisiera yo ser el único habitante de esta gran ciudad. ¡Qué placer! Mira, Gabriel; si así fuera, yo mismo le pegaría fuego, volaría hasta las nubes escupido por la horrorosa erupción, como la piedrecilla que lanza el cráter del volcán a cien leguas de distancia. Subiría al quinto cielo; y de mis miembros despedazados al caer después esparcidos en diferentes puntos no quedaría memoria. La muerte, Gabriel, la muerte es lo que deseo. Pero yo quiero una muerte… no sé cómo explicártelo. Mi desesperación es tan grande, que morir de un balazo, morir de una estocada no me satisface. Quiero estallar y difundirme por los espacios en mil inflamadas partículas; quiero sentirme en el seno de una nube flamígera y que mi espíritu saboree, aunque sólo sea por un instante de inconmensurable pequeñez, las delicias de ver reducida a polvo de fuego la carne miserable. Gabriel, estoy desesperado. ¿Ves toda esta pólvora? Pues supón dentro de mi pecho todas las llamas que pueden salir de aquí… ¿La viste cuando salió a recoger a su padre? ¿Viste cuando arrojó las monedas…? Yo estaba en la esquina observándolo todo. María no sabe que aquel hombre que maltrató a su padre es el mío. Viste cómo los chicos arrojaban lodo al pobre Candiola? Yo reconozco que Candiola es un miserable; pero ella, ¿qué culpa tiene? Ella y yo, ¿qué culpa tenemos? Nada, Gabriel, mi corazón destrozado anhela mil muertes; yo no puedo vivir; yo correré al sitio de mayor peligro y me arrojaré a buscar el fuego de los franceses, porque después de lo que he visto hoy, yo y la tierra en que habito somos incompatibles.
Le saqué de allí llevándole a la muralla, y tomamos parte en las obras de fortificación que se estaban haciendo en las Tenerías, el punto más débil de la ciudad después de la pérdida de San José y de Santa Engracia. Ya he dicho que desde la embocadura de la Huerva hasta San José había 50 bocas de fuego. Contra esta formidable línea de ataque ¿qué valía nuestro circuito fortificado?
El arrabal de las Tenerías se extiende al Oriente de la ciudad, entre la Huerva y el recinto antiguo perfectamente deslindado aún por la gran vía que se llama el Coso. Componíase a principios del siglo el caserío de edificios endebles, casi todos habitados por labradores y artesanos, y las construcciones religiosas no tenían allí la suntuosidad de otros monumentos de Zaragoza. La planta general de este barrio es aproximadamente un segmento de círculo, cuyo arco da al campo y cuya cuerda le une al resto de la ciudad, desde Puerta Quemada a la subida del Sepulcro. Corrían desde esta línea hacia la circunferencia varias calles, unas interrumpidas como las de Añón, Alcover y las Arcadas, y otras prolongadas como las de Palomar y San Agustín. Con estas se enlazaban sin plan ni concierto ni simetría alguna, estrechas vías como la calle de la Diezma, Barrio Verde, de los Clavos y de Pabostre. Algunas de estas se hallaban determinadas no por hileras de casas, sino por largas tapias, y a veces faltando una cosa y otra, las calles se resolvían en informes plazuelas, mejor dicho, corrales o patios donde no había nada. Digo mal, porque en los días a que me refiero, los escombros ocasionados por el primer sitio sirvieron para alzar baterías y barricadas en los puntos donde las casas no ofrecían defensa natural.
Cerca del pretil del Ebro, existían algunos trozos de muralla antigua, con varios cubos de mampostería, que algunos suponen hechos por manos de gente romana, y otros juzgan obra de los árabes. En mi tiempo (no sé cómo estará actualmente) estos trozos de muralla aparecían empotrados en las manzanas de casas, mejor dicho, las casas estaban empotradas en ellos, buscando apoyo en los recodos y ángulos de aquella obra secular, ennegrecida, mas no quebrantada, por el paso de tantos siglos. Así, lo nuevo se había edificado sobre y entre los restos de lo antiguo en confuso amasijo, como la gente española se desarrolló y crió sobre despojos de otras gentes con mezcladas sangres, hasta constituirse como hoy lo está.
El aspecto general del barrio de las Tenerías traía a la imaginación, acompañados de cierta idealidad risueña, los recuerdos de la dominación arábiga. La abundancia del ladrillo, los largos aleros, el ningún orden de las fachadas, las ventanuchas con celosías, la completa anarquía arquitectural, aquello de no saberse dónde acababa una casa y empezaba otra; la imposibilidad de distinguir si esta tenía dos pisos o tres, si el tejado de aquella servía de apoyo a las paredes de las de más allá; las calles que a lo mejor acababan en un corral sin salida, los arcos que daban entrada a una plazuela, todo me recordaba lo que en otro pueblo de España, de allí muy distante, había visto.
Pues bien: esta amalgama de casas que os he descrito muy a la ligera, este arrabal fabricado por varias generaciones de labriegos y curtidores, según el capricho de cada uno y sin orden ni armonía, estaba preparado para la defensa, o se preparaba en los días 24 y 25 de Enero, una vez que se advirtió la gran pompa de fuerzas ofensivas que desplegó el francés por aquella parte. Y he de advertir que todas las familias habitadoras de las casas del arrabal, procedían a ejecutar obras, según su propio instinto estratégico, y allí había ingenieros militares con faldas, que dieron muestras de un profundo saber de guerra al tabicar ciertos huecos y abrir otros al fuego y a la luz. Los muros de Levante estaban en toda su extensión aspillerados. Los cubos de la muralla cesaraugustana, hechos contra las flechas y las piedras de honda, sostenían cañones.
Si la zona de acción de alguna de estas piezas era estrechada por cualquier tejado colindante, azotea o casa entera, al punto se quitaba el obstáculo. Muchos pasos habían sido obstruidos, y dos de los edificios religiosos del arrabal, San Agustín y las Mónicas, eran verdaderas fortalezas. La tapia había sido reedificada y reforzada; las baterías se enlazaban unas con otras, y nuestros ingenieros habían calculado hábilmente las posiciones y el alcance de las obras enemigas para acomodar a ellas las defensivas. Dos puntos avanzados tenía la línea, y eran el molino de Goicoechea y una casa, que por pertenecer a un D. Victoriano González, ha quedado en la historia con el nombre de Casa de González. Recorriendo dicha línea desde Puerta Quemada, se encontraba, primero, la batería de Palafox, luego, el Molino de la ciudad; luego las eras de San Agustín, en seguida el molino de Goicoechea, colocado fuera del recinto, después la tapia de la huerta de las Mónicas, y a continuación, las de San Agustín; más adelante una gran batería y la casa de González. Esto es todo lo que recuerdo de las Tenerías. Había por allí un sitio que llamaban el Sepulcro, por la proximidad de una iglesia de este nombre. Al arrabal entero, mejor que a una parte de él, cuadraba entonces el nombre de sepulcro. Y no os digo más por no cansaros con estas menudencias descriptivas, que en rigor son innecesarias para quien conoce aquellos gloriosísimos lugares, e insuficientes para el que no ha podido visitarlos.
XIV
Agustín de Montoria y yo hicimos la guardia con nuestro batallón en el Molino de la ciudad, hasta después de anochecido, hora en que nos relevaron los voluntarios de Huesca, y se nos concedió toda la noche para estar fuera de las filas. Mas no se crea que en estas horas de descanso estábamos mano sobre mano, pues cuando concluía el servicio militar empezaba otro no menos penoso en el interior de la ciudad, ya conduciendo heridos a la Seo y al Pilar, ya desalojando casas incendiadas o bien llevando material a los señores canónigos, frailes y magistrados de la audiencia, que hacían cartuchos en San Juan de los Panetes.
Pasábamos Montoria y yo por la calle de Pabostre. Yo iba comiéndome con mucha gana un mendrugo de pan. Mi amigo, taciturno y sombrío, regalaba el suyo a los perros que encontrábamos al paso, y aunque hice esfuerzos de imaginación para alegrar un poco su ánimo contristado, él insensible a todo, contestaba con tétricas expresiones a mi festivo charlar. Al llegar al Coso, me dijo:
– Dan las diez en el reloj de la Torre Nueva. Gabriel, ¿sabes que quiero ir allá esta noche?
– Esta noche no puede ser. Esconde entre ceniza la llama del amor mientras atraviesan el aire esos otros corazones inflamados que llaman bombas y que vienen a reventar dentro de las casas, matando medio pueblo.
En efecto: el bombardeo, que no había cesado durante todo el día, continuaba en la noche, aunque un poco menos recio; y de vez en cuando caían algunos proyectiles, aumentando las víctimas que ya en gran número poblaban la ciudad.
– Iré allá esta noche – me contestó. – ¿Me vería Mariquilla entre el gentío que tocó a las puertas de su casa? ¿Me confundiría con los que maltrataron a su padre?
– No lo creo: esa niña sabrá distinguir a las personas formales. Ya averiguarás eso más adelante, y ahora no está el horno para bollos ¿Ves? De aquella casa piden socorro y por aquí van unas pobres mujeres. Mira, una de ellas no se puede arrastrar y se arroja en el suelo. Es posible que la señorita doña Mariquilla Candiola ande también socorriendo heridos en San Pablo o en el Pilar.
– No lo creo.
– O quizá esté en la cartuchería.
– Tampoco lo creo. Estará en su casa y allá quiero ir, Gabriel; ve tú al transporte de heridos, a la pólvora o a donde quieras, que yo voy allá.
Diciendo esto, se nos presentó Pirli, con su hábito de fraile, ya en mil partes agujereado, y el morrión francés tan lleno de abolladuras y desperfectos en el pelo, chapa y plumero, que el héroe, portador de tales prendas, más que soldado parecía una figura de Carnaval.
– ¿Van Vds. al acarreo de heridos? – nos dijo. – Ahora se nos murieron dos que llevábamos a San Pablo. Allá quieren gente para abrir la zanja en que van a enterrar los muertos de ayer; pero yo he trabajado bastante, y voy a descabezar un sueño en casa de Manuela Sancho. Antes bailaremos un poco: ¿queréis venir?
– No; vamos a San Pablo – contesté – y enterraremos muertos, pues todo es trabajar.
– Dicen que los muchos difuntos envenenan el aire y que por eso hay tanta gente con calenturas, las cuales despachan para el otro barrio más pronto que los heridos. Yo más quiero el pastel caliente que la epidemia, y una señora no me da miedo; pero el frío y la calentura, sí. Conque ¿vais a enterrar muertos?
– Sí – dijo Agustín. – Enterremos muertos.
– En San Pablo hay lo menos cuarenta, todos puestos en una capilla – añadió Pirli, – y al paso que vamos, pronto seremos más los muertos que los vivos. ¿Queréis divertiros? Pues no vayáis a abrir la zanja, sino a la cartuchería, donde hay unas mozas… Todas las muchachas principales del pueblo están allí y de cuando en cuando echan algo de canto y bailoteo para alegrar las almas.
– Pero allí no hacemos falta. ¿Está también Manuela Sancho?
– No: todas son señoritas principales, que han sido llamadas por la junta de seguridad. Y también hay muchas en los hospitales. Ellas se brindan a este servicio, y la que falta es mirada con tan malos ojos, que no encontrara novio con quien casarse en todo este año ni en el que viene.
Sentimos detrás de nosotros pasos precipitados, y volviéndonos, vimos mucha gente, entre cuyas voces reconocimos la de D. José de Montoria, el cual al vernos, muy encolerizado nos dijo:
– ¿Qué hacéis, papanatas? Tres hombres sanos y rollizos se están aquí mano sobre mano, cuando hace tanta falta gente para el trabajo. Vamos, largo de aquí. Adelante, caballeritos. Veis aquellos dos palos que hay junto a la subida del Trenque, con una viga cruzada encima, de la que penden seis dogales? ¿Veis la horca que se ha puesto esta tarde para los traidores? Pues es también para los holgazanes. A trabajar, o a puñetazos os enseñaré a mover el cuerpo.
Seguimos tras ellos, y pasamos junto a la horca, cuyos seis dogales se balanceaban majestuosamente a impulso del viento, esperando gargantas de traidores o cobardes.
Montoria, cogiendo a su hijo por un brazo, mostrole con enérgico ademán el horrible aparato, y le habló así:
– Aquí tienes lo que hemos puesto esta tarde; ¡mira qué buen regalo para los que no cumplen con su deber! Adelante: yo que soy viejo, no me canso jamás, y vosotros jóvenes llenos de salud, parecéis de manteca. Ya se acabó aquella gente invencible del primer sitio. Señores, nosotros los viejos demos ejemplo a estos pisaverdes, que desde que llevan siete días sin comer, se quejan y empiezan a pedir caldo. Caldo de pólvora os daría yo y una garbanzada de cañón de fusil, ¡cobardes! Ea, adelante, que hace falta enterrar muertos y llevar cartuchos a las murallas.
– Y asistir a los enfermos de esta condenada epidemia que se está desarrollando – dijo uno de los que acompañaban a Montoria.
– Yo no sé qué pensar de esto que llaman epidemia los facultativos, y que yo llamo miedo, sí señores, puro miedo – añadió D. José; – porque eso de quedarse uno frío, y entrarle calambres y calentura y ponerse verde y morirse, ¿qué es si no efecto del miedo? Ya se acabó la gente templada, sí señores, ¡qué gente aquella la del primer sitio! Ahora en cuanto hacen fuego nutrido y lo reciben por espacio de diez horas ¡una friolera!, ya se caen de fatiga y dicen que no pueden más. Hay hombre que sólo por perder pierna y media se acobarda y empieza a llamar a gritos a los santos Mártires diciendo que lo lleven a la cama. ¡Nada, cobardía y pura cobardía! Como que hoy se retiraron de la batería de Palafox varios soldados, entre los cuales había muchos que conservaban un brazo sano y mondo. Y luego pedían caldo… ¡Que se chupen su propia sangre, que es el mejor caldo del mundo! ¡Cuando digo que se acabó la gente de pecho, aquella gente, porra, mil porras!
– Mañana atacarán los franceses las Tenerías – dijo otro. – Si resultan muchos heridos, no sé dónde los vamos a colocar.
– ¡Heridos! – exclamó Montoria. – Aquí no se quieren heridos. Los muertos no estorban, porque se hace con ellos un montón y… pero los heridos… Como la gente no tiene ya aquel arrojo, pues… apuesto a que defenderán las posiciones mientras no se vean reducidos a la décima parte; pero las abandonarán desde que encima de cada uno se echen un par de docenas de franceses… ¡Qué debilidad! En fin, sea lo que Dios quiera, y pues hay heridos y enfermos, asistámoslos. ¿Qué tal? ¿Se ha recogido hoy mucha gallina?
– Como unas doscientas, de las cuales más de la mitad son de donativo, y las demás se han pagado a seis reales y medio. Algunos no las quieren dar.
– Bueno. ¡Que un hombre como yo se ocupe de gallinas en estos días!… Han dicho Vds. que algunos no las querían dar, ¿eh? El señor capitán general me ha autorizado para imponer multas a los que no contribuyan a la defensa, y sin ruido ni violencia arreglaremos a los tibios y a los traidores… Alto, señores. Una bomba cae por las inmediaciones de la Torre Nueva. ¿Veis? ¿Oís? ¡Qué horroroso estrépito! Apuesto a que la divina Providencia, más que los morteros franceses, la ha dirigido contra el hogar de ese judío empedernido y sin alma que ve con indiferencia y hasta con desprecio las desgracias de sus convecinos. Corre la gente hacia allá: parece que arde una casa o que se ha desplomado… No, no corráis, infelices; dejadla que arda, dejadla que caiga al suelo en mil pedazos. Es la casa del tío Candiola, que no daría una peseta por salvar al género humano de un nuevo diluvio… Eh, Agustín, ¿dónde vas? ¿Tú también corres hacia allá? Ven acá, y sígueme, que hacemos más falta en otra parte.
Íbamos por junto a la Escuela Pía. Agustín, impulsado sin duda por un movimiento de su corazón, tomó a toda prisa la dirección de la plazuela de San Felipe, siguiendo a la mucha gente que corría hacia este sitio; pero detenido enérgicamente por su padre, continuó mal de su grado en nuestra compañía. Algo ardía indudablemente cerca de la Torre Nueva, y en esta los preciosos arabescos y las facetas de los ladrillos brillaron enrojecidos por la cercana llama. Aquel monumento elegante, aunque cojo, descollaba en la negra noche, vestido de púrpura, y al mismo tiempo su colosal campana lanzaba al aire prolongados lamentos.
Llegamos a San Pablo.
– Ea, muchachos, haraganes – nos dijo D. José, – ayudad a los que abren esta zanja. Que sea holgadita, crecederita; es un traje con que se van a vestir cuarenta cuerpos.
Y emprendimos el trabajo, sacando tierra de la zanja que se abría en el patio de la iglesia. Agustín cavaba como yo, y a cada instante volvía sus ojos a la Torre Nueva.
– Es un incendio terrible – me dijo. – Mira, parece que se extingue un poco, Gabriel; yo me quiero arrojar en esta gran fosa que estamos abriendo.
– No haya prisa – le respondí, – que tal vez mañana nos echen en ella sin que lo pidamos. Con que dejarse de tonterías y a trabajar.
– ¿No ves? Creo que se extingue el fuego.
– Sí: se habrá quemado toda la casa. El tío Candiola habrase encerrado en el sótano con su dinero y allí no llegará el fuego.
– Gabriel, voy un momento allá; quiero ver si ha sido su casa. Si sale mi padre de la iglesia, le dirás que… le dirás que vuelvo en seguida.
La repentina salida de D. José de Montoria impidió a Agustín la fuga que proyectaba, y los dos continuamos cavando la gran sepultura. Comenzaron a sacar cuerpos, y los heridos o enfermos que eran traídos a cada instante veían el cómodo lecho que se les estaba preparando, quizás para el día siguiente. Al fin se creyó que la zanja era bastante honda y nos mandaron suspender la excavación. Acto continuo fueron traídos uno a uno los cadáveres y arrojados en su gran sepultura, mientras algunos clérigos, puestos de rodillas y rodeados de mujeres piadosas, recitaban lúgubres responsos. Cayeron dentro todos; y no faltaba sino echar tierra encima. D. José Montoria, con la cabeza descubierta y rezando en voz alta un Padre Nuestro, echó el primer puñado, y luego nuestras palas y azadas empezaron a cubrir la tumba a toda prisa. Concluida nuestra operación, todos nos pusimos de rodillas y rezamos en voz baja. Agustín de Montoria me decía al oído:
– Iremos ahora… mi padre se marchará. Le dices que hemos quedado en relevar a dos compañeros que tienen un enfermo en su familia y quieren pasar a verle. Díselo, por Dios; yo no me atrevo… y en seguida iremos allá.